jueves, 24 de octubre de 2019

JANIS JOPLIN (Bette Midler): The rose



ZAFAR



La inevitable e inocente locura que otrora reinó en este lugar se está convirtiendo en una situación provocada ex profeso. Y se advierte sin demasiado esfuerzo. Por ejemplo, lejos se está aquí adentro de utilizar un lenguaje simple e inocente. Se han muerto todas las metáforas y recursos técnicos de los que el lenguaje se vale para cantar la hermosura de las simples cosas. La dureza y frialdad de un lenguaje estructurado —que no requiere cambios ni sorpresas— nos quitan —¿nos matan?— la creatividad innata que llevamos como seres humanos.
Aquí el hombre juzga lo que el propio hombre ha fabricado: la violencia, la maldad, el des-amor, la muerte, la trampa, la mentira. Y así como le ocurrió al doctor Frankenstein, la bestia creada se le ha hecho incontrolable.
¿Qué papel juego —jugamos— en este ambiente trastornado? ¿Cómo sobrevivir al final de la jornada sin pretender, intentar, aunque sea mínimamente, crear una lucecita salvadora ante tanta oscuridad?
En esta selva de papeles y de oídos sordos se vive y se lucha por sobrevivir. Y si bien se afirma que la verdad es la meta a alcanzar, hay que enfrentarse a los vericuetos de un sistema infame que enfrenta a la humanidad, que busca verdades muchas veces contrapuestas y, por ende, falsas las dos. Crisis filosófica que nadie se detiene a analizar en los interminables pasillos de la cotidianidad.
Aquí el sentimiento supremo por excelencia, la libertad, deja de ser un bien natural para convertirse en un estado físico alcanzable pre-castigo. En vez de perseguirse una libertad absoluta, mental y espiritual —esa que se adquiere con mucho esfuerzo pero también por contagio natural—, se lucha, se litiga por una libertad física que nunca se debería haber perdido.
¿Cómo llegamos a este punto de no vivir placenteramente entre los seres queridos con la hermosa locura innata de pretender volar, para estar en este estado de inacción que no nos deja desarrollar como entes inteligentes que somos?
Perdemos el brillo, la luz, la inocencia, ante una realidad grotesca, mundana, inmerecida, en esta jungla en la que protegerse y salvarse parece ser una tarea titánica.

jueves, 6 de junio de 2019

MARTES 13 (Enero, 1981)


A Horacio (el “Negro”) y Omar

«Padre, ayer estuve preso /
por cantar canciones de rock»
(Cristo Rock, Raúl Porchetto)

Una brisa salada acariciaba nuestras caras alegres, boquiabiertas. Apenas nos despeinaba. Pero nos hacía amontonar unos con otros para evitar el frío. Éramos varios, muchos, un buen número. Un centenar, quizás. Hombres y mujeres. Jóvenes y viejos. El rasguido de una guitarra guiaba nuestra mente. La llevaba de un lado a otro. Guiaba nuestra voz: alegría, ilusiones, tristezas, protestas. La medianoche se acercaba y todos nos queríamos quedar ahí, felices, hasta el amanecer. Queríamos dejar que entrara al sol con los brazos en alto y los dedos en «ve». Queríamos soñar junto al mar un mundo mejor. Dejar de lado a esa gente que con cara de asco nos miraba de reojo al pasar. Queríamos ignorar a ese inmenso edificio donde esa misma gente idiota iba a despilfarrar su dinero en una mesa de ruleta. Habíamos formado un semicírculo y nuestra vista se dirigía hacia el mar, hacia delante, hacia un futuro incierto, oscuro, lejano, pero buscado, deseado. No teníamos ganas de compartir la felicidad de esa ciudad que estaba a nuestras espaldas.
El escenario era muy particular: mar calmo, brisa fresca, noche estrellada, dos enormes lobos marinos de cemento y atrás, «la feliz». La mayoría de la gente que caminaba por la costanera se acercaba curiosa para ver qué pasaba en ese grupo de gente que tan alegremente cantaba y aplaudía. Pero la reacción no se hacía esperar: media vuelta y retirada al observar que quien tocaba la guitarra tenía los cabellos por debajo del hombro y, además, que no era el único que lo lucía así. Seguramente se irían mascullando algún comentario sobre esa juventud perdida que vivía solo para protestar y ni siquiera sabía por qué. Vagos…
Hacía ya un buen rato que estábamos allí. Con el Negro y Omar nos habíamos sentado a un costado con un poco de timidez. No conocíamos a nadie pero nos olvidamos enseguida de eso. No solo se compartían las canciones sino que pasaban de mano en mano paquetes de galletitas, atados de cigarrillos, gaseosas y vino, sin importar a quién pertenecían. Difícil era imaginar que cerca de cien jóvenes y otros no tanto, que jamás se habían visto, pudieran disfrutar juntos un momento fraternal, un momento de paz.
Cuando la guitarra dejaba de sonar se escuchaban los aplausos y luego de una breve pausa una nueva canción empezaba. «De nada sirve», gritó uno y varios se sumaron al pedido. Y «De nada sirve» fue el tema que se cantó. Todo hacía prever un final inolvidable, un final que nos dejaría a todos un poco fuera de nosotros mismos, soñando con lo que más queríamos, yendo de estrella en estrella y bajando al mar manso para poder sumergirnos hasta lo más profundo y ser felices por un buen rato, sin molestar a nadie. Todo estaba en orden, todo era una sola ilusión: cantar toda la noche y olvidarnos un poco de la realidad que estaba detrás nuestro. El grupo crecía. Desde lejos, los felices veraneantes seguían observando con desconfianza. Una perra vagabunda se nos había sumado y experimentó las caricias sinceras que quizás nunca nadie le había dado. Las canciones seguían. La guitarra cambiaba de manos pero no descansaba. Nada hacía pensar otro final que no sea el esperado. Otro grito pidió «Deja que entre el sol». Las cuerdas sonaron con ganas y todos nos pusimos a cantar, a soñar y a pedir un poco de paz. Entonces nuevamente los brazos se alzaron con los dedos en «ve» y comenzaron a balancearse ante el mar inmenso, ante el cielo estrellado, mezclando cabellos largos, niños en brazo, comida, cigarrillos, vino…

Y un grito.

Un grito horrible que se multiplicó en segundos por mil. Un grito inesperado, un grito idiota, un grito que venía a derrumbar todo lo lindo que hasta ese momento estábamos viviendo. Un grito grave, seco, ensordecedor, enloquecedor. La fiesta había llegado a su fin.
«¡Policía! ¡Quédense todos quietos!», gritó uno vestido de civil a quien todos, al mismo tiempo e instintivamente, dirigimos la mirada.
El instinto de supervivencia floreció en el grupo. No teníamos por qué escapar, nada malo estábamos haciendo, pero en enero de 1981 en nuestro país no había lugar para abrir juicios de inocencia o culpabilidad. Ese instinto de supervivencia hizo virar nuestra vista ciento ochenta grados para buscar una salida de escape pero grande fue nuestra sorpresa al comprobar que el del grito no se encontraba solo. Aproximadamente quince sujetos más nos rodeaban. Itaka o ametralladora en mano.
«Vamos para allá», dijo Omar dirigiéndose a hacia la playa, pero ahí había uno apuntándonos.
«¡No, rajemos para allá!», gritó el Negro sin saber para dónde ir. Por todos lados estaban esos tipos.
«Quedémonos en el molde», dije yo al no encontrar escapatoria.
Nueve Ford Falcon (no todos verdes, recuerdo algunos grises) estaban estacionados en fila sobre el Bulevar Marítimo. Nos hicieron quedar a todos sentados donde estábamos y empezaron a hacernos subir por grupos a los autos. Alguien murmuró: «Hoy es martes 13». Muchos reímos, aunque no con muchas ganas, ante la superstición del que había abierto la boca. Fueron palabras perturbadoras que nos hicieron pensar en ese momento que nunca más tendríamos que organizar una fiesta o reunión en ese día fatídico.
La comisaría se llenó en poco tiempo. Algunos —más rápidos que nosotros— habían logrado escapar apenas escucharon el grito que todavía resonaba en nuestra mente. Pero la mayoría estábamos ahora allí. Nos revisaron uno por uno hasta debajo de las uñas. Luego de un par de horas insoportables, comenzaron a largarnos. Omar, el Negro y yo fuimos unos de los primeros ya que éramos menores y teníamos en el bolsillo el permiso escrito de nuestros padres certificado por la policía de nuestra ciudad. Nuestros escasos dieciséis años fueron suficientes para comprender la advertencia: no nos querían volver a ver en ese tipo de reuniones.
Luego nos enteramos de que a algunos les habían encontrado drogas entre sus pertenencias. Que otros tenían antecedentes penales…
La madrugada nos sorprendió nuevamente en libertad, caminando en silencio, las manos en los bolsillos, atemorizados y con la inevitable duda —todavía hoy— de saber si todos los que habían ingresado a la comisaría con nosotros, volverían a salir.

jueves, 2 de mayo de 2019

MORIS. DE NADA SIRVE

De nada sirve escaparse de uno mismo... Veinte horas al cine pueden ir y fumar hasta morir, con mil mujeres pueden salir, a los amigos los pueden llamar. De nada sirve escaparse de uno mismo... No se dan cuenta que de nada sirve tocar la batería, seguir la acería, no, de nada sirve... Y veinte horas al cine puedes venir y fumar hasta morir, con mil mujeres pueden salir... De nada sirve escaparse de uno mismo... ¿De qué les sirven las heladeras y lavarropas, televisores y coches nuevos y relaciones y amistades y posiciones, si están podridos y aburridos de este mundo que está podrido? No, de nada sirve... Los que van a la oficina dicen que todo sirve; los que van al puerto les duele las espaldas; los que hacen música creen que es lo más importante... Nada sirve si uno lo usa para la soledad interna que siempre los corre... Cuando están solos, están bien solitos, ya no hay guitarritas ni amplificadores, están solos en la cama y empiezan a mirar el techo y en el techo no hay nada, hay solamente un techo. ¿Qué pueden hacer? Es muy tarde, son las tres de la mañana. Los bares están cerrados, las mujeres duermen, los cines también están cerrados, la guitarra no se puede tocar sino el vecino se va a despertar. ¿Qué puedo hacer? Estoy solo, qué aburrido, no sé qué hacer, qué es mi vida, qué es este mundo, qué soy yo, ¡me voy a volver loco! No sé qué hacer... En ese momentito se dan cuenta que todo es una estupidez, cuando van de veraneo y bailan yeah, con sus movimientos centroamericanos, sensualidad fabricada, tratan de levantar mujeres... Pero están vacíos y están muy podridos. Volvemos a la cama, que es un gran lugar para dormir o también para fifar. Y cuando lo consiguen -en este mundo es difícil- está reglamentado. Muerdan la almohada de desesperación, no saben qué hacer con sus vidas, ya todo fracasó: han masticado chicles, han comido chocolates, han leído Radiolandia, han llamado a sus amigos, han salido con mil mujeres, han grabado treinta mil discos, han sido famosos, han firmado autógrafos, han comido hasta reventar, han fumado hasta acabar y ¿qué queda? Nada queda... Hay una cosa que sirve a esta humanidad y es darse cuenta que nada sirve si uno lo usa para escaparse de uno mismo. Amigo, te doy un consejo, aunque yo consejos no doy: trata de hacer la prueba de parar las maquinitas que llevas dentro de ti y fijarte qué es lo que pasa cuando te agarra la soledad y te agarra el hastío. No escuches discos de Bob Dylan o de Los Beatles, de Los Rolling Stone o de Mick Jaegger. Mucho silencio, mucho pensar, mucho meditar, nada de evasión y pensar qué es lo que pasa conmigo. Yo soy inteligente, también soy intelectual, soy bastante inteligente pero estoy muy aburrido y estoy solo, muy aburrido. ¿Qué es lo que pasa conmigo? Yo no me lo puedo explicar. Por favor que alguien me lo diga. No puedo salir de mí, estoy muy encerrado en mi prisión de carne y hueso. No puedo salir, me voy a morir dentro de mí. Antes de morir yo quiero salir, ver las estrellas, el mar, me quiero ahogar y quiero salir de mí, por favor. Me quiero ir y quiero vivir por favor de mí, no quiero evasión y quiero vivir. ¿Qué puedo hacer? No hay nada que hacer. Tenés que vivir, tenés que sufrir, tenés que sentir, tenés que amar, te tenés que arriesgar, te tenés que jugar, no podés tener seguridad, no podés tener ninguna propiedad. Tenés que jugarte, tenés que salir a que te rompan la cara, que te maten que te pisen. Tenés que querer a cualquiera, tenés que odiar a cualquiera. ¿Qué puedo hacer? Estoy solo y todos pasan a mi lado. Nadie me mira o si me miran es para encerrarme, y estoy muy encerrado. De nada sirve escaparse de uno mismo...