martes, 9 de julio de 2024

LA VENGANZA


Si yo decía que era él, si yo le decía al fiscal que él fue el hijoeputa que mató a la Vero, no hubiese podido vengarme. No sé si me entiende…

Lo metieron en cana porque yo les dije a los de Investigaciones que había sido él, que yo había visto con mis propios ojos cómo ese guanaco le había pegado con el fierro en la cabeza a la Vero, a mi pobre angelito que se estaba resistiendo a las asquerosidades de ese cerdo. Me dijeron que lo agarraron al ratito nomás, en su casa, donde se había escondido como un cobarde… pero los milicos no encontraron el fierro. No sé, además, si lo buscaron. Me dijeron que tampoco encontraron huellas —eso pasa solo en las series yanquis— ni más testigos que puedan decir como yo que ese malnacido había matado a mi pobre Vero. Yo no sabía ni cómo se llamaba el desgraciado y lo habré visto apenas un par de veces, no más, por el barrio. Me lo hicieron describir. Era alto, pelo rubio o teñido, no sé, porque la piel era bastante oscurita, con corte a lo Kun Agüero, como todos los jugadores de fútbol, rapado atrás y a los costados, pero más largo arriba. Llevaba puesta una remera de fútbol, qué sé yo de qué equipo, bermudas floreadas y ojotas, aunque si me pongo a pensar bien creo que estaba en patas. Me preguntaron si tenía señas particulares y los miré como diciendo de qué me hablan. ¡Tatuajes, pircins, lunares!, me gritaron y les dije que la noche estaba oscura, que no me fijé en esas cosas, que estaba desesperada con la Vero en el piso agonizando y tratando de que no se me vaya. ¿Él la vio, señora? ¡Qué sé yo! Cuando le grité qué hacés, hijoeputa, y salí corriendo hacia la Vero, se fue corriendo con el fierro en la mano, sin mirar para atrás, y se perdió por las vías. Al otro día me llamó el fiscal y me dijo que la única invidencia —que no sé qué carajo es eso— que había en contra de ese guacho era mi declaración y que teníamos que hacer un reconocimiento de personas para fortalecerla. Lo miré sin saber qué decirle. Es necesario que usted lo reconozca, señora, porque si no, se nos cae el caso. No entendí. Que si no lo reconoce, señora, lo tenemos que largar. No tenemos nada en contra de Osuna. Ahí abrí bien los ojos. No sabía cómo se llamaba pero el fiscal me lo dijo. ¡Era el hijo malparido de la Tota Osuna! ¡La benefactora! ¡La que colabora con el merendero del barrio y le da de comer a chicos ajenos en vez de criar bien a los propios! ¿Y si lo reconozco? ¿Lo van a dejar adentro? El fiscal no contestó enseguida. Bajó la vista unos segundos y me miró como resignado. No se lo puedo asegurar, señora. Haremos lo posible, pero si usted no lo reconoce, sí o sí lo vamos a tener que largar. En realidad, yo no lo quería preso. Si lo dejaban adentro iba a tener techo y comida gratis. Y no soportaría que la Tota Osuna siga su vida como si nada le hubiese pasado a mi Vero. Me dijeron que fuera a las seis de la tarde a la oficina de Investigaciones. Cuando llegué, el fiscal todavía no había llegado y un policía —creo que era policía porque uniformado no estaba— me llevó a los apurones hacia una oficina del fondo de un largo pasillo porque me dijo que no me tenían que ver. No le pregunté quién no me tenía que ver y me dejé llevar. Las paredes de la oficina estaban pintadas de anaranjado fuerte. Había dos escritorios, uno con una computadora y una impresora y el otro con muchos papeles desparramados arriba. Me senté en una silla plástica, de esas blancas que todos tenemos, y esperé pacientemente durante media hora la llegada del fiscal. Mientras esperaba sola en esa deprimente oficina, afuera se escuchaban risas, gritos, corridas. Por fin llegó el fiscal —vestía jean y campera— con un muchacho de saco y corbata. Habrá tenido unos veinticinco o treinta años. Me dieron la mano e inmediatamente después ingresó a la oficina una mujer rubia, cuarentona, medio encorvada y me la presentaron como la abogada del imputado. Por mi cabeza pasaron muchas cosas para preguntarle a esa abogada, pero solo una le haría: ¿No tenés hijos, vos? Me limité a sonreírle falsamente. Hablaron entre ellos de varias cosas que no entendí hasta que el muchacho de corbata, sentado frente a la computadora me pidió que describa a quien yo decía que había matado a mi hija. Ya se lo dije a la policía el otro día, contesté. El fiscal intervino y me dijo que era necesario que lo volviera a hacer, sobre todo para que me escuchara la abogada defensora. Suspiré malhumorada y repetí como un loro toda la descripción hecha el día anterior y antes de que me lo preguntaran le dije al empleado que pusiera que no le vi señas particulares porque estaba muy oscuro y no me puse en detalles en ese momento. Inmediatamente después el fiscal comenzó a explicarme el procedimiento. Recién en ese momento advertí que en una de las paredes había como una ventanita muy pequeña de vidrio. Me dijo que debería mirar por ahí, que del otro lado había varias personas paradas y de frente, una al lado de la otra, con números arriba, sobre la pared; que debería estar muy tranquila porque quienes estaban del otro lado de la ventanita no podían verme y que luego de observarlos le dijera si entre esas personas estaba el hijoeputa de Osuna. En realidad, no me lo dijo así, sino que lo llamó como “quien yo había visto agredir a mi hija en la noche del hecho”. Cerré los ojos y suspiré. Me aproximé a la ventanita y antes de que mirara, el fiscal me dijo que si necesitaba verlos de costado o de espaldas, que se lo dijera. Ahora sí, con los ojos bien abiertos observé del otro lado de la ventanita. Eran cinco y no hizo falta mirar a los otros cuatro. A pesar de que todos tenían características físicas muy parecidas, el hijo de la Tota se destacaba. Jamás me olvidaría de esa cara. Advertí que definitivamente no era rubio: estaba teñido. Sonreía mientras miraba a la ventanita y me sentí observaba a pesar de la aclaración del fiscal de que no podrían verme. Tenía un gesto sobrador como diciendo la maté yo, ¿y qué? Sacaba pecho y levantaba un poco la pera. En ningún momento miré a los otros, no me importaban ni quería verlos. Un abrir y cerrar de ojos me hubiese bastado para identificar a esa rata aunque hubiese estado en medio de la hinchada de Sportivo Norte. Lo miré durante varios segundos y le dije con el pensamiento: si te identifico, capaz que quedás preso, hijoemilputas. Arriba de la cabeza de Osuna estaba estampado el número cuatro. Creo que estuve una eternidad mirándole la cara sobradora a ese malparido mientras seguramente la abogada defensora, el fiscal y el empleado esperaban impacientes que yo abriera la boca. ¿Necesita que se pongan de costado, señora?, me preguntó el fiscal. Cerré los ojos, suspiré y retrocedí. No, gracias, es suficiente con eso… Me miraron con mucha expectativa. El empleado ya estaba preparado con sus dedos sobre el teclado de la computadora para escribir el número que yo diría. ¿Entonces? ¿Es alguno de los que está en la rueda de personas, señora? Si es así, identifíquelo con el número que tiene arriba de su cabeza. Miré al fiscal e inmediatamente después, a la defensora. No, no es ninguno de ellos. Quien agredió a mi Vero no está ahí. Advertí un leve gesto de tranquilidad o alegría en la defensora, y el Fiscal, meneando su cabeza, le hizo un gesto al empleado que comenzó a escribir. ¿Segura, señora? Sí, me limité a decir.

Entiéndame, señor juez: si yo decía que era el número cuatro, si yo le hubiese dicho al fiscal que ese que se sonreía con malicia había sido el hijoeputa que mató a mi Vero, no hubiese podido vengarme. Y ahora estoy acá, contándole a usted, que me tiene una paciencia bárbara no sé por qué, la verdadera historia. Discúlpeme, pero yo no hubiese soportado mucho tiempo que la Tota tuviese a su hijo vivo, viviendo y comiendo de arriba, mientras que yo a mi Vero solo la iba a tener en el cementerio. Si le metí el balazo al desgraciado ese en la frente, delante de la Tota, fue justamente para que se diera cuenta lo que significa perder un hijo y ver cómo te lo matan delante de tus ojos… ¿Si me siento bien? Podría estar peor…


DISPAROS


A la memoria de H.Q. 

No sé muy bien por qué estoy acá, si todo fue un accidente... Todavía los oídos me palpitan por la explosión. Federico me había apuntado sin querer mientras le pasaba el trapo al cañón. Le dije que tuviera cuidado, que no apuntara, y me contestó riendo: ¡Cagón! ¡Está descargada!... Por las noches todavía escucho los disparos y me despierto sobresaltado. Los escucho de día también. Sus rostros se me aparecen en los espejos, a través de las paredes. A mi padre lo conozco por el retrato pintado que siempre estuvo colgado en la pared de la sala. Lo imagino bajando de la canoa con esa escopeta. Y escucho una y otra vez el disparo. Y me veo dentro de unos años con la misma escopeta en mis manos... Yo no le disparé a propósito a Federico. Primero, a la escopeta la tenía él. Él era el que le estaba pasando el trapo por el cañón. Yo limpiaba la funda y acomodaba los cartuchos en la caja. Pero se la saqué. Ya me había apuntado varias veces sin querer y no me había gustado nada. Mi madre tampoco tuvo la culpa del ataque de apoplejía de Ascencio, mi padrastro. Y menos yo, que lo encontré ahí, recién muerto por propia voluntad. ¿Por qué me dejan solo? Y ahora vos, Federico. Te dije: a las armas las carga el diablo, y te me reíste en la cara. Cagón, me dijiste. Te sacudí para que me dijeras que estabas bien, pero tamaña herida y el hilo de sangre que bajó de tus labios fueron suficientemente expresivos. El olor a pólvora y el charco de sangre me descompusieron. Tuve ganas de vomitar e intenté salir corriendo, pero una mano en la frente me lo impidió. Disparos y más disparos. Me pregunto cómo será morir de un tiro en la cabeza. Me pregunto si el cianuro no será menos violento, menos doloroso, más romántico... A Federico se le dieron vuelta los ojos y yo le grité: ¡¿Estás bien?! ¡Contestame! Pero todo fue inútil. Todavía nadie me preguntó nada. Solo me trajeron a los empujones hasta aquí sin escuchar mis explicaciones. Maldita escopeta. Mi madre la tendría que haber tirado o regalado cuando lo de mi padre. Pero no. El destino funesto de ese cañón no me va a dejar dormir más. Las detonaciones me persiguen. No soporto más estar acá encerrado. ¿A quién le digo que fue un accidente? ¿Cuándo me van a escuchar? Federico me apuntó... Y me dijo que el diablo nada sabe de armas. Y se la saqué. Tironeé con él y escuché el disparo. No gritó. Ni siquiera gimió. Como si se hubiera dado cuenta de que no fue culpa mía. Solo se desplomó en el suelo y yo alejé la escopeta de Federico... pensando quizás que él hubiese querido vengarse, dispararme... Y cuando sentí en la boca mis entrañas, la gente de la casa comenzó a llegar. Todo sucedió tan rápido que no sé si lo voy a poder explicar. Los disparos siguen sonando en el aire y mi padre, mi padrastro y Federico me miran a través de las rejas. Pasan unos segundos y se van diluyendo en las penumbras, se van alejando, me van abandonando definitivamente. Estoy solo como siempre lo estuve y quizás siempre lo estaré. No quiero escuchar nunca más disparos de escopeta. ¡Por favor, que alguien venga y me diga: Oiga, Quiroga, ¿qué fue lo que pasó?!

FIN DE HISTORIA

Daniel Estebe
(Argentina, 1959)

—¿Sergio? 

No me gustó que me llamara directamente por mi nombre. Estaba allí parado sin permiso y ni siquiera sabía quién era. 

—Fassanelli —corregí. 

—Mucho gusto, Sergio… Fassanelli. Encantado de conocerlo. Soy Nasal. Felis Nasal. 

—¿Félix Nasal? 

—No, no. Felis, así como suena: grave y con ese. Ignorancia del empleado del Registro Civil, ¿vio? 

No me caía bien su tonito confianzudo. Había llegado a mi oficina sin avisar y había golpeado la puerta sin anunciarse primero con Sofía, mi secretaria. Cinco golpes secos pero con ritmo me habían despabilado. La lectura de uno de los tantos contratos que tenía que controlar había provocado mi adormecimiento. 

—¡Sofía! ¿Qué pasa? —procuré una respuesta por el intercomunicador pero mi fiel secretaria no contestó. 

Me levanté y con un poco de mal humor recorrí los diez metros que separaban mi escritorio de la puerta. La abrí violentamente como para llamar la atención de Sofía —ella sabía que estaba ocupado y que no debía molestarme— pero no era ella la que golpeaba. Estaba ahí parado, alto, barba de varios días, mal vestido y me sonreía como si me conociera desde hacía muchos años. 

—¿Sergio? —preguntó extendiendo su mano. 

Minutos más tarde, sin ánimo alguno, lo escuchaba desde mi silla, escritorio y contratos de por medio. 

—Hace dos días llegué de España. Viajé especialmente para hablar con usted. 

No tenía acento español ni extranjero, debía ser argentino no más. Pero en ese momento solo pensé que hacía dos días yo también había llegado de España, donde estuve cerrando negocios pendientes de mi compañía en Madrid. 

—Un amigo suyo me dijo que usted podría ayudarme. 

Pensé inmediatamente en Ruy. Otro amigo en España, que yo supiera, no tenía. Solo conocidos con quienes me unía una relación comercial. 

—Necesito leerle unos escritos… 

Calló y bajó la cabeza. Buscó algo en su bolso. Me intrigaba. No sabía quién era ni qué quería. Me preguntaba qué hacía con ese extraño en mi oficina. ¿Por qué Ruy me lo habría mandado justo a mí, teniendo tantos amigos y familiares en Santa Fe? 

—Lo escucho. 

Levantó la vista e inclinó un poco su cuerpo hacia el escritorio. Sacó del bolso un sobre marrón, tamaño oficio, y del sobre sacó unos papeles escritos a máquina, de esas viejas que ya no se fabrican más. Recordé la letra de mi vieja Olivetti negra italiana que guardaba celosamente en el altillo de casa como uno de los pocos recuerdos materiales de mi viejo. 

Leyó.                           

No sé si servirá de algo decir que todo empezó en el año 1963… 

Me llamó la atención el año. El año en que yo nací. Pero en ese momento no le di demasiada importancia. 

Marcelo y Emilia recibieron —dicen— con alegría la llegada de su tercer hijo…

Sentí un escalofrío. Me acomodé en mi silla y miré con sorpresa e intriga a mi desconocido interlocutor. 

Continuó la lectura en forma lenta, se lo veía tranquilo, y para mi asombro, las palabras de ese narrador en primera persona reflejaban la historia de mi propia vida. Lugares, personas, situaciones… 

—¿De dónde sacó esos papeles? ¿Quién se los dio? 

Solo me miró. 

—¡¿Quién escribió eso?! —casi grité. 

Felis Nasal continuó la lectura sin contestar. 

Cuando me casé con María Luisa…

No podía ser verdad. Advertí que los papeles que leía estaban amarillos, eran viejos, y cualquiera que me conociera personalmente podría darse cuenta de que esos escritos hablaban de mí y pensar que yo mismo los había escrito. 

Siguió la lectura durante casi media hora ante mi pasividad e impotencia para reaccionar. Escuché atentamente cada palabra, observé cada gesto de Felis Nasal cuando hacía alusión a los distintos aspectos de esa vida narrada, mi propia vida, incluso había datos que solo yo sabía que habían ocurrido y formaban parte de mis más íntimos secretos. 

Intenté interrumpirlo en varias ocasiones pero mi interés por seguir escuchando la historia y no sé qué otra fuerza interior me impedían hacerlo. Escuché cómo el narrador relataba el nacimiento de cada uno de sus tres hijos, Luisina, Josefina y Pedro, desde adentro de la sala de parto; lo que había sentido al abandonar su empleo público y la docencia después de tantos años; y todos los negociados que tuvo que hacer en tan poco tiempo para construir la empresa que ahora dirigía con tanto éxito, revelando ciertos hechos oscuros que eran sus secretos… y también los míos. 

—¡¿Qué es lo que quiere!? ¡¿Quién carajo es usted?! —grité desesperado—. ¡Sofía!

Felis Nasal levantó la vista y con suma tranquilidad intentó apaciguar mis nervios. 

—Queda solo un párrafo… 

No sé por qué no me levanté y lo agarré del cuello y lo saqué a los empujones de mi oficina. Comencé a transpirar y presentí el significado de las últimas palabras. Y no me equivoqué. Segundos después Felis Nasal se incorporó tranquilamente, sacó de su cintura un 38, me apuntó, gatilló y luego de un estampido sordo y seco observé cómo, en cámara lenta, la primera bala se dirigía hacia mi frente.

lunes, 8 de julio de 2024

A DOS PUNTAS



Te hacés mi amiga si estás conmigo /
pero cuando estás con otro /
me deshacés, siempre…
(Serú Girán)

La tarde era oscura a pesar del horario. Estaba nublado, lloviznaba de a ratos y el frío se hacía sentir. Laura me había invitado a tomar un café en el viejo bar donde íbamos casi siempre en grupo. Sospechaba el motivo de la cita y por eso fui de mala gana. Cuando llegué, cinco minutos antes de lo pactado, ella ya estaba ubicada en una mesa al lado de la gran vidriera que daba a calle San Martín. Estaba hermosa. La saludé con un beso en la mejilla y le dije un hola frío como la tarde mientras dejaba caer mi cuerpo pesadamente sobre la silla de madera de estilo vienés. Apenas murmuró una respuesta y pidió al mozo que se acercaba dos cafés.
Luego de varios minutos de no mirarnos ni abrir la boca, Laura decidió romper el silencio. Levantó la vista, miró cómo me comía las uñas con la mirada perdida en el cartel del hotel de la vereda del frente, o más bien perdida en la nada, y me pegó suavemente en la mano.
—¡Dejá de hacer eso, boludo! ¡Te vas a hacer mal! —y me sonrió, como para que me aflojara.
Esbocé una sonrisa. Me gustó su gesto y dejé mis uñas para después. Revolví lo que quedaba de café, ya frío, y lo terminé de un trago. Afuera ahora llovía con ganas y el frío era cada vez más intenso. La ciudad a través del vidrio se veía triste y desolada.
—¿Podemos hablar? —ahora perdió la sonrisa esbozada segundos antes—. ¿No vas a abrir la boca en toda la tarde?
—¿Querés otro café? —la invité y llamé al mozo.
—Mejor sería que pidieras una cerveza. Cuando tomás alcohol hablás más…
—No es mala la idea —el mozo se acercó—. Dos cafés más, por favor.
Días atrás me había escrito una carta. Me la había dado en medio de una reunión de amigos. Laura se había confesado como nunca. La palabra escrita evidentemente le resultaba más cómoda, como a mí, pero cuando advirtió que mi reacción se demoraba, comenzó a sospechar que mi respuesta no le llegaría jamás. Por eso me invitó a tomar un café.
—Creí que ibas a contestar mi carta… —estaba seria; sus ojos, tristes, y sus palabras, entrecortadas—. Hoy me siento una tarada por todo lo que te escribí —silencio por varios segundos, interminables—. Pero me salió de adentro, lo escribí de corazón y pensé que te iba a movilizar un poquito… —clavó su hermosa mirada en la mía. Sus ojos brillaban más que nunca.
En su carta me decía, entre otras cosas, que cuando estaba a mi lado era feliz, que me quería mucho, que yo la hacía sentir segura, conforme y muy tranquila. No soy insensible, pero sinceramente, no la entendí. ¿Acaso me consideraba su guardaespaldas? Me confesó que en un tiempo no tan lejano yo le interesé mucho, más que como un amigo, pero que no entendía por qué yo me había encerrado en mí mismo, por qué le había negado el acceso a mi vida. Me dijo que ella quería saber más de mí, conocer mis deseos, mis ideas, mis aspiraciones, mis dudas, mis miedos, mis penas, mis alegrías… Y que deseaba que yo me interesara por ella…
—Leí tu carta… Pensaba contestarte —le dije con mi característica tranquilidad—. Quería meditar muy bien la respuesta.
A Laura ahora sí se le escaparon algunas lágrimas y me reprochó con bronca pero en voz baja:
—¡Pero creo que te confesé cosas que no se tienen que pensar demasiado!
Era cierto. Me pidió casi por favor que me interesara por ella, me dijo que estaba pasando momentos difíciles en la escuela y que sus padres estaban muy enojados por sus calificaciones. Me confesó que necesitaba alguien en quien confiar, un amigo, un apoyo, alguien que la abrazara con sinceridad en esos momentos de llanto imposible de evitar.
Tenía razón, sin dudas. Cualquier adolescente —como lo era yo en esa época— al que una amiga le escribía semejantes palabras, no podía dejar de actuar en consecuencia. Y para colmo lo había escrito, lo había plasmado en un papel. Y la palabra escrita es sagrada. Una persona antes de entregar sus sentimientos que sabe que quedarán inmortalizados en un papel, los lee y relee hasta el infinito. Sabe que sus palabras quedarán escritas hasta que el destinatario decida eliminarlas, inmediatamente… o nunca…
La miré, dispuesto por fin a abrir la boca. Nunca quise que ese momento llegara, pero Laura lo buscó. Su cara reflejaba tristeza y hermosura a la vez. Laura era hermosa. Laura me gustaba…
—¿Te acordás del momento en que me diste la carta? —le pregunté mirándola seriamente a la cara—. ¿Te acordás qué hiciste inmediatamente después?
Laura se mostró sorprendida. Evidentemente, no esperaba esas preguntas.
—Ay… no me acuerdo… ¿Por qué?
Me suplicaba en su carta que volviésemos a los viejos tiempos, cuando nuestros diálogos eran frecuentes y casi siempre pesimistas —en concordancia con nuestros pensamientos adolescentes—; pero el hecho de estar juntos, mirarnos a la cara y decirnos nuestra verdad sin ningún reparo, nos hacía felices. En eso tenía razón. Meses atrás habíamos sido muy compinches, nos sincerábamos mucho, me decía en la cara que yo era el amigo más perfecto que había conocido. Y yo la miraba a la cara y quería comérmela a besos… Pero esa sensación, inexplicablemente, desaparecía a los pocos segundos.
—¿Por qué me preguntás eso? —me preguntó con voz llorosa.
“Te quiero, te quiero mucho y siempre fuiste alguien muy especial para mí, ya que en mi vida en un tiempo significaste mucho, fuiste muy importante, muy particular…”, me decía en esa carta que todavía conservo, después de… tantos años…
La tomé de las manos sobre la mesa del bar. Las tenía heladas. Su flequillo apenas cubría sus cejas. Sus cabellos rubios y enrulados cubrían la mitad de su espalda. Era hermosa. Lo es.
—¿Por qué me preguntás eso? —insistió, suplicó una respuesta.
Nunca le contesté. No sé por qué… Aunque sí. Lo sé. Estaba seguro de que Laura fingía no recordar y que su memoria no era para nada frágil. Nunca olvidé —ni olvidaré— que después de darme la carta, casi en secreto, se fue del grupo con Francisco, abrazada y a los besos, mientras yo los observaba con la carta en la mano —aún sin leer— y con un nudo en la garganta.

CON LA FRENTE BIEN ALTA

Ante la falta de mayores detalles sobre lo ocurrido según la noticia "Una discusión sobre literatura terminó en asesinato", me permití dejar volar la imaginación:



Ese año, el invierno no había tenido contemplación con los habitantes de Ivrit, en la región de los Urales rusos. Las bajas temperaturas habían provocado que la población se las rebuscara para encontrar calor de las maneras más disímiles. Y en eso estaban la noche del 20 de enero los viejos amigos Dimitri Ivanovich y Mijail Fiodorov.
Dimitri, a los cincuenta y tres años, llevaba ya cinco de vida solitaria en una sencilla pero prolija vivienda de uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad. Luego de separarse de Natascha, su compañera durante veinte años, y como consecuencia de no haber tenido hijos, no hizo más de su vida que seguir dando clases de literatura en una escuela secundaria cercana a su casa y reunirse periódicamente con sus amigos a charlar sobre el pasado bolchevique en común, sobre el presente vertiginoso y sobre el futuro imprevisible.
Por su parte, Mijail, unos cuantos años más grande que su amigo y colega, iba ya por su tercer matrimonio. Su esposa, sus dos ex, sus siete hijos y las clases en la universidad, no le dejaban mucho tiempo libre a su vida, pero se las ingeniaba para compartir, aunque sea una vez a la semana, una botella de vodka con sus amigos. Y esa noche, luego de dictar una pesada clase sobre la novela «Padres e hijos» de Iván Turguénev, decidió no regresar a su casa y tocar el timbre en lo de Dimitri, con una botella de Granenych bajo el brazo, comprado en uno de los tantos bares que había camino a la casa de su amigo.
Los primeros chupitos consumidos transcurrieron entre lastimosos recuerdos de Dimitri sobre su añorada Natascha y las quejas de Mijail sobre la falta de voluntad y entusiasmo de sus alumnos universitarios. Cuando la botella comenzó a vaciarse vertiginosamente, Mijail propuso ir a comprar comida, ya que el vodka comenzaba a hacer efecto y no había consumido sólido alguno desde el mediodía. Una docena de pirozhkí de patatas e hígado serían más que suficientes. Dimitri aprovechó —ante la inminente muerte de la botella llevada por Mijail— para comprar otra Granenych.
Las horas pasaron sin que los amigos se dieran cuenta. Los chupitos se llenaron por última vez porque la segunda botella, indefectiblemente, también había llegado a su fin. Apenas la mitad de una pirozhkí quedó sobre la mesa, junto a la cuchilla de cabo de hueso que la había partido momentos antes. Pero lo que no se terminaba era la conversación. La lengua ya les resbalaba a ambos y de vez en cuando un hilo de baba espesa caía de sus labios, entre risas y golpes de puño en la pesada mesa de roble. Y cuando el alcohol hace mella, lo hace en todos los sentidos y ni la amistad más sólida se encuentra a salvo.
—Che, ¿qué me decías de tus alumnos, vos? ¿Que no te los aguantás más? —preguntó Dimitri.
—No, no es eso. Lo que pasa es que no les ponen ganas a las clases y se hace cuesta arriba hablar frente al curso todo el tiempo sin que nadie te haga una pregunta o te cuestione algún concepto… —explicó Mijail.
Dimitri sonrió como diciendo vos tenés la culpa. Bebió el contenido del chupito de un trago, inclinando su cabeza hacia atrás, apoyó el vaso de un golpe seco sobre la mesa e increpó:
—¡Andá a saber qué estupideces les decís vos en las clases!...
Mijail se asombró ante el ataque inesperado de su amigo e intentó abrir los ojos por completo para mirarlo bien, pero no pudo. Lo vio en una nebulosa. En una situación normal, de charla pasajera, a las palabras de Dimitri las hubiese tomado no solo con calma sino también con gracia. Pero el Granenych pasaba ahora ser parte fundamental de la conversación y de la historia. No obstante, intentó tranquilizarse.
—Les hablo de la mejor narrativa mundial: la nuestra. Turguénev, Dostoyevski, Gogol…
—¡Imbécil! ¡Narrativa! ¡Tenés que dejar la narrativa fría y aburrida de lado en tus clases! ¡Tenés que hacer volar a tus alumnos! ¡Que sueñen! ¡¿Cómo querés que no se aburran cuando le leés kilométricas novelas nacidas de mentes aburridas y perturbadas?!
—¡Ah, bueno!... El profesor Ivanovich ahora está en contra de la narrativa rusa… —dijo irónicamente Mijail— ¡Claro! Seguramente al benemérito profesor Ivanovich le conmueven mucho más las novelas francesas con sus famosas heroínas que se enamoran de otro hombre estando casadas… Eso las hace más divertidas… ¿O será porque anda dando vueltas por el aire una historia similar?
El rostro de Dimitri cambió totalmente de color. Acusó el golpe. Era cierto, Natascha lo había dejado por el malnacido de Alexander Burchenko. Y Mijail lo sabía muy bien… Hizo un gran esfuerzo para no reaccionar violentamente.
—¡No me gustan las novelas francesas! Estoy hablando de poesía, profesor Fiodorov. Yo no necesito —ni quiero— perder horas, días, meses, hablando de novelas inacabables. Yo les leo a mis alumnos poesías, de esas que llegan al alma, a las entrañas. De esas que te hacen enamorar de la vida con solo escuchar su ritmo, su entonación, su musicalidad…
—¡Dejate de joder, Dimitri! Las poesías son para las mujeres que se enamoran hasta de los pajaritos que vuelan por el aire sin sentido… Dejá que a la poesía la canten y reciten felices eunuquitos y hacele razonar a tus alumnos la metafísica de la novela de Dostoyevski, que se cuestionen el porqué de la existencia del ser humano y piensen cuál es su función en el mundo, no solo para enamorar, sino para colaborar, contribuir, crecer como ser social. ¿Dónde quedaron tus ideales de otrora? Pensá en por qué Raskólnikov mató a esa vieja usurera y él mismo se terminó entregando a la Justicia para pagar su crimen, para recibir su castigo… ¡La verdadera literatura está escrita en prosa, Dimitri!
—¡No entendés nada, Mijail! ¡Sos muy tozudo! Amo apasionadamente la lírica y creo que supera ampliamente en valor literario a la prosa. No cualquiera escribe hermosos poemas y cualquier estúpido no solo te cuenta una historia, sino que también la escribe en infinitas páginas aburridas… Y me avergüenza que digas que la poesía es solo para las mujeres enamoradizas. ¿O acaso no te conmueve un poema de Kuzmin, o uno de Ivanov o de Gorotdetski?
El profesor Fiodorov abrió ahora sí muy grandes los ojos:
—¡Ahí está! ¡Esa es la cuestión! ¡Ahí está! ¡¿No lo ves?! ¡Ahora caigo por qué Natascha se fue con Alexander!
Cuando Mijail apenas terminó de pronunciar el nombre del nuevo amor de Natascha, sintió, como una quemazón, el corte de la hoja plateada —aún con restos de pirozhkí— en su pecho. Sentiría el mismo ardor varias veces más en los segundos siguientes. No alcanzó a ver el cabo de hueso del cuchillo no solo por el Granenych que invadía todos sus sentidos sino también porque estaba totalmente tapado por la mano derecha del profesor Ivanovich.
—La poesía es mejor… —murmuró Dimitri mientras miraba desde arriba a su viejo amigo que ya no respiraba y que acababa de dudar de su sexualidad.

domingo, 7 de julio de 2024

LOCA

 


Hay una edad en que la sangre hierve en las venas, tiempo en el que no se razona demasiado en lo que se hace ni se miden las consecuencias —no hay tiempo para ello—, se pierde la noción de realidad y de cordura, y uno se deja llevar como un niño al que le prometen el juguete eternamente deseado. Siempre pensé que eso pasa cuando uno se enamora sin saber siquiera lo que es el amor o lo que ese sentimiento nos deparará en el futuro, mediato o inmediato. Como esos amores locos que aparecen de repente en una noche después de varias copas de alcohol que aceleran el hervor de la sangre mientras viaja por nuestras venas desde el corazón a los pulmones tratando de oxigenarse.
Esa noche, que me depararía sorpresas, me quedé solo en la barra de uno de los tantos bares del bulevar con la copa ya vacía a la que agitaba suavemente tratando de que los últimos trozos de hielo le sacaran un poco más de gusto a la media rodaja de limón que minutos antes había ayudado a darle el toque perfecto a un gintonic. Mis amigos habían querido llevarme con ellos a un boliche bailable de la zona, pero me negué con la fundamentación de siempre: odiaba entrar a esos lugares donde solo se escuchaba música que no me gustaba, odiaba ver gente bailar esa música, odiaba bailar, me sentía un sapo de otro pozo y, por sobre todas las cosas, sabía que jamás encontraría al amor de mi vida adentro de un lugar como esos.
El bar en el que me quedé estaba lleno de gente. Si me quedé un rato más ahí adentro fue porque entre tanto bullicio se podían escuchar canciones de U2, Sting y Phil Collins. Cuando estuve por pedirle al barman el último gintonic que me tomaría esa noche para disfrutar de mi soledad a pesar de tanta gente, sentí un golpe en la espalda. Más que un golpe fue un empujón que casi me hace caer de la banqueta.
—Perdón, perdón… —suplicó a duras penas una morocha que llevaba en su mano izquierda un vaso casi lleno y se apoyó con su codo derecho en la barra. No se la veía bien. Alguien con el suficiente sentido común hubiese advertido, como lo hice yo, que su problema no era más que exceso de alcohol en la sangre… mejor dicho, en todo el organismo.
—¿Estás bien? —vi que no podía mantenerse en pie y le ofrecí gentilmente mi banqueta. Sonrió y apoyó el vaso sobre la barra.
—Es ron… —entendí que quiso decir ya que la lengua se le trabó y le jugó una mala pasada.
Advertí que de pronto quienes estaban sentados a mi alrededor abandonaron sus lugares y nos quedamos con la morocha en la barra un poco más cómodos. Agarré otra banqueta para mí y me pedí el gintonic pendiente.
—Yo también quiero… —me dijo como pudo la morocha mientras sostenía su vaso de ron casi lleno.
—Terminate primero ese y después te invito otro —le dije como para salir del paso.
Mientras el barman acercaba mi nueva copa, la morocha se agachó y previo a tener dos o tres arcadas, vomitó en el piso. Me dio mucho asco no solo por el olor sino también porque sus fluidos mancharon mi pantalón y mis zapatos. Tuve ganas de putearla, de llamar a alguien para que se la llevase de ahí, para que la sacaran del bar, pero tuve un sentimiento que no podría ahora definirlo y la tomé por los hombros, la incorporé sobre sí misma y la llevé hacia la vereda. Supuse que tomar aire fresco le haría bien. Además sabía que en pocos segundos vendrían sus amigas o su novio o alguien a ayudarla. No ocurrió así. Mientras la gente nos abría paso entre risas y muecas de asco, yo llevaba casi arrastrando a la morocha hacia la vereda, ante la mirada absorta del barman que advertía que estaba abandonando mi copa intacta sobre la barra.
—¿Con quién estás? —le pregunté mientras la sentaba en una silla plástica que gentilmente me acercó uno de los que estaba como seguridad en la puerta. Comenzó a reír.
—¡No me traje el vaso, putamadre!…
Alguien me acercó un vaso de agua.
—Tomá, para que se enjuague un poco la boca tu novia. Ah, y este bolso es de ella.
Agarré el vaso, el bolso y cuando intenté explicarle que ni siquiera sabía quién era la morocha, me encontré con que estábamos los dos solos en la vereda.
—Tomá, enjuagate.
La morocha sorbió un poco de agua, hizo un buche y escupió a un costado.
—¡Qué feo que es vomitar! ¿Me buscás mi copa?
A pesar de que yo había tomado bastante, estaba un poquito mejor que la morocha. Le dije que se tranquilizara, que tome un poco de aire, que le iba a hacer bien y después podría volver a entrar a buscar a sus amigas. Rio.
—¿Qué amigas? Estoy sola…
Pensé en ese momento si la morocha no había optado, como yo, quedarse en el bar para escuchar música y beber un trago, antes de terminar en el boliche bailable donde quizás habían ido sus amigas y donde tampoco se sentiría bien. O si realmente estaba sola porque no tenía a nadie en el mudo con quien compartir un momento de diversión. Las soledades complican el alma y más de noche bajo el efecto del alcohol…
Abrió el bolso y sacó un pañuelo. Creí que se iba a largar a llorar. Pero se secó los labios, levantó la vista y me dijo:
—Caminemos un rato. Me va a hacer bien.
Sus ojos eran negros, muy oscuros. Tenía una mirada muy bella. Era una linda mina que habrá tenido mi edad pero parecía más grande. No sé si por sus rasgos o por el estado deplorable en el que se encontraba. Se incorporó a duras penas de la silla, me tomó de la mano y comenzó a caminar arrastrándome y canturreando una canción del Flaco: «Vamos al bosque, nena… Uuuhhh… Vamos al bosque, nena…».
Creo que no hubiese caminado ni dos pasos a su lado si no la hubiese escuchado cantar. Ese fue el embrujo, esa fue la telaraña que me atrapó y que me decidió a seguirle el juego. A una mujer que canturrea a Spinetta no podría haberla catalogado de otra manera que no sea como genial. Fue una sirena que me encantó con su fresca voz… debería haberme tapado los oídos… Caminamos por el cantero central del bulevar rumbo a la costanera. Como podía, caminaba y seguía cantando. Cada tanto, tenía que sostenerla para que no se cayera al piso de boca.
—Deberíamos tomar un café —propuso de repente—. Yo pago.
No me pareció descabellada la idea. Seguramente no la dejaría pagar y acepté la propuesta. Todavía los bares del bulevar estaban abiertos y nos sentamos a la mesa de uno, en la vereda. El mozo se acercó.
—¿Y si en vez de café le damos a la birra? —propuso.
—¡No! —fue mi reacción inmediata—. Traenos dos cafés. Dobles y bien cargados —le dije al mozo.
En cinco minutos me atormentó con su charla. Llegó un momento en que deseé que se callara un poco. Siempre me molestaron las personas ruidosas. Comenzó a dolerme la cabeza. Vestía una camisa negra y desabrochó uno de los botones. No sé por qué. Estará acalorada, pensé. Advertí que sus pechos eran lo suficientemente grandes como para llamar la atención. Cada vez que llevaba la taza de café a sus labios, sus ojos se clavaban en los míos y sonreía. A medida que pasaban los minutos, la morocha iba recobrando la postura. Ya era hora de averiguar aunque sea su nombre.
—Marcela.
Siguió hablando como si nos conociéramos desde la infancia. Yo solo escuchaba y de vez en cuando le dirigía la palabra cuando me preguntaba algo. Pero jamás me preguntó mi nombre. En un momento dado abrió su bolso y comenzó a buscar algo. Revolvió durante unos cuantos segundos mientras sus gestos demostraban preocupación.
—No encuentro mi reloj… ¿Qué hora es?
No le contesté. Solo extendí mi brazo y le mostré mi reloj pulsera para que ella misma viera que eran las dos y media de la mañana. Me tomó la mano y observó casi con admiración mi reloj.
—¡Qué hermoso!
Me hizo un gesto para que se lo prestara, para verlo mejor. No sé por qué se lo di. Estuvo varios segundos mirándolo, alabándolo, y lo apoyó en la mesa. No lo recogí en ese momento, no le di importancia, y la conversación —¿o monólogo?— continuó un buen rato mientras comenzaron mis ganas de ir al baño. Mucho líquido comenzaba a hacer estragos en mi vejiga. El bar estaba lleno; en la vereda también estaban todas las mesas ocupadas e inclusive había gente esperando que se desocupara alguna. De repente Marcela agarró mi reloj, se lo puso en su muñeca izquierda, tomó su bolso, se paró y me dijo «Vamos». Salió casi corriendo en dirección al puente colgante, que estaba a tres o cuatro cuadras.
—¡Pará, loca! ¡Hay que pagar!
—¡Que pague otro! —gritó y siguió su camino apresurada. Si no hubiese tenido mi reloj, juro que me hubiese quedado en el bar a tomarme una cerveza, pero no podía dejar que se lo llevara. Supuse que no me robaría porque era evidente que lo que quería era que la siguiera.
—¿Se van? —me preguntó una chica que esperaba de pie junto con una amiga que se desocupara una mesa.
—Sí —le dije—. Haceme un favor —saqué un par de billetes de mi bolsillo y se lo di a la piba, que me miraba asombrada—. Pagale al mozo los dos cafés. Confío en vos —y salí corriendo detrás de Marcela.
La alcancé como a las dos cuadras. Se reía con ganas y caminaba para atrás dando saltitos. Se sacó el reloj y me lo devolvió.
—Me da mucha adrenalina irme de un bar sin pagar… —dijo entre carcajadas.
Opté por no decirle que había dejado el dinero. Se la veía muy feliz en su papel de pequeña delincuente.
Cuando llegamos a la costanera nos sentamos frente a la laguna, cerca del puente colgante. Me dijo que yo era un tipo lindo, que parecía una buena persona y que tenía onda conmigo. Me insinuó sus pechos y me dio un beso en la mejilla. Yo estaba como inmovilizado, no sabía cómo reaccionar ni qué decir y sentí cada vez más ganas de orinar.
Volvió a revolver en el interior de su bolso y ahora sí sacó algo que no alcancé a ver bien qué era.
—Hagamos un pacto —me dijo.
La miré ahora con un poco de temor. Desenvolvió un pequeño objeto y me lo mostró: una hojita de afeitar.
—Un pacto de sangre…
Estábamos sentados casi tocándonos brazo con brazo y me alejé unos centímetros.
—¿Qué hacés? ¿Estás loca? —le reproché.
—¿Tenés miedo?
—Ni siquiera te conozco, no sabés ni cómo me llamo y me estás invitando a hacer un pacto de sangre. Estás totalmente loca…
Mis ganas de orinar se hacían cada vez más insoportables y sabía que no tendría otra salida que hacerlo ahí, en la laguna, delante de Marcela. No había otra opción. No aguantaba más.
—Yo no tengo miedo. Esto es valor, coraje… —se llevó la hojita de afeitar hacia una de sus muñecas.
—¡Dejá de boludear, ¿querés?!
Comenzó a reír y yo sentía que mi vejiga explotaba. Quería estar en otro lado, en el boliche con mis amigos, bailando la música que no me gustaba entre gente que no me agradaba. Pero no ahí, con esa mina que se quería cortar las venas y me invitaba a hacerlo también. Maldije haberme quedado solo en la barra tomando el gintonic, cosas que uno hace sin pensar, con la sangre en las venas hirviendo. Marcela pasó suavemente el filo de la hojita de afeitar sobre su brazo y apenas se rasguñó. Después se lo llevó a la mejilla y la hundió con más fuerza. No la deslizó pero la apretó fuerte. Vi la sangre. Intenté sacarle la hojita de afeitar y se me escapó un chorro de orina con mi movimiento. Luego el tajo fue en su pecho, en el medio de sus tetas. Ver la sangre en su cara, en su cuerpo, comenzó a descomponerme. Marcela reía a carcajadas mientras la sangre le brotaba en el pecho, en la cara. Yo seguía inmóvil, a punto de orinarme encima. Tenía ganas de salir corriendo pero el esfuerzo haría que me mojara indefectiblemente los pantalones. Se llevó ahora el filo hacia su cuello, hacia la yugular y le grité como loco que parara, que no lo hiciera, y cuando intenté sacarle la hojita de afeitar nuevamente, se me abalanzó para cortar mi cara y ahí sí no aguanté más y me oriné encima. Grité. Grité como un loco mientras sentía una húmeda tibieza recorriendo mis piernas.
Grité tan fuerte y fue tan grande mi desesperación que me desperté. Estaba empapado en transpiración y las sábanas, mojadas y calientes.

30/08/2020 
(después de escuchar 
“Polaroid de locura ordinaria” 
De Fito Páez)

viernes, 3 de mayo de 2024

LA REBELIÓN DE LAS BESTIAS


Trabajo, solidaridad y lucha. Ricardo Carpani: 1961

Rugió con mucha bronca. Nadie se inquietó. No volaron los pájaros ni salieron corriendo los animales salvajes hacia los cuatro puntos cardinales. El rey de la selva quedó atónito. Miró a su alrededor y vio a los monos jugando en los árboles; a las hienas que, muertas de risa, ni siquiera lo miraban; a las jirafas que coqueteaban entre ellas; y hasta vio una pareja de venaditos apareándose sin ningún tipo de inhibición. Creyó estar soñando y pidió a su compañera que lo pellizcara. Rugió nuevamente, pero ahora por el dolor, y con mucha más bronca que la primera vez ya que comprobó que, efectivamente, estaba despierto. Y nuevamente ninguno de los habitantes de la selva pareció conmoverse con el tradicional mensaje de su rey. Se rascó la cabeza y se echó pesadamente sobre los pastos húmedos del valle. La Leona lo miró extrañada. ¿Estará ya viejo?, se preguntó. Tiempo atrás hubiese salido a matar al primer ser viviente que se le cruzara por el camino y ahora ni siquiera movía una pata. Solo se había echado a descansar y a observar cómo se le reían sus súbditos en su propia cara.
Dos días atrás había venido una de sus ministras, la Pantera, a comunicarle que había sido disuelta una reunión a dos kilómetros del lugar, en la que se encontraban representantes de las más diversas especies de la selva. No había sabido explicarle el motivo por el cual se habían congregado esos bichos porque ni siquiera los había interrogado antes de que sus secuaces atacaran despiadadamente a la animalada. La Pantera también le había dicho que ante una incipiente resistencia por parte de los insurrectos se había procedido a reprimirlos en forma violenta, causando más de sesenta víctimas, las que ya habían sido devoradas por el ejército a su cargo. ¡Pantera estúpida!, había exclamado el León. ¡Perdiste la oportunidad de averiguar qué estaban tramando por muerta de hambre! Desde hoy —la sentenció— me vas a tener que consultar antes de atacar. La Pantera bajó la cabeza y sin decir una palabra más se retiró hacia su caverna, cerca de las montañas.
Ahora el rey pensaba en los posibles temas que estarían tratando en esa asamblea las bestias que hoy no le prestaban atención. Murmuraba entre dientes maldiciones para todas las alimañas que seguían divirtiéndose como en feriado nacional. El venadito macho bebía agua jadeando de cansancio mientras la hembrita, insatisfecha, jugueteaba a su alrededor pidiendo una segunda vez. Un gran mono con trasero colorado se paseaba permanentemente a pocos metros del León haciendo alarde de su gran prominencia, dejando escapar de vez en cuando, a manera de burla, alguna flatulencia. Un jabalí y una jabalina lo miraban fijamente como estudiando la forma de gastarle alguna broma. Ni siquiera esos pajarracos insoportables que revoloteaban encima suyo dejaban de chillar. Estuvo echado allí hasta el amanecer, pensando, mirando, buscando el porqué de esa falta de respeto hacia su poderosa y siempre temida presencia. Si no hubiese sido por su compañera, hubiese pasado la noche allí, bajo las estrellas que iluminaban el valle sin ayuda de la luna. Vamos —le dijo—, los cachorros deben estar con hambre. Sí, vamos —contestó sin ganas y se dirigió hacia su cueva—. El tranquilo sonido de las noches en la selva lo acompañó en su trayecto.
Esa noche los cachorros y su compañera comieron los restos de un ciervo que habían matado la tarde anterior. Todavía estaba sabroso. Él no probó ni un solo bocado. Masticó un poco de pasto fresco y se echó boca arriba a pensar. Preguntó una y mil veces a sus queridas estrellas por qué y por qué, pero el silencio fue la única respuesta. Pensó en la evolución del mundo y en la promulgación de los Derechos Animales, pero creyó que no tenía nada que ver. Si estos pobres bichos ni siquiera saben que hay una ley que los defiende, se dijo. ¿Qué pretendían? ¿Que se los trate con más rigor? ¿Estaban insatisfechos? Hasta en las ardillas advirtió una falta de respeto insoportable. Desde los árboles le arrojaban todo tipo de frutos y hasta ramas cuando pasaba. Notaba que las serpientes vivían sacándole la lengua como si fuera una diversión más. Y no solo los venaditos daban rienda suelta a su instinto animal; también el hipopótamo, bicho apestable, montaba constantemente a su hembra en la orilla del lago. Y qué asco le daba ver al jabalí, con su cara de chancho baboso, hacer el amor —¿amor?— a una pequeña jabalina que, creía, era su propia hija. No había más respeto. Todo el orden impuesto por él y los de su raza desde siempre se estaba desmoronando. No podía ser que cada uno hiciera lo que quisiera ni que se paseasen muy tranquilamente por la selva cuando él estaba presente. ¿Y el temor que debían tenerle? Seguramente habría agitadores; algún bicho asqueroso estaría llenándoles la cabeza a todos esos imbéciles, que no sabían en lo que se estaban metiendo. ¿Y qué hacer?
Su compañera ya había acostado a los cachorros y vino a su encuentro. Le hizo algunas caricias e insinuaciones eróticas pero el León no reaccionó a los estímulos. Insistió. Le lamió una pata, luego otra, jugó con su larga cola y así se fue arrimando al miembro anhelado; pero lo encontró frío y débil. La Leona sintió una bronca feroz y gritó: ¡¿Qué?! ¿Además de la autoridad perdiste también las ganas? El León, tomando esa ofensa con calma, la llamó a su lado y le explicó su mal. ¿Por qué no reunís al gabinete?, sugirió ella.
Al día siguiente se reunieron en el valle los miembros del gabinete. No estaban todos, algunos estaban de viaje —relaciones públicas, que le llaman—. Estaban allí la Pantera, el Tigre, el Rinoceronte y el Búfalo, todos ellos serios y malos, tal cual lo exigía su rey, el León. Cada uno dio su opinión sobre los acontecimientos según sus propias experiencias.
—Yo creo que se dieron cuenta de que uniéndose pueden hacernos frente —opinó el Tigre.
—A mí constantemente me hacen burlas —dijo la Pantera.
—Y a mí también —continuó el Búfalo—. Y lo peor de todo es que si uno reacciona como lo hacía antes, ni siquiera se preocupan...
—Es más —siguió el Rinoceronte—, ¡te hacen frente!
—Creo que debemos adoptar medidas urgentes —concluyó el León.
Deliberaron durante dos días y dos noches sin volver a sus cuevas sobre los pasos a seguir. Tenían que volver a la normalidad antes de que fuera demasiado tarde. El terror debía volver a ser la ley de la selva. Los fuertes, los dueños; los débiles, la comida.
—De ahora en más —declaró el rey— todo aquel que no respete ni haga respetar las leyes de la selva, eternamente impuestas por mi poderosa autoridad y los de mi linaje, será condenado a muerte mediante ejecución pública que se llevará a cabo en este valle y frente a los ojos de todos los demás animales de la zona. Nuevamente el terror debe reinar en esta tierra porque si no corremos el riesgo, como nos está ocurriendo, de perder el dominio total de esto que es, sin duda, nuestro. No nos importará la raza ni la especie ni el tamaño ni la edad. Morirán todos aquellos que no quieran comprender que aquí mando yo. ¿De acuerdo?
No solo estaban de acuerdo; ninguno de los presentes se hubiera atrevido a contrariar las órdenes del León, el rey por naturaleza. Luego se pusieron a estudiar las formas de capturar a los insubordinados y cómo se los ejecutaría en público. Pruebas no se necesitarían. ¿Quién se atrevería a pedirle pruebas a la máxima autoridad? Se llamaría a asambleas generales en el valle cada vez que se llevara a cabo una ejecución, se explicaría el porqué y se advertiría sobre lo que le esperaba al que actuara de igual o similar forma que los ejecutados. Estuvieron seguros de que pronto la normalidad volvería a la selva. La fuerza y el miedo, sin duda alguna, se impondrían de nuevo.
Una vez terminadas las deliberaciones, dispusieron el regreso a sus cuevas para descansar y prepararse para el nuevo plan a seguir. El Rinoceronte vio algo extraño hacia el sur del valle: una polvareda. ¡Miren!, exclamó. Cuando todos miraron hacia el sur, vieron esa nube de polvo y, mucho más cerca de ellos, a la Tigresa que venía corriendo como loca. Gritaba algo ininteligible. Todos aguardaron impacientes su llegada hasta que por fin pudieron descifrar sus palabras: ¡La animalada! ¡La animalada! Al llegar, entre suspiros y llantos, trató de explicar lo que pasaba. Los animales de la selva se habían unido para reclamar sus derechos. Venían hacia ellos y no justamente en misión de paz. La polvareda se agrandaba y se acercaba cada vez más. El rey y sus ministros no supieron qué hacer. Debían actuar inmediatamente antes de que llegaran los insurrectos. Los nervios no dejaban pensar, y mucho menos el miedo, sentido por primera vez en su vida.

Sonó en su bolsillo el celular.
-¡Qué! ¿Qué? ¿Qué pasa?
Estaba muy entretenido en su escritorio leyendo la redacción de su hijo para la escuela —¿estas cosas aprenden ahora?, pensó—, cuando el insoportable sonido del teléfono lo interrumpió abruptamente.
—Hola. ¿Qué pasa?
Le contestaron del otro lado del aparato.
—¿Son muchos? —preguntó nervioso.
Habrá escuchado algún número o alguna cantidad aproximada.
—¿Y los demás están trabajando?
La respuesta pareció afirmativa.
—Dígales a esos negros de mierda que se pongan a laburar inmediatamente. No quiero llegar y verlos protestando porque me van a oír y que se atengan a las consecuencias. Ya voy para allá.
—¿Los obreros? —preguntó su esposa.
—Ajá —asintió malhumorado.
—Y... estamos a veinte y todavía no cobraron...
—¿Por qué no te ocupás de tus cosas? —le gritó, y sin saludar se fue hacia la fábrica. Los nervios no lo dejaban razonar. Durante el trayecto pensaría una solución. Encendió un habano cubano, puso en marcha su Mercedes Benz, suspiró y aceleró a fondo.

(1990)

lunes, 5 de diciembre de 2022

SIN MOVER UN SOLO MÚSCULO



Se acostó boca arriba y observó las telarañas que había en uno de los rincones del techo. Se propuso limpiarlas, pero en otro momento. En la casa la gente iba y venía por todas las habitaciones, casi todos con un vaso medio lleno en la mano. No había puertas y era difícil diferenciar el living del lavadero o la cocina del dormitorio. Al lado de su cama se escuchaba el funcionamiento del motor de una heladera y más cerca de la ventana que daba al jardín se ubicaba una vieja cocina, pero sin conexión alguna.
Eran las tres de la mañana y la música se seguía escuchando al mismo volumen con el que la venía escuchando desde las seis de la tarde del día anterior. Las risas y corridas por todas las habitaciones eran cada vez más estruendosas. Sintió el cansancio de un día que había comenzado muy temprano y todavía no terminaba. Llegó a sentirse solo entre tanta gente. Siempre había escapado al bullicio, a la muchedumbre, pero ese sábado había sentido la necesidad de agasajar de alguna manera a sus amigos. No sabía por qué, no festejaba nada, pero sentía que la soledad avanzaba inescrupulosamente sobre su vida.
Pero la felicidad apareció de repente. Escuchó pronunciar su nombre en la voz dulce y aguda de una de sus amigas. Fue para él como escuchar un coro de ángeles. Sonrió e intentó levantarse pero ella se lo impidió con un gesto suave. Se recostó a su lado, en silencio, y apoyó su cara de lado sobre su pecho. Suspiró relajadamente. Él besó su frente y ella cruzó el brazo sobre su abdomen. No dijeron una sola palabra, no hubo un solo movimiento de los cuerpos, ahora unidos, que indicara el inicio de un ritual amoroso.
Uno, dos, varios de quienes iban y venían por la casa observaron esa imagen llena de calidez y ternura. Nadie se sorprendió y siguieron su recorrido. Ellos, unidos en un sentimiento hermoso, disfrutaban del calor del otro. No pasaba nada en el mundo que pudiera distraerlos de su felicidad. Ella sentía bajo su rostro cómo latía un corazón cada vez más rápido y él sintió que la respiración de su hermosa compañía no transmitía más que tranquilidad y paz. Hacían el amor sin mover un solo músculo.

LA LLEGADA DE DON MIGUEL

Dibujo y grabado de Miguel de Cervantes
G. Gómez Terraza y Aliena
Valencia, 1877

Cuando abrí la puerta luego de haber escuchado esos tres golpes secos y decididos, lo vi frente a mí, inmóvil, inmenso, todopoderoso, con sus ojos clavados en los míos, fulminantes. No hablaba. Solo me quemaba con su presencia espectacular. Retrocedí unos pasos ante el destello de los pocos dientes que le quedaban. Observé cómo esos labios paspados se iban separando lentamente y supe de inmediato que había venido a decirme, sin vueltas, lo que nunca hubiese querido escuchar.
Sabía que algún día vendría, pero no lo esperaba justo esa tarde en que me encontraba lidiando con los personajes de una novela que intentaba continuar escribiendo de una buena vez por todas. Ya me lo había advertido tiempo atrás, cuando lo soñé tan imponente como lo estaba viendo ahora. En aquella oportunidad, minutos antes de dormirme, había terminado de escribir uno de los que yo considero mis mejores cuentos. En el sueño no había sido tan directo como lo fue esta vez: solo me lo había advertido.
Intenté cerrarle la puerta en la cara, quise gritarle que me dejara en paz, que no lo necesitaba ni quería escucharlo, pero el esplendor de su imagen me inmovilizó, me ató de pies y manos, y ni siquiera tuve fuerzas como para darme vuelta y salir corriendo.
Pensé en cómo continuar mi novela, en qué destino les iba a dar a Laura y a Juan. Sabía que yo no era quién como para disponerlo y sospeché que él me había venido a orientar. ¡Qué lejos estuve entonces de saber la verdad!
Fueron unos pocos segundos, pero me parecieron siglos. Qué incómodo me sentí, nervioso, minúsculo, insignificante. Y aunque ya lo había visto en sueños, personalmente me sorprendió. Su imagen brillaba en ese pasillo apenas iluminado.
Bajé la vista, me aflojé y me resigné a escuchar sus inminentes palabras. Tardó en decirlo. Primero suspiró y lo miré a los ojos. Me pareció que su mirada había cambiado; ahora expresaba algo de lástima. Pensé en Laura, en Juan, en mi novela inconclusa... Y por fin me lo dijo:
—¿No os parece que vuestro destino no es la escritura? —me insinuó, compasivo, don Miguel de Cervantes Saavedra.

domingo, 4 de diciembre de 2022

QUIJOTIZACIÓN



Siempre hay un boludo que te pregunta por qué. Y yo, más boludo aun, pienso y le contesto. Porque me da lástima decirle qué te importa, o directamente mirarlo con autosuficiencia y no decirle nada. Yo quiero que se entere. Quizás le haga un bien… a él o a cualquiera... No es sencillo contar la historia pero intentaré ser lo más claro posible.
Todo empezó porque alguien —ya no importa quién, ya no importan los nombres, ya no hay culpables… ni víctimas— me regaló uno en mi más tierna infancia. Y el tonto, el boludo, lo hizo suyo. Lo terrible fue que me gustó y casi de inmediato hice que me regalaran otro. Pero cuando quise el tercero me palmearon la espalda y me dijeron querido, te lo vas a tener que comprar. El primero te lo regalan… Y caí como un tremendo pelotudo. Me iniciaron… y desde entonces no pude frenar. No hubo nadie a mi lado que hiciera algo para que yo lo abandonara. Todos me miraban de reojo o se hacían sencillamente los giles. Es como si les gustara verme allí, siempre metido en ellos, en mí mismo. Solitario, inofensivo, indefenso. Y lamentablemente no pude parar. Es como realmente te lo dicen los que saben: un vicio. Uno lleva a otro, y otro, y otro… Y ya no hay freno que valga. Te podrán decir pará, te podrán decir vamos a pescar, mirá fútbol, vamos a correr. Mil cosas te van a decir para que te alejes pero cada centímetro de lejanía es un kilómetro de nostalgia. Creo que el primero fue el detonante. Reitero que no sé quién fue ni quiero recordarlo, pero alguien me lo regaló. Y lo hice mío como si fuera mi mayor tesoro.
Nunca pude dejar el vicio hasta que me encerraron acá, hijosdemilputas, y no me dejan ni siquiera mover los brazos. Tengo abstinencia y voy a explotar en cualquier momento. No recuerdo cómo se llamaba, pero no era grande. Era lindo tocarlo, abrirlo y cerrarlo, mirarlo minuciosamente, palparlo, olerlo. Hasta me deban ganas de masticarlo. No tenía muchas páginas pero las pocas que tenía bastaron para enloquecerme. Me tuve que comprar uno porque no me regalaron más. Era necesario tener otro, era necesario llenar espacios y tiempos. Y comprar uno significó comprar dos, tres… y mil, mil quinientos… Los leí a todos sin descanso. Hasta que algo hizo que mermara el fanatismo. La vi un día y me enamoré. Y ya la lectura dejó de ser mi vicio y mi condena. Ella fue más fuerte y me ofreció mucho más de lo que la ficción me brindaba. Y todos esos pasajes leídos en los que el héroe conquistaba a la heroína fueron cobrando colores y calores. Me convertí en ese sujeto que conquistaba a la mujer deseada y sentía por fin entre mis brazos, mis manos, mis dedos, mi piel, mi cuerpo, mi boca, esa ardiente pasión que antes solo quemaba mi imaginación. Y me alejé de los libros por un tiempo, porque de a uno fueron llegando los hijos, y entre noches calientes, de llantos, pañales y mamaderas se me fueron pasando los años. Pero ellos, como espías, me miraban desde la biblioteca, no perdían las esperanzas. Para colmo ese ejército de letras se fue agrandando por nuevos volúmenes que fui comprando y abandonando sistemáticamente en los estantes, bien acomodados al principio, pero luego se fueron amontonando como podían, porque ya no lograban enflaquecer para darle lugar a uno más. Y así se fueron atravesando de costado, lomo arriba o lomo abajo, hasta constituir un verdadero aguantadero de historias conocidas y desconocidas que comenzaron a caer al piso cada vez que alguien de la familia le pasaba cerca. Entonces no solo compré otra biblioteca sino que tuve que construir una habitación especial para guardarlos. Pero no me di cuenta de que construía a la vez mi propia perdición. El tiempo libre comenzó a aparecer cuando los hijos crecieron y empezaron a desenvolverse solos. Entonces comenzó esa picazón que había sentido muchos años atrás, cuando recibí como regalo el primero. Día tras día comencé a ingresar a la habitación-biblioteca y comencé, como en un ritual sadomasoquista, a tomar uno a uno los libros y a acariciarlos. Soplaba el polvillo que se iba amontonando en sus tapas y los abría, pasaba las hojas una a una suavemente, primero sin leerlas, pero luego mis ojos me fueron traicionando y comenzaron por sí solos, sin mi permiso, a captar todo lo que en las páginas de mis libros decía. Las horas que pasaba dentro de la habitación-biblioteca se fueron haciendo cada vez más largas y placenteras, al punto de salir de ella solo para comer e ir a trabajar. Abandoné la vida familiar para meterme en mundos extraños, salvajes, misteriosos, muchos más excitantes de lo que la realidad me ofrecía a diario. Incluso cuando comía y mi esposa e hijos miraban televisión, yo apoyaba uno de mis libros sobre la botella de vino (a la que usaba como atril) y no prestaba atención ni a los gustos de la comida que ingería. En el trabajo comencé a llevarme a escondidas los libros más pequeños para poder leerlos en los ratos libres o simplemente para devorarlos en lugar de trabajar. Incluso comencé a inventar enfermedades y a faltar al trabajo para quedarme a leer en mi casa. Recuerdo que en una oportunidad recibí la visita del médico auditor de mi trabajo y tuve la suerte de que me encontrara justo leyendo El ser y la nada y advirtió no solo que tenía dos líneas de fiebre sino que en virtud de mi estado anímico (producto de esa lectura, seguramente) no podía presentarme a cumplir con mis tareas habituales al otro día. Me dio una semana de reposo que la pasé leyendo desde el amanecer hasta la medianoche sin parar. Mi señora llamó al médico (no al auditor del trabajo sino al mío, al de toda la vida) y decidieron internarme, pero creo que no para curarme de una supuesta enfermedad sino para alejarme un poco de los libros y para que mi familia pudiera estar en el sanatorio, paradójicamente, más cerca mío. Y no lo soporté. Me rehusé a alimentarme -siempre odié la comida del sanatorio- y me colocaron suero. Pero arranqué las agujas que lo conectaban a mi brazo mil veces, cada vez que la enfermera insistía. Tantas veces la puteé... ¡Pobre! Qué culpa tenía ella... Empecé a ver libros en repisas colgantes de las paredes de la fría habitación del sanatorio y se los pedía a mi esposa para que me los alcanzara. Estaban ahí, no entendía por qué no podía alcanzarme uno para que lo leyera y así se me pasara más rápido el tiempo de internación. No hubo caso. Mis hijos deben haber estado confabulados con ella porque tampoco me los querían alcanzar. Decían que no había libros y yo los veía ahí, delante mío. Incluso el médico, si bien no me negaba la existencia de los libros en la habitación, me decía que pronto, cuando me pusiera bien, volvería a casa y podría volver a leer mis libros. Entonces lo agarré de la chaquetilla, lo atraje hacia mí y le pegué tal cabezazo en su rostro que le quebré el tabique. Su sangre manchó toda la sábana de mi cama y creo que se enojó porque nunca más lo volví a ver. A partir de ese día comencé a dormir más de la cuenta. Me colocaron el suero y para que no me lo sacara, me ataron los brazos a los costados de la cama. Pienso que no era necesario que me ataran también las piernas, sin embargo lo hicieron. Y mi esposa y mis hijos también se deben haber enojado porque comenzaron a visitarme día por medio o cada tres días. Luego apareció una médica joven, sonriente, muy simpática. Me trataba como si fuese su padre. No, ni siquiera el padre. Como si fuera su abuelito. Cada vez que ingresaba a la habitación, lo hacía acompañada por un enfermero -ya no enfermera- y yo le decía que me dejara leer uno de los libros de la repisa de la pared. Ella me acariciaba la frente y murmuraba un pobrecito lastimero... Me tomaba la fiebre, controlaba el suero, escribía algo en la historia clínica que llevaba sobre una plancha metálica y me miraba con lástima antes de retirarse.
Ya no sé hace cuánto que estoy acá. Qué importa. Durante todo este tiempo recordé las historias de cada uno de mis libros. Y me divertí mucho. Pero ya me cansé siempre de vivir lo mismo. Necesito conocer nuevos mundos, nuevos amigos, necesito vivir nuevas aventuras, llorar un poco por otra cosa que no sea el olor a enfermo que flota en esta habitación. Me siento impotente en esta cama metálica, atado como un matambre, mientras veo los libros en las repisas de la pared del frente a los que nadie lee. Ya los conté innumerables veces. Hay cuarenta y ocho. Algunos flacos, otros gordos. La mayoría bajitos. Incluso creo que hay un atlas… por el tamaño lo digo. De todos los colores. Muero por saber qué ocurre en el interior de cada uno, de qué color son las imágenes, si tienen tapas duras o tapas blandas… Mi esposa no vino más. Tampoco mis hijos. Solo veo de vez en cuando al enfermero que me trae el té y me lo da con una cucharita, despacio, muy despacio. De vez en cuando me baña y me coloca el papagayo para que orine. No entiendo por qué no me desata al menos para mear y poder sacudirme como lo hacía tiempo atrás. Le digo al enfermero que me alcance uno de los libros de la repisa y sonríe meneando la cabeza. Le digo que al menos me lea uno en voz alta. Prometo no hacer lío ni molestar. Pero siempre me dice después, después… Y yo me duermo de tanto esperar. No vi más a la doctora…
Quiero leer. ¡Quiero leer, enfermero! ¡Hijosdemilputas! ¡Libérenme las manos al menos! ¡Quiero un libro de esos! ¡Suéltenme! ¡Quiero leer!

viernes, 7 de octubre de 2022

DOS MUNDOS


Te sorprenderá verme acá, Marcela, pero sentí la necesidad de volver para hablar seriamente con vos. Hay algo adentro de mí que me lo pide, que me lo exige. Algo que no me hubiese dejado seguir por la vida si no regresaba y te lo decía. Sabés bien que me atrajiste apenas te vi. Fue tu mirada, fue tu cuerpo, fue tu sonrisa, fue tu timidez. Y fueron tu mirada y tu cuerpo los que con el tiempo nos reunieron en una noche inolvidable. Esa última noche que te vi, que te sentí, que fuimos uno, que disfruté tu cuerpo como supongo vos debés haber disfrutado el mío. Fue una noche fantástica en la que no supe interpretar tu entrega y te abandoné. Fueron tres meses y veinte días en los que no pude descansar ni pegar un ojo sin pensar en vos. Tres meses y veinte días, sí, los tengo bien contaditos, porque para mí fueron una eternidad, fueron un calvario del que hoy quiero liberarme para siempre. Por eso volví. Por eso estoy acá y advierto en tu mirada que no entendés nada. ¿Me escuchás, Marcela? Antes de que nos hiciéramos tan compinches, yo creía que nunca podríamos llevarnos bien. No formábamos parte del mismo mundo. El tuyo no iba más allá de tu humilde trabajo, de tus telenovelas siesteras, de la cumbia y de tus lecturas de autoayuda. Yo trabajaba en el diario casi todo el día y el poco tiempo que me quedaba lo aprovechaba para continuar mi novela eternamente inconclusa, para esbozar algún nuevo cuento, para leer y releer literatura rusa del siglo XIX y para escuchar música clásica y rock nacional. Pero esas diferencias para mí no existían cuando pasabas cerca de mi computadora, en la redacción del diario, con el escobillón o con el balde y el detergente entre tus manos, sin siquiera reparar en mí. Pero entre noticias internacionales, bombas de Al Qaeda y globalización, se paseaban tus pantalones de jean ajustados, muy ajustados, gastados, perfectos; tu pelo y tus ojos negros, y tu sonrisa bien natural. Me mirás extrañada y sonreís sin entender. No digas nada. Dejame a mí. Soy yo el que debe hablar y darte una explicación. Reconozco mi error, mi cobardía. Cuando te echaron del diario por reducción de personal, mi trabajo dejó de tener sentido y nació en mí la necesidad de seguir viéndote. Por eso te fui a buscar a tu casa esa tarde y te pregunté si querías limpiar de vez en cuando mi departamento, que no tenía más de cincuenta metros cuadrados y que jamás había necesitado a alguien para que lo limpiase. Si ni comía en él, qué podría ensuciar más que los ceniceros, los vasos y las tazas... Y aceptaste de buena gana, con esa sonrisa de siempre pero con tu típica timidez que a mí me atraía y me hacía sentir cierto poder sobre tu persona. Comenzaste a tocar el timbre tres veces por semana a las siete de la mañana y me obligabas a levantarme a pesar de que hacía pocas horas que me había acostado. Pero lo hacía feliz porque volvía a verte y desde el día anterior ya me ponía de buen humor porque te vería sonreír a mi lado otra vez. Y te cebaba mates mientras limpiabas el departamento, demorando tu tarea a propósito porque no te hubiese llevado más de una hora hacerlo por completo, y te quedabas hasta el mediodía, tomando mate, charlando o leyendo algo que me pedías prestado y yo te invitaba a quedarte y vos aceptabas sin hacerte rogar. Te quejabas de los rusos porque no los entendías y además te asustaba el tamaño de los libros y la letra tan chiquita. Me pedías poemas cursis que yo no tenía y pensaba que nunca los tendría, pero los empecé a comprar para vos, para verte leer en casa, para verte sonreír, suspirar y, a veces, hasta llorar. En fin, una excusa para tenerte a mi lado. Y un día te quedaste a almorzar y otro día te ofreciste para preparar la cena y tu mirada me gustaba cada vez más y tus cabellos negros eran cada vez más negros, al igual que tu mirada, y no sé si te dabas cuenta o no, pero yo advertía que los pantalones de jean ajustados te quedaban cada vez mejor y me empezaba a importar dos pepinos esa diferencia de mundos que vivíamos y que a pesar de todo, compartíamos. Me hacías reír mucho con tus ocurrencias y tus salidas ingenuas ante los problemas del mundo que yo, aburrido, te comentaba como última noticia cuando nos juntábamos a cenar. Pero ahora estoy acá, Marcela, pidiéndote perdón. Fueron tres meses y veinte días los que me hicieron estallar la cabeza pensando en esa última noche en que te acaricié mucho y disfruté mucho tu cuerpo trigueño y bello. Noche en que me perdí en tu mirada oscura y en tu cuerpo infinito, en esa mirada que ahora observo y me gusta cada vez más. Y en esa sonrisa que me hace pensar que me escuchás pero que no me entendés, Marcela. Volví para decirte que estos tres meses y veinte días fueron fundamentales para darme cuenta de todo lo que te necesito. Y de lo que quiero al fruto de nuestro amor. Sí, por más que abras de esa manera tus hermosos ojos negros, quiero decirte que volví para hacerme cargo, para estar con vos para siempre y compartir la felicidad de nuestro hijo. Y te veo delgada como siempre pero sé que debajo de tu camisa seguramente la pancita ya debe estar asomando. Me dijiste esa noche que no te habías cuidado y lo soñé durante los tres meses y veinte días: vas a tener un bebé, nuestro bebé. Por eso, Marcela, estoy de vuelta, para mirar hacia adelante juntos y vivir definitivamente para él... o para ella. ¿Sí?
Su cara había ido cambiando desde el mismo momento en que me vio aparecer. Sus ojos negros fueron agrandándose segundo a segundo hasta casi estallar. Y luego de haberle ofrecido con tanto amor mi reconocimiento de paternidad, me gritó con toda su bella personalidad:
—¡¿Pero qué decí, bolú?! ¡¿De qué guacho me hablá?!

FIN DE UNA ETAPA


Nos sentamos en un banco de la plaza. No lo convenimos previamente, pero elegimos ese porque estaba alejado de las grandes farolas. Al menos eso pensé yo. Junio empezaba a entristecer aún más las noches ya entristecidas por mayo. El cielo estaba cubierto. No garuaba, pero casi. Eran las once de la noche de un insignificante jueves cualquiera. El paso lento y elegante de un galgo muy flaco interrumpió la quietud del lugar. Intenté pasar mi brazo derecho por su espalda pero un movimiento de rechazo veloz, instintivo diría, me lo impidió. Supe comprender. O no.
Minutos antes me había dicho que no estaba bien. «¿Estás descompuesta?», reaccioné de inmediato. Su mirada fue fulminante. Evidentemente, no lo estaba. No dije más nada, caminamos en silencio e ingresamos al corazón de la plaza. La humedad era mucha. Antes de que se sentara, sequé con la manga derecha de mi campera la parte del banco donde apoyaría sus pantalones blancos. Literalmente, se dejó caer y yo me senté a su lado. La humedad de las tablas se hizo sentir en mis nalgas. Después de mi intento de abrazo fallido, la miré de reojo. No me animé a hablarle. Tenía la vista fija en el galgo, o en el prócer sentado sobre su caballo de bronce, o en la nada… Sí, era ahí, en la nada. Fueron varios minutos de silencio los que interrumpió el ruido del camión barredor de hojas que pasó muy lentamente por la parte sur de la plaza. Eso pareció despertarla.
«Hace mucho que estamos juntos…». Estampó sus palabras secas en mi cara húmeda. No la entendí. Nunca la entendía cuando decía cosas que no tenían que ver con el hilo del discurso que veníamos sosteniendo antes de los prolongados silencios, que seguramente los aprovechaba para pensar y preparar sus palabras. Pero comprendí a los pocos segundos que era cierto: habíamos compartido ya varios años.
«…Pero me siento sola», remató la idea sin mirarme. Sentí el frío en mi cuerpo que hasta ese momento no había advertido ni me había molestado. Su perfil perfecto dirigido a la nada semejaba una estatua de mármol: brilloso, frío, duro…
Sus palabras fueron crueles. Un cross a la mandíbula, diría Arlt. Pero enseguida comprendí que la situación era lógica. El tiempo que llevábamos juntos fue enfriando poco a poco la relación. Lo sentí desde antes de que me lo hiciera saber con sus propias palabras. Pero debo confesar que no me las esperaba. Suspiró profundo y cerró los ojos. No sé qué habrá pensado de mí en esos segundos y reaccioné con lo primero que me vino a la mente… o al corazón.
«Vamos», le dije tomándola de la mano.
Caminamos en silencio hasta su casa. Antes de abrir la puerta e ingresar nos miramos por unos segundos. No necesitamos las palabras. Ambos supimos que algo se había roto, que algo había llegado a su fin.
Su mirada reflejaba pena y no supo seguramente qué decir. Retumbaban en mi mente sus últimas palabras: «Me siento sola». No nos dimos el beso de despedida como lo hacíamos siempre. Me dio la espalda, ingresó a su casa, cerró la puerta y el giro de la llave cerró para siempre una etapa.
Sentí que había fracasado, sin dudas. Me alejé caminando despacito bajo una incipiente garúa, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Intenté silbar la melodía de una canción pero no pude. No fui a mi casa. Caminé sin rumbo por la ciudad oscura y silenciosa.
No la volví a ver. Ella merecía vencer su soledad.

COMO UNA PALOMA BLANCA


Cuando en aquella tarde de mayo de no me acuerdo qué año me dijo que algún día iba a llorar su partida, no le di demasiada importancia. Siempre me lo decía, pero la primera vez fue cuando más me impactaron sus palabras. Un tonito misterioso hizo aún más hermosa esa sentencia. Pero con el paso del tiempo fue perdiendo importancia para mí. Y cuánto lo lamento ahora. En realidad, no sé si Alejandra era una mina de carne y hueso o pertenecía a otra dimensión.
La conocí en el colegio. Era un año más chica que yo. Cuando ingresó al primer año de esa secundaria todos los chicos, de todos los cursos, no pudieron evitar mirarla con la boca abierta. Era realmente hermosa. Era el tipo de chica que a mí me gustaba. Y así como todos trataron de conquistarla desde un primer momento, yo ni siquiera me acercaba a ella. Mi timidez para entonces era ya exagerada. Siempre que alguna chica me gustaba, le daba la espalda. ¿Por qué? Todavía no lo sé... Miedo, vergüenza, estupidez... Lo cierto es que el noventa por ciento de los chicos del colegio estaba atrás de Alejandra durante los recreos y más de una trompada se repartió por su culpa. Lo asombroso era que ella ni siquiera les sonreía. Era antipática con todos los que se le acercaban y hasta los maltrataba. Y ese mal trato no desalentaba las esperanzas de ninguno. Al contrario. Y yo, al ver todo lo que pasaba a mi alrededor, ni siquiera me animaba a mirarla. Si no les daba bolilla a quienes eran mucho más atractivos que yo, ¿qué esperanza me quedaba? Yo era un flaquito, cabezón, que siempre estaba vestido al revés de todos los que estaban a la moda... Y así fue que Alejandra para mí en esos días no fue más que una chica como las otras. Qué me iba a imaginar que hoy me iba a sentir como me siento...
Ese mismo año —yo tenía dieciséis recién cumplidos— me habló por primera vez. Fue durante el recreo largo. Tenía una medialuna en mi boca cuando olí el perfume a savia de sus cabellos y escuché su voz, dulcísima, de la que inmediatamente me enamoré. Me sonrió con un «hola» en sus labios y casi me ahogué con mi desayuno. No pude contestarle sino hasta después de haber tragado todo ese mazacote, y creo que habrán pasado siglos. A pesar de ser físicamente más grande, me sentí insignificante a su lado. Alfileres y clavos me traspasaban: no había un solo chico en el colegio que no me estuviese mirando. Debo confesar que me habló durante todo el recreo y que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo. Ese día nació nuestra amistad.
Se me eriza la piel cada vez que la recuerdo, su cara muy cerca de la mía, diciéndome en voz baja: «Algún día vas a llorar mi partida». Qué extraña era Alejandra. Hubo momentos en los que sentí miedo. No era una chica como las demás. Era enigmática y con un carácter muy dulce y podrido a la vez. Creía a veces que en los momentos en que estaba enojada por algo y se la agarraba conmigo no era sino para que me fuera de su lado y la dejara en paz. Pero si yo me iba, al otro día aparecía con su voz más dulce y me invitaba a caminar. Algo de todo eso me atraía, y mucho. Fue por eso que estuvimos juntos hasta aquel día en que la lloré.
Nunca llegamos a ser novios, pero qué lindo era estar con Alejandra, verla llorar, reír, callar... Recuerdo la época de esa secundaria como una de las mejores de mi vida, sobre todo, los momentos que compartí con ella. Por suerte esa amistad tan fuerte que nos unía no nos prohibió tener nuestro grupo de amigos y amigas en común. Los chicos me envidiaban por esa amistad y me preguntaban qué estaba esperando para atracármela. En realidad, nuestros momentos amorosos habíamos tenido, pero ninguno de los dos los habíamos tomado como un compromiso demasiado serio. Y así pasaron los años y yo llegué a mi quinto año Perito Mercantil. A duras penas, pero llegué. Un lindo año, quizás el mejor. Con Alejandra había una onda fantástica y ella seguía repitiéndome, cada vez más seguido, la frase enigmática. Yo sentía miedo cada vez que lo hacía. Miedo en todo sentido. Por su voz extraña, por su mirada profunda, por un futuro incierto. Y le hablé. Tenía que hacerlo porque yo quería llegar con ella más allá de una simple amistad. Recuerdo todavía sus palabras, que en ese momento no comprendí... o no quise comprender:
—Escuchame, Quique, todo lo que te digo va a ocurrir. Y es inevitable. Yo algún día me voy a ir... qué sé yo a dónde. No me lo preguntés. Hoy somos felices, pero la felicidad no es eterna. La dicha eterna es falsa. Y además no es buena. No sé si me entendés. Los dos tenemos mucho por vivir y pienso que sería fantástico que cada uno lo haga por su lado. Aprendimos muchas cosas juntos, ¿no creés? Recordá la canción que siempre escuchamos juntos —y cantó, siempre con esa dulce voz—:

Llorarás, amigo,
y me buscarás.
Será cuando yo me haya ido
a prepararte un lugar.
Pasará un poco de tiempo
y ya no me verás.
Y otra vez pasará el tiempo
y a verme volverás...

—Te quiero mucho, Quique. De eso no te olvides nunca. Te quiero mucho y siempre te querré.
Esa noche lloré mucho y no fue porque Alejandra me hubiese abandonado —todavía no lo había hecho— sino porque algún día, indefectiblemente, lo iba a hacer y no podía entender que alguien que te quiera tanto te pueda abandonar así porque sí. Luego de ese día ella comenzó a decirme que se iría feliz, volando por las nubes, como siempre le hubiese gustado andar por el mundo. Feliz por mí, feliz por ella.
A la fiesta de graduación, por supuesto, fui acompañado por Alejandra. Estaba como nunca. Brillaba. Hasta me daba bronca que mis compañeros se dieran vuelta al pasar para mirarla. Fue una noche estupenda, la mejor que pasamos juntos. Pero lamentablemente, la última. Cuando la fiesta terminó, me tomó muy fuerte del brazo y me invitó a caminar. Fuimos a la costanera y caminamos tomados de la mano por el puente colgante, que las furiosas aguas años después se encargarían de arrastrarlo hasta el fondo de la laguna. Hablamos poco y nos miramos mucho. Presentí que el final llegaba. El silencio nos comunicaba. Me preguntó si la quería y mi respuesta fue inmediata y obvia, le dije que sí, se lo repetí mil veces, lo grité a los cuatro vientos y creí que toda la ciudad había escuchado mis gritos. Ella también me dijo que me quería. Estaba nervioso y ella parecía feliz. En un momento que no advertí se subió a la baranda del puente y yo, muerto de miedo, le grité y la tomé de la mano.
—Soltame —me pidió con la misma voz dulce y tranquila de siempre—. No me olvides nunca. Te quiero mucho.
Yo veía desesperadamente cómo corrían las aguas barrosas bajo el puente y no sabía qué hacer ni qué decir. Y saltó. Grité muy fuerte, con desesperación, miedo y bronca a la vez. Vi a Alejandra caer en cámara lenta, envuelta en su vestido blanco y su cabello rubio. Las lágrimas habían comenzado a brotar de mis ojos y vi cómo ese cuerpo delicado se convertía en una pequeña nube de donde, luego de un suave estallido, salió volando con todas sus fuerzas y ganas una hermosa paloma blanca, que se dirigió hacia el horizonte todavía oscuro.

Ya no me importa saber quién —o qué— fue Alejandra. Solo sé que hoy debe ser feliz por haberse dado el gusto de volar. Y yo, aunque triste por su ausencia, estoy también contento por saber que, al menos, hubo alguien en la vida que me quiso de verdad.