Hay una edad en que la sangre hierve en las venas, tiempo en el que no se razona demasiado en lo que se hace ni se miden las consecuencias —no hay tiempo para ello—, se pierde la noción de realidad y de cordura, y uno se deja llevar como un niño al que le prometen el juguete eternamente deseado. Siempre pensé que eso pasa cuando uno se enamora sin saber siquiera lo que es el amor o lo que ese sentimiento nos deparará en el futuro, mediato o inmediato. Como esos amores locos que aparecen de repente en una noche después de varias copas de alcohol que aceleran el hervor de la sangre mientras viaja por nuestras venas desde el corazón a los pulmones tratando de oxigenarse.
Esa noche, que me depararía sorpresas, me quedé solo en la barra de uno de los tantos bares del bulevar con la copa ya vacía a la que agitaba suavemente tratando de que los últimos trozos de hielo le sacaran un poco más de gusto a la media rodaja de limón que minutos antes había ayudado a darle el toque perfecto a un gintonic. Mis amigos habían querido llevarme con ellos a un boliche bailable de la zona, pero me negué con la fundamentación de siempre: odiaba entrar a esos lugares donde solo se escuchaba música que no me gustaba, odiaba ver gente bailar esa música, odiaba bailar, me sentía un sapo de otro pozo y, por sobre todas las cosas, sabía que jamás encontraría al amor de mi vida adentro de un lugar como esos.
El bar en el que me quedé estaba lleno de gente. Si me quedé un rato más ahí adentro fue porque entre tanto bullicio se podían escuchar canciones de U2, Sting y Phil Collins. Cuando estuve por pedirle al barman el último gintonic que me tomaría esa noche para disfrutar de mi soledad a pesar de tanta gente, sentí un golpe en la espalda. Más que un golpe fue un empujón que casi me hace caer de la banqueta.
—Perdón, perdón… —suplicó a duras penas una morocha que llevaba en su mano izquierda un vaso casi lleno y se apoyó con su codo derecho en la barra. No se la veía bien. Alguien con el suficiente sentido común hubiese advertido, como lo hice yo, que su problema no era más que exceso de alcohol en la sangre… mejor dicho, en todo el organismo.
—¿Estás bien? —vi que no podía mantenerse en pie y le ofrecí gentilmente mi banqueta. Sonrió y apoyó el vaso sobre la barra.
—Es ron… —entendí que quiso decir ya que la lengua se le trabó y le jugó una mala pasada.
Advertí que de pronto quienes estaban sentados a mi alrededor abandonaron sus lugares y nos quedamos con la morocha en la barra un poco más cómodos. Agarré otra banqueta para mí y me pedí el gintonic pendiente.
—Yo también quiero… —me dijo como pudo la morocha mientras sostenía su vaso de ron casi lleno.
—Terminate primero ese y después te invito otro —le dije como para salir del paso.
Mientras el barman acercaba mi nueva copa, la morocha se agachó y previo a tener dos o tres arcadas, vomitó en el piso. Me dio mucho asco no solo por el olor sino también porque sus fluidos mancharon mi pantalón y mis zapatos. Tuve ganas de putearla, de llamar a alguien para que se la llevase de ahí, para que la sacaran del bar, pero tuve un sentimiento que no podría ahora definirlo y la tomé por los hombros, la incorporé sobre sí misma y la llevé hacia la vereda. Supuse que tomar aire fresco le haría bien. Además sabía que en pocos segundos vendrían sus amigas o su novio o alguien a ayudarla. No ocurrió así. Mientras la gente nos abría paso entre risas y muecas de asco, yo llevaba casi arrastrando a la morocha hacia la vereda, ante la mirada absorta del barman que advertía que estaba abandonando mi copa intacta sobre la barra.
—¿Con quién estás? —le pregunté mientras la sentaba en una silla plástica que gentilmente me acercó uno de los que estaba como seguridad en la puerta. Comenzó a reír.
—¡No me traje el vaso, putamadre!…
Alguien me acercó un vaso de agua.
—Tomá, para que se enjuague un poco la boca tu novia. Ah, y este bolso es de ella.
Agarré el vaso, el bolso y cuando intenté explicarle que ni siquiera sabía quién era la morocha, me encontré con que estábamos los dos solos en la vereda.
—Tomá, enjuagate.
La morocha sorbió un poco de agua, hizo un buche y escupió a un costado.
—¡Qué feo que es vomitar! ¿Me buscás mi copa?
A pesar de que yo había tomado bastante, estaba un poquito mejor que la morocha. Le dije que se tranquilizara, que tome un poco de aire, que le iba a hacer bien y después podría volver a entrar a buscar a sus amigas. Rio.
—¿Qué amigas? Estoy sola…
Pensé en ese momento si la morocha no había optado, como yo, quedarse en el bar para escuchar música y beber un trago, antes de terminar en el boliche bailable donde quizás habían ido sus amigas y donde tampoco se sentiría bien. O si realmente estaba sola porque no tenía a nadie en el mudo con quien compartir un momento de diversión. Las soledades complican el alma y más de noche bajo el efecto del alcohol…
Abrió el bolso y sacó un pañuelo. Creí que se iba a largar a llorar. Pero se secó los labios, levantó la vista y me dijo:
—Caminemos un rato. Me va a hacer bien.
Sus ojos eran negros, muy oscuros. Tenía una mirada muy bella. Era una linda mina que habrá tenido mi edad pero parecía más grande. No sé si por sus rasgos o por el estado deplorable en el que se encontraba. Se incorporó a duras penas de la silla, me tomó de la mano y comenzó a caminar arrastrándome y canturreando una canción del Flaco: «Vamos al bosque, nena… Uuuhhh… Vamos al bosque, nena…».
Creo que no hubiese caminado ni dos pasos a su lado si no la hubiese escuchado cantar. Ese fue el embrujo, esa fue la telaraña que me atrapó y que me decidió a seguirle el juego. A una mujer que canturrea a Spinetta no podría haberla catalogado de otra manera que no sea como genial. Fue una sirena que me encantó con su fresca voz… debería haberme tapado los oídos… Caminamos por el cantero central del bulevar rumbo a la costanera. Como podía, caminaba y seguía cantando. Cada tanto, tenía que sostenerla para que no se cayera al piso de boca.
—Deberíamos tomar un café —propuso de repente—. Yo pago.
No me pareció descabellada la idea. Seguramente no la dejaría pagar y acepté la propuesta. Todavía los bares del bulevar estaban abiertos y nos sentamos a la mesa de uno, en la vereda. El mozo se acercó.
—¿Y si en vez de café le damos a la birra? —propuso.
—¡No! —fue mi reacción inmediata—. Traenos dos cafés. Dobles y bien cargados —le dije al mozo.
En cinco minutos me atormentó con su charla. Llegó un momento en que deseé que se callara un poco. Siempre me molestaron las personas ruidosas. Comenzó a dolerme la cabeza. Vestía una camisa negra y desabrochó uno de los botones. No sé por qué. Estará acalorada, pensé. Advertí que sus pechos eran lo suficientemente grandes como para llamar la atención. Cada vez que llevaba la taza de café a sus labios, sus ojos se clavaban en los míos y sonreía. A medida que pasaban los minutos, la morocha iba recobrando la postura. Ya era hora de averiguar aunque sea su nombre.
—Marcela.
Siguió hablando como si nos conociéramos desde la infancia. Yo solo escuchaba y de vez en cuando le dirigía la palabra cuando me preguntaba algo. Pero jamás me preguntó mi nombre. En un momento dado abrió su bolso y comenzó a buscar algo. Revolvió durante unos cuantos segundos mientras sus gestos demostraban preocupación.
—No encuentro mi reloj… ¿Qué hora es?
No le contesté. Solo extendí mi brazo y le mostré mi reloj pulsera para que ella misma viera que eran las dos y media de la mañana. Me tomó la mano y observó casi con admiración mi reloj.
—¡Qué hermoso!
Me hizo un gesto para que se lo prestara, para verlo mejor. No sé por qué se lo di. Estuvo varios segundos mirándolo, alabándolo, y lo apoyó en la mesa. No lo recogí en ese momento, no le di importancia, y la conversación —¿o monólogo?— continuó un buen rato mientras comenzaron mis ganas de ir al baño. Mucho líquido comenzaba a hacer estragos en mi vejiga. El bar estaba lleno; en la vereda también estaban todas las mesas ocupadas e inclusive había gente esperando que se desocupara alguna. De repente Marcela agarró mi reloj, se lo puso en su muñeca izquierda, tomó su bolso, se paró y me dijo «Vamos». Salió casi corriendo en dirección al puente colgante, que estaba a tres o cuatro cuadras.
—¡Pará, loca! ¡Hay que pagar!
—¡Que pague otro! —gritó y siguió su camino apresurada. Si no hubiese tenido mi reloj, juro que me hubiese quedado en el bar a tomarme una cerveza, pero no podía dejar que se lo llevara. Supuse que no me robaría porque era evidente que lo que quería era que la siguiera.
—¿Se van? —me preguntó una chica que esperaba de pie junto con una amiga que se desocupara una mesa.
—Sí —le dije—. Haceme un favor —saqué un par de billetes de mi bolsillo y se lo di a la piba, que me miraba asombrada—. Pagale al mozo los dos cafés. Confío en vos —y salí corriendo detrás de Marcela.
La alcancé como a las dos cuadras. Se reía con ganas y caminaba para atrás dando saltitos. Se sacó el reloj y me lo devolvió.
—Me da mucha adrenalina irme de un bar sin pagar… —dijo entre carcajadas.
Opté por no decirle que había dejado el dinero. Se la veía muy feliz en su papel de pequeña delincuente.
Cuando llegamos a la costanera nos sentamos frente a la laguna, cerca del puente colgante. Me dijo que yo era un tipo lindo, que parecía una buena persona y que tenía onda conmigo. Me insinuó sus pechos y me dio un beso en la mejilla. Yo estaba como inmovilizado, no sabía cómo reaccionar ni qué decir y sentí cada vez más ganas de orinar.
Volvió a revolver en el interior de su bolso y ahora sí sacó algo que no alcancé a ver bien qué era.
—Hagamos un pacto —me dijo.
La miré ahora con un poco de temor. Desenvolvió un pequeño objeto y me lo mostró: una hojita de afeitar.
—Un pacto de sangre…
Estábamos sentados casi tocándonos brazo con brazo y me alejé unos centímetros.
—¿Qué hacés? ¿Estás loca? —le reproché.
—¿Tenés miedo?
—Ni siquiera te conozco, no sabés ni cómo me llamo y me estás invitando a hacer un pacto de sangre. Estás totalmente loca…
Mis ganas de orinar se hacían cada vez más insoportables y sabía que no tendría otra salida que hacerlo ahí, en la laguna, delante de Marcela. No había otra opción. No aguantaba más.
—Yo no tengo miedo. Esto es valor, coraje… —se llevó la hojita de afeitar hacia una de sus muñecas.
—¡Dejá de boludear, ¿querés?!
Comenzó a reír y yo sentía que mi vejiga explotaba. Quería estar en otro lado, en el boliche con mis amigos, bailando la música que no me gustaba entre gente que no me agradaba. Pero no ahí, con esa mina que se quería cortar las venas y me invitaba a hacerlo también. Maldije haberme quedado solo en la barra tomando el gintonic, cosas que uno hace sin pensar, con la sangre en las venas hirviendo. Marcela pasó suavemente el filo de la hojita de afeitar sobre su brazo y apenas se rasguñó. Después se lo llevó a la mejilla y la hundió con más fuerza. No la deslizó pero la apretó fuerte. Vi la sangre. Intenté sacarle la hojita de afeitar y se me escapó un chorro de orina con mi movimiento. Luego el tajo fue en su pecho, en el medio de sus tetas. Ver la sangre en su cara, en su cuerpo, comenzó a descomponerme. Marcela reía a carcajadas mientras la sangre le brotaba en el pecho, en la cara. Yo seguía inmóvil, a punto de orinarme encima. Tenía ganas de salir corriendo pero el esfuerzo haría que me mojara indefectiblemente los pantalones. Se llevó ahora el filo hacia su cuello, hacia la yugular y le grité como loco que parara, que no lo hiciera, y cuando intenté sacarle la hojita de afeitar nuevamente, se me abalanzó para cortar mi cara y ahí sí no aguanté más y me oriné encima. Grité. Grité como un loco mientras sentía una húmeda tibieza recorriendo mis piernas.
Grité tan fuerte y fue tan grande mi desesperación que me desperté. Estaba empapado en transpiración y las sábanas, mojadas y calientes.