tag:blogger.com,1999:blog-56665596761080608872024-03-13T20:35:18.546-03:00PALABRAS DE FELIS NASALLa escritura es una actividad solitaria. Quien escribe no hace otra cosa que gritar en silencio. A veces logra que alguien lo escuche, pero no siempre que lo entienda (fideo)Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.comBlogger198125tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-90241436200289560412022-12-05T19:23:00.000-03:002022-12-05T19:23:16.292-03:00LOCA<p> </p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-L4mWREtfcPg/X0xTBqI0RFI/AAAAAAAAQ1I/J4D8Y-mThS4VWIqvy-VCpQ4wKb4q445qACLcBGAsYHQ/s500/loca.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="313" data-original-width="500" height="391" src="https://1.bp.blogspot.com/-L4mWREtfcPg/X0xTBqI0RFI/AAAAAAAAQ1I/J4D8Y-mThS4VWIqvy-VCpQ4wKb4q445qACLcBGAsYHQ/w625-h391/loca.jpg" width="625" /></a></div><div style="font-size: x-large; text-align: justify;"><br /></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Hay una edad en que la sangre hierve en las venas, tiempo en el que no se razona demasiado en lo que se hace ni se miden las consecuencias —no hay tiempo para ello—, se pierde la noción de realidad y de cordura, y uno se deja llevar como un niño al que le prometen el juguete eternamente deseado. Siempre pensé que eso pasa cuando uno se enamora sin saber siquiera lo que es el amor o lo que ese sentimiento nos deparará en el futuro, mediato o inmediato. Como esos amores locos que aparecen de repente en una noche después de varias copas de alcohol que aceleran el hervor de la sangre mientras viaja por nuestras venas desde el corazón a los pulmones tratando de oxigenarse.</div><div style="text-align: justify;">Esa noche, que me depararía sorpresas, me quedé solo en la barra de uno de los tantos bares del bulevar con la copa ya vacía a la que agitaba suavemente tratando de que los últimos trozos de hielo le sacaran un poco más de gusto a la media rodaja de limón que minutos antes había ayudado a darle el toque perfecto a un gintonic. Mis amigos habían querido llevarme con ellos a un boliche bailable de la zona, pero me negué con la fundamentación de siempre: odiaba entrar a esos lugares donde solo se escuchaba música que no me gustaba, odiaba ver gente bailar esa música, odiaba bailar, me sentía un sapo de otro pozo y, por sobre todas las cosas, sabía que jamás encontraría al amor de mi vida adentro de un lugar como esos.</div><div style="text-align: justify;">El bar en el que me quedé estaba lleno de gente. Si me quedé un rato más ahí adentro fue porque entre tanto bullicio se podían escuchar canciones de U2, Sting y Phil Collins. Cuando estuve por pedirle al barman el último gintonic que me tomaría esa noche para disfrutar de mi soledad a pesar de tanta gente, sentí un golpe en la espalda. Más que un golpe fue un empujón que casi me hace caer de la banqueta.</div><div style="text-align: justify;">—Perdón, perdón… —suplicó a duras penas una morocha que llevaba en su mano izquierda un vaso casi lleno y se apoyó con su codo derecho en la barra. No se la veía bien. Alguien con el suficiente sentido común hubiese advertido, como lo hice yo, que su problema no era más que exceso de alcohol en la sangre… mejor dicho, en todo el organismo.</div><div style="text-align: justify;">—¿Estás bien? —vi que no podía mantenerse en pie y le ofrecí gentilmente mi banqueta. Sonrió y apoyó el vaso sobre la barra.</div><div style="text-align: justify;">—Es ron… —entendí que quiso decir ya que la lengua se le trabó y le jugó una mala pasada.</div><div style="text-align: justify;">Advertí que de pronto quienes estaban sentados a mi alrededor abandonaron sus lugares y nos quedamos con la morocha en la barra un poco más cómodos. Agarré otra banqueta para mí y me pedí el gintonic pendiente.</div><div style="text-align: justify;">—Yo también quiero… —me dijo como pudo la morocha mientras sostenía su vaso de ron casi lleno.</div><div style="text-align: justify;">—Terminate primero ese y después te invito otro —le dije como para salir del paso.</div><div style="text-align: justify;">Mientras el barman acercaba mi nueva copa, la morocha se agachó y previo a tener dos o tres arcadas, vomitó en el piso. Me dio mucho asco no solo por el olor sino también porque sus fluidos mancharon mi pantalón y mis zapatos. Tuve ganas de putearla, de llamar a alguien para que se la llevase de ahí, para que la sacaran del bar, pero tuve un sentimiento que no podría ahora definirlo y la tomé por los hombros, la incorporé sobre sí misma y la llevé hacia la vereda. Supuse que tomar aire fresco le haría bien. Además sabía que en pocos segundos vendrían sus amigas o su novio o alguien a ayudarla. No ocurrió así. Mientras la gente nos abría paso entre risas y muecas de asco, yo llevaba casi arrastrando a la morocha hacia la vereda, ante la mirada absorta del barman que advertía que estaba abandonando mi copa intacta sobre la barra.</div><div style="text-align: justify;">—¿Con quién estás? —le pregunté mientras la sentaba en una silla plástica que gentilmente me acercó uno de los que estaba como seguridad en la puerta. Comenzó a reír.</div><div style="text-align: justify;">—¡No me traje el vaso, putamadre!…</div><div style="text-align: justify;">Alguien me acercó un vaso de agua.</div><div style="text-align: justify;">—Tomá, para que se enjuague un poco la boca tu novia. Ah, y este bolso es de ella.</div><div style="text-align: justify;">Agarré el vaso, el bolso y cuando intenté explicarle que ni siquiera sabía quién era la morocha, me encontré con que estábamos los dos solos en la vereda.</div><div style="text-align: justify;">—Tomá, enjuagate.</div><div style="text-align: justify;">La morocha sorbió un poco de agua, hizo un buche y escupió a un costado.</div><div style="text-align: justify;">—¡Qué feo que es vomitar! ¿Me buscás mi copa?</div><div style="text-align: justify;">A pesar de que yo había tomado bastante, estaba un poquito mejor que la morocha. Le dije que se tranquilizara, que tome un poco de aire, que le iba a hacer bien y después podría volver a entrar a buscar a sus amigas. Rio.</div><div style="text-align: justify;">—¿Qué amigas? Estoy sola…</div><div style="text-align: justify;">Pensé en ese momento si la morocha no había optado, como yo, quedarse en el bar para escuchar música y beber un trago, antes de terminar en el boliche bailable donde quizás habían ido sus amigas y donde tampoco se sentiría bien. O si realmente estaba sola porque no tenía a nadie en el mudo con quien compartir un momento de diversión. Las soledades complican el alma y más de noche, y más bajo el efecto del alcohol…</div><div style="text-align: justify;">Abrió el bolso y sacó un pañuelo. Creí que se iba a largar a llorar. Pero se secó los labios, levantó la vista y me dijo:</div><div style="text-align: justify;">—Caminemos un rato. Me va a hacer bien.</div><div style="text-align: justify;">Sus ojos eran negros, muy oscuros. Tenía una mirada muy bella. Era una linda mina que habrá tenido mi edad pero parecía más grande. No sé si por sus rasgos o por el estado deplorable en el que se encontraba. Se incorporó a duras penas de la silla, me tomó de la mano y comenzó a caminar arrastrándome y canturreando una canción del Flaco: «Vamos al bosque, nena… Uuuhhh… Vamos al bosque, nena…».</div><div style="text-align: justify;">Creo que no hubiese caminado ni dos pasos a su lado si no la hubiese escuchado cantar. Ese fue el embrujo, esa fue la telaraña que me atrapó y que me decidió a seguirle el juego. A una mujer que canturrea a Spinetta no podría haberla catalogado de otra manera que no sea genial. Fue una sirena que me encantó con su fresca voz… debería haberme tapado los oídos… Caminamos por el cantero central del bulevar rumbo a la costanera. Como podía, caminaba y seguía cantando. Cada tanto, tenía que sostenerla para que no se cayera al piso de boca.</div><div style="text-align: justify;">—Deberíamos tomar un café —propuso de repente—. Yo pago.</div><div style="text-align: justify;">No me pareció descabellada la idea. Seguramente no la dejaría pagar y acepté la propuesta. Todavía los bares del bulevar estaban abiertos y nos sentamos a la mesa de uno, en la vereda. El mozo se acercó.</div><div style="text-align: justify;">—¿Y si en vez de café le damos a la birra? —propuso.</div><div style="text-align: justify;">—¡No! —fue mi reacción inmediata—. Traenos dos cafés. Dobles y bien cargados —le dije al mozo.</div><div style="text-align: justify;">En cinco minutos me atormentó con su charla. Llegó un momento en que deseé que se callara un poco. Siempre me molestaron las personas ruidosas. Comenzó a dolerme la cabeza. Vestía una camisa negra y desabrochó uno de los botones. No sé por qué. Estará acalorada, pensé. Advertí que sus pechos eran lo suficientemente grandes como para llamar la atención. Cada vez que llevaba la taza de café a sus labios, sus ojos se clavaban en los míos y sonreía. A medida que pasaban los minutos, la morocha iba recobrando la postura. Ya era hora de averiguar aunque sea su nombre.</div><div style="text-align: justify;">—Marcela.</div><div style="text-align: justify;">Siguió hablando como si nos conociéramos desde la infancia. Yo solo escuchaba y de vez en cuando le dirigía la palabra cuando me preguntaba algo. Pero jamás me preguntó mi nombre. En un momento dado abrió su bolso y comenzó a buscar algo. Revolvió durante unos cuantos segundos mientras sus gestos demostraban preocupación.</div><div style="text-align: justify;">—No encuentro mi reloj… ¿Qué hora es?</div><div style="text-align: justify;">No le contesté. Solo extendí mi brazo y le mostré mi reloj pulsera para que ella misma viera que eran las dos y media de la mañana. Me tomó la mano y observó casi con admiración mi reloj.</div><div style="text-align: justify;">—¡Qué hermoso!</div><div style="text-align: justify;">Me hizo un gesto para que se lo prestara, para verlo mejor. No sé por qué se lo di. Estuvo varios segundos mirándolo, alabándolo, y lo apoyó en la mesa. No lo recogí en ese momento, no le di importancia, y la conversación —¿o monólogo?— continuó un buen rato mientras comenzaron mis ganas de ir al baño. Mucho líquido comenzaba a hacer estragos en mi vejiga. El bar estaba lleno; en la vereda también estaban todas las mesas ocupadas e inclusive había gente esperando que se desocupara alguna. De repente Marcela agarró mi reloj, se lo puso en su muñeca izquierda, tomó su bolso, se paró y me dijo «Vamos». Salió casi corriendo en dirección al puente colgante, que estaba a tres o cuatro cuadras.</div><div style="text-align: justify;">—¡Pará, loca! ¡Hay que pagar!</div><div style="text-align: justify;">—¡Que pague otro! —gritó y siguió su camino apresurada. Si no hubiese tenido mi reloj, juro que me hubiese quedado en el bar a tomarme una cerveza, pero no podía dejar que se lo llevara. Supuse que no me robaría porque era evidente que quería que la siguiera.</div><div style="text-align: justify;">—¿Se van? —me preguntó una chica que esperaba de pie junto con una amiga que se desocupara una mesa.</div><div style="text-align: justify;">—Sí —le dije—. Haceme un favor —saqué un billete de quinientos pesos de mi billetera y se lo di a la piba, que me miraba asombrada—. Pagale al mozo los dos cafés. Confío en vos —y salí corriendo detrás de Marcela.</div><div style="text-align: justify;">La alcancé como a las dos cuadras. Se reía con ganas y caminaba para atrás dando saltitos. Se sacó el reloj y me lo devolvió.</div><div style="text-align: justify;">—Me da mucha adrenalina irme de un bar sin pagar… —dijo entre carcajadas.</div><div style="text-align: justify;">Opté por no decirle que había dejado el dinero. Se la veía muy feliz en su papel de pequeña delincuente.</div><div style="text-align: justify;">Cuando llegamos a la costanera nos sentamos frente a la laguna, cerca del puente colgante. Me dijo que yo era un tipo lindo, que parecía una buena persona y que tenía onda conmigo. Me insinuó sus pechos y me dio un beso en la mejilla. Yo estaba como inmovilizado, no sabía cómo reaccionar ni qué decir y sentí cada vez más ganas de orinar.</div><div style="text-align: justify;">Volvió a revolver en el interior de su bolso y ahora sí sacó algo que no alcancé a ver bien qué era.</div><div style="text-align: justify;">—Hagamos un pacto —me dijo.</div><div style="text-align: justify;">La miré ahora con un poco de temor. Desenvolvió un pequeño objeto y me lo mostró: una hojita de afeitar.</div><div style="text-align: justify;">—Un pacto de sangre…</div><div style="text-align: justify;">Estábamos sentados casi tocándonos brazo con brazo y me alejé unos centímetros.</div><div style="text-align: justify;">—¿Qué hacés? ¿Estás loca? —le reproché.</div><div style="text-align: justify;">—¿Tenés miedo?</div><div style="text-align: justify;">—Ni siquiera te conozco, no sabés ni cómo me llamo y me estás invitando a hacer un pacto de sangre. Estás totalmente loca…</div><div style="text-align: justify;">Mis ganas de orinar se hacían cada vez más insoportables y sabía que no tendría otra salida que hacerlo ahí, en la laguna, delante de Marcela. No había otra opción. No aguantaba más.</div><div style="text-align: justify;">—Yo no tengo miedo. Esto es valor, coraje… —se llevó la hojita de afeitar hacia una de sus muñecas.</div><div style="text-align: justify;">—¡Dejá de boludear, ¿querés?!</div><div style="text-align: justify;">Comenzó a reír y yo sentía que mi vejiga explotaba. Quería estar en otro lado, en el boliche con mis amigos, bailando la música que no me gustaba entre gente que no me agradaba. Pero no ahí, con esa mina que se quería cortar las venas y me invitaba a hacerlo también. Maldije haberme quedado solo en la barra tomando el gintonic, cosas que uno hace sin pensar, con la sangre en las venas hirviendo. Marcela pasó suavemente el filo de la hojita de afeitar sobre su brazo y apenas se rasguñó. Después se lo llevó a la mejilla y la hundió con más fuerza. No la deslizó pero la apretó fuerte. Vi la sangre. Intenté sacarle la hojita de afeitar y se me escapó un chorro de orina con mi movimiento. Luego el tajo fue en su pecho, en el medio de sus tetas. Ver la sangre en su cara, en su cuerpo, comenzó a descomponerme. Marcela reía a carcajadas mientras la sangre le brotaba en el pecho, en la cara. Yo seguía inmóvil, a punto de orinarme encima. Tenía ganas de salir corriendo pero el esfuerzo haría que me mojara indefectiblemente los pantalones. Se llevó ahora el filo hacia su cuello, hacia la yugular y le grité como loco que parara, que no lo hiciera, y cuando intenté sacarle la hojita de afeitar nuevamente, se me abalanzó para cortar mi cara y ahí sí no aguanté más y me oriné encima. Grité. Grité como un loco mientras sentía una húmeda tibieza recorriendo mis piernas.</div><div style="text-align: justify;">Grité tan fuerte y fue tan grande mi desesperación que me desperté. Estaba empapado en transpiración y las sábanas, mojadas y calientes.</div></span><div style="font-size: x-large; text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><i>30/08/2020 </i></span></div><div style="text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><i>(después de escuchar </i></span></div><div style="text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><i>“Polaroid de locura ordinaria” </i></span></div><div style="text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><i>De Fito Páez)</i></span></div>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-87889962938161561472022-12-05T19:19:00.002-03:002022-12-05T19:19:48.854-03:00SIN MOVER UN SOLO MÚSCULO<div style="text-align: right;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-YY1UGZZ-JgQ/YUe85_BE7lI/AAAAAAAAROI/rwMfjESeE48vHwm-c2O9XvVpI_ABHWo_gCLcBGAsYHQ/s2048/A%2Bveces%2Bme%2Bdespierto...0028.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1465" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-YY1UGZZ-JgQ/YUe85_BE7lI/AAAAAAAAROI/rwMfjESeE48vHwm-c2O9XvVpI_ABHWo_gCLcBGAsYHQ/w458-h640/A%2Bveces%2Bme%2Bdespierto...0028.jpg" width="458" /></a></div><br /></div><div><span style="font-size: large;"> <br /><div style="text-align: justify;">Se acostó boca arriba y observó las telarañas que había en uno de los rincones del techo. Se propuso limpiarlas, pero en otro momento. En la casa la gente iba y venía por todas las habitaciones, casi todos con un vaso medio lleno en la mano. No había puertas y era difícil diferenciar el living del lavadero o la cocina del dormitorio. Al lado de su cama se escuchaba el funcionamiento del motor de una heladera y más cerca de la ventana que daba al jardín se ubicaba una vieja cocina, pero sin conexión alguna.</div><div style="text-align: justify;">Eran las tres de la mañana y la música se seguía escuchando al mismo volumen con el que la venía escuchando desde las seis de la tarde del día anterior. Las risas y corridas por todas las habitaciones eran cada vez más estruendosas. Sintió el cansancio de un día que había comenzado muy temprano y todavía no terminaba. Llegó a sentirse solo entre tanta gente. Siempre había escapado al bullicio, a la muchedumbre, pero ese sábado había sentido la necesidad de agasajar de alguna manera a sus amigos. No sabía por qué, no festejaba nada, pero sentía que la soledad avanzaba inescrupulosamente sobre su vida.</div><div style="text-align: justify;">Pero la felicidad apareció de repente. Escuchó pronunciar su nombre en la voz dulce y aguda de una de sus amigas. Fue para él como escuchar un coro de ángeles. Sonrió e intentó levantarse pero ella se lo impidió con un gesto suave. Se recostó a su lado, en silencio, y apoyó su cara de lado sobre su pecho. Suspiró relajadamente. Él besó su frente y ella cruzó el brazo sobre su abdomen. No dijeron una sola palabra, no hubo un solo movimiento de los cuerpos, ahora unidos, que indicara el inicio de un ritual amoroso.</div><div style="text-align: justify;">Uno, dos, varios de quienes iban y venían por la casa observaron esa imagen llena de calidez y ternura. Nadie se sorprendió y siguieron su recorrido. Ellos, unidos en un sentimiento hermoso, disfrutaban del calor del otro. No pasaba nada en el mundo que pudiera distraerlos de su felicidad. Ella sentía bajo su rostro cómo latía un corazón cada vez más rápido y él sintió que la respiración de su hermosa compañía no transmitía más que tranquilidad y paz. Hacían el amor sin mover un solo músculo.</div></span></div>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-65760251440866969132022-12-05T19:19:00.001-03:002022-12-05T19:19:27.769-03:00DISPAROS<div align="center">
<a href="http://fernandorossia.blogspot.com/2010/03/horacio-quiroga.html"><img alt="" border="0" height="640" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5459748411163710962" src="https://1.bp.blogspot.com/_kCh7IP_exD8/S8TsQMJqlfI/AAAAAAAAAFA/eYQfLX8plv0/s320/Retrato-Quiroga.jpg" style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center;" width="640" /></a><span style="font-size: 78%;"> <a href="http://fernandorossia.blogspot.com/">Fernando Rossia</a></span></div>
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<span style="font-size: 78%;"><a href="http://fernandorossia.blogspot.com/">(Rosario - Santa Fe - Argentina)</a></span></div>
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<i><br /></i></div>
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<i>A la memoria de H.Q. </i></div>
<div style="font-size: x-large; text-align: justify;">
<br /></div>
<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">No sé muy bien por qué estoy acá, si todo fue un accidente... Todavía los oídos me palpitan por la explosión. Federico me había apuntado sin querer mientras le pasaba el trapo al cañón. Le dije que tuviera cuidado, que no apuntara, y me contestó riendo: ¡Cagón! ¡Está descargada!... Por las noches todavía escucho los disparos y me despierto sobresaltado. Los escucho de día también. Sus rostros se me aparecen en los espejos, a través de las paredes. A mi padre lo conozco por el retrato pintado que siempre estuvo colgado en la pared de la sala. Lo imagino bajando de la canoa con esa escopeta. Y escucho una y otra vez el disparo. Y me veo dentro de unos años con la misma escopeta en mis manos... Yo no le disparé a propósito a Federico. Primero, a la escopeta la tenía él. Él era el que le estaba pasando el trapo por el cañón. Yo limpiaba la funda y acomodaba los cartuchos en la caja. Pero se la saqué. Ya me había apuntado varias veces sin querer y no me había gustado nada. Mi madre tampoco tuvo la culpa del ataque de apoplejía de Ascencio, mi padrastro. Y menos yo, que lo encontré ahí, recién muerto por propia voluntad. ¿Por qué me dejan solo? Y ahora vos, Federico. Te dije: a las armas las carga el diablo, y te me reíste en la cara. Cagón, me dijiste. Te sacudí para que me dijeras que estabas bien, pero tamaña herida y el hilo de sangre que bajó de tus labios fueron suficientemente expresivos. El olor a pólvora y el charco de sangre me descompusieron. Tuve ganas de vomitar e intenté salir corriendo, pero una mano en la frente me lo impidió. Disparos y más disparos. Me pregunto cómo será morir de un tiro en la cabeza. Me pregunto si el cianuro no será menos violento, menos doloroso, más romántico... A Federico se le dieron vuelta los ojos y yo le grité: ¡¿Estás bien?! ¡Contestame! Pero todo fue inútil. Todavía nadie me preguntó nada. Solo me trajeron a los empujones hasta aquí sin escuchar mis explicaciones. Maldita escopeta. Mi madre la tendría que haber tirado o regalado cuando lo de mi padre. Pero no. El destino funesto de ese cañón no me va a dejar dormir más. Las detonaciones me persiguen. No soporto más estar acá encerrado. ¿A quién le digo que fue un accidente? ¿Cuándo me van a escuchar? Federico me apuntó... Y me dijo que el diablo nada sabe de armas. Y se la saqué. Tironeé con él y escuché el disparo. No gritó. Ni siquiera gimió. Como si se hubiera dado cuenta de que no fue culpa mía. Solo se desplomó en el suelo y yo alejé la escopeta de Federico... pensando quizás que él hubiese querido vengarse, dispararme... Y cuando sentí en la boca mis entrañas, la gente de la casa comenzó a llegar. Todo sucedió tan rápido que no sé si lo voy a poder explicar. Los disparos siguen sonando en el aire y mi padre, mi padrastro y Federico me miran a través de las rejas. Pasan unos segundos y se van diluyendo en las penumbras, se van alejando, me van abandonando definitivamente. Estoy solo como siempre lo estuve y quizás siempre lo estaré. No quiero escuchar nunca más disparos de escopeta. ¡Por favor, que alguien venga y me diga: Oiga, Quiroga, ¿qué fue lo que pasó?!</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-31041805051467295262022-12-05T19:18:00.000-03:002022-12-05T19:18:32.981-03:00LA LLEGADA DE DON MIGUEL<div style="text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/_kCh7IP_exD8/S-2p9Z432JI/AAAAAAAAAGo/4a6oiwg4Cnw/s1600/CERVANTES.jpg"><img alt="" border="0" height="640" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5471215994711562386" src="https://4.bp.blogspot.com/_kCh7IP_exD8/S-2p9Z432JI/AAAAAAAAAGo/4a6oiwg4Cnw/s320/CERVANTES.jpg" style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center;" width="450" /></a><span style="font-size: 78%;"><em>Dibujo y grabado de Miguel de Cervantes</em></span></div>
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<span style="font-size: 78%;"><em>G. Gómez Terraza y Aliena</em></span></div>
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<span style="font-size: 78%;"><em>Valencia, 1877</em></span></div>
<span style="font-size: large;"></span><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Cuando abrí la puerta luego de haber escuchado esos tres golpes secos y decididos, lo vi frente a mí, inmóvil, inmenso, todopoderoso, con sus ojos clavados en los míos, fulminantes. No hablaba. Solo me quemaba con su presencia espectacular. Retrocedí unos pasos ante el destello de los pocos dientes que le quedaban. Observé cómo esos labios paspados se iban separando lentamente y supe de inmediato que había venido a decirme, sin vueltas, lo que nunca hubiese querido escuchar.</span></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Sabía que algún día vendría, pero no lo esperaba justo esa tarde en que me encontraba lidiando con los personajes de una novela que intentaba continuar escribiendo de una buena vez por todas. Ya me lo había advertido tiempo atrás, cuando lo soñé tan imponente como lo estaba viendo ahora. En aquella oportunidad, minutos antes de dormirme, había terminado de escribir uno de los que yo considero mis mejores cuentos. En el sueño no había sido tan directo como lo fue esta vez: solo me lo había advertido.</div><div style="text-align: justify;">Intenté cerrarle la puerta en la cara, quise gritarle que me dejara en paz, que no lo necesitaba ni quería escucharlo, pero el esplendor de su imagen me inmovilizó, me ató de pies y manos, y ni siquiera tuve fuerzas como para darme vuelta y salir corriendo.</div><div style="text-align: justify;">Pensé en cómo continuar mi novela, en qué destino les iba a dar a Laura y a Juan. Sabía que yo no era quién como para disponerlo y sospeché que él me había venido a orientar. ¡Qué lejos estuve entonces de saber la verdad!</div><div style="text-align: justify;">Fueron unos pocos segundos, pero me parecieron siglos. Qué incómodo me sentí, nervioso, minúsculo, insignificante. Y aunque ya lo había visto en sueños, personalmente me sorprendió. Su imagen brillaba en ese pasillo apenas iluminado.</div><div style="text-align: justify;">Bajé la vista, me aflojé y me resigné a escuchar sus inminentes palabras. Tardó en decirlo. Primero suspiró y lo miré a los ojos. Me pareció que su mirada había cambiado; ahora expresaba algo de lástima. Pensé en Laura, en Juan, en mi novela inconclusa... Y por fin me lo dijo:</div><div style="text-align: justify;">—¿No os parece que vuestro destino no es la escritura? —me insinuó, compasivo, don Miguel de Cervantes Saavedra.</div></span></div>
Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-45855112052686657902022-12-04T19:20:00.000-03:002022-12-05T19:20:48.333-03:00QUIJOTIZACIÓN<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
</div>
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<span style="font-size: large;"><br /></span></div>
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<a href="http://2.bp.blogspot.com/-23fhvmV7GJk/U4Ep7RFR3bI/AAAAAAAAAwI/vfaI69Y_bGU/s1600/Don+quijote+leyendo+libros+de+caballer%C3%ADas.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="640" src="https://2.bp.blogspot.com/-23fhvmV7GJk/U4Ep7RFR3bI/AAAAAAAAAwI/vfaI69Y_bGU/s1600/Don+quijote+leyendo+libros+de+caballer%C3%ADas.jpg" width="538" /></a></div>
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<a href="http://www.blogdelujo.com/2010/05/don-quijote-leyendo-libros-adolf.html">"Don Quijote leyendo libros", de Adolf Schrödter (1834)</a></div>
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<span style="font-size: large;"><br /></span></div>
<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Siempre hay un boludo que te pregunta por qué. Y yo, más boludo aun, pienso y le contesto. Porque me da lástima decirle qué te importa, o directamente mirarlo con autosuficiencia y no decirle nada. Yo quiero que se entere. Quizás le haga un bien… a él o a cualquiera... No es sencillo contar la historia pero intentaré ser lo más claro posible.</div><div style="text-align: justify;">Todo empezó porque alguien —ya no importa quién, ya no importan los nombres, ya no hay culpables… ni víctimas— me regaló uno en mi más tierna infancia. Y el tonto, el boludo, lo hizo suyo. Lo terrible fue que me gustó y casi de inmediato hice que me regalaran otro. Pero cuando quise el tercero me palmearon la espalda y me dijeron querido, te lo vas a tener que comprar. El primero te lo regalan… Y caí como un tremendo pelotudo. Me iniciaron… y desde entonces no pude frenar. No hubo nadie a mi lado que hiciera algo para que yo lo abandonara. Todos me miraban de reojo o se hacían sencillamente los giles. Es como si les gustara verme allí, siempre metido en ellos, en mí mismo. Solitario, inofensivo, indefenso. Y lamentablemente no pude parar. Es como realmente te lo dicen los que saben: un vicio. Uno lleva a otro, y otro, y otro… Y ya no hay freno que valga. Te podrán decir pará, te podrán decir vamos a pescar, mirá fútbol, vamos a correr. Mil cosas te van a decir para que te alejes pero cada centímetro de lejanía es un kilómetro de nostalgia. Creo que el primero fue el detonante. Reitero que no sé quién fue ni quiero recordarlo, pero alguien me lo regaló. Y lo hice mío como si fuera mi mayor tesoro.</div><div style="text-align: justify;">Nunca pude dejar el vicio hasta que me encerraron acá, hijosdemilputas, y no me dejan ni siquiera mover los brazos. Tengo abstinencia y voy a explotar en cualquier momento. No recuerdo cómo se llamaba, pero no era grande. Era lindo tocarlo, abrirlo y cerrarlo, mirarlo minuciosamente, palparlo, olerlo. Hasta me deban ganas de masticarlo. No tenía muchas páginas pero las pocas que tenía bastaron para enloquecerme. Me tuve que comprar uno porque no me regalaron más. Era necesario tener otro, era necesario llenar espacios y tiempos. Y comprar uno significó comprar dos, tres… y mil, mil quinientos… Los leí a todos sin descanso. Hasta que algo hizo que mermara el fanatismo. La vi un día y me enamoré. Y ya la lectura dejó de ser mi vicio y mi condena. Ella fue más fuerte y me ofreció mucho más de lo que la ficción me brindaba. Y todos esos pasajes leídos en los que el héroe conquistaba a la heroína fueron cobrando colores y calores. Me convertí en ese sujeto que conquistaba a la mujer deseada y sentía por fin entre mis brazos, mis manos, mis dedos, mi piel, mi cuerpo, mi boca, esa ardiente pasión que antes solo quemaba mi imaginación. Y me alejé de los libros por un tiempo, porque de a uno fueron llegando los hijos, y entre noches calientes, de llantos, pañales y mamaderas se me fueron pasando los años. Pero ellos, como espías, me miraban desde la biblioteca, no perdían las esperanzas. Para colmo ese ejército de letras se fue agrandando por nuevos volúmenes que fui comprando y abandonando sistemáticamente en los estantes, bien acomodados al principio, pero luego se fueron amontonando como podían, porque ya no lograban enflaquecer para darle lugar a uno más. Y así se fueron atravesando de costado, lomo arriba o lomo abajo, hasta constituir un verdadero aguantadero de historias conocidas y desconocidas que comenzaron a caer al piso cada vez que alguien de la familia le pasaba cerca. Entonces no solo compré otra biblioteca sino que tuve que construir una habitación especial para guardarlos. Pero no me di cuenta de que construía a la vez mi propia perdición. El tiempo libre comenzó a aparecer cuando los hijos crecieron y empezaron a desenvolverse solos. Entonces comenzó esa picazón que había sentido muchos años atrás, cuando recibí como regalo el primero. Día tras día comencé a ingresar a la habitación-biblioteca y comencé, como en un ritual sadomasoquista, a tomar uno a uno los libros y a acariciarlos. Soplaba el polvillo que se iba amontonando en sus tapas y los abría, pasaba las hojas una a una suavemente, primero sin leerlas, pero luego mis ojos me fueron traicionando y comenzaron por sí solos, sin mi permiso, a captar todo lo que en las páginas de mis libros decía. Las horas que pasaba dentro de la habitación-biblioteca se fueron haciendo cada vez más largas y placenteras, al punto de salir de ella solo para comer e ir a trabajar. Abandoné la vida familiar para meterme en mundos extraños, salvajes, misteriosos, muchos más excitantes de lo que la realidad me ofrecía a diario. Incluso cuando comía y mi esposa e hijos miraban televisión, yo apoyaba uno de mis libros sobre la botella de vino (a la que usaba como atril) y no prestaba atención ni a los gustos de la comida que ingería. En el trabajo comencé a llevarme a escondidas los libros más pequeños para poder leerlos en los ratos libres o simplemente para devorarlos en lugar de trabajar. Incluso comencé a inventar enfermedades y a faltar al trabajo para quedarme a leer en mi casa. Recuerdo que en una oportunidad recibí la visita del médico auditor de mi trabajo y tuve la suerte de que me encontrara justo leyendo El ser y la nada y advirtió no solo que tenía dos líneas de fiebre sino que en virtud de mi estado anímico (producto de esa lectura, seguramente) no podía presentarme a cumplir con mis tareas habituales al otro día. Me dio una semana de reposo que la pasé leyendo desde el amanecer hasta la medianoche sin parar. Mi señora llamó al médico (no al auditor del trabajo sino al mío, al de toda la vida) y decidieron internarme, pero creo que no para curarme de una supuesta enfermedad sino para alejarme un poco de los libros y para que mi familia pudiera estar en el sanatorio, paradójicamente, más cerca mío. Y no lo soporté. Me rehusé a alimentarme -siempre odié la comida del sanatorio- y me colocaron suero. Pero arranqué las agujas que lo conectaban a mi brazo mil veces, cada vez que la enfermera insistía. Tantas veces la puteé... ¡Pobre! Qué culpa tenía ella... Empecé a ver libros en repisas colgantes de las paredes de la fría habitación del sanatorio y se los pedía a mi esposa para que me los alcanzara. Estaban ahí, no entendía por qué no podía alcanzarme uno para que lo leyera y así se me pasara más rápido el tiempo de internación. No hubo caso. Mis hijos deben haber estado confabulados con ella porque tampoco me los querían alcanzar. Decían que no había libros y yo los veía ahí, delante mío. Incluso el médico, si bien no me negaba la existencia de los libros en la habitación, me decía que pronto, cuando me pusiera bien, volvería a casa y podría volver a leer mis libros. Entonces lo agarré de la chaquetilla, lo atraje hacia mí y le pegué tal cabezazo en su rostro que le quebré el tabique. Su sangre manchó toda la sábana de mi cama y creo que se enojó porque nunca más lo volví a ver. A partir de ese día comencé a dormir más de la cuenta. Me colocaron el suero y para que no me lo sacara, me ataron los brazos a los costados de la cama. Pienso que no era necesario que me ataran también las piernas, sin embargo lo hicieron. Y mi esposa y mis hijos también se deben haber enojado porque comenzaron a visitarme día por medio o cada tres días. Luego apareció una médica joven, sonriente, muy simpática. Me trataba como si fuese su padre. No, ni siquiera el padre. Como si fuera su abuelito. Cada vez que ingresaba a la habitación, lo hacía acompañada por un enfermero -ya no enfermera- y yo le decía que me dejara leer uno de los libros de la repisa de la pared. Ella me acariciaba la frente y murmuraba un pobrecito lastimero... Me tomaba la fiebre, controlaba el suero, escribía algo en la historia clínica que llevaba sobre una plancha metálica y me miraba con lástima antes de retirarse.</div><div style="text-align: justify;">Ya no sé hace cuánto que estoy acá. Qué importa. Durante todo este tiempo recordé las historias de cada uno de mis libros. Y me divertí mucho. Pero ya me cansé siempre de vivir lo mismo. Necesito conocer nuevos mundos, nuevos amigos, necesito vivir nuevas aventuras, llorar un poco por otra cosa que no sea el olor a enfermo que flota en esta habitación. Me siento impotente en esta cama metálica, atado como un matambre, mientras veo los libros en las repisas de la pared del frente a los que nadie lee. Ya los conté innumerables veces. Hay cuarenta y ocho. Algunos flacos, otros gordos. La mayoría bajitos. Incluso creo que hay un atlas… por el tamaño lo digo. De todos los colores. Muero por saber qué ocurre en el interior de cada uno, de qué color son las imágenes, si tienen tapas duras o tapas blandas… Mi esposa no vino más. Tampoco mis hijos. Solo veo de vez en cuando al enfermero que me trae el té y me lo da con una cucharita, despacio, muy despacio. De vez en cuando me baña y me coloca el papagayo para que orine. No entiendo por qué no me desata al menos para mear y poder sacudirme como lo hacía tiempo atrás. Le digo al enfermero que me alcance uno de los libros de la repisa y sonríe meneando la cabeza. Le digo que al menos me lea uno en voz alta. Prometo no hacer lío ni molestar. Pero siempre me dice después, después… Y yo me duermo de tanto esperar. No vi más a la doctora…</div><div style="text-align: justify;">Quiero leer. ¡Quiero leer, enfermero! ¡Hijosdemilputas! ¡Libérenme las manos al menos! ¡Quiero un libro de esos! ¡Suéltenme! ¡Quiero leer!</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-22996363558632158072022-11-04T18:13:00.000-03:002022-12-05T19:21:40.927-03:00LA VENGANZA<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-h3oGwuyDyNA/XnTLUqeufCI/AAAAAAAAQWI/AdhTrBJQqUotvXNFrDLZdlfyRKcJDNqIgCLcBGAsYHQ/s1600/VENGANZA.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="333" data-original-width="308" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-h3oGwuyDyNA/XnTLUqeufCI/AAAAAAAAQWI/AdhTrBJQqUotvXNFrDLZdlfyRKcJDNqIgCLcBGAsYHQ/s640/VENGANZA.jpg" width="590" /></a></div>
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<div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Si yo decía que era él, si yo le decía al fiscal que él fue el hijoeputa que mató a la Vero, no hubiese podido vengarme. No sé si me entiende…</span></div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo metieron en cana porque yo les dije a los de Investigaciones que había sido él, que yo había visto con mis propios ojos cómo ese guanaco le había pegado con el fierro en la cabeza a la Vero, a mi pobre angelito que se estaba resistiendo a las asquerosidades de ese chancho. Me dijeron que lo agarraron al ratito nomás, en su casa, donde se había escondido como un cobarde… pero los milicos no encontraron el fierro. No sé, además, si lo buscaron. Me dijeron que tampoco encontraron huellas —eso pasa solo en las series yanquis— ni más testigos que puedan decir como yo que ese malnacido había matado a mi pobre Vero. Yo no sabía ni cómo se llamaba el desgraciado y lo habré visto apenas un par de veces, no más, por el barrio. Me lo hicieron describir. Era alto, pelo rubio o teñido, no sé, porque la piel era bastante oscurita, con corte a lo Kun Agüero, como todos los jugadores de fútbol, rapado atrás pero más largo arriba. Llevaba una remera de fútbol, qué sé yo de qué equipo, bermudas floreadas y ojotas, aunque si me pongo a pensar bien creo que estaba en patas. Me preguntaron si tenía señas particulares y los miré como diciendo de qué me hablan. ¡Tatuajes, pircins, lunares!, me gritaron y les dije que la noche estaba oscura, que no me fijé en esas cosas, que estaba desesperada con la Vero en el piso agonizando y tratando de que no se me vaya. ¿Él la vio, señora? ¡Qué sé yo! Cuando le grité qué hacés, hijoeputa, y salí corriendo hacia la Vero, se fue corriendo con el fierro en la mano, sin mirar para atrás, y se perdió por las vías. Al otro día me llamó el fiscal y me dijo que la única invidencia —que no sé qué carajo es— que había en contra de ese guacho era mi declaración y que teníamos que hacer un reconocimiento de personas para fortalecerla. Lo miré sin saber qué decirle. Es necesario que usted lo reconozca, señora, porque si no, se nos cae el caso. No entendí. Que si no lo reconoce, señora, lo tenemos que largar. No tenemos nada en contra de Osuna. Ahí abrí bien los ojos. No sabía cómo se llamaba pero el fiscal me lo dijo. ¡Era el hijo malparido de la Tota Osuna! ¡La benefactora! ¡La que colabora con el merendero del barrio y le da de comer a chicos ajenos en vez de criar bien a los propios! ¿Y si lo reconozco? ¿Lo van a dejar adentro? El fiscal no contestó enseguida. Bajó la vista unos segundos y me miró como resignado. No se lo puedo asegurar, señora. Haremos lo posible, pero si usted no lo reconoce, sí o sí lo tenemos que largar. En realidad, yo no lo quería preso. Si lo dejaban adentro iba a tener techo y comida gratis. Y no soportaría que la Tota Osuna siga su vida como si nada le hubiese pasado a mi Vero. Me dijeron que fuera a las seis de la tarde a la oficina de Investigaciones. Cuando llegué, el fiscal todavía no había llegado y un policía —creo que era policía porque uniformado no estaba— me llevó a los apurones hacia una oficina del fondo de un largo pasillo porque me dijo que no me tenían que ver. No le pregunté quién no me tenía que ver y me dejé llevar. Las paredes de la oficina estaban pintadas de anaranjado fuerte. Había dos escritorios, uno con una computadora y una impresora y el otro con muchos papeles desparramados arriba. Me senté en una silla plástica, de esas blancas que todos tenemos, y esperé pacientemente durante media hora la llegada del fiscal. Mientras esperaba sola en esa deprimente oficina, afuera se escuchaban risas, gritos, corridas. Por fin llegó el fiscal —vestía jean y campera— con un muchacho de saco y corbata. Habrá tenido unos veinticinco o treinta años. Me dieron la mano e inmediatamente después ingresó a la oficina una mujer rubia, cuarentona, medio encorvada y me la presentaron como la abogada del imputado. Por mi cabeza pasaron muchas cosas para preguntarle a esa abogada, pero solo una le haría: ¿No tenés hijos, vos? Me limité a sonreírle falsamente. Hablaron entre ellos de varias cosas que no entendí hasta que el muchacho de corbata, sentado frente a la computadora me pidió que describa a quien yo decía que había matado a mi hija. Ya se lo dije a la policía el otro día, contesté. El fiscal intervino y me dijo que era necesario que lo volviera a hacer, sobre todo para que me escuchara la abogada defensora. Suspiré malhumorada y repetí como un loro toda la descripción hecha el día anterior y antes de que me lo preguntaran le dije al empleado que pusiera que no le vi señas particulares porque estaba muy oscuro y no me puse en detalles en ese momento. Inmediatamente después el fiscal comenzó a explicarme el procedimiento. Recién en ese momento advertí que en una de las paredes había como una ventanita muy pequeña de vidrio. Me dijo que debería mirar por ahí, que del otro lado había varias personas paradas y de frente, una al lado de la otra, con números arriba, sobre la pared; que debería estar muy tranquila porque quienes estaban del otro lado de la ventanita no podían verme y que luego de observarlos le dijera si entre esas personas estaba el hijoeputa de Osuna. En realidad, no me lo dijo así, sino que lo llamó como “quien yo había visto agredir a mi hija en la noche del hecho”. Cerré los ojos y suspiré. Me aproximé a la ventanita y antes de que mirara, el fiscal me dijo que si necesitaba verlos de costado o de espaldas, que se lo dijera. Ahora sí, con los ojos bien abiertos observé del otro lado de la ventanita. Eran cinco y no hizo falta mirar a los otros cuatro. A pesar de que todos tenían características físicas muy parecidas, el hijo de la Tota se destacaba. Jamás me olvidaría de esa cara. Advertí que definitivamente no era rubio: estaba teñido. Sonreía mientras miraba a la ventanita y me sentí observaba a pesar de la aclaración del fiscal de que no podrían verme. Tenía un gesto sobrador como diciendo la maté yo, ¿y qué? Sacaba pecho y levantaba un poco la pera. En ningún momento miré a los otros, no me importaban ni quería verlos. Un abrir y cerrar de ojos me hubiese bastado para identificar a esa rata aunque hubiese estado en medio de la hinchada de Sportivo Norte. Lo miré durante varios segundos y le dije con el pensamiento: si te identifico, capaz que quedás preso, hijoemilputas. Arriba de la cabeza de Osuna estaba estampado el número cuatro. Creo que estuve una eternidad mirándole la cara sobradora a ese malparido mientras seguramente la abogada defensora, el fiscal y el empleado esperaban impacientes que yo abriera la boca. ¿Necesita que se pongan de costado, señora?, me preguntó el fiscal. Cerré los ojos, suspiré y retrocedí. No, gracias, es suficiente con eso… Me miraron con mucha expectativa. El empleado ya estaba preparado con sus dedos sobre el teclado de la computadora para escribir el número que yo diría. ¿Entonces? ¿Es alguno de los que está en la rueda de personas, señora? Si es así, identifíquelo con el número que tiene arriba de su cabeza. Miré al fiscal e inmediatamente después, a la defensora. No, no es ninguno de ellos. Quien agredió a mi Vero no está ahí. Advertí un leve gesto de alegría en la defensora, y el Fiscal, meneando su cabeza, le hizo un gesto al empleado que comenzó a escribir. ¿Segura, señora? Sí, me limité a decir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entiéndame: si yo decía que era el número cuatro, si yo le hubiese dicho al fiscal que ese que se sonreía con malicia había sido el hijoeputa que mató a mi Vero, no hubiese podido vengarme. Y ahora estoy acá, contándole a usted, que me tiene una paciencia bárbara, no sé por qué, la verdadera historia. Discúlpeme, pero yo no hubiese soportado mucho tiempo que la Tota tuviese a su hijo vivo, viviendo y comiendo de arriba, mientras que yo a mi Vero solo la iba a tener en el cementerio. Si le metí el balazo al desgraciado ese en la frente, delante de la Tota, fue justamente para que se diera cuenta lo que significa perder un hijo y ver cómo te lo matan delante de tus ojos… ¿Si me siento bien? Podría estar peor…</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-7413766742297137542022-10-13T00:00:00.000-03:002022-12-05T19:26:22.763-03:00CON LA FRENTE BIEN ALTA<div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Ante la falta de mayores detalles sobre lo ocurrido según la noticia </span><a href="https://www.blogger.com/#" style="font-size: large;">"Una discusión sobre literatura terminó en asesinato"</a><span style="font-size: large;">, me permití dejar volar la imaginación:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-v0jhSHlGLRw/UurP45_yl1I/AAAAAAAAAtw/Qvm4O6aY_tw/s1600/DSC06720.JPG" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="480" src="https://4.bp.blogspot.com/-v0jhSHlGLRw/UurP45_yl1I/AAAAAAAAAtw/Qvm4O6aY_tw/s1600/DSC06720.JPG" width="640" /></a></div>
<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ese año, el invierno no había tenido contemplación con los habitantes de Ivrit, en la región de los Urales rusos. Las bajas temperaturas habían provocado que la población se las rebuscara para encontrar calor de las maneras más disímiles. Y en eso estaban la noche del 20 de enero los viejos amigos Dimitri Ivanovich y Mijail Fiodorov.</div><div style="text-align: justify;">Dimitri, a los cincuenta y tres años, llevaba ya cinco de vida solitaria en una sencilla pero prolija vivienda de uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad. Luego de separarse de Natascha, su compañera durante veinte años, y como consecuencia de no haber tenido hijos, no hizo más de su vida que seguir dando clases de literatura en una escuela secundaria cercana a su casa y reunirse periódicamente con sus amigos a charlar sobre el pasado bolchevique en común, sobre el presente vertiginoso y sobre el futuro imprevisible.</div><div style="text-align: justify;">Por su parte, Mijail, unos cuantos años más grande que su amigo y colega, iba ya por su tercer matrimonio. Su esposa, sus dos ex, sus siete hijos y las clases en la universidad, no le dejaban mucho tiempo libre a su vida, pero se las ingeniaba para compartir, aunque sea una vez a la semana, una botella de vodka con sus amigos. Y esa noche, luego de dictar una pesada clase sobre la novela «Padres e hijos» de Iván Turguénev, decidió no regresar a su casa y tocar el timbre en lo de Dimitri, con una botella de Granenych bajo el brazo, comprado en uno de los tantos bares que había camino a la casa de su amigo.</div><div style="text-align: justify;">Los primeros chupitos consumidos transcurrieron entre lastimosos recuerdos de Dimitri sobre su añorada Natascha y las quejas de Mijail sobre la falta de voluntad y entusiasmo de sus alumnos universitarios. Cuando la botella comenzó a vaciarse vertiginosamente, Mijail propuso ir a comprar comida, ya que el vodka comenzaba a hacer efecto y no había consumido sólido alguno desde el mediodía. Una docena de pirozhkí de patatas e hígado serían más que suficientes. Dimitri aprovechó —ante la inminente muerte de la botella llevada por Mijail— para comprar otra Granenych.</div><div style="text-align: justify;">Las horas pasaron sin que los amigos se dieran cuenta. Los chupitos se llenaron por última vez porque la segunda botella, indefectiblemente, también había llegado a su fin. Apenas la mitad de una pirozhkí quedó sobre la mesa, junto a la cuchilla de cabo de hueso que la había partido momentos antes. Pero lo que no se terminaba era la conversación. La lengua ya les resbalaba a ambos y de vez en cuando un hilo de baba espesa caía de sus labios, entre risas y golpes de puño en la pesada mesa de roble. Y cuando el alcohol hace mella, lo hace en todos los sentidos y ni la amistad más sólida se encuentra a salvo.</div><div style="text-align: justify;">—Che, ¿qué me decías de tus alumnos, vos? ¿Que no te los aguantás más? —preguntó Dimitri.</div><div style="text-align: justify;">—No, no es eso. Lo que pasa es que no les ponen ganas a las clases y se hace cuesta arriba hablar frente al curso todo el tiempo sin que nadie te haga una pregunta o te cuestione algún concepto… —explicó Mijail.</div><div style="text-align: justify;">Dimitri sonrió como diciendo vos tenés la culpa. Bebió el contenido del chupito de un trago, inclinando su cabeza hacia atrás, apoyó el vaso de un golpe seco sobre la mesa e increpó:</div><div style="text-align: justify;">—¡Andá a saber qué estupideces les decís vos en las clases!...</div><div style="text-align: justify;">Mijail se asombró ante el ataque inesperado de su amigo e intentó abrir los ojos por completo para mirarlo bien, pero no pudo. Lo vio en una nebulosa. En una situación normal, de charla pasajera, a las palabras de Dimitri las hubiese tomado no solo con calma sino también con gracia. Pero el Granenych pasaba ahora ser parte fundamental de la conversación y de la historia. No obstante, intentó tranquilizarse.</div><div style="text-align: justify;">—Les hablo de la mejor narrativa mundial: la nuestra. Turguénev, Dostoyevski, Gogol…</div><div style="text-align: justify;">—¡Imbécil! ¡Narrativa! ¡Tenés que dejar la narrativa fría y aburrida de lado en tus clases! ¡Tenés que hacer volar a tus alumnos! ¡Que sueñen! ¡¿Cómo querés que no se aburran cuando le leés kilométricas novelas nacidas de mentes aburridas y perturbadas?!</div><div style="text-align: justify;">—¡Ah, bueno!... El profesor Ivanovich ahora está en contra de la narrativa rusa… —dijo irónicamente Mijail— ¡Claro! Seguramente al benemérito profesor Ivanovich le conmueven mucho más las novelas francesas con sus famosas heroínas que se enamoran de otro hombre estando casadas… Eso las hace más divertidas… ¿O será porque anda dando vueltas por el aire una historia similar?</div><div style="text-align: justify;">El rostro de Dimitri cambió totalmente de color. Acusó el golpe. Era cierto, Natascha lo había dejado por el malnacido de Alexander Burchenko. Y Mijail lo sabía muy bien… Hizo un gran esfuerzo para no reaccionar violentamente.</div><div style="text-align: justify;">—¡No me gustan las novelas francesas! Estoy hablando de poesía, profesor Fiodorov. Yo no necesito —ni quiero— perder horas, días, meses, hablando de novelas inacabables. Yo les leo a mis alumnos poesías, de esas que llegan al alma, a las entrañas. De esas que te hacen enamorar de la vida con solo escuchar su ritmo, su entonación, su musicalidad…</div><div style="text-align: justify;">—¡Dejate de joder, Dimitri! Las poesías son para las mujeres que se enamoran hasta de los pajaritos que vuelan por el aire sin sentido… Dejá que a la poesía la canten y reciten felices eunuquitos y hacele razonar a tus alumnos la metafísica de la novela de Dostoyevski, que se cuestionen el porqué de la existencia del ser humano y piensen cuál es su función en el mundo, no solo para enamorar, sino para colaborar, contribuir, crecer como ser social. ¿Dónde quedaron tus ideales de otrora? Pensá en por qué Raskólnikov mató a esa vieja usurera y él mismo se terminó entregando a la Justicia para pagar su crimen, para recibir su castigo… ¡La verdadera literatura está escrita en prosa, Dimitri!</div><div style="text-align: justify;">—¡No entendés nada, Mijail! ¡Sos muy tozudo! Amo apasionadamente la lírica y creo que supera ampliamente en valor literario a la prosa. No cualquiera escribe hermosos poemas y cualquier estúpido no solo te cuenta una historia, sino que también la escribe en infinitas páginas aburridas… Y me avergüenza que digas que la poesía es solo para las mujeres enamoradizas. ¿O acaso no te conmueve un poema de Kuzmin, o uno de Ivanov o de Gorotdetski?</div><div style="text-align: justify;">El profesor Fiodorov abrió ahora sí muy grandes los ojos:</div><div style="text-align: justify;">—¡Ahí está! ¡Esa es la cuestión! ¡Ahí está! ¡¿No lo ves?! ¡Ahora caigo por qué Natascha se fue con Alexander!</div><div style="text-align: justify;">Cuando Mijail apenas terminó de pronunciar el nombre del nuevo amor de Natascha, sintió, como una quemazón, el corte de la hoja plateada —aún con restos de pirozhkí— en su pecho. Sentiría el mismo ardor varias veces más en los segundos siguientes. No alcanzó a ver el cabo de hueso del cuchillo no solo por el Granenych que invadía todos sus sentidos sino también porque estaba totalmente tapado por la mano derecha del profesor Ivanovich.</div><div style="text-align: justify;">—La poesía es mejor… —murmuró Dimitri mientras miraba desde arriba a su viejo amigo que ya no respiraba y que acababa de dudar de su sexualidad.</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-6835733501304532762022-10-07T11:52:00.001-03:002023-07-15T12:08:38.807-03:00A DOS PUNTAS<div align="center">
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-5SEI1kqx63o/YU401Q3V_tI/AAAAAAAAROw/ben9-415FVYpMys3UdNHGWqJNALImG7fACLcBGAsYHQ/s2048/2%2B-%2BA%2Bdos%2Bpuntas.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1435" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-5SEI1kqx63o/YU401Q3V_tI/AAAAAAAAROw/ben9-415FVYpMys3UdNHGWqJNALImG7fACLcBGAsYHQ/w448-h640/2%2B-%2BA%2Bdos%2Bpuntas.jpg" width="448" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div></div><span style="font-size: large;"><br /></span><div style="text-align: right;"><i>Te hacés mi amiga si estás conmigo /</i></div><div style="text-align: right;"><i>pero cuando estás con otro /</i></div><div style="text-align: right;"><i>me deshacés, siempre…</i></div><div style="text-align: right;"><i>(Serú Girán)</i></div> <br /><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">La tarde estaba oscura a pesar de que era temprano todavía. Las agujas del reloj no se condecían con la luminosidad del cielo. Estaba nublado, lloviznaba de a ratos y el frío se hacía sentir. Laura me había invitado a tomar un café al «Valencia», el viejo bar donde íbamos casi siempre en grupo. Sospechaba el motivo de la cita y por eso fui de mala gana. Cuando llegué, cinco minutos antes de lo pactado, ella ya estaba ubicada en una mesa al lado de la gran vidriera que daba a calle San Martín. Estaba hermosa. La saludé con un beso en la mejilla y le murmuré un «hola» frío como la tarde mientras dejaba caer mi cuerpo pesadamente sobre la silla de madera de estilo vienés. Apenas masculló una respuesta y pidió al mozo que se acercaba dos cafés.</span></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Luego de varios minutos de no mirarnos ni abrir la boca, Laura decidió romper el silencio. Levantó la vista, miró cómo me comía las uñas con la mirada perdida en el cartel del hotel de la vereda del frente, o más bien perdida en la nada, y me pegó suavemente en la mano.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¡Dejá de hacer eso, boludo! ¡Te vas a hacer mal! —y me sonrió, como para que me aflojara.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Esbocé una sonrisa. Me gustó su gesto y dejé mis uñas para después. Revolví lo que quedaba de café, ya frío, y lo terminé de un trago. Afuera ahora llovía con ganas y el frío era cada vez más intenso. La ciudad a través del vidrio se veía triste y desolada.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¿Podemos hablar? —ahora perdió la sonrisa esbozada segundos antes—. ¿No vas a abrir la boca en toda la tarde?</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¿Querés otro café? —la invité y llamé al mozo.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—Mejor sería que pidieras una cerveza. Cuando tomás alcohol hablás más…</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—No es mala la idea —el mozo se acercó—. Dos cafés más, por favor.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Días atrás me había escrito una carta. Me la había dado en medio de una reunión de amigos. Laura se había confesado como nunca. La palabra escrita evidentemente le resultaba más cómoda, como a mí, pero cuando advirtió que mi reacción se demoraba, comenzó a sospechar que mi respuesta no le llegaría jamás. Por eso me invitó a tomar un café.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—Creí que ibas a contestar mi carta… —estaba seria; sus ojos, tristes, y sus palabras le salían entrecortadas—. Hoy me siento una tarada por todo lo que te escribí —silencio por varios segundos, interminables—. Pero me salió de adentro, lo escribí de corazón y pensé que te iba a mover un poquito… —clavó su hermosa mirada en la mía. Sus ojos brillaban más que nunca.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">En su carta me decía, entre otras cosas, que cuando estaba a mi lado era feliz, que me quería mucho, que yo la hacía sentir segura, conforme y muy tranquila. No soy un insensible, pero sinceramente, no la entendí. ¿Acaso me consideraba su guardaespaldas? Me confesó que en un tiempo no tan lejano yo le interesé mucho, más que como un amigo, pero que no entendía por qué yo me había encerrado en mí mismo, por qué le había negado el acceso a mi vida. Me dijo que ella quería saber más de mí, conocer mis deseos, mis ideas, mis aspiraciones, mis dudas, mis miedos, mis penas, mis alegrías… Y que deseaba que yo me interesara por ella…</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—Leí tu carta… Pensaba contestarte —le dije con mi característica tranquilidad—. Quería meditar muy bien la respuesta.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">A Laura ahora sí se le escaparon algunas lágrimas y me reprochó con bronca pero en voz baja:</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¡Pero creo que te confesé cosas que no tendrías que pensar demasiado su respuesta!</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Era cierto. Me pidió casi por favor que me interesara por ella, me dijo que estaba pasando momentos difíciles en la escuela y que sus padres estaban muy enojados por sus calificaciones. Me confesó que necesitaba alguien en quien confiar, un amigo, un apoyo, alguien que la abrazara con sinceridad en esos momentos de llanto imposible de evitar.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Tenía razón, sin dudas. Cualquier adolescente —como lo era yo en esa época— al que una amiga le escribía semejantes palabras, no podía dejar de actuar en consecuencia. Y para colmo lo había escrito, lo había plasmado en un papel. Y la palabra escrita es sagrada. Una persona antes de entregar sus sentimientos que sabe que quedarán inmortalizados en un papel, los lee y relee hasta el infinito. Sabe que sus palabras quedarán escritas hasta que el destinatario decida eliminarlas, inmediatamente… o nunca…</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">La miré, dispuesto por fin a abrir la boca. Nunca quise que ese momento llegara, pero Laura lo buscó. Su cara reflejaba tristeza y hermosura a la vez. Laura era hermosa. Laura me gustaba…</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¿Te acordás del momento en que me diste la carta? —le pregunté mirándola seriamente a la cara—. ¿Te acordás qué hiciste inmediatamente después?</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Laura se mostró sorprendida. Evidentemente, no esperaba esas preguntas.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—Ay… no me acuerdo… ¿Por qué?</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Me suplicaba en su carta que volviésemos a los viejos tiempos, cuando nuestros diálogos eran frecuentes y casi siempre pesimistas —en concordancia con nuestros pensamientos adolescentes—, pero el hecho de estar juntos, mirarnos a la cara y decirnos nuestra verdad sin ningún reparo, nos hacía felices. En eso tenía razón. Meses atrás habíamos sido muy compinches, nos sincerábamos mucho, me decía en la cara que yo era el amigo más perfecto que había conocido. Y yo la miraba a la cara y quería comérmela a besos… Pero esa sensación, inexplicablemente, desaparecía a los pocos segundos.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¿Por qué me preguntás eso? —me dijo con la voz entrecortada, llorosa.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">«Te quiero, te quiero mucho y siempre fuiste alguien muy especial para mí, ya que en mi vida en un tiempo significaste mucho, fuiste muy importante, muy particular…», me decía en esa carta que todavía conservo, después de… tantos años…</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">La tomé de las manos sobre la mesa del bar. Las tenía heladas. Su flequillo apenas cubría sus cejas. Sus cabellos rubios y enrulados cubrían la mitad de su espalda. Era hermosa. Lo es.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">—¿Por qué me preguntás eso? —insistió, suplicó una respuesta.</div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Nunca le contesté. No sé por qué… Aunque sí. Lo sé. Estaba seguro de que Laura fingía no recordar y que su memoria no era para nada frágil. Nunca olvidé —ni olvidaré— que después de darme la carta, casi en secreto, se fue del grupo con Francisco, abrazada y a los besos, mientras yo los observaba con la carta en la mano —aún sin leer— y con un nudo en la garganta.</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-77836581193015890452022-10-07T11:51:00.001-03:002022-10-07T11:51:33.531-03:00DOS MUNDOS<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-0YX7yYbI1vI/YSmXnNnj7XI/AAAAAAAARNo/c5dlh8AFio8HX090QWJWQLPniKmJVdZnwCLcBGAsYHQ/s2048/9%2B-%2BDos%2Bmundos.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1329" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-0YX7yYbI1vI/YSmXnNnj7XI/AAAAAAAARNo/c5dlh8AFio8HX090QWJWQLPniKmJVdZnwCLcBGAsYHQ/w416-h640/9%2B-%2BDos%2Bmundos.jpg" width="416" /></a></div><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">Te sorprenderá verme acá, Marcela, pero sentí la necesidad de volver para hablar seriamente con vos. Hay algo adentro de mí que me lo pide, que me lo exige. Algo que no me hubiese dejado seguir por la vida si no regresaba y te lo decía. Sabés bien que me atrajiste apenas te vi. Fue tu mirada, fue tu cuerpo, fue tu sonrisa, fue tu timidez. Y fueron tu mirada y tu cuerpo los que con el tiempo nos reunieron en una noche inolvidable. Esa última noche que te vi, que te sentí, que fuimos uno, que disfruté tu cuerpo como supongo vos debés haber disfrutado el mío. Fue una noche fantástica en la que no supe interpretar tu entrega y te abandoné. Fueron tres meses y veinte días en los que no pude descansar ni pegar un ojo sin pensar en vos. Tres meses y veinte días, sí, los tengo bien contaditos, porque para mí fueron una eternidad, fueron un calvario del que hoy quiero liberarme para siempre. Por eso volví. Por eso estoy acá y advierto en tu mirada que no entendés nada. ¿Me escuchás, Marcela? Antes de que nos hiciéramos tan compinches, yo creía que nunca podríamos llevarnos bien. No formábamos parte del mismo mundo. El tuyo no iba más allá de tu humilde trabajo, de tus telenovelas siesteras, de la cumbia y de tus lecturas de autoayuda. Yo trabajaba en el diario casi todo el día y el poco tiempo que me quedaba lo aprovechaba para continuar mi novela eternamente inconclusa, para esbozar algún nuevo cuento, para leer y releer literatura rusa del siglo XIX y para escuchar música clásica y rock nacional. Pero esas diferencias para mí no existían cuando pasabas cerca de mi computadora, en la redacción del diario, con el escobillón o con el balde y el detergente entre tus manos, sin siquiera reparar en mí. Pero entre noticias internacionales, bombas de Al Qaeda y globalización, se paseaban tus pantalones de jean ajustados, muy ajustados, gastados, perfectos; tu pelo y tus ojos negros, y tu sonrisa bien natural. Me mirás extrañada y sonreís sin entender. No digas nada. Dejame a mí. Soy yo el que debe hablar y darte una explicación. Reconozco mi error, mi cobardía. Cuando te echaron del diario por reducción de personal, mi trabajo dejó de tener sentido y nació en mí la necesidad de seguir viéndote. Por eso te fui a buscar a tu casa esa tarde y te pregunté si querías limpiar de vez en cuando mi departamento, que no tenía más de cincuenta metros cuadrados y que jamás había necesitado a alguien para que lo limpiase. Si ni comía en él, qué podría ensuciar más que los ceniceros, los vasos y las tazas... Y aceptaste de buena gana, con esa sonrisa de siempre pero con tu típica timidez que a mí me atraía y me hacía sentir cierto poder sobre tu persona. Comenzaste a tocar el timbre tres veces por semana a las siete de la mañana y me obligabas a levantarme a pesar de que hacía pocas horas que me había acostado. Pero lo hacía feliz porque volvía a verte y desde el día anterior ya me ponía de buen humor porque te vería sonreír a mi lado otra vez. Y te cebaba mates mientras limpiabas el departamento, demorando tu tarea a propósito porque no te hubiese llevado más de una hora hacerlo por completo, y te quedabas hasta el mediodía, tomando mate, charlando o leyendo algo que me pedías prestado y yo te invitaba a quedarte y vos aceptabas sin hacerte rogar. Te quejabas de los rusos porque no los entendías y además te asustaba el tamaño de los libros y la letra tan chiquita. Me pedías poemas cursis que yo no tenía y pensaba que nunca los tendría, pero los empecé a comprar para vos, para verte leer en casa, para verte sonreír, suspirar y, a veces, hasta llorar. En fin, una excusa para tenerte a mi lado. Y un día te quedaste a almorzar y otro día te ofreciste para preparar la cena y tu mirada me gustaba cada vez más y tus cabellos negros eran cada vez más negros, al igual que tu mirada, y no sé si te dabas cuenta o no, pero yo advertía que los pantalones de jean ajustados te quedaban cada vez mejor y me empezaba a importar dos pepinos esa diferencia de mundos que vivíamos y que a pesar de todo, compartíamos. Me hacías reír mucho con tus ocurrencias y tus salidas ingenuas ante los problemas del mundo que yo, aburrido, te comentaba como última noticia cuando nos juntábamos a cenar. Pero ahora estoy acá, Marcela, pidiéndote perdón. Fueron tres meses y veinte días los que me hicieron estallar la cabeza pensando en esa última noche en que te acaricié mucho y disfruté mucho tu cuerpo trigueño y bello. Noche en que me perdí en tu mirada oscura y en tu cuerpo infinito, en esa mirada que ahora observo y me gusta cada vez más. Y en esa sonrisa que me hace pensar que me escuchás pero que no me entendés, Marcela. Volví para decirte que estos tres meses y veinte días fueron fundamentales para darme cuenta de todo lo que te necesito. Y de lo que quiero al fruto de nuestro amor. Sí, por más que abras de esa manera tus hermosos ojos negros, quiero decirte que volví para hacerme cargo, para estar con vos para siempre y compartir la felicidad de nuestro hijo. Y te veo delgada como siempre pero sé que debajo de tu camisa seguramente la pancita ya debe estar asomando. Me dijiste esa noche que no te habías cuidado y lo soñé durante los tres meses y veinte días: vas a tener un bebé, nuestro bebé. Por eso, Marcela, estoy de vuelta, para mirar hacia adelante juntos y vivir </span><span style="font-size: x-large;">definitivamente para él... o para ella. ¿Sí?</span></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Su cara había ido cambiando desde el mismo momento en que me vio aparecer. Sus ojos negros fueron agrandándose segundo a segundo hasta casi estallar. Y luego de haberle ofrecido con tanto amor mi reconocimiento de paternidad, me gritó con toda su bella personalidad:</div><div style="text-align: justify;"><i>—¡¿Pero qué decí, bolú?! ¡¿De qué guacho me hablá?!</i></div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-80197474572911121172022-10-07T11:50:00.001-03:002022-10-07T11:50:08.059-03:00FIN DE UNA ETAPA<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><span face=""Arial","sans-serif"" lang="ES"><div class="separator" style="clear: both; font-size: 12pt; line-height: 150%; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-uJSFVxdWyTI/YU42VStKN9I/AAAAAAAARPk/VqGP9frGk0QTM8-LzO7k-rHphc9DlHr-ACLcBGAsYHQ/s2048/7%2B-%2BFin%2Bde%2Buna%2Betapa.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1433" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-uJSFVxdWyTI/YU42VStKN9I/AAAAAAAARPk/VqGP9frGk0QTM8-LzO7k-rHphc9DlHr-ACLcBGAsYHQ/w448-h640/7%2B-%2BFin%2Bde%2Buna%2Betapa.jpg" width="448" /></a></div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div></span><div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Nos sentamos en un banco de la plaza. No lo convenimos previamente, pero elegimos ese porque estaba alejado de las grandes farolas. Al menos eso pensé yo. Junio empezaba a entristecer aún más las noches ya entristecidas por mayo. El cielo estaba cubierto. No garuaba, pero casi. Eran las once de la noche de un insignificante jueves cualquiera. El paso lento y elegante de un galgo muy flaco interrumpió la quietud del lugar. Intenté pasar mi brazo derecho por su espalda pero un movimiento de rechazo veloz, instintivo diría, me lo impidió. Supe comprender. O no.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Minutos antes me había dicho que no estaba bien. «¿Estás descompuesta?», reaccioné de inmediato. Su mirada fue fulminante. Evidentemente, no lo estaba. No dije más nada, caminamos en silencio e ingresamos al corazón de la plaza. La humedad era mucha. Antes de que se sentara, sequé con la manga derecha de mi campera la parte del banco donde apoyaría sus pantalones blancos. Literalmente, se dejó caer y yo me senté a su lado. La humedad de las tablas se hizo sentir en mis nalgas. Después de mi intento de abrazo fallido, la miré de reojo. No me animé a hablarle. Tenía la vista fija en el galgo, o en el prócer sentado sobre su caballo de bronce, o en la nada… Sí, era ahí, en la nada. Fueron varios minutos de silencio los que interrumpió el ruido del camión barredor de hojas que pasó muy lentamente por la parte sur de la plaza. Eso pareció despertarla.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">«Hace mucho que estamos juntos…». Estampó sus palabras secas en mi cara húmeda. No la entendí. Nunca la entendía cuando decía cosas que no tenían que ver con el hilo del discurso que veníamos sosteniendo antes de los prolongados silencios, que seguramente los aprovechaba para pensar y preparar sus palabras. Pero comprendí a los pocos segundos que era cierto: habíamos compartido ya varios años.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">«…Pero me siento sola», remató la idea sin mirarme. Sentí el frío en mi cuerpo que hasta ese momento no había advertido ni me había molestado. Su perfil perfecto dirigido a la nada semejaba una estatua de mármol: brilloso, frío, duro…</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">Sus palabras fueron crueles. Un cross a la mandíbula, diría Arlt. Pero enseguida comprendí que la situación era lógica. El tiempo que llevábamos juntos fue enfriando poco a poco la relación. Lo sentí desde antes de que me lo hiciera saber con sus propias palabras. Pero debo confesar que no me las esperaba. Suspiró profundo y cerró los ojos. No sé qué habrá pensado de mí en esos segundos y reaccioné con lo primero que me vino a la mente… o al corazón.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">«Vamos», le dije tomándola de la mano.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">Caminamos en silencio hasta su casa. Antes de abrir la puerta e ingresar nos miramos por unos segundos. No necesitamos las palabras. Ambos supimos que algo se había roto, que algo había llegado a su fin.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">Su mirada reflejaba pena y no supo seguramente qué decir. Retumbaban en mi mente sus últimas palabras: «Me siento sola». No nos dimos el beso de despedida como lo hacíamos siempre. Me dio la espalda, ingresó a su casa, cerró la puerta y el giro de la llave cerró para siempre una etapa.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">Sentí que había fracasado, sin dudas. Me alejé caminando despacito bajo una incipiente garúa, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Intenté silbar la melodía de una canción pero no pude. No fui a mi casa. Caminé sin rumbo por la ciudad oscura y silenciosa.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">No la volví a ver. Ella merecía vencer su soledad.</span></div></div> </div>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-70645571410553280882022-10-07T11:49:00.004-03:002023-07-15T13:07:43.550-03:00COMO UNA PALOMA BLANCA<a href="http://www.biografiasyvidas.com/monografia/picasso/"></a><div><span style="font-size: large;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-m35ZO1wTvDI/YU418_oorWI/AAAAAAAARPc/eX_KLeiunM07wMhX9vEaJLwc0_xSbW7kQCLcBGAsYHQ/s2048/10%2B-%2BComo%2Buna%2Bpaloma%2Bblanca.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1547" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-m35ZO1wTvDI/YU418_oorWI/AAAAAAAARPc/eX_KLeiunM07wMhX9vEaJLwc0_xSbW7kQCLcBGAsYHQ/w484-h640/10%2B-%2BComo%2Buna%2Bpaloma%2Bblanca.jpg" width="484" /></a></div></span><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando en aquella tarde de mayo de no me acuerdo qué año me dijo que algún día iba a llorar su partida, no le di demasiada importancia. Siempre me lo decía, pero la primera vez fue cuando más me impactaron sus palabras. Un tonito misterioso hizo aún más hermosa esa sentencia. Pero con el paso del tiempo fue perdiendo importancia para mí. Y cuánto lo lamento ahora. En realidad, no sé si Alejandra era una mina de carne y hueso o pertenecía a otra dimensión.</div><div style="text-align: justify;">La conocí en el colegio. Era un año más chica que yo. Cuando ingresó al primer año de esa secundaria todos los chicos, de todos los cursos, no pudieron evitar mirarla con la boca abierta. Era realmente hermosa. Era el tipo de chica que a mí me gustaba. Y así como todos trataron de conquistarla desde un primer momento, yo ni siquiera me acercaba a ella. Mi timidez para entonces era ya exagerada. Siempre que alguna chica me gustaba, le daba la espalda. ¿Por qué? Todavía no lo sé... Miedo, vergüenza, estupidez... Lo cierto es que el noventa por ciento de los chicos del colegio estaba atrás de Alejandra durante los recreos y más de una trompada se repartió por su culpa. Lo asombroso era que ella ni siquiera les sonreía. Era antipática con todos los que se le acercaban y hasta los maltrataba. Y ese mal trato no desalentaba las esperanzas de ninguno. Al contrario. Y yo, al ver todo lo que pasaba a mi alrededor, ni siquiera me animaba a mirarla. Si no les daba bolilla a quienes eran mucho más atractivos que yo, ¿qué esperanza me quedaba? Yo era un flaquito, cabezón, que siempre estaba vestido al revés de todos los que estaban a la moda... Y así fue que Alejandra para mí en esos días no fue más que una chica como las otras. Qué me iba a imaginar que hoy me iba a sentir como me siento...</div><div style="text-align: justify;">Ese mismo año —yo tenía dieciséis recién cumplidos— me habló por primera vez. Fue durante el recreo largo. Tenía una medialuna en mi boca cuando olí el perfume a savia de sus cabellos y escuché su voz, dulcísima, de la que inmediatamente me enamoré. Me sonrió con un «hola» en sus labios y casi me ahogué con mi desayuno. No pude contestarle sino hasta después de haber tragado todo ese mazacote, y creo que habrán pasado siglos. A pesar de ser físicamente más grande, me sentí insignificante a su lado. Alfileres y clavos me traspasaban: no había un solo chico en el colegio que no me estuviese mirando. Debo confesar que me habló durante todo el recreo y que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo. Ese día nació nuestra amistad.</div><div style="text-align: justify;">Se me eriza la piel cada vez que la recuerdo, su cara muy cerca de la mía, diciéndome en voz baja: «Algún día vas a llorar mi partida». Qué extraña era Alejandra. Hubo momentos en los que sentí miedo. No era una chica como las demás. Era enigmática y con un carácter muy dulce y podrido a la vez. Creía a veces que en los momentos en que estaba enojada por algo y se la agarraba conmigo no era sino para que me fuera de su lado y la dejara en paz. Pero si yo me iba, al otro día aparecía con su voz más dulce y me invitaba a caminar. Algo de todo eso me atraía, y mucho. Fue por eso que estuvimos juntos hasta aquel día en que la lloré.</div><div style="text-align: justify;">Nunca llegamos a ser novios, pero qué lindo era estar con Alejandra, verla llorar, reír, callar... Recuerdo la época de esa secundaria como una de las mejores de mi vida, sobre todo, los momentos que compartí con ella. Por suerte esa amistad tan fuerte que nos unía no nos prohibió tener nuestro grupo de amigos y amigas en común. Los chicos me envidiaban por esa amistad y me preguntaban qué estaba esperando para atracármela. En realidad, nuestros momentos amorosos habíamos tenido, pero ninguno de los dos los habíamos tomado como un compromiso demasiado serio. Y así pasaron los años y yo llegué a mi quinto año Perito Mercantil. A duras penas, pero llegué. Un lindo año, quizás el mejor. Con Alejandra había una onda fantástica y ella seguía repitiéndome, cada vez más seguido, la frase enigmática. Yo sentía miedo cada vez que lo hacía. Miedo en todo sentido. Por su voz extraña, por su mirada profunda, por un futuro incierto. Y le hablé. Tenía que hacerlo porque yo quería llegar con ella más allá de una simple amistad. Recuerdo todavía sus palabras, que en ese momento no comprendí... o no quise comprender:</div><div style="text-align: justify;">—Escuchame, Quique, todo lo que te digo va a ocurrir. Y es inevitable. Yo algún día me voy a ir... qué sé yo a dónde. No me lo preguntés. Hoy somos felices, pero la felicidad no es eterna. La dicha eterna es falsa. Y además no es buena. No sé si me entendés. Los dos tenemos mucho por vivir y pienso que sería fantástico que cada uno lo haga por su lado. Aprendimos muchas cosas juntos, ¿no creés? Recordá la canción que siempre escuchamos juntos —y cantó, siempre con esa dulce voz—:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;"><i>Llorarás, amigo,</i></div><div style="text-align: center;"><i>y me buscarás.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Será cuando yo me haya ido</i></div><div style="text-align: center;"><i>a prepararte un lugar.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Pasará un poco de tiempo</i></div><div style="text-align: center;"><i>y ya no me verás.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Y otra vez pasará el tiempo</i></div><div style="text-align: center;"><i>y a verme volverás...</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Te quiero mucho, Quique. De eso no te olvides nunca. Te quiero mucho y siempre te querré.</div><div style="text-align: justify;">Esa noche lloré mucho y no fue porque Alejandra me hubiese abandonado —todavía no lo había hecho— sino porque algún día, indefectiblemente, lo iba a hacer y no podía entender que alguien que te quiera tanto te pueda abandonar así porque sí. Luego de ese día ella comenzó a decirme que se iría feliz, volando por las nubes, como siempre le hubiese gustado andar por el mundo. Feliz por mí, feliz por ella.</div><div style="text-align: justify;">A la fiesta de graduación, por supuesto, fui acompañado por Alejandra. Estaba como nunca. Brillaba. Hasta me daba bronca que mis compañeros se dieran vuelta al pasar para mirarla. Fue una noche estupenda, la mejor que pasamos juntos. Pero lamentablemente, la última. Cuando la fiesta terminó, me tomó muy fuerte del brazo y me invitó a caminar. Fuimos a la costanera y caminamos tomados de la mano por el puente colgante, que las furiosas aguas años después se encargarían de arrastrarlo hasta el fondo de la laguna. Hablamos poco y nos miramos mucho. Presentí que el final llegaba. El silencio nos comunicaba. Me preguntó si la quería y mi respuesta fue inmediata y obvia, le dije que sí, se lo repetí mil veces, lo grité a los cuatro vientos y creí que toda la ciudad había escuchado mis gritos. Ella también me dijo que me quería. Estaba nervioso y ella parecía feliz. En un momento que no advertí se subió a la baranda del puente y yo, muerto de miedo, le grité y la tomé de la mano.</div><div style="text-align: justify;">—Soltame —me pidió con la misma voz dulce y tranquila de siempre—. No me olvides nunca. Te quiero mucho.</div><div style="text-align: justify;">Yo veía desesperadamente cómo corrían las aguas barrosas bajo el puente y no sabía qué hacer ni qué decir. Y saltó. Grité muy fuerte, con desesperación, miedo y bronca a la vez. Vi a Alejandra caer en cámara lenta, envuelta en su vestido blanco y su cabello rubio. Las lágrimas habían comenzado a brotar de mis ojos y vi cómo ese cuerpo delicado se convertía en una pequeña nube de donde, luego de un suave estallido, salió volando con todas sus fuerzas y ganas una hermosa paloma blanca, que se dirigió hacia el horizonte todavía oscuro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ya no me importa saber quién —o qué— fue Alejandra. Solo sé que hoy debe ser feliz por haberse dado el gusto de volar. Y yo, aunque triste por su ausencia, estoy también contento por saber que, al menos, hubo alguien en la vida que me quiso de verdad.</div></span></div>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-34002182452456623612022-10-07T11:49:00.001-03:002022-10-07T11:49:15.402-03:00ME EQUIVOQUÉ<a href="http://2.bp.blogspot.com/-X29HubPVVbc/TgJkuGm9zNI/AAAAAAAAARk/a1zxu25d-BU/s1600/a.jpg" onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}"></a><br />
<div style="text-align: left;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-arZLTsg60eo/YU41rA9K-dI/AAAAAAAARPQ/GA-b6lsbyMUw04OqzGgotqIBGO4ZtCpPACLcBGAsYHQ/s2048/4%2B-%2BMe%2Bequivoqu%25C3%25A9.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1470" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-arZLTsg60eo/YU41rA9K-dI/AAAAAAAARPQ/GA-b6lsbyMUw04OqzGgotqIBGO4ZtCpPACLcBGAsYHQ/w460-h640/4%2B-%2BMe%2Bequivoqu%25C3%25A9.jpg" width="460" /></a><b><span lang="ES" style="line-height: 150%; mso-bidi-font-size: 12.0pt;"><o:p><span style="font-size: large;"> </span></o:p></span></b></div><div class="separator" style="clear: both;">
<p class="Estndar" style="margin-left: 7.0cm; text-align: justify;"><i style="mso-bidi-font-style: normal;"><span lang="ES">Creo
que los sueños son sucesos creados en el cerebro desinhibido de un individuo
mientras duerme, y que son provenientes de un intenso deseo que permanece
oculto en lo profundo de su corazón al estar despierto.</span></i><i><span lang="ES">Un evento
en un sueño es un fenómeno extraño que posiblemente no pueda ocurrir en la
realidad… y aun así posee sentimientos sensoriales como si fuera una
experiencia real. Esto sucede porque el sueño es el fruto del más puro e íntimo
deseo humano. En mi opinión, el sueño es el máximo medio de expresión posible
de esos deseos íntimos.</span></i></p>
<p class="Estndar" style="margin-left: 5cm; text-align: right;"><i style="mso-bidi-font-style: normal;"><span lang="ES">Akira
Kurosawa<span style="font-size: large;"><o:p></o:p></span></span></i></p>
<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me desperté feliz. A pesar de que en mi sueño me había rechazado diciéndome «te equivocás», estaba convencido de que no era cierto.</div><div style="text-align: justify;">Conocía a Irene desde hacía mucho tiempo pero hacía muy poco que nos habíamos vuelto a ver. El tiempo había pasado y ambos habíamos cambiado. Irene ya no era la niña que había conocido en la infancia, pero conservaba la misma sonrisa, esa sonrisa que me contagiaba desde entonces, esa sonrisa que aún hoy me contagia…</div><div style="text-align: justify;">Anoche me abrazó y me dijo que me quería mucho, que nunca había conocido a alguien como yo. También la abracé. Y le dije que era una mina genial, que también yo la quería. Y nos abrazamos muy fuerte, mucho tiempo… y no aguanté. La besé. Fue solo un segundo en que mis labios se apoyaron en los suyos. «Te equivocás», me dijo retrocediendo y le pedí perdón. Pero sabía que si pudiera, volvería a hacerlo una y mil veces.</div><div style="text-align: justify;">Siempre creí en mis sueños y tengo la ventaja de recordarlos muy bien. Y a este en especial no podría olvidarlo. Recuerdo segundo a segundo mi abrazo con Irene, y si algún episodio se me borra, lo recreo a mi antojo.</div><div style="text-align: justify;">«Te equivocás», me dijo. Pero qué hermoso fue acercar lentamente mi rostro al suyo y tomar esa decisión. El beso duró un pestañeo que en mí será eterno. Creí que su rechazo había sido una reacción lógica ante una actitud inesperada. ¿Haría lo mismo en la realidad?</div><div style="text-align: justify;">Más de una vez Irene me dijo que yo era un buen tipo, que me consideraba su mejor amigo. Y hoy por la mañana, en la oficina, me lo repitió. Yo escribía en la computadora una amarga carta ordenada por el jefe, cuando se me acercó y se sentó a mi lado. Disfruté el aroma del perfume de siempre, la miré a los ojos y pensé: ¡Cómo me gustó besarte anoche! Irene sonreía. Me acarició la espalda —siempre lo hacía antes de hablarme— y me dijo:</div><div style="text-align: justify;">—Negrito, sabés bien cuánto te quiero y que confío en vos enormemente, ¿no?</div><div style="text-align: justify;">Asentí con la cabeza, con una sonrisa, y ante mi mirada asombrada, siguió:</div><div style="text-align: justify;">—Te voy a contar un secreto hermoso y quiero que seas el primero en saberlo…</div><div style="text-align: justify;">Me acomodé en la silla, me olvidé de la fría carta y la escuché con atención:</div><div style="text-align: justify;">—Estoy saliendo con Jorge y estoy reenamorada. ¿No es genial? Quería decírtelo a vos primero porque sos mi mejor amigo…</div><div style="text-align: justify;">Irene seguramente esperó mi sonrisa sincera, mi alegría, mis felicitaciones y mis palabras. No pude fingir. Solo sonreí sin ganas y acaricié sus manos suavemente y con bronca a la vez. Mientras retumbaba en mi cabeza ese «sos mi mejor amigo», la felicité falsamente.</div><div style="text-align: justify;">Me había equivocado.</div><div style="text-align: justify;">Una vez más.</div></span></div></div>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-30762992834307561132022-10-07T11:48:00.002-03:002022-10-07T11:48:48.468-03:00EN EL BAR DE LA FLACA<div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-puoF-cPnjcc/YU41THjUaTI/AAAAAAAARPA/YWoSsTqgw04lXukwcgMPOhruoRNg1RsoQCLcBGAsYHQ/s2048/8%2B-%2BEn%2Bel%2Bbar%2Bde%2Bla%2BFlaca.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1486" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-puoF-cPnjcc/YU41THjUaTI/AAAAAAAARPA/YWoSsTqgw04lXukwcgMPOhruoRNg1RsoQCLcBGAsYHQ/w464-h640/8%2B-%2BEn%2Bel%2Bbar%2Bde%2Bla%2BFlaca.jpg" width="464" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div>
<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Hacía mucho que no me pasaba. Pero esa noche hacía calor, estaba aburrido y decidí salir a tomar aire. O alcohol, daba lo mismo. Había estado todo el día lidiando en casa con insignificantes asuntos hogareños que lograron moverme de mi tranquilidad habitual. Y como mi estado de ánimo natural lejos está del nerviosismo, decidí salir a respirar un poco de paz. Apenas si me cambié la remera, me puse una de Led Zeppelin y estuve listo para olvidarme de todo. Caminé lento por esas calles adoquinadas apenas iluminadas que separaban mi casa del bar de la Flaca. Manos en los bolsillos —siempre elegí mis pantalones por la capacidad de sus bolsillos: mis manos deberían estar cómodas—, vista al frente sin mirar y una canción del Flaco dando vueltas en mi cabeza.</div><div style="text-align: justify;">El bar es hermoso, tanto como su dueña. Al entrar me encontré con solo tres mesas ocupadas. En una, una pareja mucho más joven que yo se disputaba la última aceituna de una especial con morrones; en otra, un gordo pelado y mal vestido, con los ojos cerrados, sostenía en una de sus manos una copa de vino tinto; y en la otra, Mariana. Ninguno de ellos advirtió mi ingreso. Solo la Flaca, desde atrás de la barra, mientras secaba con extremada lentitud un vaso de vidrio, me hizo un ademán de bienvenida con su cabeza.</div><div style="text-align: justify;">Tuve que mirar fijo a Mariana para asegurarme de que era ella. Un vaso con limonada y un tostado de jamón y queso sin tocar ocupaban su mesa. Miraba con interés extremo la pantalla de su celular. Me acomodé en una mesa al lado del ventanal que daba a la calle. Siempre que podía me sentaba en el mismo sitio. Ver a través del vidrio pasar la gente era uno de mis entretenimientos preferidos mientras en mi cabeza se mezclaban los pensamientos más insólitos, de esos que uno desea que ocurran sabiendo que jamás sucederán. Además, en esta ocasión, la ubicación me permitiría mirar a Mariana con solo alzar la vista.</div><div style="text-align: justify;">Estaba metida en su celular y sola. Al igual que yo. Pero… ¿estaría sola? Las otras tres sillas de su mesa no evidenciaban la presencia de un presunto (o presunta) acompañante que, momentáneamente, podría haber ido al baño. Levanté el brazo para llamar a la Flaca con la esperanza de interrumpir aunque sea por un segundo la atención que Mariana prestaba a su mundo y que reparara en mí para poder saludarla, pero solo la Flaca advirtió mi intención.</div><div style="text-align: justify;">No hacía mucho tiempo que la conocía. Trabajábamos juntos pero no sabía demasiado sobre Mariana. Vivía sola y en los pocos diálogos que habíamos mantenido, jamás había hecho referencia a su situación sentimental. Tenía una belleza especial y una sonrisa enamorable. Tenía el pelo peinado con media cola, como a mí me gustaba. No pasaba desapercibida por más que lo intentara.</div><div style="text-align: justify;">La Flaca se acercó y le pedí una cerveza. Pensé en ir a sentarme a la mesa de Mariana. Dos soledades podrían verse aliviadas por una compañía agradable. Ella para mí lo sería, seguramente, pero ¿sería yo para ella mejor compañía que su móvil?</div><div style="text-align: justify;">Mariana era un enigma para mí. Nunca la había considerado más que una buena compañera de trabajo. Pero en ese momento, verla en el bar, sola, metida en su mundo e imaginándola —no sé por qué— aburrida, hizo que la mirara con otros ojos. Empecé a darme cuenta de que me gustaba y no era por esa situación solamente.</div><div style="text-align: justify;">La Flaca trajo la cerveza y mientras me servía un poco en el vaso que yo sostenía inclinado para que no hiciera tanta espuma, me preguntó si me gustaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa y la miré como pidiendo una explicación. «¿Te gusta la piba?», repitió mientras me señalaba con la vista a Mariana. Sentí vergüenza. ¿Tan alevoso habría sido al mirarla que la Flaca advirtió que estaba pensando en ella? Solo sonreí y bajé la vista. «Parece muy entretenida», comenté. «O muy aburrida…», sugirió la Flaca. Apoyó la botella de cerveza en la mesa y se retiró a la barra.</div><div style="text-align: justify;">Bebí el contenido del vaso sin respirar y cuando me decidí y estuve a punto de ir a sentarme a la mesa de Mariana, guardó el teléfono en su bolso y se levantó para ir a abonar la consumición. Hablaron con la Flaca unos minutos, como si se conocieran de siempre, y las escuché reír, quizás porque el tostado y el vaso de limonada en la mesa de Mariana estaban todavía intactos. Creo que hubo un segundo en que entre risas Mariana se dio vuelta y me miró, pero justo en ese momento yo estaba sirviéndome más cerveza. Nunca me caractericé por estar atento a las oportunidades. Al salir, pasó a mi lado. «¡Ey, Silvio! ¿Cómo andás?». Le sonreí y arriesgué un tímido pero sincero «Muy bien ¿y vos?». Me dio un beso en la mejilla pero no se detuvo. «Nos vemos mañana», dijo, y salió del bar.</div><div style="text-align: justify;">Me serví más cerveza y por la ventana la miré irse. Caminaba decidida, espléndida. Y en ningún momento —aunque lo deseé fervientemente— volvió la vista al bar.</div></span></div>
Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-72459611041464692012022-10-07T11:47:00.004-03:002023-07-15T12:36:24.662-03:00PREDICATIVO OBLIGATORIO<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-_0vfP_ef4To/YU41HJMO44I/AAAAAAAARO8/VhLE6jV2OpY6MeCagOSceHOqF_wJa8_pgCLcBGAsYHQ/s2048/1%2B-%2BPredicativo%2Bobligatorio.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1453" data-original-width="2048" height="454" src="https://1.bp.blogspot.com/-_0vfP_ef4To/YU41HJMO44I/AAAAAAAARO8/VhLE6jV2OpY6MeCagOSceHOqF_wJa8_pgCLcBGAsYHQ/w640-h454/1%2B-%2BPredicativo%2Bobligatorio.jpg" width="640" /></a></div><div align="center"><br /></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Desde el último banco del curso tenía una panorámica inmejorable. No solo me gustaba el lugar porque desde allí tenía el control del más mínimo movimiento de mis compañeros sino también porque podía manejar los tiempos respecto del accionar de mis profesores. Cuando veía que alguno se dirigía hacia mi banco, tenía tiempo suficiente como para esconder los dibujos que surgían de mi lápiz como consecuencia de mis eternos aburrimientos en el aula. Pero para ser sincero, lo que más me gustaba de mi ubicación era la perfecta visión que tenía de Verónica, que se sentaba en el primer banco, dos filas a la izquierda de la mía.</div><div style="text-align: justify;">Me pasaba horas enteras mirándola. Me apasionaban sus largos cabellos brillosos, castaños, mezclados con un caoba indefinido. Yo era consciente de que en el frente había profesores que se esforzaban por explicar sus materias, pero qué me importaban a mí las ecuaciones, los sujetos y predicados o las cuentas del activo y del pasivo...</div><div style="text-align: justify;">Amaba cada uno de los movimientos, todos delicados, de Verónica. Me gustaba verla participar en la clase, levantar su mano pidiendo para pasar a decir la lección, hablar con picardía con Carolina, su compañera de banco. Pero mi mayor felicidad era verla pasar al frente, cuando escribía en el pizarrón. Su guardapolvo siempre estaba impecable, inmaculado y bien planchadito; debajo siempre usaba polleras, nunca pantalón, medias tres cuartas blancas y un par de zapatones negros bien lustrados. Y para colmo siempre tuve la impresión de que al regresar a su banco, antes de sentarse, me miraba por una fracción de segundo, con un poco de vergüenza, como buscándome, y cuando yo reaccionaba ya era tarde; ella ya estaba sentada en su banco prestando nuevamente atención a las explicaciones del profesor. Pero esa fracción de segundo en que me sentía observado bastaba para mantenerme de buen ánimo hasta el final del día. A veces pasaban días en que no advertía que Verónica me mirase y terminaba convenciéndome de que esas fugaces miradas que yo suponía dirigidas a mí, no eran más que producto de la casualidad.</div><div style="text-align: justify;">Una mañana como otras tantas, en la hora de Lengua, mientras navegaba con mi imaginación fecunda por entre los hombros y cabecitas de mis compañeros y, sobre todo, los de Verónica, escuché cómo alguien se acordaba de mí:</div><div style="text-align: justify;">—Fernández, vuelva al curso y pase a analizar esta oración... —me dijo con voz socarrona la vieja profesora con su eterno peinado de peluquería.</div><div style="text-align: justify;">Reaccioné tarde y lo hice gracias a las risas instantáneas de mis compañeros que, al igual que la profesora, advirtieron mi viaje áulico.</div><div style="text-align: justify;">Me levanté y lentamente me dirigí hacia el pizarrón. Tuve vergüenza al sentirme observado por todo el curso, pero por sobre todas las cosas, al verme expuesto ante la belleza de Verónica. Agradecí no andar tan mal para el análisis sintáctico y pude sortear los primeros pasos: sin dificultad descubrí inmediatamente el verbo y separé a la perfección el sujeto del predicado. El núcleo del sujeto y sus modificadores no tuvieron secretos para mí, pero al internarme en ese predicado maldito tropecé con mi primer escollo. Clavé los ojos en el pizarrón y me puse a jugar con la tiza en la mano, simulando estar pensando.</div><div style="text-align: justify;">—¿Qué clase de verbo es «ser»? —preguntó impaciente la profesora.</div><div style="text-align: justify;">Me di vuelta y miré al curso buscando auxilio. No me di cuenta, pero mi cara debió expresar en esos momentos terror. La profesora estaba parada en el fondo del curso, entre los bancos, y vio cómo la mano de Verónica se elevaba solicitando la palabra para contestar. Ante mi evidente ignorancia, la profesora la autorizó.</div><div style="text-align: justify;">—Verbo copulativo —contestó orgullosa y todo el curso escuchó el «Muy bien, Verónica» de la docente.</div><div style="text-align: justify;">—Entonces, ¿qué función cumple lo que le sigue en la oración, Fernández? —me siguió preguntando la pobre ilusa.</div><div style="text-align: justify;">Yo no lo sabía y vi que Verónica amagó levantar la mano para contestar, pero se contuvo. De inmediato me miró, acomodó su cuerpo como para que la profesora no la pudiera ver desde el fondo del aula y haciendo mímica con sus labios me dio a entender la respuesta: «Pre-di-ca-ti-vo-o-bli-ga-to-rio». Sentí un escalofrío hermoso. Disfruté como nunca antes lo había hecho esos tres o cuatro segundos en que Verónica movía sus labios en cámara lenta dándome la respuesta. Le sonreí en agradecimiento y contesté orgulloso, en voz alta y sacando pecho:</div><div style="text-align: justify;">—¡Predicativo obligatorio!</div><div style="text-align: justify;">—Muy bien, Fernández. Complete la oración en el pizarrón y tome asiento.</div><div style="text-align: justify;">Flotaba en el aula mientras con la tiza marcaba en la oración el predicativo obligatorio más hermoso que había resuelto en toda mi vida. Regresé a mi asiento no sin antes expresarle a Verónica con una gran sonrisa todo mi agradecimiento. Al pasar a su lado, me extendió su mano derecha como diciéndome choque esos cinco y de inmediato sentí el contacto de su piel suave con la mía. Nuestras manos se unieron con un delicado golpe cómplice que a pesar de haber durado un abrir y cerrar de ojos para mí fue eterno.</div><div style="text-align: justify;">Quedaban aún veinte minutos para el timbre de salida y no hice otra cosa que pensar en ese hermoso e inesperado gesto de Verónica. Mientras, no le sacaba la mirada de encima. Mi mente adolescente de chico de segundo año de escuela secundaria me llevó a plantearme cientos de posibles significados de esa ayuda clandestina. Una, que Verónica, luego de contestar la primera pregunta que estaba dirigida a mí, se sintió mal, por lo que decidió ayudarme a contestar la segunda. Otra, que Verónica me había ayudado al verme titubear, como por lástima. Pero la peor de las interpretaciones que le di a ese gesto fue que Verónica colaboró conmigo como lo hubiese hecho con cualquiera de los otros treinta y cinco compañeros del curso. ¡Pero no! ¡Me había ayudado a mí! Había sido yo el que había disfrutado por unos segundos el movimiento de sus labios dándome la respuesta salvadora. Había sido yo el destinatario de tan sensual gesto. Había sido yo el blanco de la hermosa mirada de Verónica... Había sido yo quien había chocado, casi como una caricia, esa hermosa mano fraternal... ¿fraternal? Obviamente, de inmediato, me hice la película. Pensé que esa ayuda se debía a que ella sentía por mí algo más que ese simple compañerismo de aula. Y volé... Mi cuerpo quería estar en cualquier parte menos ahí adentro, entre esas cuatro paredes horribles y escuchando sujetos, predicados, núcleos y modificadores. Quería irme de ahí, irme con Verónica... Cinco meses habían pasado desde el primer día de clases y durante cinco meses la había observado sin cansarme y sin que ella me diera una señal concreta. Y ahora me la había dado. Verónica al menos sabía que yo estaba allí, que yo existía y que no era uno más del montón. Apoyé los codos en el pupitre y me sostuve la cabeza con ambas manos. Maldije —una vez más en mi vida— mi timidez y me propuse tomar coraje. Aunque sea, tenía que hablar dos palabras con Verónica a la salida. Esos veinte minutos fueron interminables.</div><div style="text-align: justify;">El timbre sacudió mi modorra mezclada con ilusión y nerviosismo. Agarré mis carpetas sin dejar de mirar a Verónica, que guardaba sus libros en la mochila. Hice tiempo como para dejar que saliera ella primero y me propuse seguirla unos metros antes de llamarla. ¿Qué le diría? Qué importaba, algo me iba a salir...</div><div style="text-align: justify;">Observé primero sus pasos lentos y graciosos. Luego aceleró y apresuré mis pasos tras ella: ya era el momento de darle alcance y hablar. Estaba decidido a todo pero de repente el sueño se esfumó. Debí haber parecido un pobre pibe al pasar frente a semejante cuadro, porque creo que hasta lloré. Los labios que minutos antes me habían soplado un predicativo obligatorio hermoso y salvador, se estrechaban ahora en un beso con los labios de un estúpido alumno de quinto año «A».</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com75tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-10485897455254133832022-10-07T11:46:00.004-03:002023-07-14T20:12:03.600-03:00AMOR DE ADOLESCENTES<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-M_3kM-qxUTs/YU40pnw8idI/AAAAAAAAROs/9MnR0a47DNUBFU20F-V7BwBCZCAY2-7pwCLcBGAsYHQ/s1660/11%2B-%2BAmor%2Bde%2Badolescentes.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1660" data-original-width="1387" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-M_3kM-qxUTs/YU40pnw8idI/AAAAAAAAROs/9MnR0a47DNUBFU20F-V7BwBCZCAY2-7pwCLcBGAsYHQ/w534-h640/11%2B-%2BAmor%2Bde%2Badolescentes.jpg" width="534" /></a></div><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">—¿Qué podemos hacer?</span></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">No sabía qué contestarle. Yo tenía ganas de hacer tantas cosas con ella que no podía decirle ni siquiera una. Siempre me pasaba lo mismo: no me animaba a hablar. Hasta entonces me había caracterizado por ser medio quedado. Y una vez más me habían faltado las palabras. Mejor dicho, me habían dejado sin palabras. Nancy me gustaba mucho y además la quería mucho también. Era una mina que me daba vuelta, siempre estaba de buen humor, siempre tenía una sonrisa para regalar. Además era provocativa. A veces me decía que era el mejor chico que conocía, que yo era su mejor amigo, que me quería muchísimo y terminaba dándome un beso en la mejilla. Yo quedaba loco y me daban ganas de agarrarla y apretarla, y darle un buen beso, pero en la boca, y gritarle que la quería, que quería que sea mi novia, que no aguantaba más… Pero la historia se repetía: no abría la boca. Me pasaba tardes enteras tirado en la cama con el grabador a todo volumen planeando cómo hacer para animarme. Siempre que estábamos juntos me daba pie como para que yo tomara la decisión y mi gran duda era si me estaba provocando, si lo hacía como un juego en el que solo ella conocía las reglas. Entonces me daban ganas de gritarme «¡Imbécil! ¿No ves que te está esperando?». Y me contestaba sin pensarlo: «¡Ma sí, me tiro!». Y cuando la veía nuevamente era como si me estuvieran agarrando de los pantalones, como si me estuvieran diciendo que no, que se me reiría en la cara. Y ese día la tenía frente a mí, sentada en esa mesa de bar con su cara hermosa, como siempre, mirándome con cariño. Cuando estaba por abrir la boca para decir cualquier idiotez, me tomó de la mano y me sacó casi corriendo de ese bar mugriento rumbo a la calle.</div><div style="text-align: justify;">—Caminemos —me dijo.</div><div style="text-align: justify;">Y, por supuesto, acepté. Obviamente, habló todo el tiempo ella. Qué sé yo lo que me decía, yo solamente la miraba. Movía los labios de una forma muy dulce, siempre con esa sonrisa en su rostro, y caminaba con una gracia especial. De vez en cuando se me adelantaba unos pasos y caminaba marcha atrás, frente a mí, como jugando. ¡Qué ganas de abrazarla! Me miraba con esos ojos pardos irresistibles y amorosos como diciéndome: abrazame. No sabía qué hacer. A los pocos minutos ella me tomó de la mano y me dijo con una simpleza sin igual que yo era muy dulce. No sé de dónde saqué coraje y la abracé. Mi mano derecha se apoyó en su hombro derecho y caminamos lentamente hacia su casa. Le pregunté si le molestaba mi abrazo.</div><div style="text-align: justify;">—No, al contrario. Me siento protegida.</div><div style="text-align: justify;">No cabían dudas: estaba muerta conmigo y no podía perderme esa oportunidad. Tenía que actuar rápidamente, sin pensarlo demasiado. Pero antes de que yo atinara a hacer algo, me preguntó si iba a ir al boliche el viernes a la noche. Iba a decirle que sí, pero antes quise asegurarme de que ella iría.</div><div style="text-align: justify;">—Por supuesto —fue la respuesta contundente.</div><div style="text-align: justify;">Pensé: ¿y si en vez de apurarme ahora, espero hasta el viernes? Seguramente voy a estar más decidido… y con un poco de alcohol encima, seguro que me animo. Además, iba a poder planear todo con mayor serenidad. Y esperé.</div><div style="text-align: justify;">El jueves por la tarde falté a clase de gimnasia. Media falta más en el colegio no me haría nada. Decidí salir a caminar por la ciudad. Luego de una hora de deambular, fui a la casa de Esteban a tomar unos mates y le conté lo que me pasaba y todo lo que sentía. Hablé como media hora sin parar y él solo se limitaba a mirarme y escucharme atentamente. Parecía no entender, no escuchar. Se levantó de repente, se dirigió a la ventana de su cuarto y miró hacia la calle.</div><div style="text-align: justify;">—Che, ¿qué pasa?</div><div style="text-align: justify;">Dio media vuelta y me lo dijo, no muy tranquilo:</div><div style="text-align: justify;">—Me pasa lo mismo que a vos con una mina y me estoy haciendo, como vos, mucho el bocho. Siento lo mismo que vos y no sé qué hacer. Ella también me dice esas cosas lindas, estoy seguro de que me quiere y tengo ganas de encararla.</div><div style="text-align: justify;">Me alegré, le dije que me parecía bárbaro, que quizás a los dos nos iría bien, y que luego podríamos salir los cuatro juntos. Le dije que cambiara la cara, que entendía que estuviese nervioso, yo también lo estaba, pero que tenía que confiar porque las cosas estaban dadas como para que los dos ganemos, que se dejara de joder.</div><div style="text-align: justify;">—¿Quién es, Esteban?</div><div style="text-align: justify;">—Nancy —dijo con la voz entrecortada—. Y quedamos en encontrarnos mañana en el boliche…</div><div style="text-align: justify;">El viernes nos pasamos la noche con Esteban sentados en el umbral de mi casa fumando, tomando cerveza, mirando hacia la avenida desierta y sin decir una sola palabra.</div></span></div>
Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-85816790498914295262022-10-07T11:46:00.001-03:002022-10-07T11:46:10.902-03:00LA PEATONAL<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-IXX_8QfC0cQ/YU4216BRt1I/AAAAAAAARPs/jmpgieNmX0QUl2RUK1VQ6XHawMd7vjFzwCLcBGAsYHQ/s2048/3%2B-%2BLa%2Bpeatonal.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1444" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-IXX_8QfC0cQ/YU4216BRt1I/AAAAAAAARPs/jmpgieNmX0QUl2RUK1VQ6XHawMd7vjFzwCLcBGAsYHQ/w452-h640/3%2B-%2BLa%2Bpeatonal.jpg" width="452" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Siempre me gustó caminar. Considero que es un ejercicio muy efectivo para liberar la mente de la cotidianidad. Además, es un buen ejercicio físico, todo el mundo lo sabe. Los médicos te dan la receta con las soluciones mágicas que le hacen falta a tu salud para estar un poquito mejor, y en otro papelito con membrete de remedio de muestra gratis escriben con letra ilegible cada cuánto las tenés que tomar y, con un poquito más de ganas y prolijidad, anotan al final entre signos de exclamación: «¡Caminar!». Reconozco que nunca lo hice porque el médico me lo recomendase. Lo hago desde siempre. Un día un poco más, otro día un poco menos, pero intento no perder la regularidad. Y recién ahora lo hago para que no se me entumezcan los huesos o para que la espalda no me duela tanto por estar frente a la computadora demasiadas horas por día. Caminar para mí siempre significó despejar la mente. Cuando era joven, los problemas que me rodeaban no eran tantos ni tan graves. Por eso, más que liberar la mente de la realidad diaria, utilizaba las caminatas para soñar. ¿Soñar qué? Que me pasaban las cosas que quería que me sucedieran… así de simple. Eso me hacía sentir un poquito más feliz. O para jugar. ¿A qué? A caminar por una hilera de baldosas, o por el cordón de la vereda, pensando que si pisaba afuera o perdía el equilibrio, caería a un precipicio e indefectiblemente llegaría al final de mis días. Ahora, a mi edad, caminar es casi pura y exclusivamente un ejercicio de evasión, no solo porque lo sigo haciendo solo, como siempre, sino porque me calzo los auriculares y escucho la música que a mí me gusta a volumen diez. Es una linda manera de olvidarme de las obligaciones de todo tipo. Durante una hora, una hora y media, estoy solo en el mundo y nada me puede importar más que tararear canciones mientras camino hacia ninguna parte. ¿Y a qué se debe este palabrerío inútil que a nadie le interesa más que a mí? A que hace un par de semanas volví a recorrer las cuadras de la peatonal de mi ciudad natal, de mi juventud, y me trajo muchos recuerdos. Los más lindos, que por ser tales, se me fueron borrando poco a poco en la mente. Y los otros, tristes y dolorosos, se transformaron en imborrables. Justamente uno de estos últimos se me hace necesario contar, ya que ese día me encontré con Sofía.</div><div style="text-align: justify;">No sé si seré preciso en algunos detalles, lo que sí afirmo es que omitiré mencionar nombres verdaderos como una manera de salvaguardar la dignidad de las personas después de unos… treinta y cinco o cuarenta años.</div><div style="text-align: justify;">No quedaba cerca mi casa de la peatonal. Sin embargo, jamás tomé un colectivo urbano para llegar. Caminar las cuadras que me separaban de ella era el prólogo necesario para disfrutarla después recorriendo sus cuadras con paso firme pero lento, las manos en los bolsillos holgados de mis pantalones, como disfrutando ese esquivar gente desconocida, indiferente, apurada, ajena a todo lo que la rodeaba. Cosa que me gustaba por lo extraño y normal que era a la vez. Fumaba en aquella época, y los Particulares 30 me daban más seguridad, más confianza, para internarme entre esa muchedumbre. Yo sabía muy bien que esas largas caminatas que terminaban en la peatonal no las hacía por el solo hecho de pasear. Además de ser una forma de perder el tiempo con gusto, también lo aprovechaba para distraerme; pero en realidad, perseguía inexorablemente otro objetivo: encontrarla. La ciudad era muy grande y ella vivía lejos de mi casa. Mucho más lejos de lo que me quedaba la peatonal. Y siempre soñé con cruzármela de frente, entre toda esa gente desconocida. ¡Sofía! —le hubiese dicho— ¡Qué casualidad encontrarte por acá! Demás está decir que por aquellos tiempos nunca me la crucé por la peatonal. Muy de vez en cuando la veía en alguna reunión de amigos pero esos encuentros eran demasiado espaciados, yo era uno más entre tantos y no aguantaba no verla por demasiado tiempo. Por eso iba a la peatonal. A soñar que la encontraba y nos poníamos a charlar. ¿A qué otro lugar que no fuera la peatonal de mi ciudad tendría que ir para encontrarla? Si allí íbamos todos… a caminar, a comprar, a pasear, a perder el tiempo, con nuestros amigos o con nuestros hermanos. Cuando llegaba a la peatonal la recorría de punta a punta cuatro veces. Para mí la peatonal terminaba donde para otros empezaba. Al sur. Por el solo hecho de que yo llegaba caminando desde el norte. Y al sur estaba el teatro municipal con sus grandes escalinatas. Cuando llegaba al teatro, pegaba la vuelta para hacer un nuevo intento de encontrarla. La caminata siempre era lenta y atenta. Miraba para todos lados, deseaba casi con desesperación que ese día ella hubiese decidido ir a la peatonal a pasear o a lo que sea; cada vez que recorría sus calles anhelaba encontrarla. Más de una vez me crucé con algún familiar, o con algún amigo, por lo que terminaba olvidándome de Sofía, de su eterna ausencia, y me distraía con mi nueva compañía. Pero cuando llegaba nuevamente al principio —al norte— de la peatonal, giraba sobre mí mismo y emprendía un nuevo recorrido que terminaba en las escalinatas del teatro municipal, donde me sentaba solo a fumarme un pucho y mirar la gente pasar. Quién me iba a quitar la esperanza de que justo pasara frente al teatro y de que se sentara un ratito, o toda una eternidad, a mi lado para conversar.</div><div style="text-align: justify;">Mis caminatas actuales además de servirme como un grato escape del mundo, me ayudan a descontracturarme, a agilizar mis rodillas, a no aumentar el volumen abdominal aún más, a controlar el colesterol. Ahora sí tuve que hacerle caso al médico. Pero le veo el lado bueno: no tuve que esforzarme demasiado.</div><div style="text-align: justify;">Quienes me conocen saben que jamás tuve tacto para tratar con las mujeres. Siempre estuve a contramano de mis amigos. Si la moda consistía en usar pantalones bombilla, yo usaba los más anchos que conseguía. Si había que usar el cabello corto, me lo dejaba largo. Si se usaba barbita incipiente, me afeitaba; y cuando se trataba de lucir la tez suave, me dejaba crecer una barba espesa. Si las zapatillas se me rompían, no las tiraba, no las cambiaba: las emparchaba. Ahora, desde la adultez, razono: ¿por qué razón lógica Sofía se hubiese parado o acercado a hablar conmigo, si hubiese pasado frente a la escalinata del teatro, o si me la hubiese cruzado en alguna de las innumerables caminatas por la peatonal?</div><div style="text-align: justify;">Este continuo fracaso en mi relación con las mujeres, lo corroboré justamente, semanas atrás, cuando volví a la peatonal y, ¡oh, sorpresa!, me crucé con Sofía. Obviamente, no la esperaba y eso me causó un poco de estupor. Fueron dos o tres minutos de una charla sin sentido y por compromiso. ¿Te casaste?, me preguntó como si eso fuese un paso ineludible en la vida del ser humano. No, contesté. Y no me quedó otra que continuar el diálogo: ¿Y vos? Sí, con Francisco, ¿te acordás? No me acordaba, tampoco me importaba. Creo que me dijo que tenía hijos, o hijas, no sé cuántos. Sofía miraba constantemente hacia los costados, como si la muchedumbre que iba y venía a nuestro lado la molestara, la agobiara. Y lo dijo por fin: Odio la peatonal. Jamás me gustó. Tanta gente me molesta… Empecé a sentir que mi estupidez, no solo adolescente sino de toda la vida, no podía ser mayor e indagué: ¿No venías cuando éramos jóvenes a pasear con tus amigas? ¡Jamás! Me parecía tonto venir a perder el tiempo entre tanta gente indiferente. Para pasear siempre encontraba lugares mucho más lindos e interesantes. ¿Acaso vos venías? Creo que cambié de color, tragué saliva y tartamudeé un mentiroso no, no me gustaba… Intercambiamos dos o tres oraciones más y llegó el beso de despedida en la mejilla.</div> <div style="text-align: justify;">Mientras Sofía sigue su vida con su marido y sus hijos, yo seguiré caminando hasta el día que me muera, los auriculares puestos con la música a full y la mente perdida en quién sabe qué deseos, o qué recuerdos, o qué mundos inverosímiles que, como siempre, se me ocurrirán. Pero quizás ya sea demasiado tarde para plantearme por qué razón siempre hice lo que no tenía que hacer.</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-11654896005205189132022-10-04T18:03:00.000-03:002022-12-05T19:22:51.849-03:00CHARLA<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-tf7dA3Db2TQ/YP1_So29dvI/AAAAAAAARMI/lmkWVRG5b7ABXo3QJzzbg8RO08CaW0jywCLcBGAsYHQ/s2048/7.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1536" data-original-width="2048" height="480" src="https://1.bp.blogspot.com/-tf7dA3Db2TQ/YP1_So29dvI/AAAAAAAARMI/lmkWVRG5b7ABXo3QJzzbg8RO08CaW0jywCLcBGAsYHQ/w640-h480/7.jpg" width="640" /></a></div><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Javier estaba decidido a llevar adelante su plan. Hacía ya un tiempo que en su mente, atrapados como en una telaraña, sus pensamientos se mezclaban y lo inquietaban cada vez más. Se lo había propuesto, no podía flaquear.</div><div style="text-align: justify;">El día del encuentro inesperado fue un martes y llovía muy despacito. Javier había aprovechado para salir a caminar, para despejarse un rato a pesar del clima hostil. Eran las dos de la tarde y se dirigió hacia cualquier lugar. Compró un diario, lo dobló, lo colocó bajo el brazo izquierdo y con las manos en los bolsillos siguió su caminata. Esperó hasta llegar a un bar cualquiera para abrir el diario. Café de por medio leyó sin ganas los títulos, miró algunas fotos y terminó en los chistes de la última página, que le parecieron estúpidos.</div><div style="text-align: justify;">Miró a través del ventanal a la calle y vio correr el agua de lluvia cada vez con más intensidad. Su inquietud se debía a que tenía que prepararse muy bien para llevar a cabo el objetivo y sabía que no estaba actuando con la seriedad que el caso requería. Debía ponerse ya, sin pérdida de tiempo, a desarrollar un plan viable y posible. Pensó que hubiese sido bueno hacerlo con alguien, de a dos. Se podrían advertir con más facilidad las posibles debilidades y buscar las mejores opciones para actuar. Pero estaba solo. Angélica no lo hubiese acompañado, estaba seguro. La conocía muy bien. Debía planear un crimen para él justiciero y no debía pensar nada más que en eso. Cerró las grandes páginas del diario y fijó su vista en la calle pero con la mirada perdida. No observaba nada en particular.</div><div style="text-align: justify;">Se le nubló la vista, pestañeó un par de veces y sacudió suavemente la cabeza. Entre el gris de la calle y la cortina de agua, advirtió la presencia de un joven de unos veinticinco años en la vereda del bar, parado —ventanal de por medio— frente a él. Lo miraba con detenimiento y lo incomodó un poco. Era flaco, alto, cuerpo erguido, cabellos claros y profundos ojos negros. No obstante, su aspecto era de dejadez, mejor dicho, de pobreza. Tenía barba de unos tres o cuatro días y fumaba. Javier lo miró por un instante y bajó la vista. Simuló estar leyendo el diario. A los pocos segundos vio cómo el extraño ingresaba al bar y se dirigía a su mesa. La incomodidad de Javier se acrecentó. Cuando lo tuvo frente a él notó que además de su aspecto andrajoso, vestía de una manera absurda.</div><div style="text-align: justify;">—¿Puedo sentarme? —preguntó con voz ronca.</div><div style="text-align: justify;">Javier lo miró e intentó reconocerlo. No abrió —no pudo hacerlo— la boca.</div><div style="text-align: justify;">—No me conocés —dijo el joven mientras se acomodaba en una de las sillas, la que daba espaldas a la calle—. Yo tampoco te conozco, pero creo que te puedo llegar a ser útil.</div><div style="text-align: justify;">Llamó al mozo y pidió un vaso de vodka. Javier doblaba y desdoblaba el diario mostrando su evidente nerviosismo. ¿Quién era ese descolgado? Se mostraba como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y actuaba con gran naturalidad. Javier notó que sacaba de su sacón viejo un atado de cigarrillos. Le ofreció uno. No, gracias, al fin abrió la boca. No conocía la marca de los cigarrillos que fumaba. Eran importados, sin duda, y la etiqueta estaba escrita en un idioma que desconocía. Encendió uno, chupó profundamente y despidió el humo con gran ímpetu hacia el techo. Le trajeron la medida de vodka y la bebió de un trago. ¡Ah! A esta hora viene bárbaro, comentó. Javier no dejaba de mirarlo con desconcierto.</div><div style="text-align: justify;">—Vos no me conocés… ¡Bah! No sé si no me conocés. Es cierto que es la primera vez que nos vemos… —sonrió irónicamente—. Sé que si te doy mil posibilidades para que adivinés quién soy, no te alcanzarían.</div><div style="text-align: justify;">—¿Y quién sos? —se decidió al fin preguntar de mala gana Javier.</div><div style="text-align: justify;">—Es difícil decírtelo así, de una sola vez. No me creerías.</div><div style="text-align: justify;">—¿Y por qué no voy a creerte? Si ni siquiera te conozco… Decime que te llamás Juan de las Pelotas y te voy a creer.</div><div style="text-align: justify;">—¡Ja! —pitó ahora suavemente y con tranquilidad.</div><div style="text-align: justify;">—¿Y? ¿Quién sos?</div><div style="text-align: justify;">—¿Querés que te lo diga? —preguntó ahora con seriedad, frunciendo el ceño y con su ronca voz de fumador.</div><div style="text-align: justify;">Javier recién ahora comenzaba a advertir algo de misterioso en el desconocido. Pensaba que era algún trasnochado que no tenía nada que hacer y se había a sentado a hablar un rato. Era un tipo intrigante. Y el nerviosismo que sintió al principio, poco a poco se fue transformando en miedo.</div><div style="text-align: justify;">—¿Quién soy? ¿Querés que te lo diga? Está bien, pero antes dejame decirte que estoy esperando a un amigo…</div><div style="text-align: justify;">—Hay varias mesas desocupadas… —le dijo Javier con cara de qué me importa.</div><div style="text-align: justify;">—No. Nos sentaremos acá, con vos, en esta misma mesa. Trataremos de conversar largo y tendido —dijo mientras sacaba un reloj de bolsillo antiguo—. ¡Cómo se demora! Somos dos tipos con una gran experiencia.</div><div style="text-align: justify;">—¿Experiencia? ¿Experiencia en qué?</div><div style="text-align: justify;">—Ya lo sabrás…</div><div style="text-align: justify;">—¡Loco, cortala con tus intrigas! ¡¿Quién sos y qué carajo querés?!</div><div style="text-align: justify;">—Comprendo tu malestar. Estoy siendo un poco tedioso, ¿no? Me estoy dando cuenta. Me voy a presentar y espero no ver una mueca de sonrisa en tu cara: soy Rodión Romanovich.</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Quién?!</div><div style="text-align: justify;">—Rodión Romanovich. O Raskólnikov, como más te guste.</div><div style="text-align: justify;">—¡Ajá! En versión argentina y después de la gripe… —contestó irónicamente Javier.</div><div style="text-align: justify;">—Al menos veo que conocés mi nombre, que no soy un desconocido para vos. Sabía que lo tomarías de esta forma. Pero no estoy para bromas. Esta cita fue acordada con la mayor seriedad que el caso requiere.</div><div style="text-align: justify;">Javier escuchó estas últimas palabras con un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. No alcanzó a comprender muy bien y, con ahora una incipiente timidez, preguntó:</div><div style="text-align: justify;">—¿Cita?</div><div style="text-align: justify;">—Sí, todo estaba preparado para reunirnos los tres, hoy, a esta hora y en este bar.</div><div style="text-align: justify;">¿Los tres? ¿Raskólnikov? ¿Quién era el otro? Muchos eran los interrogantes que Javier se planteaba y no podía dejar de mirar con gran intriga a ese hombre extraño. Ya dejó de considerarlo un joven.</div><div style="text-align: justify;">—¿Cómo que está preparada la cita si yo no sabía nada? —le cuestionó al tiempo que pensaba que hacía como diez años que no iba a ese bar y había entrado al mismo por casualidad.</div><div style="text-align: justify;">—¿Te parece que no lo sabías? Sí, Javier, lo sabías. Si no, ¿qué hacés acá? De una u otra manera nos arreglamos para avisarte. ¡Pero cómo tarda!</div><div style="text-align: justify;">Javier pensaba que no podía ser real lo que estaba viviendo. ¿Cómo todavía estaba escuchando a ese delirante sin decirle al menos…? ¿Sin decirle qué? ¿A quién estaba esperando? Pensó en pagar el café e irse. Llamó al mozo.</div><div style="text-align: justify;">—Espero que no estés pensando en irte. Te puedo asegurar que no te conviene. Además, no te voy a dejar ir —dijo Raskólnikov, ahora con voz amenazante.</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Pero quién te creés que sos?! Si se me canta, me voy y chau. ¡Mozo!</div><div style="text-align: justify;">—Te doy un consejo: no te vayas. Nosotros te podemos ayudar.</div><div style="text-align: justify;">—¿Sí? —preguntó el mozo a Javier mientras se le acercaba.</div><div style="text-align: justify;">—Eh… Tráigame otro café —dijo Javier sintiéndose derrotado y esperando la sonrisa burlona del presunto Raskólnikov que nunca llegó. Seguía expresando una seriedad absoluta.</div><div style="text-align: justify;">—¿Ayudarme a qué? ¿Qué mierda querés? ¿A quién carajo estás esperando? —casi gritó Javier.</div><div style="text-align: justify;">—Nosotros podemos ayudarte. Sabemos que estás planeando algo muy serio y no podemos dejarte solo.</div><div style="text-align: justify;">—¡Pará! ¡Pará! Primero: ¿por qué hablás en plural? Segundo: ¿qué sabés vos si yo estoy planeando algo? Tercero…</div><div style="text-align: justify;">—¡Ahí viene! —exclamó Raskólnikov interrumpiendo a Javier—. ¡Por fin!</div><div style="text-align: justify;">Raskólnikov se corrió a otra silla para dejarle la suya al recién llegado. Era un hombre diez o quince años mayor que Raskólnikov. Un poco más bajo pero más robusto. Vestía modestamente. No parecía tan abandonado como su amigo. No sonreía. Estaba muy serio. Su proceder era muy duro.</div><div style="text-align: justify;">—Rakólnikov… —pronunció el nombre de su amigo a manera de saludo y se sentó.</div><div style="text-align: justify;">—Juan Pablo… —contestó Raskólnikov cordialmente pero siempre con gran respeto y distancia.</div><div style="text-align: justify;">¿Juan Pablo?, pensó Javier. Espero que no sea un Papa, siguió con sus pensamientos, pero serio, sin esbozar una sonrisa, ya que podría ser tomada como una insolencia y parecía ser que el horno no estaba para bollos. Pero qué estúpido se sentía allí sentado entre dos chiflados que no sabía qué pretendían.</div><div style="text-align: justify;">—Javier, él es Juan Pablo —dijo Raskólnikov a manera de presentación y el recién llegado hizo un gesto cordial con su cabeza.</div><div style="text-align: justify;">—¿Juan Pablo qué?</div><div style="text-align: justify;">—Juan Pablo Castel —dijo serenamente el nuevo integrante de la mesa—. El pintor que mató a María Iribarne.</div><div style="text-align: justify;">Por más esfuerzo que hizo, Javier no pudo evitar la reacción y largó una gran carcajada:</div><div style="text-align: justify;">—¡Ja! ¿No estaremos esperando ahora a Don Quijote y Sancho Panza, no?</div><div style="text-align: justify;">Castel lo miró con gran disgusto y recriminó:</div><div style="text-align: justify;">—¡Espero que a esa risa burlona no la utilices mientras elaborás proyectos serios!</div><div style="text-align: justify;">Javier se contuvo ante el enojo de Castel. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo tomar con seriedad a esos dos tipos tan ridículos como inexistentes? ¿Qué estaba esperando para irse? El mozo trajo el café a Javier y Castel hizo su pedido.</div><div style="text-align: justify;">—Ginebra, por favor.</div><div style="text-align: justify;">Javier revolvía su café mecánicamente, sin pensar en tomarlo, como cuando uno se rasca la cabeza sin motivo alguno, como esperando que suceda algo imprevisto. No sabía cómo actuar ni qué decir. Se trataría seguramente de una broma. Además, ¿de qué proyecto hablaban? Él jamás había hecho el menor comentario a nadie. ¿Y entonces?</div><div style="text-align: justify;">—Sabemos de tu proyecto —dijo Raskólnikov.</div><div style="text-align: justify;">—¿Qué proyecto?</div><div style="text-align: justify;">Javier los miraba intrigado y con un miedo cada vez más atroz.</div><div style="text-align: justify;">—Lo conocemos y por eso decidimos reunirnos con vos, para charlar muy bien sobre todas tus ideas y tus planes —explicó Raskólnikov—. Sabemos que tenés un temperamento bastante impulsivo y eso te puede llevar a la perdición.</div><div style="text-align: justify;">—Exactamente —continuó Castel—. Los hechos, cuando se precipitan alocadamente, pueden ser funestos. No hablamos solamente de terminar en la cárcel después de cometido el crimen, porque como vos sabrás, Raskólnikov y yo terminamos adentro por propia voluntad y no porque nos hayan descubierto. Hablamos de no cometer el crimen y que encima te encierren.</div><div style="text-align: justify;">—Creemos que tu mente está un poco excitada y no hay nada peor que eso para proceder. Sangre fría. Si no lográs tener sangre fría en tus venas, no podrás hacer las cosas como se debe.</div><div style="text-align: justify;">—Raskólnikov tiene razón. Mientras sientas hervir la sangre en tus venas, no hagas nada riesgoso. La pasión y el instinto son demasiado peligrosos. Hay que usar la cabeza.</div><div style="text-align: justify;">—Yo creo, Juan Pablo, que tendríamos que convencer a Javier de que esto que está viviendo, más allá de lo que él piense, es cierto. Mirale la cara, cree que somos unos farsantes.</div><div style="text-align: justify;">—No te preocupés por eso, ya se le va a pasar. Más allá de su cara, creo que nos está escuchando con mucha atención. Lo importante es decirle lo que pensamos. Somos conscientes de que no podemos evitar nada, por lo tanto, nuestra voluntad es solo advertir. Es él quien en definitiva va a cometer el crimen.</div><div style="text-align: justify;">—Totalmente de acuerdo. Espero, Javier, que nos hayas prestado atención, ¿no?</div><div style="text-align: justify;">Javier asintió con la cabeza, no pudo hablar. No sabía si en realidad estaba escuchando a esos dos locos o si trataba de averiguar qué estaba pasando realmente.</div><div style="text-align: justify;">—Nosotros estamos muy de acuerdo con las causas que te impulsan a matar —dijo Raskólnikov—. Yo también sentía odio hacia esa vieja usurera y la maté pensando en los demás, no solo en mí. No podía permitir que siguiera lucrando con el hambre de los pobres. Y la maté. Pero a sangre fría. Un hachazo en la cabeza y listo. Lo pensé y pensé mil veces. Es cierto que me daba miedo pero cuando me decidí a hacerlo, dejé los temores archivados en mi pequeño cuchitril. ¿Entendés?</div><div style="text-align: justify;">Javier continuaba asintiendo con la cabeza, sin abrir la boca, clavando sus ojos en los de sus ocasionales compañeros de mesa mientras hablaban.</div><div style="text-align: justify;">—No tenés que pensar en ningún momento en las consecuencias. O sí, pero para tratar de evitarlas. Que ellas no te hagan flaquear. Yo también tuve mis razones para matar a María y creo que cada uno siempre tiene —o busca— razones suficientes, justas o no, para obrar como le parezca. La decisión y la frialdad son buenas compañeras y difícilmente te harán fracasar.</div><div style="text-align: justify;">—No te convocamos para sermonearte, para evitar un crimen ni para inducirte a cometerlo. Solo lo hicimos para que tomés la decisión con fuerza y coraje. Si vas a matar: frialdad, cálculo, precisión. Si no: coraje y valentía. Acordate: los héroes no nacen…</div><div style="text-align: justify;">—Además —interrumpió Castel—, tené en cuenta esto: ni Raskólnikov ni yo nos arrepentimos de haber matado a nuestras víctimas. Una vez que lo hiciste, empezás a buscar justificaciones y te vas dando cuenta con el tiempo de que encontrás más de las que te imaginás.</div><div style="text-align: justify;">—¡Tu causa es justa! —gritó Raskólnikov con el puño en alto.</div><div style="text-align: justify;">Javier sintió un sacudón en todo su cuerpo. ¡Tu causa es justa!, le gritaba ahora una voz de ultratumba. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa! Y sentía los sacudones constantes acompañados de gritos lejanos e ininteligibles. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa!</div><div style="text-align: justify;">Un frío intenso recorrió de pronto todo su cuerpo y un sacudón final terminó por hacerlo reaccionar.</div><div style="text-align: justify;">—¡Javier! ¡Levantate! —le gritaba Angélica mientras lo sacudía y le sacaba la cobija de encima—. Son las once. ¿Hasta cuándo pensás dormir?</div><div style="text-align: justify;">Javier la miró como pudo, sin poder abrir los ojos completamente. Tuvo que sacar la fuerza que no tenía de su alma para incorporarse. Maldijo por dentro y se sentó en la cama. Angélica le dio un mate.</div><div style="text-align: justify;">—Tu vieja me dijo que desde las ocho te está llamando. ¿Te acostaste tarde?</div><div style="text-align: justify;">Javier no contestó. Sorbió el mate hasta el ronquido final y comenzó a vestirse mientras trataba de ordenar su mente.</div></span></div><div style="text-align: justify;"><br /></div> Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-44350456195846910002022-09-06T19:26:00.001-03:002022-12-05T19:26:55.419-03:00REUNIÓN IMPROVISADA<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-lJRNf-4eMK8/W9ZQ6C17_zI/AAAAAAAAP0U/-BqHjNqYsJ8I_n4IlN3mr6N-eRcDFJmGQCLcBGAs/s1600/images.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="236" data-original-width="213" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-lJRNf-4eMK8/W9ZQ6C17_zI/AAAAAAAAP0U/-BqHjNqYsJ8I_n4IlN3mr6N-eRcDFJmGQCLcBGAs/s640/images.jpg" width="577" /></a></div>
<div style="text-align: justify;"><br /></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">El calor brindado por el pequeño calefactor en la sala de guardia apenas lograba calmar el intenso frío que en esos días de julio reinaba en la ciudad. Una leve pero persistente llovizna mojaba la calle totalmente desolada, alumbrada apenas por la luz artificial de una columna de neón, que se dejaba ver a través de la gran puerta de vidrio de la entrada del Centro Cultural. El brillo de los adoquines rememoraba viejas películas de época en las que los carruajes tirados por negros corceles hacían presentir un misterio que debería ser investigado por algún Philip Marlowe vestido con su sombrero detectivesco y su piloto gris, en el que un asesinato o al menos una desaparición forzosa sería el hilo conductor de la historia. Ese escenario indicaba que esa noche no iba a ser una más en la ciudad. A pesar de que en su trabajo estaba a buen resguardo del frío invernal, Antonio llevaba colocada su boina protectora de una más que incipiente calvicie, el sobretodo de pana negra largo hasta las rodillas y un par de guantes mágicos de color lila, que le había pedido prestado a su pequeña hija esa tarde, previendo una noche larga e insoportablemente gélida. Flaco, alto, desgarbado y con la barba de tres días, si se paraba en la mitad de la calle adoquinada en esos momentos, bien podría convertirse en uno de los sospechosos de Marlowe. El mate bien caliente lo ayudaba no solo a calmar el frío sino también a mantener la mente y los sentidos despiertos.</div><div style="text-align: justify;">Su turno había comenzado a las veintitrés, varias horas después de que las puertas del Centro Cultural fueran cerradas al público. Gloria, a quien relevó en la guardia, le comentó que, sorpresivamente, el día había sido bastante movido no solo porque había concurrido a la exposición la gente de siempre, sino porque al menos tres o cuatro delegaciones de ruidosos y molestos estudiantes habían llegado con sus docentes a cargo a romper con la tranquilidad del enorme edificio. Antonio pensó ante el comentario de su compañera que prefería mil veces el bullicio de los alumnos eternamente desinteresados por propuestas culturales de todo tipo al silencio sepulcral de las largas noches en soledad.</div><div style="text-align: justify;">A las dos de la mañana, sentado en una vieja silla de madera y a punto de quedarse dormido con el diario del día anterior entre las manos, Antonio se quitó los anteojos, tomó un mate tibio y pensó que ya era hora de calentar nuevamente el agua. Se frotó las manos enguantadas, se paró con algo de dificultad —escuchó el crujir de huesos en su pierna derecha—, estiró los brazos hacia atrás, elongó luego las pantorrillas apoyando sus manos en una pequeña mesa de madera y salió de la sala de guardia hacia la galería principal del Centro Cultural. El ambiente estaba mucho más frío que en su refugio y pensó dos veces antes de salir de ese elemental confort. Pero necesitaba estirar las piernas, liberarse un poco de la modorra en la que se sentía inmerso y de paso controlaría que todo estuviese en orden, aunque sabía de antemano y por propia experiencia —ya hacía varios años que trabajaba como sereno en el Centro Cultural— que nunca había pasado nada raro o anormal, ni pasaría jamás. La iluminación era la mínima e indispensable por las noches, por lo que se dirigió al tablero eléctrico y con solo levantar una tecla la galería brilló en toda su extensión.</div><div style="text-align: justify;">Sabía que la exposición en esos días se denominaba “Conexión Saer”, título al que no lograba encontrarle sentido alguno y que le significaba lo mismo que la palabra “hebdomadario” que había escuchado días atrás en un programa del canal Encuentro. Recogió de una pequeña mesa al principio de la muestra un tarjetón que en su frente tenía la foto de perfil de un hombre con el río y la isla como fondo. La imagen le provocó recuerdos entrañables no tan lejanos y le dieron ganas de ir a pescar. Inmediatamente pensó en hablarles a los muchachos para ir a la costa el próximo fin de semana largo. Nada más lindo encontraba en sus días de descanso que escaparse a la isla a disfrutar en la naturaleza junto con sus amigos de una buena pesca, comer unos buenos dorados a la parrilla y tomar vino en abundancia lejos del mundanal ruido. Le llamó la atención la cara del hombre de la foto. “Qué fulero…”, pensó. El perfil comenzaba con una prominente nariz aguileña de punta caída, ojos entrecerrados, como protegiéndose del viento de la costa e intentando fijar la vista en un punto que no parecía ser fijo, sino una nada, un horizonte inalcanzable. La frente ancha terminaba casi a mitad de la cabeza, donde unos cabellos enrulados y entrecanos rodeaban la oreja izquierda. Tenía la cara bien afeitada, vestía una camisa a cuadros y saco de vestir. “Parece turco…”, pensó. Dio vuelta el tarjetón y en el reverso leyó: “Lo que es mejor a orillas del Paraná que en París”. Se extasió en la lectura del texto breve aunque tardó unos cuantos minutos más de lo esperado en terminarlo, meneó la cabeza, sonrió, murmuró “tal cual”, y meditó de inmediato, no sin un poco de vergüenza, que no sabía dónde carajo quedaba París. Devolvió el tarjetón a la mesa y comenzó una lenta caminata por la galería donde se extendía la exposición. Leyó sobre una pared blanca, a su izquierda, en letras de imprenta grandes y en minúsculas: “Dicho esto, sí, nací en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Mis padres eran inmigrantes sirios…” y haciendo el ademán típico que hace el que sabe que tiene razón, golpeando con el puño derecho la palma de su mano izquierda, soltó un grito casi sordo que le salió del alma: “¡Qué te dije! Es turco…”. Interrumpió la lectura y pensó que, efectivamente, Saer debería ser el apellido del homenajeado de la muestra. Se levantó las solapas del sobretodo y metió ambas manos en los bolsillos. Era impresionante el frío que hacía en esa extensa galería. El techo con sus enormes cabreadas curvas de hierro debería estar a no menos de siete u ocho metros del piso de cemento alisado gris, sostenido por catorce gruesas columnas de hierro pintadas de blanco. La extensa muestra de textos, fotografías y pinturas se extendía a lo largo de una interminable pared impecablemente pintada de blanco también. A su derecha, grandes paredes de vidrio cubiertas desde adentro por paneles de papel madera y, más adelante, esos inmensos vidrios constituían las paredes de una prolija biblioteca. Antonio había sido advertido sobre una particularidad de la muestra, pero no recordaba cuál era. Metros más adelante, sin proponérselo, recobró la memoria de inmediato con un salto temeroso que lo hizo ponerse en guardia. Una gruesa voz comenzó hablarle desde las alturas: “Vimos con Holmes la lluvia desde el carruaje en la hermosa avenida Brixton…”. De inmediato miró hacia arriba y vio una campana de vidrio transparente, con una especie de micrófono a modo de badajo, desde donde se emitía la voz de un hombre hablando vaya a saber uno de qué. Recordó entonces la advertencia recibida: si una persona pasa por debajo de la campana acústica, se activará el audio de un poema en la propia voz de Saer. Solo de esa manera funcionaba. “Intente no pasar por debajo si no quiere escucharlo”, le recomendaron. Continuó su lenta caminata hasta el final de la galería con la voz de fondo de Saer recitando un poema para él inentendible que retumbaba en todo el Centro Cultural, actividad que hacía más para desvelarse que para verificar que todo estuviera en orden. Apagó las luces y la galería nuevamente quedó en penumbra.</div><div style="text-align: justify;">Cinco minutos después, y cuando el recitado de Saer —que se le hizo insoportablemente extenso— ya no se escuchaba en la inmensa galería, se encontraba nuevamente en la sala de guardia, calentando el agua para el mate y disponiéndose a seguir leyendo —o releyendo— el diario del día anterior. El frío apenas había amainado al cambiar de ambiente pero en cuestión de minutos y con unos cuantos mates en el estómago, el calor volvería a su cuerpo.</div><div style="text-align: justify;">A las tres y cuarto de la mañana, mientras leía/dormitaba/soñaba sentado en la vieja silla de madera, Antonio sintió un escalofrío de esos que dicen que se dan cuando un espíritu te pasa al lado. Le pareció escuchar un ruido —¿o varios?— como de sillas que se corrían, de un líquido que era volcado en algún recipiente, algún que otro choque de vasos de vidrio acompañados de murmullos y suaves risas. Acomodó su trasero en el asiento de la silla, enderezó la espalda y se inmovilizó completamente por el término de varios segundos. Abrió bien los ojos y sobre todo prestó máxima atención al silencio, ahora absoluto, apuntando con su mejor oído hacia la gran galería, desde donde le había parecido que provenían los ruidos. Pasaron dos o tres minutos de tensión y quietud, en los que Antonio solo escuchaba el suave soplido de las llamas del calefactor a gas que tenía a su lado. Ni siquiera quería apoyar el diario sobre la mesa para no ser él quien rompiera el silencio. Sabía que se había quedado en estado de somnolencia y que quizás los ruidos se habrían debido a alguna alucinación típica del adormecimiento o, por qué no, a algún ruido proveniente del exterior. Intentó tranquilizarse. No obstante, desvió la mirada hacia el pequeño anafe donde estaba apoyada la pava y corroboró que detrás del mismo, apoyado contra la pared, había un palo de escoba viejo, que nunca había sabido ni preguntado por qué o para qué estaba en ese lugar. Suspiró y se distendió nuevamente acomodándose mejor en la silla. Abrió el diario nuevamente pero ya no sintió ganas de leerlo. Se cebó un mate y chupó fuertemente hasta acabarlo y hacer sonar el ronquido final. Escuchó a lo lejos, en el exterior, el paso de una motocicleta con el caño de escape libre e intentó convencerse de que quizás haya sido el paso de esa misma moto minutos atrás lo que lo había despabilado.</div><div style="text-align: justify;">Antonio miró su reloj: eran las tres y veinticinco. Comenzó lentamente a cebarse un nuevo mate, procurando no mojar la totalidad de la yerba, solo la que estaba rodeando a la bombilla, pero no pudo porque el pulso le temblaba. Apoyó la pava sobre la mesa de madera, sacudió en el aire violentamente su mano derecha como para calmarla y liberarla de todo nerviosismo infundado, e intentó nuevamente la acción de la cebada. En ese mismo instante algo volvió a sobresaltarlo: “Ráfagas mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios, férrea realidad nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos…”. Tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de que el audio con la voz de Saer solo se activaba si alguien pasaba por debajo de la campana acústica. El escalofrío fue intenso y sin pensarlo demasiado agarró con decisión el viejo palo de escoba que estaba detrás del anafe. Agradeció sin saber a quién el hecho de haberlo dejado en ese lugar. Antonio no era una persona miedosa, pero en ciertas circunstancias, al enfrentarnos a situaciones insólitas, misteriosas o simplemente ilógicas, actuamos y sentimos como nunca nos hubiésemos imaginado hacerlo. Por lo que previo evaluar unos segundos la conveniencia o no de verificar qué estaba pasando en la galería, salió cautelosamente de la sala de guardia con el palo de escoba bien agarrado por su mano derecha desde uno de sus extremos. Intentó mirar a lo largo de la galería, pero la penumbra no le permitió distinguir objetos y menos si alguno de ellos se estaba moviendo. Pensó que definitivamente debía vencer su orgullo y comenzar a usar los anteojos para ver de lejos y no solo los que necesitaba para leer. Se dirigió hacia el tablero eléctrico mientras la voz del poeta seguía recitando: “Ladrillos rojos chorreando agua, hombres borrosos en la lluvia: la luz de gas manchaba la oscuridad matinal...”. La luz iluminó de un pantallazo la galería entera y las catorce columnas de hierro blancas parecieron moverse. Antonio se restregó los ojos e intentó calibrar la vista poniendo en la mira un punto fijo: la campana acústica. Para que se activara, alguien debió haber pasado por abajo, sin dudas. Las puertas vidriadas que daban a otras salas del Centro Cultural estaban cerradas. Probó una por una. Incluso la de la biblioteca. Nadie había adelante suyo por lo que de inmediato elevó la vista a las cabreadas del techo. ¿Un hombre araña? ¿Un gato? ¿Una rata? Tampoco vio nada. Caminó lenta y sigilosamente hasta el final de la galería. El movimiento tembloroso del palo de escoba demostraba, como una paradoja, el nerviosismo del sereno. No había un solo lugar donde una persona podría llegar a ocultarse sin que se lo advirtiese. Ante la imposibilidad de que alguien o algo haya provocado a Saer sus ganas de recitar el poema, sintió la necesidad de pensar en un inesperado desperfecto de la campana acústica. “Honda es nuestra pobre vida en comparación, y benditos nuestro violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra deliberada morfina”. De repente Saer calló. El poema habría terminado, seguramente, por lo que al regresar hacia la sala de guardia pasó lo bastante lejos de la campana para que no se volviera a activar. Pero luego de caminar unos cuantos metros y de haber dejado prudencialmente atrás la campana, el audio se volvió a activar. “¿Nos quedamos a dormir? No. Voy al diario mañana…”. Volvió sobre sí mismo, fijó su vista en la campana y prestó atención ahora a una polifonía de voces. Ya no era Saer recitando su poema. Eran voces distintas. Inclusive escuchó a una mujer que cantaba. “Detrás de mí, detrás de ti no hay más que olvido… Oh, tú que lloras, ¿dónde lloras?”. Evidentemente no era el mismo audio en el que Saer recitaba su poema. Agarró el palo muy fuerte, ahora con sus dos manos, y con paso sigiloso caminó alrededor de la campana, como buscando una explicación a lo que estaba pasando. Diferentes voces se fueron sumando a esa charla confusa e invisible, a esa especie de reunión que Antonio no llegaba a comprender. Le llamó la atención de pronto el olor a asado que había en la galería, un exquisito aroma a achuras cocinándose sobre brazas chisporroteantes. Trató de no desesperarse y decidió volver a la sala de guardia, con los nervios de punta y la esperanza inevitable de que el desperfecto de la campana acústica se solucionaría solo. De todas maneras, al día siguiente no dejaría de comentar lo sucedido a las autoridades del Centro Cultural para que revisaran las cámaras de seguridad del interior de la galería y poder así dilucidar qué fue lo que pasó. Miró nuevamente su reloj: cuatro menos cuarto. Bajó la tecla del tablero, pero la penumbra no impidió que debajo de la campana, como si fuera la parra de la casa de Colastiné, Barco, Renzi, Tomatis, Miri, Pichón Garay, Pocha, Gutiérrez y otros tantos personajes disfrutaran alrededor de una gran mesa junto a Saer un asado reparador con mucho vino y ensaladas. Antonio, resignado y cabizbajo, no pudo —o no supo— ver la reunión organizada a último momento por los viejos amigos luego de una jornada agobiante de bulliciosas visitas escolares al Centro Cultural.</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-8267323827323062222022-05-06T00:40:00.009-03:002023-07-15T12:20:35.783-03:00PARTICULARES 30<a href="http://4.bp.blogspot.com/-_7AQiICu6_Y/TiRxDXoACNI/AAAAAAAAASk/6aeCrVhs-lk/s1600/P%2B30.jpg" onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}"><img alt="" border="0" height="640" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5630749736815298770" src="https://4.bp.blogspot.com/-_7AQiICu6_Y/TiRxDXoACNI/AAAAAAAAASk/6aeCrVhs-lk/s320/P%2B30.jpg" style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center;" width="441" /></a><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">¿Querés uno? No, me tenés podrido con esos yuyos… Simón encendió un Particulares 30 y no le dio importancia al comentario de Valerio. Pitó suavemente y disfrutó el momento.</span></div><span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div> <div style="text-align: justify;">El sábado siguiente sonó el celular de Simón. ¿De dónde la sacaste? Qué importa, venite. No jodás. Dale, nos vamos a mi quinta. Simón sintió un escalofrío. No lo entusiasmó demasiado la idea, pero fue hacia la casa de Valerio. ¿Y en qué vamos hasta la quinta? Valerio exhibió las llaves del Peugeot 404 y sonrió. Simón meneó la cabeza y dijo vamos.</div><div style="text-align: justify;">Poco hablaron en el camino. ¿Dónde la conseguiste? Un conocido… ¡Terminá con el misterio, boludo! No jodás, qué importa. El 404 iba a una velocidad regular, era una joyita. Simón se comía la uña del índice derecho mientras Valerio ponía más fuerte la música: Premiata Forneria Marconi. Ambos sonrieron con ganas mientras se encandilaban con las luces de los autos que iban por la ruta 1 en sentido contrario.</div><div style="text-align: justify;">A los pocos minutos llegaron a la quinta. Valerio estacionó el 404 detrás de la casa, para que no se viera desde la ruta, mientras Simón cerraba el portón con el candado. A oscuras ingresaron a la casa. Prendé la luz, boludo. No, más vale que no se note que estamos acá. Simón se encogió de hombros. Actuaban como si estuviesen escapando de la policía, como si hubiesen cometido un delito que les exigiese la clandestinidad. No veo un choto. Abrí los ojos, boludo… Simón encendió el Carusita y las paredes reflejaron un amarillo opaco espantoso. En las paredes no había un solo cuadro. ¿Hay cerveza? Fijate. Simón abrió la heladera. Una botella de agua, una manteca rancia, asado frío de varios días atrás. Protestó. Valerio se sentó en el sillón grande y Simón en el chico, en frente. El Carusita seguía brindando luz, escasa pero suficiente. Valerio había corrido las cortinas por las dudas. Nadie debía enterarse de que estaban allí. ¿Vos ya probaste?, preguntó Simón. Sí, mintió Valerio. ¿Y vos? Simón negó con la cabeza. Los nervios habían comenzado a hacerle efecto. Valerio se inclinó y sacó de su bolsillo trasero del pantalón de jean una caja de fósforos de madera chiquita, toda aplastada. La recompuso con sus manos y la abrió. La puso sobre la mesa ratona y buscó papel para armar cigarrillos en otro bolsillo. Simón tomó la caja y olió su contenido. Hizo cara de asco. ¿Estás seguro que es esto? Obvio… Valerio se mostraba con más decisión y confianza y se dispuso a preparar el primer cigarro. Pero sus manos temblaban y le salió horrible. Lo desarmó y lo intentó nuevamente. Tomá, dijo y Simón extendió su mano. Preparó otro y suspiró al terminar. En pocos segundos estarían viviendo una experiencia desconocida que —imaginaban— daría un giro impensado a sus vidas.</div><div style="text-align: justify;">Valerio tomó el Carusita y encendió su cigarrillo. No tragues el humo, recomendó. Pitó, retuvo el humo en su boca y lo largó suavemente hacia arriba. Simón tomó su cigarrillo con el índice y el pulgar izquierdo y con su mano derecha tomó el Carusita. Sin estar convencido por completo, lo encendió. Pitó profundo, retuvo y largó el humo torpemente. Tosió. ¡Es un asco! Dale, boludo. Fumá tranquilo... despacio... cerrá los ojos... mirá al techo... a la nada… Entre cuatro paredes, a oscuras, solo se distinguían cuando el otro pitaba y la brasa iluminaba débilmente el rostro. El silencio que los rodeaba era inmenso. Estaban escondidos como prófugos. Lo que estaban haciendo era reprochable socialmente y quién sabe si no terminarían tras las rejas si los descubrían.</div><div style="text-align: justify;">Apenas un minuto duró la experiencia. ¡Son recortos! Pará, tengo más. Valerio preparó dos cigarrillos más, pero ahora, más tranquilo, se esmeró y los hizo más compactos. El Carusita dio inicio a una nueva experiencia. Una pitada, un suspiro, un techo apenas perceptible. A los pocos minutos la segunda experiencia se acabó. ¿Y? ¿Y qué? Pensé que… ¡Esperá un rato!</div><div style="text-align: justify;">Simón se acomodó en el sillón e intentó mirar a través de la oscuridad a su amigo. Apenas lo percibió. Valerio respiraba hondo, como forzado. ¿Qué pasa? Nada. Silencio. Un minuto. Dos. Che… ¡Shhhhh! Simón no entendía nada. Valerio esperaba no sabía qué. Quince minutos. Debe ser trucha. Simón largó una carcajada. ¿Cuánto te cobraron? Me la regalaron. El primero te lo regalan, el segundo te lo venden…, canturreó Simón por lo bajo. Valerio sonrió, se levantó y encendió la luz. Cerraron los ojos instintivamente; les costó ver durante unos segundos a su alrededor. Un humo denso flotaba en la habitación. Valerio abrió una ventana. Quiero una cerveza, dijo Simón. Vamos, volvamos a la ciudad.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El 404 regresaba tranquilamente a la ciudad y sus ocupantes seguían escuchando PFM. ¡Qué boludos!, gritó y largó una carcajada Simón. A Valerio se le contagió la risa. ¡Dame uno de tus yuyos, boludo! Son mucho más ricos. Atravesaron el puente lentamente. La laguna Setúbal contagiaba serenidad. Valerio y Simón ingresaron a la ciudad despidiendo por la boca humo de un Particulares 30.</div></span>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-85034360010112161482022-01-29T18:17:00.009-03:002024-02-07T11:45:11.464-03:00EL OSO<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEjxovhTwq5_uSDn2_DZxWkkfuP8yDvOd9OQAByXaYG907P9n5NT7RSmKy_kmmgSftFyPjb_jXeKnfGi5iWAXjNaiuMzjOLjORpRKrTUZKr8IvRW2WfKLWvP_D9DelMXqohvy80jtl97ywacOtiT0vQzQPIiYdHEhmMgFA7iUJG25WpsjNwJ_mGT6Wro=s204" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="204" data-original-width="141" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEjxovhTwq5_uSDn2_DZxWkkfuP8yDvOd9OQAByXaYG907P9n5NT7RSmKy_kmmgSftFyPjb_jXeKnfGi5iWAXjNaiuMzjOLjORpRKrTUZKr8IvRW2WfKLWvP_D9DelMXqohvy80jtl97ywacOtiT0vQzQPIiYdHEhmMgFA7iUJG25WpsjNwJ_mGT6Wro=w442-h640" width="442" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div>El cinco de noviembre de mil novecientos ochenta y dos Felis Nasal llegó en un tren extenso y oscuro a la Base de Infantería de Marina Baterías, ubicada en la Base Naval Puerto Belgrano, al lado de Punta Alta. No llegó solo sino junto con unos cientos de conscriptos como él, cabizbajos y asustados.</div><div style="text-align: justify;">El cuatro de octubre había comenzado la pesadilla en su ciudad natal y al otro día en el CIFIM (Centro de Instrucción y Formación de Conscriptos de Infantería de Marina), cerca de La Plata. Ese primer mes había sido caótico. Supo luego de estar allí por qué lo llamaban «el infierno verde». Entre gritos, maltratos sicológicos, corridas y ejercicios absurdos, su delgadez se había acentuado. La extrema actividad física y el mal comer habían marcado no solo su cuerpo sino también su cara y su ánimo. La cabeza rasurada había dejado al descubierto sus orejas, a las que el sol y el frío seco les habían dejado huellas: una ampolla al lado de la otra. Había transcurrido un mes y ya se había acostumbrado a levantarse a las cinco de la mañana a los gritos, a lavarse los dientes con tres gotas de agua en diez segundos, a mear pero no todo lo necesario porque no le daban tiempo, a marchar al compás de sus compañeros como manso rebaño de corderos, a obedecer, a callar y a bajar la cabeza. Les habían dicho que en su nuevo y definitivo destino las cosas serían diferentes. Y a simple vista le pareció que así sería. De un verdadero «infierno», donde todo era yuyo seco, tierra árida y sol calcinante, lo habían destinado a un lugar que se caracterizaba a simple vista por su gran arboleda, sus edificaciones pintadas prolijamente de blanco, con tejas inglesas y jardines con césped bien cortado: prolijidad y limpieza casi perfecta. Además, la brisa proveniente del mar hacía presentir que no se encontraría demasiado lejos de sus olas. Los gritos y las corridas no cesaban pero al menos sintió que el ambiente podría llegar a ser un poco más placentero.</div><div style="text-align: justify;">Con los grandes bolsos marineros al hombro los condujeron a la cuadra, inmenso galpón/habitación que sería en el futuro su dormitorio comunitario. Les asignaron su cama/taquilla en cuchetas triples y les dieron diez minutos para que acomodasen su ropa e hicieran la cama. Su mente se relajó un poco ya que era la primera vez desde que lo habían incorporado al servicio militar que le daban diez minutos seguidos para organizarse sin que le gritaran al oído que se apurase. Por algunos segundos pensó o intentó imaginar cómo serían los próximos trece meses que aún le quedaban por vivir en ese lugar.</div><div style="text-align: justify;">Antes de que los diez minutos se cumplieran escuchó un nuevo grito:</div><div style="text-align: justify;">—¡Atención!</div><div style="text-align: justify;">En milésimas de segundos todos los conscriptos dejaron de hacer sus cosas y salieron al pasillo como rayos para ponerse en posición de firmes y escuchar al dueño del grito. Era un cabo —ya había aprendido a leer las jinetas— que avanzaba por el pasillo con cara dura y desafiante. Miraba uno a uno a los conscriptos que, sabían, no debían mirar a la cara al superior. Pero siempre hay alguno que no recuerda las reglas y sin mala intención las infringe. La reacción no se hizo esperar:</div><div style="text-align: justify;">—¡Qué me mira, conscripto, ¿le gusto?!</div><div style="text-align: justify;">Se escucharon algunas risitas casi imperceptibles que duraron no más de dos o tres segundos y el cabo continuó el recorrido. No habrá tenido más de veinticinco o veintiséis años, delgado, cutis blanco y cabello bien negro y abundante, demasiado largo como para un militar. De pronto, lanzó un grito a manera de pregunta:</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Alguien sabe escribir a máquina?!</div><div style="text-align: justify;">Sintió un escalofrío y recordó todas las recomendaciones de los mayores y de los que ya habían tenido la experiencia de hacer la colimba. De todas las actividades que le podían tocar en suerte desempeñar durante el servicio militar, convenía siempre la de chofer, porque así se evitaban los ejercicios físicos y la preparación militar más pesada. En ese momento lamentó el no haber aprendido a manejar nunca. A la cocina le convenía ir solo si quería no pasar hambre, pero suponía que el trabajo de pelapapas además de ser muy monótono, seguramente sería igual de cansador. Le habían advertido además que si preguntaban quién sabía manejar la máquina, no dijera nada, porque era el viejo chiste por el que te mandaban a cortar el césped durante horas. Pero ahora le había parecido haber escuchado «escribir a máquina». La cuestión cambiaba y él sí que lo sabía hacer… y rápido. Había aprendido hacía varios años a pegarle a las teclas de la vieja Olivetti de su padre y lo hacía con bastante habilidad. Pensó que la pregunta se dirigía a buscar conscriptos para trabajar en una oficina. Sabía que para él sería bueno porque no trabajaría a la intemperie y además le gustaba la idea de estar detrás de una máquina de escribir y no manipulando un fusil, una escoba o un cuchillo para pelar papas. No sabía si levantar la mano, si adelantarse un paso o gritar «¡Yo sé»!. Pero se reprimió porque nadie lo hacía y temía que sea una broma del militar, quien con voz ronca y más volumen insistió:</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Es que nadie sabe escribir a máquina, carajo!?</div><div style="text-align: justify;">Uno de la punta se animó a balbucear un tímido «Yo». El cabo le clavó la vista y gritó:</div><div style="text-align: justify;">—¡Yo, ¿qué?!</div><div style="text-align: justify;">—¡Yo, cabo —contestó un poco más decidido el conscripto.</div><div style="text-align: justify;">—¡Carrera march afuera!</div><div style="text-align: justify;">Y el colimba salió corriendo como si hubiese visto la libertad al fondo del pasillo. Entonces Felis Nasal se decidió:</div><div style="text-align: justify;">—¡Yo también, cabo!</div><div style="text-align: justify;">El cabo estaba de espaldas, giró y preguntó:</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Quién abrió la boca?!</div><div style="text-align: justify;">Se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho, pero ya estaba jugado:</div><div style="text-align: justify;">—¡Yo, cabo!</div><div style="text-align: justify;">Lo miró serio y dijo:</div><div style="text-align: justify;">—¡Bien! Así me gusta... ¡Carrera march afuera! ¡¿Quién más?!</div><div style="text-align: justify;">A los cinco minutos eran cinco conscriptos esperando afuera de la cuadra la salida del cabo y con la incógnita de qué pasaría de ahí en más.</div><div style="text-align: justify;">—¡Firmes!</div><div style="text-align: justify;">Cinco estatuas.</div><div style="text-align: justify;">—¡Alinearse uno atrás del otro!</div><div style="text-align: justify;">Corridas cortas, nerviosas y veloces.</div><div style="text-align: justify;">—¡Por orden de estatura, estúpidos!</div><div style="text-align: justify;">Se miraron entre todos y formaron nuevamente.</div><div style="text-align: justify;">—¡Pero no! —se ofuscó el cabo—. ¡De menor a mayor!</div><div style="text-align: justify;">Nueva corrida, ahora al revés.</div><div style="text-align: justify;">—¡Firmes! ¡De frente, march!</div><div style="text-align: justify;">Fueron desfilando hacia el este, hacia la plaza de armas. Eran cinco conscriptos coordinados pero inseguros, cabizbajos y vergonzosos.</div><div style="text-align: justify;">—¡Vista al frente! ¡Saquen pecho, colimbas! ¡Un-dos-tres-cuatro, izquierda-derecha-izquierda!</div><div style="text-align: justify;">Llegaron a un gran edificio cuyos frentes estaban recién pintados de un blanco inmaculado, tenía veredas anchas y césped con rosales florecidos.</div><div style="text-align: justify;">—¡Al-to! ¡Descansen!</div><div style="text-align: justify;">Los hizo ingresar a una gran oficina. Varios escritorios con máquinas de escribir, varios ficheros y muebles metálicos. El cabo ubicó a cada uno en un escritorio, frente a una máquina de escribir que ya tenía colocada en su carro una hoja en blanco.</div><div style="text-align: justify;">—¡Cuando les diga ya, escriban algo durante cinco minutos!</div><div style="text-align: justify;">Los conscriptos se miraron desconcertados. El cabo advirtió el gesto. Siempre con voz elevada aclaró:</div><div style="text-align: justify;">—¡Cualquier cosa! ¡Inventen! Escriban sus datos, lo que piensan... ¡Algo!</div><div style="text-align: justify;">El desconcierto siguió pero más disimulado.</div><div style="text-align: justify;">—¿Preparados?... ¡Ya!</div><div style="text-align: justify;">Los primeros dos o tres segundos reinó el silencio.</div><div style="text-align: justify;">—¡Escriban, carajo!</div><div style="text-align: justify;">Y el sonido de las teclas comenzó a invadir la oficina. Tímidamente, pero comenzó. El cabo, con sus manos agarradas por detrás, se distrajo mirando hacia al exterior a través de un gran ventanal. Pero volvió enseguida la vista porque advirtió alguna anormalidad.</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Qué le pasa, conscripto?! —le espetó a un morochito tímido que no había tocado aún las teclas.</div><div style="text-align: justify;">—Es que yo no sé escribir, cabo...</div><div style="text-align: justify;">—¡¿Cómo?! ¡¿No sabe escribir a máquina?!</div><div style="text-align: justify;">—No, cabo... No sé leer ni escribir...</div><div style="text-align: justify;">El cabo cambió de color. Pegó un golpe de puño al escritorio que tenía más cerca y lo fulminó con la mirada. Trató de calmarse y suspiró profundamente.</div><div style="text-align: justify;">—¡Y me puede decir por qué carajo dijo que sabía escribir a máquina… y para colmo fue el primero!</div><div style="text-align: justify;">El colimba se sinceró:</div><div style="text-align: justify;">—Es que nadie decía nada y no quería que se enoje y nos haga bailar a todos...</div><div style="text-align: justify;">Lo hizo levantar y acercar.</div><div style="text-align: justify;">—¡Salto arriba, colimba!</div><div style="text-align: justify;">Y mientras los otros cuatro seguían tecleando nerviosamente, el morochito rebotaba contra el piso cual muñeco de goma.</div><div style="text-align: justify;">Cumplido el tiempo, el cabo ordenó dejar de teclear, ordenó que le pongan el nombre a cada hoja y las retiró de las máquinas. Ordenó al morochito que descansara, se sentó en uno de los escritorios y comenzó a leer una por una. Cada tanto levantaba la vista y miraba a los conscriptos como buscando al responsable de lo escrito. Se paró y con una de las hojas en su mano, preguntó con calma, con mucha calma que evidentemente simulaba ira:</div><div style="text-align: justify;">—¿Quién es Felis Nasal?</div><div style="text-align: justify;">El nombrado levantó su mano sin decir una sola palabra pero con la tranquilidad de haber escrito bastante bien y —creía—, sin errores.</div><div style="text-align: justify;">—Póngase de pie, por favor —solicitó el cabo que seguía hablando con una calma preocupante. Obedeció. Y el de las jinetas, sacando pecho y modulando un poco la voz, leyó en voz alta, para que todos escuchasen:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;"><i>Yo vivía en el bosque muy contento,</i></div><div style="text-align: center;"><i>caminaba, caminaba sin cesar.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Las mañanas y las tardes eran mías,</i></div><div style="text-align: center;"><i>a la noche me tiraba a descansar.</i></div><div style="text-align: center;"><i><br /></i></div><div style="text-align: center;"><i>Pero un día vino el hombre con sus jaulas,</i></div><div style="text-align: center;"><i>me encerró y me llevó a la ciudad.</i></div><div style="text-align: center;"><i>En el circo me enseñaron las piruetas</i></div><div style="text-align: center;"><i>y yo así perdí mi amada libertad.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La afectación y el desprecio por lo que leía, hizo que Felis Nasal presintiera un posible enojo. Y no se equivocó.</div><div style="text-align: justify;">—¡Salto arriba, colimba! —gritó el cabo casi con furia. Y mientras el copista de Moris chocaba las rodillas contra su pecho sin parar, el recitador —con su voz irónica y aflautada— continuó leyendo:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;"><i>«Conformate —me decía un tigre viejo—,</i></div><div style="text-align: center;"><i>nunca el techo y la comida han de faltar,</i></div><div style="text-align: center;"><i>solo exigen que hagamos las piruetas</i></div><div style="text-align: center;"><i>y a los niños podamos alegrar».</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div> <div style="text-align: justify;">Felis Nasal no dejaba de rebotar contra el piso, ojos cerrados, dientes apretados.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;"><i>Han pasado cuatro años de esta vida,</i></div><div style="text-align: center;"><i>con el circo recorrí el mundo así.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Pero nunca pude olvidarme de todo,</i></div><div style="text-align: center;"><i>de mis bosques, de mis tardes y de mí.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sus piernas comenzaron a flaquear. Las rodillas ya no llegaban al pecho y los saltos eran cada vez más débiles y espaciados. El cabo caminaba con el papel escrito frente a sus ojos, sosteniéndolo con los brazos los brazos extendidos como si tuviese entre sus manos un añejo papiro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div> <div style="text-align: center;"><i>En un pueblito alejado</i></div><div style="text-align: center;"><i>alguien no cerró el candado.</i></div><div style="text-align: center;"><i>era una noche sin luna</i></div><div style="text-align: center;"><i>Y yo dejé la ciudad…</i></div><div style="text-align: center;"><i><br /></i></div><div style="text-align: center;"><i>Ahora piso yo el suelo de mi bosque,</i></div><div style="text-align: center;"><i>otra vez el verde de la libertad.</i></div><div style="text-align: center;"><i>Estoy viejo pero las tardes son mías,</i></div><div style="text-align: center;"><i>vuelvo al bosque, estoy contento de verdad.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los compañeros sufrían con él y en silencio rogaban que el cabo no hiciera lo mismo con sus escritos.</div><div style="text-align: justify;">—¡Descanse!</div><div style="text-align: justify;">Felis Nasal dejó se saltar de repente, buscó estabilidad y le temblaron las piernas.</div><div style="text-align: justify;">—¡Firme!</div><div style="text-align: justify;">Quedó erguido pero le costó lograr una total inmovilidad.</div><div style="text-align: justify;">—¡El señorito es poeta! —ironizó el cabo evidenciando el total desconocimiento de la letra de la canción.</div><div style="text-align: justify;">El conscripto estaba serio y miraba al frente, a la nada. Sus compañeros apenas esbozaron una sonrisa. El cabo se le acercó y a pocos centímetros de su cara, le gritó:</div><div style="text-align: justify;">—¡Acá no necesitamos poetas sino hombres con los huevos bien puestos dispuestos a defender la Patria, carajo!</div><div style="text-align: justify;">Comenzó a resignarse a no pasar los próximos trece meses en una oficina sino barriendo calles, limpiando baños o pelando papas. Al menos había hecho el intento.</div><div style="text-align: justify;">—Y no tuvo un solo error, carajo… —masculló el cabo, como aceptando que el conscripto poeta no era tan malo para la máquina—. Bien… bien…</div><div style="text-align: justify;">Los demás no habían hecho un mal papel tampoco y seguramente habían escrito palabras menos enojosas para una mente militar en pleno 1982.</div><div style="text-align: justify;">El cabo abandonó la oficina sin decir una sola palabra y los cinco conscriptos quedaron en silencio. Se rieron cuando el morochito dijo jocosamente que ni su nombre sabía escribir, pero los otros enseguida comprendieron su triste realidad. Sin la presencia del cabo estaban más distendidos y aprovecharon para conocerse un poco. No obstante, el relax se terminó a los pocos minutos. El cabo volvió a aparecer en la oficina con la misma cara adusta de siempre. Los cinco conscriptos se pusieron firmes y quedaron en silencio.</div><div style="text-align: justify;">—¡Conscriptos: bienvenidos a la Sección Secretaría de la Base! —y, sorpresivamente, sonrió.</div><div style="text-align: justify;">Los cinco jóvenes se animaron también a una sonrisa, menos el morochito, porque no sabía cuál sería su destino.</div><div style="text-align: justify;">—Y usted, también —le dijo—. Desde hoy será el nuevo ordenanza de la Sección.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div></span> Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-527702534008452502021-11-02T19:42:00.000-03:002021-11-02T19:42:01.062-03:00Dolina...<p></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-zOFUWXqQTDU/YYG-mCJajGI/AAAAAAAARRA/Rtr-5Ch5QeM7i2BvjFuR5DhZo3xg8bFMACLcBGAsYHQ/s2048/Dolina.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1381" height="640" src="https://1.bp.blogspot.com/-zOFUWXqQTDU/YYG-mCJajGI/AAAAAAAARRA/Rtr-5Ch5QeM7i2BvjFuR5DhZo3xg8bFMACLcBGAsYHQ/w432-h640/Dolina.jpg" width="432" /></a></div><br /> <p></p>Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-2468696642321866892021-08-20T19:24:00.000-03:002022-12-05T19:40:45.278-03:00AMORES SON AMORES<br />
<div align="center" class="MsoNormal" style="line-height: 200%; text-align: center;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Cuando sus amigos vinieron a buscarlo, Sebastián yacía
en el suelo con los brazos estirados, como crucificado, las piernas un poco
encogidas y una mancha de sangre le servía de almohada. Lo vieron triste, como
si en los últimos momentos de su vida hubiese sufrido alguna desilusión. Tito y
Cabeza no supieron qué hacer. Ni lo tocaron. La pistola quedó en su lugar,
cerca del cuerpo de Sebastián. Sintieron miedo y, sin hablar, se apuraron por
salir de la habitación.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Viviana leía en su cama cuando escuchó el timbre. Oyó
cómo se abría la puerta y la conversación de su madre con Tito y Cabeza. No, no
está en estos momentos, mintió la madre y se fueron sin saber qué hacer.
Viviana debía saber algo. Ellos sabían que la muerte de Sebastián tenía que
tener una explicación, pero ¿por dónde empezar? A Viviana la encontrarían
después. Por ahora tendrían que volver con Sebastián para tratar de sacar algo
en limpio.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Llegaron con la esperanza de ver a Sebastián en la
misma silla de siempre y jugando a los dados. Le dirían que había sido una
broma de bastante mal gusto y que la próxima vez le patearían la cabeza para
comprobar si era cierto que estaba muerto. Abrieron la puerta con violencia,
dispuestos a gritarle de todo, pero el cuerpo de Sebastián no se había movido.
Seguía inmóvil, tirado en esa pieza que muchas veces les había servido como
refugio a los tres. Tenía mala cara, cada vez peor. ¿Por qué habría tomado esa
decisión?<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Hicieron memoria antes de ir a la policía. El día
anterior Sebastián había ido a la casa de Viviana pero no sabían para qué.
¿Dónde estaría ahora Viviana? Luego estuvieron los tres juntos en ese mismo
cuarto programando el fin de semana y jugando a los dados. Sebastián no tenía
buena cara, estaba de mal humor… o melancólico. Junto con Tito y Cabeza habían
comenzado a frecuentar a tres nuevas amigas pero Sebastián, curiosamente, no
demostraba entusiasmo. Sin decir una sola palabra, se levantó y se fue. Tito y
Cabeza siguieron la partida hasta tarde y Sebastián no regresó. ¿Por dónde seguir?<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Tenemos que avisar a la cana, pensaron al mismo tiempo.
¡Qué boludo este Sebastián! Todos los problemas que se vendrían ahora por todo
esto… ¿No habrá tenido un mejor lugar el boludo para pegarse un tiro? Tito
chistó malhumorado, Cabeza levantó sus hombros y se dirigieron a la comisaría del
barrio. ¿Y a la familia quién le avisa? Se miraron desconcertados. Que se
encargue la cana…<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Se levantó violentamente y se puso las zapatillas. <span style="mso-bidi-font-style: italic;">¿Adónde vas, Vivi?</span> Dio dos o tres
explicaciones estúpidas y salió al encuentro de Tito y Cabeza. Corrió como loca
hasta la habitación donde siempre los encontraba y entró sin golpear. Se quedó
inmóvil, fría. No sabía si gritar, llorar o salir corriendo. Pero gritó, gritó
muy fuerte y con mucho dolor. Se arrodilló ante el cuerpo y lloró con
desesperación. Se sintió la persona más desdichada del mundo.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">¿Y ustedes quiénes son? Tito y Cabeza no sabían cómo
hacer para convencer a ese milico imbécil de que lo que les estaban diciendo
era verdad. El policía no había tomado seriamente sus palabras y se
fastidiaron. Pidieron hablar con un superior pero el mismo policía les dijo que
se fueran antes de que los encerrara por molestos. Se dirigieron a la Jefatura
de Policía y ahí sí los atendieron con seriedad. Pidieron nombres, datos, direcciones
y los hicieron esperar unos cuantos minutos. Estaban deprimidos y esperaron en
silencio. Al rato llegaron tres policías y les pidieron que los guiaran hasta
el lugar.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">La madre de Viviana se reía por dentro mientras leía
la carta. Su hija la tenía muy bien escondida pero para una madre no existen
secretos para los escondites de sus hijos. Su curiosidad la había llevado a
buscar esa carta a la que Viviana había denominado una gansada de Sebastián.
Sabía la madre del amor que Sebastián sentía por su hija pero esta, con una
indiferencia exagerada, no respondía a ese sentimiento. Sonrió. Murmuró un ¡qué
loco! y pensó que a pesar de los doce años con los que contaba Sebastián era
una carta muy adulta. ¿Matarse?¸ pensó y volvió a sonreír. Meneó la cabeza, murmuró
¡ay, estos chicos…!, guardó la carta y siguió con las tareas de la casa.
Regresó a sus doce años, a esa felicidad inocente que tanto añoraba y que ahora
estaba viviendo y disfrutando su hija.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-right: 2.85pt; text-align: justify; text-indent: 14.2pt;">
<span style="font-family: "Bodoni MT","serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">Cuando abrieron la puerta, Tito se descompuso. Cabeza
lo sostuvo con sus brazos pero casi terminaron los dos en el piso. La policía
no lo podía creer. Los vecinos empezaron a amontonarse en la puerta. Tito y
Cabeza se largaron a llorar. Sus doce años no estaban preparados para
presenciar semejante cuadro. Sebastián había cambiado de color y su cara ya no
estaba triste. Viviana yacía sobre él con el revólver en la mano derecha y un
tiro en la sien.<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 200%; text-align: justify; text-indent: 27.0pt;">
<br /></div>
<div align="right" class="MsoNormal" style="line-height: 200%; text-align: right; text-indent: 27.0pt;">
<span style="font-family: "Verdana","sans-serif"; mso-ansi-language: ES-AR;">1991<o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 200%; text-align: justify; text-indent: 27.0pt;">
<br /></div>
<br />Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-10756699483592568522021-08-02T16:43:00.002-03:002021-08-02T18:28:49.376-03:00COMENTARIO INFUNDADO<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://4.bp.blogspot.com/-I2G7ZmfDRVI/VrQE95xLoPI/AAAAAAAABWo/qI6gue0RaKY/s1600/frank.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="515" src="https://4.bp.blogspot.com/-I2G7ZmfDRVI/VrQE95xLoPI/AAAAAAAABWo/qI6gue0RaKY/s640/frank.jpg" width="640" /></a></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;"><span style="color: red;"><b><br /></b></span></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;"><span style="color: red;"><b>Me cruzó con mirada penetrante, inquisidora, y quiso averiguar:</b></span></span></div>
<div style="text-align: justify;"><span style="color: red; font-size: large;"><b>—¿Es cierto lo que se comenta de vos…? </b></span></div>
<span style="color: red; font-size: large;"><b>
</b></span>
<div style="text-align: justify;">
<span style="color: red; font-size: large;"><b>—No, no es cierto —me apresuré a interrumpir sin vergüenza.</b></span></div>
<span style="color: red; font-size: large;"><b>
<div style="text-align: justify;">
—¡Ja! Ya me parecía… —razonó la joven.</div>
<div style="text-align: justify;">
Todavía hoy muero por saber lo que a esos ojos verdes le han dicho de mí.</div>
</b></span><br />
<div class="MsoNormal">
<o:p></o:p></div>
Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-56675551068174257572021-07-14T09:24:00.002-03:002022-12-05T19:22:04.524-03:00RELACIÓN AMOROSA<div align="justify">
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-FgVfIkOkmDY/XC4sFd-Lj7I/AAAAAAAAP38/e7jQBrzP03I3H_Z_-msHoiOXkoCF_w-WwCLcBGAs/s1600/olivetti.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="215" data-original-width="220" height="622" src="https://1.bp.blogspot.com/-FgVfIkOkmDY/XC4sFd-Lj7I/AAAAAAAAP38/e7jQBrzP03I3H_Z_-msHoiOXkoCF_w-WwCLcBGAs/s640/olivetti.jpg" width="640" /></a></div>
<span style="font-size: 130%;"><br /></span>
<span style="font-size: 130%;">Está implacablemente quieta frente a mí. La miro, inexpresivo, y la noto más fría que de costumbre. Me asusta verla tan seria, tan inconmovible. Casi nunca es así... ¿Seré yo el que no comprende la situación? ¿Seré yo el que no sabe cómo actuar ante este difícil momento? ¿Será el hecho de que siempre me costaron las palabras? Hemos estado juntos mucho tiempo, muchas noches de insomnio compartido, disfrutando de la música que nos gusta. Tanto tiempo estuvimos juntos que me es difícil aceptar esta relación extraña y no sé cómo sobrellevar el momento. ¿Por qué ese rechazo? ¿Por qué ese alejamiento? ¿Por qué no me deja acercar, acariciarla, tocarla suavemente, soñar juntos? Me cuesta mirarla sin bajar la vista instantáneamente. ¿Qué día es hoy? Viernes... ¿Será el cansancio lógico del último día laboral? No... Nunca estuvo así, ni siquiera los viernes. No es una cuestión de días ni fechas especiales. Mis manos se acostumbraron tanto a ella que hoy me parece mentira esta timidez que me nace desde adentro. Qué misterioso es el hombre, cuántas zonas oscuras guarda dentro de sí y es ignorante a la hora de descifrarlas para hacer frente a las situaciones límites. ¿Qué es lo que me ocurre hoy que no puedo enfrentarla ni siquiera con la vista?<br />No sé que le pasará a ella, pero tengo ganas de decirle que sin su compañía la vida se me haría muy dura. Es cierto que en tantos años de vida compartida vivimos momentos similares al actual, sin que yo le dirigiera una sola palabra... Pero es algo que ella debería comprender. Yo soy así, a esta altura de mi vida no podría cambiar. Primero, porque no quiero. Y segundo, porque no sabría vivir de otra forma. La necesito, es cierto, pero ella no es todo en mi vida. No comprende que para mí existen otras cosas lindas... ¿Para qué enumerarlas? Ellas las conoce mejor que yo.<br />Pero lo extraño de esta situación es que por primera vez siento tan fuerte su rechazo. Y tengo temor de que a ese rechazo lo esté provocando yo mismo. Su quietud y mi imposibilidad de mover un solo dedo para tratar de cambiar la situación me preocupan. ¿Nos estaremos distanciando sin darnos cuenta? Quizás sea algo pasajero. Tengo ganas, demasiadas, de tocarla, de contarle lo que siento, de dar rienda suelta a mis fantasías, a mis sueños, a mis deseos, a mis locuras, a mis ganas inmortales de volar, y se lo quiero decir ya, sin esperar a mañana, pero tengo miedo, o no tengo ganas, o... La situación me provoca escalofríos. ¿Vergüenza? No sé… Quizás ella esté queriendo decirme algo. Así de simple, con su silencio. Un silencio que invita constantemente a organizar mis pensamientos, a cuestionarme todo lo que pienso, siento y quiero. Silencio que me ayuda a seguir viviendo y en estos momentos creo que ella también me está pidiendo una tregua. Estos distanciamientos a veces son muy útiles para poder dedicarlos a pensarnos a nosotros mismos.<br />Siento las manos atadas, la mente en blanco, el corazón detenido. Como si mis fuerzas y mis ganas hubiesen sido destruidas por algo misterioso. ¿Cuándo será el día que tenga la suficiente valentía para hacer lo que realmente siento y quiero? ¿Cuándo adquiriré la suficiente libertad para hacer valer mis ideas, mis ocurrencias? Seguramente hay algo o alguien que me está presionando. ¿Será el mismo conocimiento de las cosas? Sé que nada queda por crear, pero ¡cuántas cosas quedan por decir! ¡Cuántas palabras dando vueltas por el mundo buscando encontrarse y combinarse para juntas decir algo novedoso entre todas las cosas que ya fueron dichas por tantos hombres y mujeres!...<br />Pero sigo aquí, frente a ella, sin saber qué hacer ni decir. Y si hay algo que me sobra es esperanza para seguir. Sé que todavía tengo mucho por dar, mucho por aprender, por ver. El conocimiento es infinito, por suerte. ¿Se imagina alguien lo aburrido que sería conocer todo? La vida perdería sentido. No habría metas. No existirían los ideales. Desaparecerían los deseos. Se perderían las utopías. ¿Para qué vivir entonces?<br />Creo que está empezando a cambiar la cara. A medida de que transcurren los segundos la voy notando más simpática y van creciendo en mí las ganas hermosas de volver a acariciarla, de contarle mis cosas, de que seamos nuevamente uno y para siempre. Ella y yo. Así de simple. El uno para el otro.<br />El afecto perdido comienza a renacer, me acerco, la acaricio y no me rechaza. Vuelvo a sentir el calor y el sentimiento que tanto extrañaba. Su dureza corporal se debilita ante mis primeras palabras. Se muere la frialdad. Mis primeras caricias parecen gustarle. Advierto que nuevamente sentimos esa alegría que hace momentos creíamos imposible recuperar. Ahora vuelvo a creer. Mi vieja Olivetti vuelve a brindarse como siempre ante mis pensamientos desordenados y arbitrarios.</span><br />
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<span><br /><div style="text-align: center;"><i style="text-align: left;">"La Olivetti con la que tecleé mis primeros escritos"</i></div></span><br />
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<a href="https://1.bp.blogspot.com/-5mF2amRkWqI/XC4s70UcVeI/AAAAAAAAP4E/dRRHR2wogxwDka3M15XdbKiiZeXoD5j9QCLcBGAs/s1600/1.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="463" data-original-width="618" height="478" src="https://1.bp.blogspot.com/-5mF2amRkWqI/XC4s70UcVeI/AAAAAAAAP4E/dRRHR2wogxwDka3M15XdbKiiZeXoD5j9QCLcBGAs/s640/1.jpg" width="640" /></a></div>
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<a href="https://2.bp.blogspot.com/-2vl_YyqYxLY/XC4s87mCONI/AAAAAAAAP4Y/350bueADDiEM1J3bjeCHrxU2DO4HF9BRgCLcBGAs/s1600/6.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="345" data-original-width="582" height="378" src="https://2.bp.blogspot.com/-2vl_YyqYxLY/XC4s87mCONI/AAAAAAAAP4Y/350bueADDiEM1J3bjeCHrxU2DO4HF9BRgCLcBGAs/s640/6.jpg" width="640" /></a></div>
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Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5666559676108060887.post-33219887874387725382021-06-22T23:11:00.003-03:002021-06-22T23:13:28.174-03:00VIEJAS AMISTADES<a href="http://4.bp.blogspot.com/-pDWDJsrxqro/Tg_Dl4AzkGI/AAAAAAAAARs/_k9xD-tfpfg/s1600/CARTA.jpg" onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}"><br /><img alt="" border="0" height="480" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5624929515067379810" src="https://4.bp.blogspot.com/-pDWDJsrxqro/Tg_Dl4AzkGI/AAAAAAAAARs/_k9xD-tfpfg/s640/CARTA.jpg" style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: justify;" width="640" /></a><br />
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<span style="font-size: large;"><div style="text-align: justify;">Muchos años hacía que había abandonado mi Santa Fe natal y muchos años hacía que no la veía. Fue sin dudas mi mejor amiga, de esas que no se olvidan jamás. Durante aquella entrañable adolescencia muchas cosas compartimos; demasiadas nos hicieron felices y muy pocas nos amargaron. ¡Si no teníamos más que pensar en pasarla bien!...</div><div style="text-align: justify;">Un día -¡qué hermoso fue ese día!- la volví a ver. Nos abrazamos muy fuerte ante la mirada de quienes no entendían semejante gesto. Solo ella y yo sabíamos cuánto sentíamos. Hablamos poco, la circunstancia no era la ideal y los dos quedamos incompletos, insatisfechos. Tanta vida había pasado...</div><div style="text-align: justify;">Luego, su voz en el teléfono. Era demasiado lindo. No podía ser verdad. Aquella amiga del alma se acordaba nuevamente de mí y me lo decía por teléfono, a kilómetros de distancia. Me dijo que me iba a escribir... Contento, orgulloso, sin miedos, le di mi dirección... Y los días pasaron...</div><div style="text-align: justify;">Cuando levanté el sobre del piso, un escalofrío corrió por todo mi cuerpo. Se revolucionó mi mente. En un segundo había rejuvenecido veinte años. Me crecieron los cabellos, desapareció la barba, se esfumaron las canas, ya no tenía las arrugas ni las ojeras del cansancio en mi rostro. Bajé como diez kilos. La corbata y el saco se transformaron en una remera negra y una campera de jean supergastada y rota. Los zapatos bien lustrados, en las viejas Topper botas negras. Miré la letra y era la misma. Nada parecía haber cambiado. El pasado volvía a mí como un milagro esperanzador que me confirmaba lo que siempre había sostenido: La magia de hoy vendrá mañana... Me tiré en el sillón con la carta en la mano izquierda mientras con la derecha alzaba a Pedro, que me pedía upa con sus bracitos estirados. Luisina y Josefina corrieron a mi encuentro y se me tiraron encima llenándome de besos, como todos los días, a la misma hora, al regreso del trabajo. Pude lograr que el sobre no se cayera ni se arruinara. En pocos segundos las mujeres me aturdieron –hablaban las dos al mismo tiempo, por supuesto- con sus vivencias escolares. El pobre Pedro trataba de llamar la atención con gritos y señas cada día más entendibles. ¡Cómo no sentirme bien si tanto el presente como el pasado se juntaban en un segundo para hacerme sonreír!</div><div style="text-align: justify;">Cuando por fin todo se tranquilizó –léase: uno se durmió, otra miraba dibujitos animados tirada en la cama matrimonial y la otra hacía en silencio los deberes de la escuela-, agarré nuevamente el sobre y me relajé. No quise abrirlo enseguida. Era demasiada la emoción y quería disfrutar ese momento. Volví a ver la letra todavía adolescente, y volví a sentirme el adolescente que alguna vez fui. El corazón me latía muy fuerte por la emoción. ¿Cuánto hacía que no me pasaba algo así? Suspiré profundo y desprolijamente rompí el sobre. De repente fruncí el ceño. ¿Y si lo que expresaba esa vieja letra no era lo que yo esperaba que dijese? ¿Qué derecho tenía yo de pensar que el contenido de la carta iba a ser el que yo quería que fuese? ¿Qué obligación tenía ella de escribirme lo que yo quería leer? Prolongué el suspenso...</div><div style="text-align: justify;">Puse un viejo casete, me recosté en el sillón, cerré los ojos, y mientras Pastoral cantaba "y pasar por el colegio y la secundaria / y cerrar mi mente a todo lo que sea farsa", recordé aquellos días de amistad verdadera. Se me hicieron presentes en apenas unos segundos aquellas siestas domingueras en la casa de Mónica, las salidas en “patota” -¡cuántos éramos!-, tantas reuniones, tantos mates, tantas cervezas, tantos bailes, tantas fiestas, tantos cumpleaños, muchísimas risas, algunos llantos... ¡Qué hermosos días de inocencia y de verdadera amistad! Miré a Luisina, que hacía sus deberes; imaginé a Josefina viendo a Las chicas superpoderosas, a Pedro viajando por sus inocentes sueños, y deseé profundamente que en su adolescencia puedan disfrutar aunque sea algo de lo que yo disfruté en la mía. Juro que me emocioné –por suerte conservo esa virtud, me sigo emocionando con las cosas simples- y leí la carta tan deseada...</div><div style="text-align: justify;">Sigo con el cabello corto, las canas no desaparecieron, tampoco bajé un gramo, y para que mis ojeras aflojen un poco tengo que dormir más... Pero no lo van a lograr. Lo cierto es que desde que la carta llegó a mis manos hay algo que me hace sonreír más frecuentemente. Por las arrugas no me voy a preocupar demasiado. “No se arrugó mi alma, y eso es lo bueno”.</div></span><div style="text-align: justify;"><i style="text-align: left;"><div style="text-align: right;"><i>Octubre de 2001</i></div></i></div>
Sergio Fassanellihttp://www.blogger.com/profile/07831478549458646778noreply@blogger.com6