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martes, 3 de junio de 2025

EN EL HOSPICIO


Me habla, me mira fijamente a los ojos y mueve los labios con lentitud. Yo entiendo. Pero no, no entiendo. Ella dice que yo me llamo así pero no sé realmente cómo me llamo. No sé desde cuándo estoy acá, con toda esta gente. No somos muchos, pero nos llevamos bien.
—Guillermo —me dice que me llamo—. Gui-ller-mo. ¿Entendés?
Le sonrío pero no entiendo quién es Guillermo. Meneo la cabeza y sacudo un poco mi cuerpo como festejando mientras ella silabea ese nombre. Tengo frío. Siempre tuve frío en este lugar aunque tengo puesta ropa de abrigo: pantalón largo y pulóver. Quizás andar descalzo no sea lo recomendable.
—¿Entendés, Guillermo? Yo soy Marina y te estoy cuidando.
Asiento con la cabeza y le sonrío. No entiendo pero quiero que vaya a hablar con otro. Que me deje tranquilo un rato. ¿Quién carajo será Guillermo? ¿Y por qué Marina me cuida?
Con mi indiferencia logro que se aleje un rato. Ahora se dirige hacia una mujer que vive con nosotros. Mirta se llama. Tiene cara de sufrida. Yo de vez en cuando hablo con todos y ellos me cuentan sus vidas. No sé si dicen la verdad o no. Me parece que a ninguno le funciona bien el mecanismo acá adentro y seguramente mienten. Pero no lo hacen por malditos, lo hacen para divertirse. Y me divierto. Para colmo yo casi ni hablo. Si ni sé cómo me llamo y no me acuerdo mucho de mi vida ni por qué estoy acá. Guillermo dice esta mujer que me llamo, pero no sé.
Con Mirta no hablo mucho, pero la primera vez que lo hice me contó su historia. Y la repite cada vez que estoy con ella. Pobre… No la debe haber pasado bien. Al menos ella me dijo que sufrió mucho cuando el Juan Carlos cayó en cana. Ella sabía que andaba en algo raro pero nunca le había preguntado. Lo confirmó cuando lo agarraron y lo metieron preso. No me acuerdo qué hizo, pero Mirta me dijo que estuvo tres años a la sombra. Lo recuerdo bien. Yo la miraba sin pestañear y no le decía nada. «¡Preso! ¡Estuvo preso!», me dijo casi gritando porque yo no hacía un solo gesto. Entonces le sonreí. Y me dijo que ella sola no podía vivir y que al año y medio de que al Juan Carlos lo encanaron, se metió con Francisco. Debe haber sido linda Mirta en su juventud. Yo la seguía mirando, esperando que continuara la historia. «¿Y sabés qué?», me dijo. «Volvió». Pero me dijo que ella ya estaba con Francisco y lo mandó a pasear al Juan Carlos. Se fue amargado y cree que siguió en la joda, porque seguía choreando. Francisco no conocía el pasado de Mirta y cuando lo supo, la dejó. Ella, como yo, tampoco sabe por qué está acá.
Estamos todos ahora en un salón grande, blanco, frío. Las ventanas dan a un jardín. Es de día y el sol afuera brilla sobre los naranjos. Creo que son naranjos. O mandarinos. ¿O serán toronjas esas pelotas anaranjadas que cuelgan de las ramas? Miro apoyando la nariz contra el vidrio que se empaña.
—Guillermo…
Alguien habla a mi espalda. Una voz dulce de mujer. Me doy vuelta sin estar seguro de que me habla a mí y se presenta: «Soy Ana». Le sonrío y vuelvo mi cuerpo hacia el salón. Ella, un poco acelerada, me dice que quiere bailar. Yo no sé bailar. Nunca bailé. Ana empieza a dar vueltas sobre sí misma, sonriendo y alzando los brazos. Yo siempre la veo sola, pero feliz. «Soy un hada», me dice y me toma de las manos. Quiere que baile con ella. Me quedo duro. «Juguemos entonces». Me lleva hacia el centro del salón y se sienta sobre una alfombra donde hay unos cubos plásticos. Coloca uno arriba del otro y se encierra en sí misma. «Hoy tampoco quiero dormir…», escucho que murmura mientras me alejo lentamente hacia una de las puertas que da al patio.
La puerta está abierta a pesar del frío. Quien quiera pasear por el jardín, puede hacerlo. Aprovecho que Ana se olvidó que querer bailar conmigo y salgo. Arranco del árbol una naranja… o mandarina… o toronja, ¿qué se yo qué es? Decido comerla y empiezo a sacarle la cáscara con la mano. No es tan fácil. Se me acerca un gordo petiso un poco mayor que yo. Lo intuyo porque está muy desmejorado. Yo hace mucho que no me veo en el espejo pero creo que tengo mejor aspecto que él. Me apunta con su dedo índice y levanta el pulgar, simulando tener un revólver.
—¡Pum! Estás muerto —me dice mientras lo festeja. En la otra mano lleva un cigarrillo encendido que no fuma.
No sé cómo reaccionar y me paralizo. Muerto no estoy. Pero él cree que me mató. ¿Me tendré que tirar al piso y fingir para que no se enfade?
—Si no mueres, te arrancaré de a una las uñas de las manos.
Instintivamente convertí mis manos en puños y me dio un escalofrío horrible al pensar en el dolor. No suelo ver a este hombrecito muy seguido, quizás no vaya a ese lugar todos los días. No sé cómo se llama. Tiene mala cara. Pero no porque él esté mal sino porque seguramente hace o hizo alguna vez el mal.
—O te pondré una bolsa de nailon en la cabeza…
Retrocedo mientras se me viene encima.
—O puedo quemarte con mi cigarrillo… ¿Qué preferís? —me increpa casi gritando.
Sigo retrocediendo ahora más asustado, trastabillo y me caigo de culo. El hombrecito se me aproxima lentamente con el cigarrillo encendido dispuesto a clavármelo en alguna parte del cuerpo. Mi cara y mis manos son las únicas partes libres que tengo. Con una de mis manos sostengo la naranja a medio pelar. Me tapo la cara con la otra con desesperación porque lo tengo casi encima.
—¡Juan! ¿Pero qué hace, Juan? ¿Está loco? —dice Francisca mientras lo toma por la espalda y lo aleja de mí hacia otro lado del jardín.
—¡Quiero morir! ¡Quiero morirme! —grita Juan mientras es arrastrado por Francisca. Me reincorporo rápidamente y decido ir adentro a bailar con Ana. Es preferible. Pero Francisca me llama con un grito. Acaba de dejar sentado a Juan en uno de los sillones de plástico que hay en el jardín y se me acerca a paso ligero.
—Discúlpelo, Guillermo. Pero Juan tuvo una vida un tanto complicada.
Me dijo Guillermo, como Marina, que me quiere hacer comprender que me llamo así.
—Aparentemente hizo mucho mal durante su vida y ahora no ve otra salida que matarse. Nadie lo quiere acá. Y afuera tampoco. Hay que temerle, es medio loco.
Le sonrío y sigo pelando la naranja. Francisca está parada a mi lado y me observa. Yo de reojo la miro a ella y me parece una linda mujer. No es joven. Nadie es joven acá adentro, pero se ve que alguna vez fue linda. Termino de pelar la naranja, la parto y le ofrezco la mitad a Francisca como un modo de agradecerle que me haya sacado de encima a Juan. La acepta y ambos nos llevamos las mitades a la boca. Al mismo tiempo escupimos y nos quejamos por el asco que nos dio. «¡Son toronjas!», dijo ella y nos largamos a reír con ganas.
Me tomó de la mano y caminamos por el jardín. En silencio. Yo no hablaba casi nunca y ella parecía respetar mi silencio. Me hizo un ademán con una sonrisa cómplice para que mirase al costado. Un hombrecito diminuto, vestido con pantalones muy anchos, camisa estrafalaria y galera intentaba sacar algún sonido de un viejo saxo en mal estado.
—Se llama Gaby. Cree que vive en un circo —me dijo Francisca.
—Pierrot… —murmuré sin ánimos de que me escuchara.
—Sí, un payaso… Y a veces cree que es invisible.
Seguimos caminando de la mano rumbo a ningún lado. Francisca era una dulce compañía y no sé si me hablaba a mí o pensaba en voz alta circunstancias de su vida pasada. Decía que los hombres eran todos iguales pero que los peores eran los viejos. «¡Viejos verdes!», se quejaba. Yo no entendía pero no decía nada. Meneaba la cabeza y seguía su rezo en voz muy baja. «A mi hijita le gustaba correr por el monte y juntar flores en su canastita». Tenía la vista perdida en el infinito. Clavada en el cielo. O en su alma. De repente alzó la voz: «¡Deje quietas sus manos de una vez, señor!» e hizo un ademán como para sacarse de encima a alguien. Después dijo entredientes algo que no entendí muy bien pero fue algo así como que el dinero hacía falta para ser feliz con su hijita, por eso trabajaba. Pero no los lunes. Los lunes se divertía. Yo solo la miraba porque no sabía si me hablaba a mí o si estaba rezando. Y recordaba que me había dicho Guillermo. Yo no soy Guillermo… ¿O sí?
Luego de dos o tres minutos de caminar en círculo alrededor de una fuente que no funcionaba, pasaron corriendo dos hombres desaforadamente. Uno pedía auxilio y miraba desesperado a su perseguidor que le gritaba «¡Amigo! ¡Amigo! ¡No te vayas!». Lloraba desconsoladamente y llevaba una flor en su mano. Francisca soltó mi mano y se fue sin decir nada hacia el salón. Me quedé mirando a los dos hombres que no dejaban de correr ni de gritar. Estaba absorto.
—Estos dos están locos —me dijo una mujer menuda, rubia, de ojos saltones y labios muy pintados mientras se me acercaba.
Mi única respuesta, como siempre, fue una sonrisa. La mujercita se paró a mi lado y continuó su monólogo:
—El de adelante, Sebastián, se cree Jesús. No sé. Siempre anda mostrando sus manos y dice que las heridas sangrantes que tiene se las provocaron cuando lo crucificaron en la cruz. Nunca nadie le vio las heridas…
La mujercita no me miraba. Hablaba como si se estuviese dirigiendo a un auditorio inexistente, con voz afectada.
—Y el que lo corre es Pototo. Dice que tiene miedo de quedarse solo y por eso lo sigue constantemente. Sebastián huye y pide ayuda. Pototo lo sigue y le dice que sean amigos, que no lo deje solo. Todos los días es así. Siempre igual…
Me animé a interrumpir su relato.
—¿Le quiere regalar una flor?
La mujer meneó la cabeza y me dijo que para Pototo la flor era vida y que se la quería dar a Sebastián como un símbolo de paz y amistad. Dijo que Pototo estaba loco porque aseguraba que si los amigos se separaban, la soledad era inevitable. Y sin amigos prefería morir.
—¿Y por qué se escapa Sebastián entonces? —insinué.
—Porque no quieren que lo sacrifiquen otra vez. Se ve que alguien lo traicionó alguna vez y se lavó las manos. Se quiere salvar de una nueva traición. Quizás piense que Pototo lo traicionará.
Me invitó a caminar a la par. A diferencia de Francisca, no me tomó de la mano. Alicia. Me dijo que se llamaba Alicia y que siempre había vivido al revés del mundo. «Quizás por eso estoy aquí», dudó.
—Yo vine por propia voluntad acá. Acá me cuidan. Afuera está el peligro. Allá quieren volver los que van a acabar con el mundo. Hay que estar preparados y prender velas para que la suerte nos ilumine. No nos pueden vencer.
Yo no entendía de qué me estaba hablando y le pregunté:
—¿Quiénes quieren acabar con el mundo?
—¡Ellos! —me gritó—. Ya se acabó esa vida de cuentos en la que fingíamos ser felices… —dio media vuelta y se fue dejándome confundido.
No supe qué hacer. Nunca supe por qué razón yo estaba entre toda esa gente que parecía no estar en su sano juicio. Cada uno tenía su historia, incomprensibles algunas, otras no tanto. Yo les conocía sus nombres pero a mí me decían Guillermo y no tengo idea si soy o no soy Guillermo. ¿Y si no quién soy?
Se me acercó Marina.
—¿Disfrutando el fresco y el aire libre, Guillermo?
Le sonreí. Me invitó a ingresar al salón. Seguramente vio que comenzaba a temblar y se imaginó que yo tenía frío. En realidad, desde que estoy acá, que no recuerdo cuánto hace, nunca dejé de tener frío. Es como si viviera eternamente adentro de una cámara frigorífica. Marina pasó su brazo izquierdo por mi espalda y apoyó su mano en mi hombro derecho. Me dirigía. Se nos acercó una mujer muy linda, de unos cincuenta años más o menos. Balbuceaba y aparentemente le quería decir algo a Marina. No se le entendía nada a la pobre y vi cómo le comenzó a colgar un hilo de baba de su boca.
—Ella es Ludmila —me dijo Marina—. En su vida se entregó al amor sin reparos, ciegamente, casi irresponsablemente, y lo sufrió. Terminó sola y abandonada la pobre…
Un flaco alto y canoso daba vueltas en el medio del salón con los brazos extendidos. Como si estuviera volando. Supuse que era feliz o que intentaba serlo. Se lo señalé a Marina con un gesto.
Fermín, él es Fermín. Es feliz dando vueltas y más vueltas. Cree que vuela y que al final de su vida lo vendrá a buscar un pájaro, una gaviota dice, que lo llevará a descansar al mar.
Marina acercó una silla a una mesa donde se encontraban sentados dos hombres, aparentemente cada uno en su mundo. Me invitó a sentarse allí y se fue hacia otro sector del salón.
El que parecía ser mayor en edad era robusto y vestía un enterito de jean al estilo jardinero. Tenía puesto un sombrero de paja de ala ancha. Le observé sus manos grandes, callosas. Imaginé que en su vida pasada esas manos habían sido un instrumento fundamental de supervivencia.
Baltazar —me dijo mientras me extendía la mano derecha a modo de saludo.
Se la estreché devolviendo el gesto y sentí un apretón fuerte de una mano gigantesca y pesada al lado de la mía, y muy áspera. No supe cómo presentarme y le dije lo que me pareció más conveniente en ese momento y en ese lugar:
—Guillermo… Un gusto.
—Disculpe usted si mis amigos lo molestan.
No entendí. Miré al otro hombre y parecía estar durmiendo. Nadie cerca nuestro interrumpía nuestra tranquilidad.
—Ellos siempre están conmigo. Desde que abandoné el campo del patrón, ellos me siguieron. Estos caballos, estas vacas —decía mientras movía sus brazos como mostrándome algo que yo no alcanzaba a ver—, las gallinas, los gorriones y las mariposas blancas son quienes le dan sentido a mi vida. Sin ellos no podría seguir.
Me encogí de hombros y no dije nada. No creí conveniente preguntarle dónde estaba toda esa fauna. De repente, el segundo hombre pareció despertarse de un sueño profundo. Me miró y me tomó fuerte de mi brazo derecho.
—¿Sabe usted por qué dicen que estoy loco?
Sus ojos querían salirse de órbita. Su mirada era fulminante.
—La sociedad me hizo así. No fue mi culpa. Yo siempre fui un buen tipo, bonachón, demasiado. Siempre viví pensando en los demás, en hacer feliz al otro, en dar todo lo mío sin pretender nada a cambio. ¿Y cómo me pagaron?
Yo no sabía si realmente estaba esperando una respuesta de mi parte o hablaba de esa manera para darle fuerza a sus palabras. Estuve a punto de decirle que nadie estaba loco en ese lugar pero siguió hablándome, creo que sin mirarme.
—«Miguel, te volviste loco», me decían constantemente. Yo no entendía qué era lo que estaba haciendo mal. Mis padres me enseñaron que debía ser generoso y no negar el amor a nadie… ¿Pero sabe qué? ¡Me lo creí! ¡Sí, me lo creí y me despellejaron!
Mientras hablaba apretaba cada vez más fuerte mi brazo y luego de terminar su discurso, aflojó. Me compadecí de Miguel, sentí pena. Y para que no se sintiera solo le conté que yo podía seguir viviendo ahí gracias al amor de mi vida. «Cadenet», le dije y está siempre a mi lado.
—Quizás usted no la vea. Incluso yo muchas veces no la veo. Pero está conmigo cuando yo quiero, cuando la deseo. Se despierta a mi lado, desayunamos juntos, hablamos mucho. ¿Vio los animalitos que acompañan a Baltazar? Bueno, yo tengo a Cadenet.
Marina se paró en el medio del salón, pidió atención con un par de aplausos y con su voz tranquila y maternal anunció que el horario de recreación había terminado. Se me acercó y me extendió su mano suave. Me paré lentamente y sonreí a mis compañeros de mesa que me saludaron con un ademán. Marina me dio un vaso y puso una pastilla sobre mi lengua. La tragué y bebí el agua natural. Lentamente fui abandonando el salón frío mientras el bullicio de los demás iba desapareciendo de mis oídos. Marina me ayudó a ingresar a la pieza, blanca, más fría que el salón, me acostó sobre una cama y me tapó hasta el cuello. Luego de un «buenas noches, que descanse, Guillermo», apagó la luz. Salió de la pieza y cerró la puerta con llave.

martes, 9 de julio de 2024

FIN DE HISTORIA

Daniel Estebe
(Argentina, 1959)

—¿Sergio? 

No me gustó que me llamara directamente por mi nombre. Estaba allí parado sin permiso y ni siquiera sabía quién era. 

—Fassanelli —corregí. 

—Mucho gusto, Sergio… Fassanelli. Encantado de conocerlo. Soy Nasal. Felis Nasal. 

—¿Félix Nasal? 

—No, no. Felis, así como suena: grave y con ese. Ignorancia del empleado del Registro Civil, ¿vio? 

No me caía bien su tonito confianzudo. Había llegado a mi oficina sin avisar y había golpeado la puerta sin anunciarse primero con Sofía, mi secretaria. Cinco golpes secos pero con ritmo me habían despabilado. La lectura de uno de los tantos contratos que tenía que controlar había provocado mi adormecimiento. 

—¡Sofía! ¿Qué pasa? —procuré una respuesta por el intercomunicador pero mi fiel secretaria no contestó. 

Me levanté y con un poco de mal humor recorrí los diez metros que separaban mi escritorio de la puerta. La abrí violentamente como para llamar la atención de Sofía —ella sabía que estaba ocupado y que no debía molestarme— pero no era ella la que golpeaba. Estaba ahí parado, alto, barba de varios días, mal vestido y me sonreía como si me conociera desde hacía muchos años. 

—¿Sergio? —preguntó extendiendo su mano. 

Minutos más tarde, sin ánimo alguno, lo escuchaba desde mi silla, escritorio y contratos de por medio. 

—Hace dos días llegué de España. Viajé especialmente para hablar con usted. 

No tenía acento español ni extranjero, debía ser argentino no más. Pero en ese momento solo pensé que hacía dos días yo también había llegado de España, donde estuve cerrando negocios pendientes de mi compañía en Madrid. 

—Un amigo suyo me dijo que usted podría ayudarme. 

Pensé inmediatamente en Ruy. Otro amigo en España, que yo supiera, no tenía. Solo conocidos con quienes me unía una relación comercial. 

—Necesito leerle unos escritos… 

Calló y bajó la cabeza. Buscó algo en su bolso. Me intrigaba. No sabía quién era ni qué quería. Me preguntaba qué hacía con ese extraño en mi oficina. ¿Por qué Ruy me lo habría mandado justo a mí, teniendo tantos amigos y familiares en Santa Fe? 

—Lo escucho. 

Levantó la vista e inclinó un poco su cuerpo hacia el escritorio. Sacó del bolso un sobre marrón, tamaño oficio, y del sobre sacó unos papeles escritos a máquina, de esas viejas que ya no se fabrican más. Recordé la letra de mi vieja Olivetti negra italiana que guardaba celosamente en el altillo de casa como uno de los pocos recuerdos materiales de mi viejo. 

Leyó.                           

No sé si servirá de algo decir que todo empezó en el año 1963… 

Me llamó la atención el año. El año en que yo nací. Pero en ese momento no le di demasiada importancia. 

Marcelo y Emilia recibieron —dicen— con alegría la llegada de su tercer hijo…

Sentí un escalofrío. Me acomodé en mi silla y miré con sorpresa e intriga a mi desconocido interlocutor. 

Continuó la lectura en forma lenta, se lo veía tranquilo, y para mi asombro, las palabras de ese narrador en primera persona reflejaban la historia de mi propia vida. Lugares, personas, situaciones… 

—¿De dónde sacó esos papeles? ¿Quién se los dio? 

Solo me miró. 

—¡¿Quién escribió eso?! —casi grité. 

Felis Nasal continuó la lectura sin contestar. 

Cuando me casé con María Luisa…

No podía ser verdad. Advertí que los papeles que leía estaban amarillos, eran viejos, y cualquiera que me conociera personalmente podría darse cuenta de que esos escritos hablaban de mí y pensar que yo mismo los había escrito. 

Siguió la lectura durante casi media hora ante mi pasividad e impotencia para reaccionar. Escuché atentamente cada palabra, observé cada gesto de Felis Nasal cuando hacía alusión a los distintos aspectos de esa vida narrada, mi propia vida, incluso había datos que solo yo sabía que habían ocurrido y formaban parte de mis más íntimos secretos. 

Intenté interrumpirlo en varias ocasiones pero mi interés por seguir escuchando la historia y no sé qué otra fuerza interior me impedían hacerlo. Escuché cómo el narrador relataba el nacimiento de cada uno de sus tres hijos, Luisina, Josefina y Pedro, desde adentro de la sala de parto; lo que había sentido al abandonar su empleo público y la docencia después de tantos años; y todos los negociados que tuvo que hacer en tan poco tiempo para construir la empresa que ahora dirigía con tanto éxito, revelando ciertos hechos oscuros que eran sus secretos… y también los míos. 

—¡¿Qué es lo que quiere!? ¡¿Quién carajo es usted?! —grité desesperado—. ¡Sofía!

Felis Nasal levantó la vista y con suma tranquilidad intentó apaciguar mis nervios. 

—Queda solo un párrafo… 

No sé por qué no me levanté y lo agarré del cuello y lo saqué a los empujones de mi oficina. Comencé a transpirar y presentí el significado de las últimas palabras. Y no me equivoqué. Segundos después Felis Nasal se incorporó tranquilamente, sacó de su cintura un 38, me apuntó, gatilló y luego de un estampido sordo y seco observé cómo, en cámara lenta, la primera bala se dirigía hacia mi frente.

domingo, 7 de julio de 2024

LOCA

 


Hay una edad en que la sangre hierve en las venas, tiempo en el que no se razona demasiado en lo que se hace ni se miden las consecuencias —no hay tiempo para ello—, se pierde la noción de realidad y de cordura, y uno se deja llevar como un niño al que le prometen el juguete eternamente deseado. Siempre pensé que eso pasa cuando uno se enamora sin saber siquiera lo que es el amor o lo que ese sentimiento nos deparará en el futuro, mediato o inmediato. Como esos amores locos que aparecen de repente en una noche después de varias copas de alcohol que aceleran el hervor de la sangre mientras viaja por nuestras venas desde el corazón a los pulmones tratando de oxigenarse.
Esa noche, que me depararía sorpresas, me quedé solo en la barra de uno de los tantos bares del bulevar con la copa ya vacía a la que agitaba suavemente tratando de que los últimos trozos de hielo le sacaran un poco más de gusto a la media rodaja de limón que minutos antes había ayudado a darle el toque perfecto a un gintonic. Mis amigos habían querido llevarme con ellos a un boliche bailable de la zona, pero me negué con la fundamentación de siempre: odiaba entrar a esos lugares donde solo se escuchaba música que no me gustaba, odiaba ver gente bailar esa música, odiaba bailar, me sentía un sapo de otro pozo y, por sobre todas las cosas, sabía que jamás encontraría al amor de mi vida adentro de un lugar como esos.
El bar en el que me quedé estaba lleno de gente. Si me quedé un rato más ahí adentro fue porque entre tanto bullicio se podían escuchar canciones de U2, Sting y Phil Collins. Cuando estuve por pedirle al barman el último gintonic que me tomaría esa noche para disfrutar de mi soledad a pesar de tanta gente, sentí un golpe en la espalda. Más que un golpe fue un empujón que casi me hace caer de la banqueta.
—Perdón, perdón… —suplicó a duras penas una morocha que llevaba en su mano izquierda un vaso casi lleno y se apoyó con su codo derecho en la barra. No se la veía bien. Alguien con el suficiente sentido común hubiese advertido, como lo hice yo, que su problema no era más que exceso de alcohol en la sangre… mejor dicho, en todo el organismo.
—¿Estás bien? —vi que no podía mantenerse en pie y le ofrecí gentilmente mi banqueta. Sonrió y apoyó el vaso sobre la barra.
—Es ron… —entendí que quiso decir ya que la lengua se le trabó y le jugó una mala pasada.
Advertí que de pronto quienes estaban sentados a mi alrededor abandonaron sus lugares y nos quedamos con la morocha en la barra un poco más cómodos. Agarré otra banqueta para mí y me pedí el gintonic pendiente.
—Yo también quiero… —me dijo como pudo la morocha mientras sostenía su vaso de ron casi lleno.
—Terminate primero ese y después te invito otro —le dije como para salir del paso.
Mientras el barman acercaba mi nueva copa, la morocha se agachó y previo a tener dos o tres arcadas, vomitó en el piso. Me dio mucho asco no solo por el olor sino también porque sus fluidos mancharon mi pantalón y mis zapatos. Tuve ganas de putearla, de llamar a alguien para que se la llevase de ahí, para que la sacaran del bar, pero tuve un sentimiento que no podría ahora definirlo y la tomé por los hombros, la incorporé sobre sí misma y la llevé hacia la vereda. Supuse que tomar aire fresco le haría bien. Además sabía que en pocos segundos vendrían sus amigas o su novio o alguien a ayudarla. No ocurrió así. Mientras la gente nos abría paso entre risas y muecas de asco, yo llevaba casi arrastrando a la morocha hacia la vereda, ante la mirada absorta del barman que advertía que estaba abandonando mi copa intacta sobre la barra.
—¿Con quién estás? —le pregunté mientras la sentaba en una silla plástica que gentilmente me acercó uno de los que estaba como seguridad en la puerta. Comenzó a reír.
—¡No me traje el vaso, putamadre!…
Alguien me acercó un vaso de agua.
—Tomá, para que se enjuague un poco la boca tu novia. Ah, y este bolso es de ella.
Agarré el vaso, el bolso y cuando intenté explicarle que ni siquiera sabía quién era la morocha, me encontré con que estábamos los dos solos en la vereda.
—Tomá, enjuagate.
La morocha sorbió un poco de agua, hizo un buche y escupió a un costado.
—¡Qué feo que es vomitar! ¿Me buscás mi copa?
A pesar de que yo había tomado bastante, estaba un poquito mejor que la morocha. Le dije que se tranquilizara, que tome un poco de aire, que le iba a hacer bien y después podría volver a entrar a buscar a sus amigas. Rio.
—¿Qué amigas? Estoy sola…
Pensé en ese momento si la morocha no había optado, como yo, quedarse en el bar para escuchar música y beber un trago, antes de terminar en el boliche bailable donde quizás habían ido sus amigas y donde tampoco se sentiría bien. O si realmente estaba sola porque no tenía a nadie en el mudo con quien compartir un momento de diversión. Las soledades complican el alma y más de noche bajo el efecto del alcohol…
Abrió el bolso y sacó un pañuelo. Creí que se iba a largar a llorar. Pero se secó los labios, levantó la vista y me dijo:
—Caminemos un rato. Me va a hacer bien.
Sus ojos eran negros, muy oscuros. Tenía una mirada muy bella. Era una linda mina que habrá tenido mi edad pero parecía más grande. No sé si por sus rasgos o por el estado deplorable en el que se encontraba. Se incorporó a duras penas de la silla, me tomó de la mano y comenzó a caminar arrastrándome y canturreando una canción del Flaco: «Vamos al bosque, nena… Uuuhhh… Vamos al bosque, nena…».
Creo que no hubiese caminado ni dos pasos a su lado si no la hubiese escuchado cantar. Ese fue el embrujo, esa fue la telaraña que me atrapó y que me decidió a seguirle el juego. A una mujer que canturrea a Spinetta no podría haberla catalogado de otra manera que no sea como genial. Fue una sirena que me encantó con su fresca voz… debería haberme tapado los oídos… Caminamos por el cantero central del bulevar rumbo a la costanera. Como podía, caminaba y seguía cantando. Cada tanto, tenía que sostenerla para que no se cayera al piso de boca.
—Deberíamos tomar un café —propuso de repente—. Yo pago.
No me pareció descabellada la idea. Seguramente no la dejaría pagar y acepté la propuesta. Todavía los bares del bulevar estaban abiertos y nos sentamos a la mesa de uno, en la vereda. El mozo se acercó.
—¿Y si en vez de café le damos a la birra? —propuso.
—¡No! —fue mi reacción inmediata—. Traenos dos cafés. Dobles y bien cargados —le dije al mozo.
En cinco minutos me atormentó con su charla. Llegó un momento en que deseé que se callara un poco. Siempre me molestaron las personas ruidosas. Comenzó a dolerme la cabeza. Vestía una camisa negra y desabrochó uno de los botones. No sé por qué. Estará acalorada, pensé. Advertí que sus pechos eran lo suficientemente grandes como para llamar la atención. Cada vez que llevaba la taza de café a sus labios, sus ojos se clavaban en los míos y sonreía. A medida que pasaban los minutos, la morocha iba recobrando la postura. Ya era hora de averiguar aunque sea su nombre.
—Marcela.
Siguió hablando como si nos conociéramos desde la infancia. Yo solo escuchaba y de vez en cuando le dirigía la palabra cuando me preguntaba algo. Pero jamás me preguntó mi nombre. En un momento dado abrió su bolso y comenzó a buscar algo. Revolvió durante unos cuantos segundos mientras sus gestos demostraban preocupación.
—No encuentro mi reloj… ¿Qué hora es?
No le contesté. Solo extendí mi brazo y le mostré mi reloj pulsera para que ella misma viera que eran las dos y media de la mañana. Me tomó la mano y observó casi con admiración mi reloj.
—¡Qué hermoso!
Me hizo un gesto para que se lo prestara, para verlo mejor. No sé por qué se lo di. Estuvo varios segundos mirándolo, alabándolo, y lo apoyó en la mesa. No lo recogí en ese momento, no le di importancia, y la conversación —¿o monólogo?— continuó un buen rato mientras comenzaron mis ganas de ir al baño. Mucho líquido comenzaba a hacer estragos en mi vejiga. El bar estaba lleno; en la vereda también estaban todas las mesas ocupadas e inclusive había gente esperando que se desocupara alguna. De repente Marcela agarró mi reloj, se lo puso en su muñeca izquierda, tomó su bolso, se paró y me dijo «Vamos». Salió casi corriendo en dirección al puente colgante, que estaba a tres o cuatro cuadras.
—¡Pará, loca! ¡Hay que pagar!
—¡Que pague otro! —gritó y siguió su camino apresurada. Si no hubiese tenido mi reloj, juro que me hubiese quedado en el bar a tomarme una cerveza, pero no podía dejar que se lo llevara. Supuse que no me robaría porque era evidente que lo que quería era que la siguiera.
—¿Se van? —me preguntó una chica que esperaba de pie junto con una amiga que se desocupara una mesa.
—Sí —le dije—. Haceme un favor —saqué un par de billetes de mi bolsillo y se lo di a la piba, que me miraba asombrada—. Pagale al mozo los dos cafés. Confío en vos —y salí corriendo detrás de Marcela.
La alcancé como a las dos cuadras. Se reía con ganas y caminaba para atrás dando saltitos. Se sacó el reloj y me lo devolvió.
—Me da mucha adrenalina irme de un bar sin pagar… —dijo entre carcajadas.
Opté por no decirle que había dejado el dinero. Se la veía muy feliz en su papel de pequeña delincuente.
Cuando llegamos a la costanera nos sentamos frente a la laguna, cerca del puente colgante. Me dijo que yo era un tipo lindo, que parecía una buena persona y que tenía onda conmigo. Me insinuó sus pechos y me dio un beso en la mejilla. Yo estaba como inmovilizado, no sabía cómo reaccionar ni qué decir y sentí cada vez más ganas de orinar.
Volvió a revolver en el interior de su bolso y ahora sí sacó algo que no alcancé a ver bien qué era.
—Hagamos un pacto —me dijo.
La miré ahora con un poco de temor. Desenvolvió un pequeño objeto y me lo mostró: una hojita de afeitar.
—Un pacto de sangre…
Estábamos sentados casi tocándonos brazo con brazo y me alejé unos centímetros.
—¿Qué hacés? ¿Estás loca? —le reproché.
—¿Tenés miedo?
—Ni siquiera te conozco, no sabés ni cómo me llamo y me estás invitando a hacer un pacto de sangre. Estás totalmente loca…
Mis ganas de orinar se hacían cada vez más insoportables y sabía que no tendría otra salida que hacerlo ahí, en la laguna, delante de Marcela. No había otra opción. No aguantaba más.
—Yo no tengo miedo. Esto es valor, coraje… —se llevó la hojita de afeitar hacia una de sus muñecas.
—¡Dejá de boludear, ¿querés?!
Comenzó a reír y yo sentía que mi vejiga explotaba. Quería estar en otro lado, en el boliche con mis amigos, bailando la música que no me gustaba entre gente que no me agradaba. Pero no ahí, con esa mina que se quería cortar las venas y me invitaba a hacerlo también. Maldije haberme quedado solo en la barra tomando el gintonic, cosas que uno hace sin pensar, con la sangre en las venas hirviendo. Marcela pasó suavemente el filo de la hojita de afeitar sobre su brazo y apenas se rasguñó. Después se lo llevó a la mejilla y la hundió con más fuerza. No la deslizó pero la apretó fuerte. Vi la sangre. Intenté sacarle la hojita de afeitar y se me escapó un chorro de orina con mi movimiento. Luego el tajo fue en su pecho, en el medio de sus tetas. Ver la sangre en su cara, en su cuerpo, comenzó a descomponerme. Marcela reía a carcajadas mientras la sangre le brotaba en el pecho, en la cara. Yo seguía inmóvil, a punto de orinarme encima. Tenía ganas de salir corriendo pero el esfuerzo haría que me mojara indefectiblemente los pantalones. Se llevó ahora el filo hacia su cuello, hacia la yugular y le grité como loco que parara, que no lo hiciera, y cuando intenté sacarle la hojita de afeitar nuevamente, se me abalanzó para cortar mi cara y ahí sí no aguanté más y me oriné encima. Grité. Grité como un loco mientras sentía una húmeda tibieza recorriendo mis piernas.
Grité tan fuerte y fue tan grande mi desesperación que me desperté. Estaba empapado en transpiración y las sábanas, mojadas y calientes.

30/08/2020 
(después de escuchar 
“Polaroid de locura ordinaria” 
De Fito Páez)

lunes, 5 de diciembre de 2022

SIN MOVER UN SOLO MÚSCULO



Se acostó boca arriba y observó las telarañas que había en uno de los rincones del techo. Se propuso limpiarlas, pero en otro momento. En la casa la gente iba y venía por todas las habitaciones, casi todos con un vaso medio lleno en la mano. No había puertas y era difícil diferenciar el living del lavadero o la cocina del dormitorio. Al lado de su cama se escuchaba el funcionamiento del motor de una heladera y más cerca de la ventana que daba al jardín se ubicaba una vieja cocina, pero sin conexión alguna.
Eran las tres de la mañana y la música se seguía escuchando al mismo volumen con el que la venía escuchando desde las seis de la tarde del día anterior. Las risas y corridas por todas las habitaciones eran cada vez más estruendosas. Sintió el cansancio de un día que había comenzado muy temprano y todavía no terminaba. Llegó a sentirse solo entre tanta gente. Siempre había escapado al bullicio, a la muchedumbre, pero ese sábado había sentido la necesidad de agasajar de alguna manera a sus amigos. No sabía por qué, no festejaba nada, pero sentía que la soledad avanzaba inescrupulosamente sobre su vida.
Pero la felicidad apareció de repente. Escuchó pronunciar su nombre en la voz dulce y aguda de una de sus amigas. Fue para él como escuchar un coro de ángeles. Sonrió e intentó levantarse pero ella se lo impidió con un gesto suave. Se recostó a su lado, en silencio, y apoyó su cara de lado sobre su pecho. Suspiró relajadamente. Él besó su frente y ella cruzó el brazo sobre su abdomen. No dijeron una sola palabra, no hubo un solo movimiento de los cuerpos, ahora unidos, que indicara el inicio de un ritual amoroso.
Uno, dos, varios de quienes iban y venían por la casa observaron esa imagen llena de calidez y ternura. Nadie se sorprendió y siguieron su recorrido. Ellos, unidos en un sentimiento hermoso, disfrutaban del calor del otro. No pasaba nada en el mundo que pudiera distraerlos de su felicidad. Ella sentía bajo su rostro cómo latía un corazón cada vez más rápido y él sintió que la respiración de su hermosa compañía no transmitía más que tranquilidad y paz. Hacían el amor sin mover un solo músculo.

viernes, 7 de octubre de 2022

EN EL BAR DE LA FLACA


Hacía mucho que no me pasaba. Pero esa noche hacía calor, estaba aburrido y decidí salir a tomar aire. O alcohol, daba lo mismo. Había estado todo el día lidiando en casa con insignificantes asuntos hogareños que lograron moverme de mi tranquilidad habitual. Y como mi estado de ánimo natural lejos está del nerviosismo, decidí salir a respirar un poco de paz. Apenas si me cambié la remera, me puse una de Led Zeppelin y estuve listo para olvidarme de todo. Caminé lento por esas calles adoquinadas apenas iluminadas que separaban mi casa del bar de la Flaca. Manos en los bolsillos —siempre elegí mis pantalones por la capacidad de sus bolsillos: mis manos deberían estar cómodas—, vista al frente sin mirar y una canción del Flaco dando vueltas en mi cabeza.
El bar es hermoso, tanto como su dueña. Al entrar me encontré con solo tres mesas ocupadas. En una, una pareja mucho más joven que yo se disputaba la última aceituna de una especial con morrones; en otra, un gordo pelado y mal vestido, con los ojos cerrados, sostenía en una de sus manos una copa de vino tinto; y en la otra, Mariana. Ninguno de ellos advirtió mi ingreso. Solo la Flaca, desde atrás de la barra, mientras secaba con extremada lentitud un vaso de vidrio, me hizo un ademán de bienvenida con su cabeza.
Tuve que mirar fijo a Mariana para asegurarme de que era ella. Un vaso con limonada y un tostado de jamón y queso sin tocar ocupaban su mesa. Miraba con interés extremo la pantalla de su celular. Me acomodé en una mesa al lado del ventanal que daba a la calle. Siempre que podía me sentaba en el mismo sitio. Ver a través del vidrio pasar la gente era uno de mis entretenimientos preferidos mientras en mi cabeza se mezclaban los pensamientos más insólitos, de esos que uno desea que ocurran sabiendo que jamás sucederán. Además, en esta ocasión, la ubicación me permitiría mirar a Mariana con solo alzar la vista.
Estaba metida en su celular y sola. Al igual que yo. Pero… ¿estaría sola? Las otras tres sillas de su mesa no evidenciaban la presencia de un presunto (o presunta) acompañante que, momentáneamente, podría haber ido al baño. Levanté el brazo para llamar a la Flaca con la esperanza de interrumpir aunque sea por un segundo la atención que Mariana prestaba a su mundo y que reparara en mí para poder saludarla, pero solo la Flaca advirtió mi intención.
No hacía mucho tiempo que la conocía. Trabajábamos juntos pero no sabía demasiado sobre Mariana. Vivía sola y en los pocos diálogos que habíamos mantenido, jamás había hecho referencia a su situación sentimental. Tenía una belleza especial y una sonrisa enamorable. Tenía el pelo peinado con media cola, como a mí me gustaba. No pasaba desapercibida por más que lo intentara.
La Flaca se acercó y le pedí una cerveza. Pensé en ir a sentarme a la mesa de Mariana. Dos soledades podrían verse aliviadas por una compañía agradable. Ella para mí lo sería, seguramente, pero ¿sería yo para ella mejor compañía que su móvil?
Mariana era un enigma para mí. Nunca la había considerado más que una buena compañera de trabajo. Pero en ese momento, verla en el bar, sola, metida en su mundo e imaginándola —no sé por qué— aburrida, hizo que la mirara con otros ojos. Empecé a darme cuenta de que me gustaba y no era por esa situación solamente.
La Flaca trajo la cerveza y mientras me servía un poco en el vaso que yo sostenía inclinado para que no hiciera tanta espuma, me preguntó si me gustaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa y la miré como pidiendo una explicación. «¿Te gusta la piba?», repitió mientras me señalaba con la vista a Mariana. Sentí vergüenza. ¿Tan alevoso habría sido al mirarla que la Flaca advirtió que estaba pensando en ella? Solo sonreí y bajé la vista. «Parece muy entretenida», comenté. «O muy aburrida…», sugirió la Flaca. Apoyó la botella de cerveza en la mesa y se retiró a la barra.
Bebí el contenido del vaso sin respirar y cuando me decidí y estuve a punto de ir a sentarme a la mesa de Mariana, guardó el teléfono en su bolso y se levantó para ir a abonar la consumición. Hablaron con la Flaca unos minutos, como si se conocieran de siempre, y las escuché reír, quizás porque el tostado y el vaso de limonada en la mesa de Mariana estaban todavía intactos. Creo que hubo un segundo en que entre risas Mariana se dio vuelta y me miró, pero justo en ese momento yo estaba sirviéndome más cerveza. Nunca me caractericé por estar atento a las oportunidades. Al salir, pasó a mi lado. «¡Ey, Silvio! ¿Cómo andás?». Le sonreí y arriesgué un tímido pero sincero «Muy bien ¿y vos?». Me dio un beso en la mejilla pero no se detuvo. «Nos vemos mañana», dijo, y salió del bar.
Me serví más cerveza y por la ventana la miré irse. Caminaba decidida, espléndida. Y en ningún momento —aunque lo deseé fervientemente— volvió la vista al bar.

martes, 4 de octubre de 2022

CHARLA




Javier estaba decidido a llevar adelante su plan. Hacía ya un tiempo que en su mente, atrapados como en una telaraña, sus pensamientos se mezclaban y lo inquietaban cada vez más. Se lo había propuesto, no podía flaquear.
El día del encuentro inesperado fue un martes y llovía muy despacito. Javier había aprovechado para salir a caminar, para despejarse un rato a pesar del clima hostil. Eran las dos de la tarde y se dirigió hacia cualquier lugar. Compró un diario, lo dobló, lo colocó bajo el brazo izquierdo y con las manos en los bolsillos siguió su caminata. Esperó hasta llegar a un bar cualquiera para abrir el diario. Café de por medio leyó sin ganas los títulos, miró algunas fotos y terminó en los chistes de la última página, que le parecieron estúpidos.
Miró a través del ventanal a la calle y vio correr el agua de lluvia cada vez con más intensidad. Su inquietud se debía a que tenía que prepararse muy bien para llevar a cabo el objetivo y sabía que no estaba actuando con la seriedad que el caso requería. Debía ponerse ya, sin pérdida de tiempo, a desarrollar un plan viable y posible. Pensó que hubiese sido bueno hacerlo con alguien, de a dos. Se podrían advertir con más facilidad las posibles debilidades y buscar las mejores opciones para actuar. Pero estaba solo. Angélica no lo hubiese acompañado, estaba seguro. La conocía muy bien. Debía planear un crimen para él justiciero y no debía pensar nada más que en eso. Cerró las grandes páginas del diario y fijó su vista en la calle pero con la mirada perdida. No observaba nada en particular.
Se le nubló la vista, pestañeó un par de veces y sacudió suavemente la cabeza. Entre el gris de la calle y la cortina de agua, advirtió la presencia de un joven de unos veinticinco años en la vereda del bar, parado —ventanal de por medio— frente a él. Lo miraba con detenimiento y lo incomodó un poco. Era flaco, alto, cuerpo erguido, cabellos claros y profundos ojos negros. No obstante, su aspecto era de dejadez, mejor dicho, de pobreza. Tenía barba de unos tres o cuatro días y fumaba. Javier lo miró por un instante y bajó la vista. Simuló estar leyendo el diario. A los pocos segundos vio cómo el extraño ingresaba al bar y se dirigía a su mesa. La incomodidad de Javier se acrecentó. Cuando lo tuvo frente a él notó que además de su aspecto andrajoso, vestía de una manera absurda.
—¿Puedo sentarme? —preguntó con voz ronca.
Javier lo miró e intentó reconocerlo. No abrió —no pudo hacerlo— la boca.
—No me conocés —dijo el joven mientras se acomodaba en una de las sillas, la que daba espaldas a la calle—. Yo tampoco te conozco, pero creo que te puedo llegar a ser útil.
Llamó al mozo y pidió un vaso de vodka. Javier doblaba y desdoblaba el diario mostrando su evidente nerviosismo. ¿Quién era ese descolgado? Se mostraba como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y actuaba con gran naturalidad. Javier notó que sacaba de su sacón viejo un atado de cigarrillos. Le ofreció uno. No, gracias, al fin abrió la boca. No conocía la marca de los cigarrillos que fumaba. Eran importados, sin duda, y la etiqueta estaba escrita en un idioma que desconocía. Encendió uno, chupó profundamente y despidió el humo con gran ímpetu hacia el techo. Le trajeron la medida de vodka y la bebió de un trago. ¡Ah! A esta hora viene bárbaro, comentó. Javier no dejaba de mirarlo con desconcierto.
—Vos no me conocés… ¡Bah! No sé si no me conocés. Es cierto que es la primera vez que nos vemos… —sonrió irónicamente—. Sé que si te doy mil posibilidades para que adivinés quién soy, no te alcanzarían.
—¿Y quién sos? —se decidió al fin preguntar de mala gana Javier.
—Es difícil decírtelo así, de una sola vez. No me creerías.
—¿Y por qué no voy a creerte? Si ni siquiera te conozco… Decime que te llamás Juan de las Pelotas y te voy a creer.
—¡Ja! —pitó ahora suavemente y con tranquilidad.
—¿Y? ¿Quién sos?
—¿Querés que te lo diga? —preguntó ahora con seriedad, frunciendo el ceño y con su ronca voz de fumador.
Javier recién ahora comenzaba a advertir algo de misterioso en el desconocido. Pensaba que era algún trasnochado que no tenía nada que hacer y se había a sentado a hablar un rato. Era un tipo intrigante. Y el nerviosismo que sintió al principio, poco a poco se fue transformando en miedo.
—¿Quién soy? ¿Querés que te lo diga? Está bien, pero antes dejame decirte que estoy esperando a un amigo…
—Hay varias mesas desocupadas… —le dijo Javier con cara de qué me importa.
—No. Nos sentaremos acá, con vos, en esta misma mesa. Trataremos de conversar largo y tendido —dijo mientras sacaba un reloj de bolsillo antiguo—. ¡Cómo se demora! Somos dos tipos con una gran experiencia.
—¿Experiencia? ¿Experiencia en qué?
—Ya lo sabrás…
—¡Loco, cortala con tus intrigas! ¡¿Quién sos y qué carajo querés?!
—Comprendo tu malestar. Estoy siendo un poco tedioso, ¿no? Me estoy dando cuenta. Me voy a presentar y espero no ver una mueca de sonrisa en tu cara: soy Rodión Romanovich.
—¡¿Quién?!
—Rodión Romanovich. O Raskólnikov, como más te guste.
—¡Ajá! En versión argentina y después de la gripe… —contestó irónicamente Javier.
—Al menos veo que conocés mi nombre, que no soy un desconocido para vos. Sabía que lo tomarías de esta forma. Pero no estoy para bromas. Esta cita fue acordada con la mayor seriedad que el caso requiere.
Javier escuchó estas últimas palabras con un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. No alcanzó a comprender muy bien y, con ahora una incipiente timidez, preguntó:
—¿Cita?
—Sí, todo estaba preparado para reunirnos los tres, hoy, a esta hora y en este bar.
¿Los tres? ¿Raskólnikov? ¿Quién era el otro? Muchos eran los interrogantes que Javier se planteaba y no podía dejar de mirar con gran intriga a ese hombre extraño. Ya dejó de considerarlo un joven.
—¿Cómo que está preparada la cita si yo no sabía nada? —le cuestionó al tiempo que pensaba que hacía como diez años que no iba a ese bar y había entrado al mismo por casualidad.
—¿Te parece que no lo sabías? Sí, Javier, lo sabías. Si no, ¿qué hacés acá? De una u otra manera nos arreglamos para avisarte. ¡Pero cómo tarda!
Javier pensaba que no podía ser real lo que estaba viviendo. ¿Cómo todavía estaba escuchando a ese delirante sin decirle al menos…? ¿Sin decirle qué? ¿A quién estaba esperando? Pensó en pagar el café e irse. Llamó al mozo.
—Espero que no estés pensando en irte. Te puedo asegurar que no te conviene. Además, no te voy a dejar ir —dijo Raskólnikov, ahora con voz amenazante.
—¡¿Pero quién te creés que sos?! Si se me canta, me voy y chau. ¡Mozo!
—Te doy un consejo: no te vayas. Nosotros te podemos ayudar.
—¿Sí? —preguntó el mozo a Javier mientras se le acercaba.
—Eh… Tráigame otro café —dijo Javier sintiéndose derrotado y esperando la sonrisa burlona del presunto Raskólnikov que nunca llegó. Seguía expresando una seriedad absoluta.
—¿Ayudarme a qué? ¿Qué mierda querés? ¿A quién carajo estás esperando? —casi gritó Javier.
—Nosotros podemos ayudarte. Sabemos que estás planeando algo muy serio y no podemos dejarte solo.
—¡Pará! ¡Pará! Primero: ¿por qué hablás en plural? Segundo: ¿qué sabés vos si yo estoy planeando algo? Tercero…
—¡Ahí viene! —exclamó Raskólnikov interrumpiendo a Javier—. ¡Por fin!
Raskólnikov se corrió a otra silla para dejarle la suya al recién llegado. Era un hombre diez o quince años mayor que Raskólnikov. Un poco más bajo pero más robusto. Vestía modestamente. No parecía tan abandonado como su amigo. No sonreía. Estaba muy serio. Su proceder era muy duro.
—Rakólnikov… —pronunció el nombre de su amigo a manera de saludo y se sentó.
—Juan Pablo… —contestó Raskólnikov cordialmente pero siempre con gran respeto y distancia.
¿Juan Pablo?, pensó Javier. Espero que no sea un Papa, siguió con sus pensamientos, pero serio, sin esbozar una sonrisa, ya que podría ser tomada como una insolencia y parecía ser que el horno no estaba para bollos. Pero qué estúpido se sentía allí sentado entre dos chiflados que no sabía qué pretendían.
—Javier, él es Juan Pablo —dijo Raskólnikov a manera de presentación y el recién llegado hizo un gesto cordial con su cabeza.
—¿Juan Pablo qué?
—Juan Pablo Castel —dijo serenamente el nuevo integrante de la mesa—. El pintor que mató a María Iribarne.
Por más esfuerzo que hizo, Javier no pudo evitar la reacción y largó una gran carcajada:
—¡Ja! ¿No estaremos esperando ahora a Don Quijote y Sancho Panza, no?
Castel lo miró con gran disgusto y recriminó:
—¡Espero que a esa risa burlona no la utilices mientras elaborás proyectos serios!
Javier se contuvo ante el enojo de Castel. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo tomar con seriedad a esos dos tipos tan ridículos como inexistentes? ¿Qué estaba esperando para irse? El mozo trajo el café a Javier y Castel hizo su pedido.
—Ginebra, por favor.
Javier revolvía su café mecánicamente, sin pensar en tomarlo, como cuando uno se rasca la cabeza sin motivo alguno, como esperando que suceda algo imprevisto. No sabía cómo actuar ni qué decir. Se trataría seguramente de una broma. Además, ¿de qué proyecto hablaban? Él jamás había hecho el menor comentario a nadie. ¿Y entonces?
—Sabemos de tu proyecto —dijo Raskólnikov.
—¿Qué proyecto?
Javier los miraba intrigado y con un miedo cada vez más atroz.
—Lo conocemos y por eso decidimos reunirnos con vos, para charlar muy bien sobre todas tus ideas y tus planes —explicó Raskólnikov—. Sabemos que tenés un temperamento bastante impulsivo y eso te puede llevar a la perdición.
—Exactamente —continuó Castel—. Los hechos, cuando se precipitan alocadamente, pueden ser funestos. No hablamos solamente de terminar en la cárcel después de cometido el crimen, porque como vos sabrás, Raskólnikov y yo terminamos adentro por propia voluntad y no porque nos hayan descubierto. Hablamos de no cometer el crimen y que encima te encierren.
—Creemos que tu mente está un poco excitada y no hay nada peor que eso para proceder. Sangre fría. Si no lográs tener sangre fría en tus venas, no podrás hacer las cosas como se debe.
—Raskólnikov tiene razón. Mientras sientas hervir la sangre en tus venas, no hagas nada riesgoso. La pasión y el instinto son demasiado peligrosos. Hay que usar la cabeza.
—Yo creo, Juan Pablo, que tendríamos que convencer a Javier de que esto que está viviendo, más allá de lo que él piense, es cierto. Mirale la cara, cree que somos unos farsantes.
—No te preocupés por eso, ya se le va a pasar. Más allá de su cara, creo que nos está escuchando con mucha atención. Lo importante es decirle lo que pensamos. Somos conscientes de que no podemos evitar nada, por lo tanto, nuestra voluntad es solo advertir. Es él quien en definitiva va a cometer el crimen.
—Totalmente de acuerdo. Espero, Javier, que nos hayas prestado atención, ¿no?
Javier asintió con la cabeza, no pudo hablar. No sabía si en realidad estaba escuchando a esos dos locos o si trataba de averiguar qué estaba pasando realmente.
—Nosotros estamos muy de acuerdo con las causas que te impulsan a matar —dijo Raskólnikov—. Yo también sentía odio hacia esa vieja usurera y la maté pensando en los demás, no solo en mí. No podía permitir que siguiera lucrando con el hambre de los pobres. Y la maté. Pero a sangre fría. Un hachazo en la cabeza y listo. Lo pensé y pensé mil veces. Es cierto que me daba miedo pero cuando me decidí a hacerlo, dejé los temores archivados en mi pequeño cuchitril. ¿Entendés?
Javier continuaba asintiendo con la cabeza, sin abrir la boca, clavando sus ojos en los de sus ocasionales compañeros de mesa mientras hablaban.
—No tenés que pensar en ningún momento en las consecuencias. O sí, pero para tratar de evitarlas. Que ellas no te hagan flaquear. Yo también tuve mis razones para matar a María y creo que cada uno siempre tiene —o busca— razones suficientes, justas o no, para obrar como le parezca. La decisión y la frialdad son buenas compañeras y difícilmente te harán fracasar.
—No te convocamos para sermonearte, para evitar un crimen ni para inducirte a cometerlo. Solo lo hicimos para que tomés la decisión con fuerza y coraje. Si vas a matar: frialdad, cálculo, precisión. Si no: coraje y valentía. Acordate: los héroes no nacen…
—Además —interrumpió Castel—, tené en cuenta esto: ni Raskólnikov ni yo nos arrepentimos de haber matado a nuestras víctimas. Una vez que lo hiciste, empezás a buscar justificaciones y te vas dando cuenta con el tiempo de que encontrás más de las que te imaginás.
—¡Tu causa es justa! —gritó Raskólnikov con el puño en alto.
Javier sintió un sacudón en todo su cuerpo. ¡Tu causa es justa!, le gritaba ahora una voz de ultratumba. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa! Y sentía los sacudones constantes acompañados de gritos lejanos e ininteligibles. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa!
Un frío intenso recorrió de pronto todo su cuerpo y un sacudón final terminó por hacerlo reaccionar.
—¡Javier! ¡Levantate! —le gritaba Angélica mientras lo sacudía y le sacaba la cobija de encima—. Son las once. ¿Hasta cuándo pensás dormir?
Javier la miró como pudo, sin poder abrir los ojos completamente. Tuvo que sacar la fuerza que no tenía de su alma para incorporarse. Maldijo por dentro y se sentó en la cama. Angélica le dio un mate.
—Tu vieja me dijo que desde las ocho te está llamando. ¿Te acostaste tarde?
Javier no contestó. Sorbió el mate hasta el ronquido final y comenzó a vestirse mientras trataba de ordenar su mente.

lunes, 11 de mayo de 2020

UN INALCANZABLE OBJETIVO ALCANZABLE



Valerio y Simón se encontraron a las tres de la tarde en una de las tantas plazas de su ciudad. El día era oscuro y frío. Nubes grises cubrían todo el cielo. Una densa neblina flotaba sobre la ciudad. Valerio maldijo el tiempo y Simón, callado y con un gesto, asintió la protesta de su amigo.
Los dos eran callados, de carácter introvertido. El silencio era muchas veces su único contacto. A pesar de que los dos tenían ocho años, tenían un físico bastante diferente. Valerio era petiso, rellenito y con cabellos negros y enrulados. Simón era alto, flaco y usaba su pelo castaño más o menos largo. Estaban juntos porque siempre lo estaban. Quién sabe cuánto tiempo hacía que eran amigos... Habían compartido innumerables aventuras callejeras y justamente ese día, a las tres de la tarde, hora en que toda la ciudad dormía, estaban aburriéndose.
—¿Qué hacemos? —preguntó Valerio.
—No sé... ¿Qué sé yo?
—Nunca más recuperamos la pelota...
—Ese viejo es un desgraciado. Le rompería el quiosco a patadas...
Cuando Simón pronunció estas palabras, a Valerio se le iluminaron sus ojos. Sonrió. Seguramente una nueva idea se le había ocurrido. ¡Vamos!, le dijo a su amigo tomándolo del brazo y se echaron a correr hacia el quiosco del viejo que retenía la pelota de goma que una semana atrás había roto el vidrio de la puerta luego de una serie de cabezazos entre los amigos. Simón corría detrás de Valerio sin entender muy bien lo que pasaba. Valerio revoleaba sus piernas desprolijamente, como guiado por una fuerza desconocida. Simón lo seguía a pesar de todo porque conocía muy bien a su compañero y sabía que no lo hacía en vano. Eran como dos delincuentes volviendo inocentemente al lugar del crimen.
—¡Pará! ¡Pará! —gritó de pronto Simón.
—¿Qué pasa? —contestó Valerio mientras detenía su marcha y jadeaba cansado.
—Explicame un poquito... ¿Pensás que el viejo nos va a devolver la pelota después de lo que hicimos?
—No, gil. Hoy es feriado. El quiosco está cerrado y como está nublado, se me ocurrió una idea genial...
—No entiendo nada.
—¡Quiero ver el sol! —gritó Valerio y volvió a correr.
Simón dudó unos segundos antes de seguirlo. Se rascó la cabeza. No sabía qué hacer. ¿Quiere ver el sol?, se preguntó a sí mismo... y la idea no le disgustó. Emprendió también la carrera rumbo al quiosco, rumbo a lo desconocido, que fue lo que más lo entusiasmó. No sentían frío por el trote ligero, pero la falta de sol sobre la ciudad era cruel.
—¿Sabés? —dijo Valerio cuando se detuvo a unos pocos metros del quiosco—. El viejo todavía no hizo arreglar el vidrio.
—Pero está tapado...
—Sí, pero es fácil destaparlo. ¿Te acordás del agujero que hay en el techo del quiosco?
—Sí, pero... ¡Aclarame algo!
—El edificio inmenso que está arriba del quiosco no está terminado y está abandonado...
—¿Y?
—¡Es fácil! El edificio es altísimo. Si llegamos hasta arriba de todo quizás superemos las nubes y podamos ver el sol...
Simón se quedó pensativo. La idea empezaba a interesarle.
—Pero hay que entrar al quiosco... —ambos se pusieron serios—. ¿Y si nos cachan? Van a pensar que entramos a robar.
—¡Pero no, si no hay nadie!...
Se miraron un instante sin decir nada. Valerio esperaba la respuesta de su amigo. Simón estaba entusiasmado pero tenía que vencer sus miedos. Al fin tomó coraje y gritó:
—¡Ma sí! ¡Vamos!
Ahora fue Valerio el que dudó. No esperaba esa respuesta de Simón, y menos así tan rápida. Especulaba con la negativa de su amigo y la idea quedaría como un proyecto irrealizable. Toda la culpa de la frustración recaería sobre Simón, por su cobardía. Pero la situación había cambiado. Simón era el que ahora tenía la fuerza y las ganas y Valerio el que debía dejar de lado los temores. ¿Debía echarse atrás?
—¡Dale, vamos! —insistió Simón.
—Bueno...
No se decidía. Pero no podía decir que no, no debía mostrar sus flaquezas. La idea era buena, al sol lo iban a poder ver fácilmente. El edificio era altísimo y la neblina borraba los últimos pisos... pero había que pasar por el quiosco... ¿Valía la pena arriesgarse? Sí, claro que vale la pena, se decía para darse fuerzas. Era una aventura más para compartir con su mejor amigo, solo debía decidirse. Sentía como si la felicidad de toda su vida estuviera en la realización de este proyecto.
—¡Ma sí! ¡Vamos! —gritó al fin Valerio.
Ya estaban metidos en el juego. No podían echarse atrás. El quiosco estaba ahí, frente a esas miradas inocentes que observaban que a la puerta le faltaba el vidrio que días atrás ellos mismos habían roto. Un cartón tapaba el hueco; una cinta de embalar marrón lo sostenía al marco. Romper esa protección o simplemente sacarla sería una pavada. Solo debían cuidarse de que nadie los viera. La calle estaba vacía. Apenas un auto pasaba velozmente. Desde el balcón de un edificio de la cuadra advirtieron que una mujer los observaba. Una señora de unos setenta años. Pero hasta ahora nada malo estaban haciendo, se sentaron en el cordón de la vereda y disimularon su intención. Esperaron varios minutos sin hablar, nerviosos, esperando ansiosamente que la señora ingresara a su departamento y los dejara actuar. Temblaban. No sabían si de frío o de miedo. La neblina no se disipaba pero comenzó a soplar viento sur, fuerte y frío. De pronto advirtieron que la única testigo había desaparecido, tan inesperadamente como había surgido el viento. Ya podían actuar libremente. Estaba todo listo para cruzar la barrera hacia el sol.
De los dos, era Valerio el que generalmente tomaba las iniciativas, por lo que dudando primero y venciendo luego el temor, de un manotazo desprendió el cartón que tapaba el agujero de la puerta. Por ese espacio pasarían tranquilamente. No volvieron a hablar. Sabían que el silencio era importante y, además, una clave. Sabían además, a pesar de su corta edad,  que para lograr el objetivo tendrían que medir cada movimiento con mucho cuidado. Primero pasó Valerio y vio todo en penumbras. Le costó adaptar su vista al ambiente. Simón cruzó el abismo segundos después, luego de comprobar que nadie los estaba observando. Tapó desde adentro nuevamente el agujero con el cartón. Lo logró a medias. La cinta ya no se adhería al marco como antes. Afuera las hojas de los árboles corrían cada vez más fuerte hacia el norte. El camino se hacía ahora más difícil debido a la oscuridad.
Un mundo de fantasía encontraron adentro del quiosco. Chocolates de todo tipo en una estantería, caramelos de todas clases y marcas en cajones y frascos, pelotas de goma de todos los tamaños colgaban en redecillas, innumerables juguetes ocultaban las paredes, cajas y más cajas de las figuritas que ellos mismos coleccionaban. Todo esto brillaba a pesar de la oscuridad frente a los ojos inmensos de los chiquilines. No dijeron nada, no movieron un solo dedo, solo miraban. Parecía mentira. El sueño de todo pibe de estar solo y sin guardianes adentro de un quiosco era para ellos en esos momentos una realidad. Se les hacía agua la boca.
—¡El techo! —gritó Simón.
—Sí, ahí está el agujero... Tiene una tapa.
—Pero se puede abrir. ¿Cómo subimos?
—¡Ahí! La escalera.
Subió Valerio muy lentamente mientras Simón sostenía la escalera destartalada. La tapa cedió fácilmente y un oscuro infinito se divisó en lo alto.
—¿Podremos llegar?
—No hay más que probar...
Valerio y Simón estaban poseídos por una fuerza que desconocían: el coraje y la confianza eran sus aliados. Subió también Simón. Abajo dejaban un quiosco intacto, inexplorado por dos niños que se dirigían a su destino fundamental: el sol. Un sol hermoso que imaginaban en la azotea, más allá de la neblina y de las nubes grises. Les latía el corazón desesperadamente mientras subían por las escaleras sin terminar del viejo edificio. Todo estaba oscuro. Solo el chillido de algunas ratas se escuchaba además de los pasitos infantiles. Eran dos ciegos rumbo a la luz.
—¿Será cierto que los edificios son más altos que las nubes?
—Mi papá me dijo que los rascacielos sí son más altos.
—Ojalá, porque si no, no podremos ver el sol.
—Si no podemos... si no podemos...
—¡Si no podemos, por lo menos lo intentamos!
—Sí, pero... ¿será cierto?
Luego de varios minutos de subir casi corriendo por las escaleras abandonadas, llegaron al último piso. Escucharon a esa altura lo fuerte que soplaba el viento. Se encontraron frente a una puerta metálica cerrada con un alambre. Abrirla debería ser fácil. Por debajo de la puerta ingresaba una leve claridad que hacía ilusionar a los niños.
—¡Dale, dale!
—¡Pará, que está duro!
El alambre no cedía. Los corazones se aceleraban cada vez más. Los latidos podían escucharse en todos los pisos del edificio. Cada ruido que hacían era respondido por un eco en el vacío. De pronto escucharon una sirena y se quedaron inmóviles. Se miraron y sin decir una palabra pensaron en el sanatorio que estaba a pocos metros del edificio.
—Sigamos.
Más tranquilos, siguieron luchando contra el alambre. En cinco o seis minutos lograron sacarlo. La puerta quedó liberada y una gran sonrisa adornó el rostro de Valerio y Simón. Con una leve patada abrieron la puerta. Y el espectáculo fue total, una maravilla indescriptible. Los rayos del sol encandilaron a los niños. Fueron felices, habían logrado el objetivo. Ya no tenían duda: ¡era cierto que los edificios eran más altos que las nubes!
—¡Viste! ¡Viste!
—¡Sí, el sol! ¡Ahí está! ¿Viste que mi papá tenía razón?
Se abrazaron sin pensarlo. Casi por un movimiento mecánico, instintivo. No se dieron cuenta de que era la primera vez desde que se conocían que lo hacían. Un fuerte abrazo lleno de risas y asombro. La felicidad era infinita, y para mejor, compartida. El cielo estaba casi despejado. Las nubes corrían velozmente. El sol brillaba como nunca en lo alto. Hacía frío y todavía el viento soplaba fuerte, ese mismo que minutos antes comenzó a soplar cuando decidieron largarse a la aventura. El objetivo estaba cumplido: el sol, ese que no podían ver desde la calle, ahora estaba ahí, al alcance de sus ojos.
Mientras el abrazo se hacía eterno y miraban fijo hacia el cielo sin hablar, a través de la puerta metálica aparecieron violentamente dos policías y el dueño del quiosco.
Sus inocentes ocho años no estaban acostumbrados a ser entrevistados por la policía ni a escuchar los insultos incesantes del viejo que se había quedado con su pelota de goma. Retrocedieron sorprendidos y atemorizados. No dijeron nada. Los bajaron del brazo y se dejaron llevar. En la azotea no quedó más nadie, solo el sol que seguía brillando espléndidamente y a los lejos, hacia el norte, se divisaban las últimas nubes.
Los sacaron por la puerta del quiosco, ahora abierta. En la calle los esperaban dos policías más en un patrullero. Una decena de curiosos miraba a los amigos y realizaban los más absurdos comentarios. Desde su balcón, la señora los volvió a observar. Simón miró a Valerio resignado pero ya sin nervios. Valerio sonrió. El silencio los seguía comunicando. Estaban satisfechos porque se sabían inocentes. En el quiosco no faltaba un solo caramelo. No estaban arrepentidos. El viejo comerciante seguía blasfemando. Antes de subir al patrullero, las sonrisas de Valerio y Simón se convirtieron en carcajadas. Ya no hacía frío. El sol calentaba toda la ciudad.

1987




martes, 5 de enero de 2016

LA VENTANA


Esquina de 9 de Julio y Santiago del Estero (Santa Fe) 01/01/2016

Cuando la vi, vinieron a mi mente —escalofrío mediante—, las imágenes que tenía guardadas de Alejandra y de Martín. No sé por qué, o sí, lo sé: esa pared gastada, muy vieja, olvidada, color sepia —sin la ayuda de tecnología alguna—, me hizo pensar en el mirador de la vieja casa de Barracas. Las persianas herrumbradas y entreabiertas, la reja trabajada como ya no se las hace más, también oxidada, descuidada, enmohecida. Las hojas de la puertaventana con los vidrios repartidos y sucios, alguno más viejo que otro, la banderola en la parte superior y su moldura de estilo. Debo haber dado una imagen sospechosa al haberme quedado parado frente a esa casa, con el cuello inclinado a cuarenta y cinco grados y la mirada absorta, perdida en esa vieja ventana, pero no en su imagen, en esa cerrazón que no impidió que mi imaginación volara y penetrara muros infranqueables.
El interior se veía oscuro y no pude dejar de imaginarme a una muchacha recostada en su cama, los ojos cerrados pero que supe hermosos, cabellos negros con reflejos rojizos, con sus piernas largas encogidas, descansando profundamente; y un pibe inocente, aparentemente menor que ella, sentado a su lado, mirándola, deseándola como una bestia desesperada, pero sabiendo que ella es un ser divino inalcanzable. Imaginé que yo era Martín y que Alejandra era un sueño loco y peligroso que estaba dispuesto a enfrentar. Sentí en pleno verano santafesino el frío húmedo del otoño, como si una llovizna acariciara mi barba entrecana y contemplé esa imagen hermosa de dos seres casi juntos, en la misma cama, pero tan lejanos a la vez. Escuché en el interior de la casa, quizás en la habitación contigua o en un comedor de la planta baja, el lamento de un clarinete: notas desarticuladas y obsesivas. Imaginé a un viejo centenario de ojos vidriosos balbuceando palabras casi ininteligibles que recordaban a la Legión huyendo hacia el norte con el cadáver hediondo de Lavalle, pudriéndose… La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de una vela a punto de acabarse, y caminé lentamente por sus pisos gastados. Al intentar salir de la habitación observé una escalera caracol metálica que me conduciría seguramente hacia el autor de la triste melodía, pero dudé en ir en su búsqueda. Estaba en muy mal estado y con varios escalones rotos. Además, la escena de Martín y Alejandra me deslumbraba, nunca había visto una imagen tan desgarradora y amorosa a la vez. Como un cuadro expresionista. Ella, de apariencia tan angelical, inmersa en sueños que imaginé tenebrosos; y él, lánguido, triste, observándola, esperanzado en un amor que no podía ser.

El bocinazo de un colectivo de la línea 2 me hizo volver a la realidad y me sentí ridículo, allí parado, inmóvil, sobre la vereda de calle 9 de Julio, frente a la esquina con Santiago del Estero, observando la ventana de una vieja casa que había advertido segundos antes, al mirar sin saber por qué hacia arriba, al azar.

viernes, 11 de mayo de 2012

CONTRASTES ONÍRICOS


Siete menos cuarto de la tarde. La movilización había sido convocada para las siete. Ensimismado en una de las tantas lecturas que tenía atrasadas, se me había hecho tarde. Los vagos llegaron en la Ranger y me apuraron a bocinazos. 1987 estaba difícil y el presupuesto no alcanzaba. Docentes, no docentes y alumnos universitarios queríamos hacernos oír. Movilizar era la consigna. Me vestí lo más rápido que pude y salí de casa corriendo, sin avisar a nadie. Hacía frío. El otoño se estaba yendo y los últimos días del mes de junio se estaban poniendo bravos. Al cerrar la puerta de casa observé que en la camioneta mis compañeros llevaban grandes carteles: Mayor presupuesto ya, No al pago de la deuda, Por una Universidad científica, mayor presupuesto, y otros más que no alcancé a leer. A los gritos me apuraban. En la chata de la camioneta iba sentado uno de los profesores de la facultad y me alegró verlo ahí, junto con sus alumnos. La camioneta arrancó sin esperarme, lentamente: la broma de siempre. Debería correr unos cuantos metros detrás hasta alcanzarla y subirme en movimiento. Me sumé al juego y corrí. Sabía que terminarían aminorando la marcha para que pudiera, al fin, subirme. El andar de la camioneta se hizo cada vez más rápido y corrí desesperadamente tras ella. Mis amigos se fueron alejando poco a poco pero seguí corriendo a igual velocidad y, a pesar del frío, comencé a sudar. Sin mirar a los costados, mi vista estaba fija en la camioneta cada vez más lejana. Las casas, edificios y los árboles de la vereda iban quedando atrás muy velozmente, más rápido quizás de lo que yo corría. Comencé a sentir una extraña sensación en mis pies: las zapatillas comenzaron a gastarse y se destruían lentamente hasta que las perdí definitivamente. Había entrado en calor. Me saqué la campera de jean y la tiré al piso. Seguí corriendo intentando alcanzar la camioneta, que ya era un punto diminuto en el horizonte. El calor era sofocante. No sé cómo ocurrió pero de repente me vi sin pantalones ni camisa. Solo los calzoncillos me quedaban puestos. Seguí corriendo por el medio de la calle sin prestar atención a los autos ni a la gente que me cruzaba. Supe que era inútil seguir pensando en la camioneta, seguramente mis amigos ya estarían llegando al lugar de concentración, y seguí corriendo desesperado, semidesnudo. Pero la gente no me miraba. No reparaba en mí. Dos o tres cuadras antes de llegar, dejé de correr. Continué a paso lento, jadeando. Advertí que ahora ni siquiera tenía puestos los calzoncillos. Curiosamente, no sentí vergüenza y seguí caminando como si todo estuviese en orden, como si todo fuese normal. Ahora no tenía frío… no tenía calor. Solo quería encontrar la camioneta, a mis amigos.
La concentración era frente a las puertas del Rectorado de la Universidad, sobre bulevar Pellegrini. Me extrañó no escuchar canciones ni bombos ni discursos. La gente estaba en silencio. Y de pronto, sirenas. Dos ambulancias aparecieron velozmente y se internaron entre la multitud. Varios enfermeros descendieron y se dirigieron corriendo hacia la puerta del edificio. Mi absurda desnudez no era advertida por nadie entre la gente allí reunida. Fui abriéndome paso a empujones. Quería saber qué pasaba. Tropezaba, empujaba, me empujaban, me pisaban, pero yo seguía avanzando, seguía introduciéndome en esa masa compuesta de camperas, pulóveres, bufandas y guantes, carpetas y carteras. Era uno más, pero desnudo. Hasta que pude acercarme más y observar lo que estaba pasando: me quedé inmóvil. Nadie hablaba, todos dejaron actuar a los enfermeros. Tres criaturas, tres niños que no habrán tenido más de dos años, estaban tirados en el piso frío, desnudos, con sus ojitos abiertos pero sin lágrimas. Les costaba respirar y estaban muy flacos. Desnutridos, quizás. Se los notaba tristes. Los cubrieron con unas cobijas y se los llevaron. Estaban a punto de morirse de hambre y de frío, y nos miraban como queriendo decir algo. De pronto, un grupo de estudiantes rompió el silencio entonando una canción que nada tenía que ver con la lógica del momento, ni con los tres niños, ni con la movilización. Nuevamente se escucharon las sirenas, que ahora se alejaban, y lentamente los carteles que hasta el momento habían permanecidos escondidos, fueron elevándose: Mayor presupuesto ya para la Universidad.
La gente siguió sin advertir mi desnudez. Su actitud cambió radicalmente cuando las ambulancias y el ulular de las sirenas desaparecieron. Ahora sí comenzaron a sonar los bombos y a escucharse las canciones de protesta y reclamo. La gente bailaba, saltaba y hasta reía. Convencidos estaban de que la unidad era la única forma de lograr el objetivo propuesto. Me sentí un loco suelto entre la multitud. Corría desesperadamente de un lado a otro buscando a mis amigos, dando y recibiendo empujones, patadas, puteadas. Ahora sí me sentí observado, pero no por mi falta de ropa sino por mi actitud, mi desesperación, mi accionar agresivo hacia toda esa gente.
Por fin los ubiqué. Allí estaban, todos juntos, cantando y bailando. Se divertían. Ninguno reparó en mí. Me acerqué y les grité. Se rieron y me gastaron algunas bromas, pero ninguna fue por mi desnudez sino porque me habían hecho correr detrás de la camioneta. Cada vez más gente llegaba al lugar, nadie se iba. La movilización era un verdadero éxito. La esperanza de que el gobierno accediera a aumentar el presupuesto universitario estaba latente. Comencé a no soportar mi estado y sentí la necesidad de volver a mi casa para vestirme. La gente comenzó a mirarme de manera extraña, como si no comprendiera mi absurda presencia en el lugar. Me puse más nervioso todavía. Traté de olvidarme de la movilización y me retumbó en los oídos el sonido de las sirenas de las ambulancias.
Luego de caminar durante tres o cuatro cuadras me encontré con un grupo de chicos y chicas de mi edad que estaban en la vereda conversando alegremente. Escuchaban música muy fuerte. A medida que me iba acercando a ellos, comencé a advertir los colores chillones de sus ropas, el humo de los cigarrillos, el olor a alcohol. Se divertían sin cansancio a las siete y media de la tarde en la puerta de una confitería bailable ubicada en una calle oscura. En la vereda de enfrente, unos cuantos hombres con trajes negros miraban a los jóvenes. Fumaban y hacían comentarios silenciosamente. Había también mujeres, jóvenes y viejas, con sacones negros, tapados de piel, todas muy elegantes y serias. Ver esos dos grupos enfrentados, separados por una calle oscura que ocasionalmente era transitada por algún auto, era casi un delirio. De un lado los colores bailaban, saltaban; del otro, la seriedad no se inmutaba, la oscuridad observaba con los ojos tristes. Tres o cuatro coches negros llegaron al lugar. Tres o cuatro hombres descendieron de ellos. Trajes negros, bigotes y anteojos ahumados, a pesar de la oscuridad. De pronto, de la casa, también oscura, sacaron lenta y cuidadosamente un ataúd, varias coronas y ramos de flores. Y yo parado ahí, en el medio de los colores y la oscuridad, entre la alegría y la tristeza. Mi desnudez era cada vez más estúpida y sentí mucho frío. Continué el camino de regreso a casa.
Llegué varios minutos después. El frío ya no se hacía sentir. Apenas traspasé la puerta de ingreso, me vi con los pantalones puestos, la camisa bien abrochada, la campera en la mano y las zapatillas con los cordones bien atados. Apareció mi viejo y me preguntó de dónde venía. No le contesté. No supe qué decirle. No sabía verdaderamente dónde había estado. Entré en mi habitación y me senté en la cama. Agaché la cabeza y me tapé los oídos con fuerza. Estaba aturdido. Cerré los ojos y tuve ganas de llorar. En mi mente se mezclaban los pequeños desnudos y los carteles de protesta, los cantos y las sirenas, los colores y la oscuridad, la música y el silencio…