martes, 23 de agosto de 2011

EL NEGRO VILLALBA

El grito de Edvard Munch (1863/1944)


Es verdad que el robo, por ejemplo, es un crimen; pero el hombre que está a punto de morirse de hambre con su familia y comete un robo, ¿merece piedad o castigo? ¿Quién echará la primera piedra contra el marido que en un arrebato de cólera sacrifica a su infiel esposa y a su infame seductor? ¿Quién a la joven que en un momento de delirio se abandona a los encantos del amor? 

Johann Wolfgang Goethe 


Patricia está mal. Lo noto en su mirada. Pobre... Quizás esperaba otro destino conmigo. ¡¿Pero qué otra cosa me quedaba por hacer?! Estaba cansado de que los chicos me miraran con esos ojitos tristes pidiéndome algo para comer. Fueron tres días consecutivos de tomar nada más que mate cocido. Por suerte a ellos les dan comida en la escuela. Pero Patricia y yo no dábamos más. ¡Soy un hombre de carne y hueso, y no me banqué, no me banco ni me voy a bancar nunca ver a mis chiquitos llorando por hambre! No quiero ver más a Patricia llorar boca abajo, en la cama, mientras cada día que pasa está más flaca y más triste. ¡Cansado estoy de golpear puertas y más puertas! ¡Vida puta que le da oportunidades solo a los que estudiaron un poco!... Acá adentro quizás pueda aprender la lección... ¿La lección de qué, de quién? ¿Qué carajo tengo que aprender? ¿A ser un buen padre? ¿A ser un hombre honrado? ¿A ser un ejemplo para los demás?... ¿Y a mí quién me enseñó lo poco que sé? ¿La sociedad? No. ¡La calle, la miseria que llevo encima desde la cuna! Maldito el día en que decidí confesarle a la cana lo que había hecho. ¡Qué imbécil! Jamás me hubiesen descubierto. ¡Pero pago ahora el pecado de tener sentimientos, pago ahora la desgracia de que todavía por mis venas corra sangre caliente!

El día que decidió hacerlo fue uno de los últimos del mes de agosto, hacía frío y se puso la campera negra. Los chicos dormían en la habitación, los cuatro juntitos, como angelitos, sin saber que su padre salía a buscarles un poco de felicidad. Patricia lo miraba pero no abría la boca. Su silencio cómplice se manifestaba en sus ojos tristes. Le dio un beso, tomó el pasamontañas, el machete, la bicicleta que Sebastián usaba para ir a la escuela y salió. La oscuridad de la calle presagiaba un futuro negro, frío. Al cerrar la puerta de la casa, vio tirada en el césped la pistola de Carlitos. Una imitación perfecta de una Colt original. Hacía un año, para Navidad, se la había comprado con unos pocos pesos que obtuvo en una changa. Fue el mejor regalo que había recibido Carlitos en su vida... Sin saber por qué ni para qué, se la puso en la cintura y salió sin rumbo fijo. Anduvo como una hora por los barrios cercanos a su casa; era tarde, como la una de la mañana, y no había nadie en la calle. El frío acobardaba hasta al más valiente. El machete lo incomodaba pero se las arregló para andar sin problemas. Cerca del parque, un vecino bajaba de un Renault 12 frente al garaje de su casa. Lo conoció en seguida. No sabía su nombre pero sí que era el dueño del bar que estaba frente a la terminal de colectivos. Pasó de largo sin que lo viera, dejó la bicicleta unos cuantos metros más adelante, detrás de un acoplado que allí había estacionado, y se dirigió hacia él. Se colocó el pasamontañas. El vecino no advirtió su presencia sino hasta el momento en que le gritó: ¡Dame la guita, apurate, dame la guita! El Negro Villalba estaba muy nervioso. El machete le temblaba en la mano derecha, mientras que en la izquierda el revólver de Carlitos apuntaba a su víctima. Se sintió un poco ridículo por ello y estaba dispuesto a huir ante el primer intento de resistencia. Pero el muchacho estaba más nervioso y asustado que él y eso fue quizás lo que lo favoreció. Como pudo le explicó que no llevaba el dinero consigo, sino que lo tenía adentro del auto; le dijo que se lo daría, pero que no le hiciera daño. Villalba dudó. Pensó que en el auto podría tener un arma y con el juguete de Carlitos no se podría defender. Se hizo el malo, el impaciente, y lo apuró: ¡Bueno, dale, apurate, carajo! ¡Dame la guita! El muchacho entró al auto y sin demorar sacó un pequeño maletín. Las piernas de Villalba temblaban tanto que temió caerse. El vecino le pidió que le dejara los documentos pero le manoteó el maletín, las llaves del auto y le dijo que a los documentos se los devolvería pasados unos días. ¡Corré para allá!, le gritó señalándole el sur y apuntándole con el juguete, y cuando dio media vuelta para correr, el Negro salió hacia el otro lado a toda carrera, se subió a la bicicleta, y como pudo —con machete, revólver y maletín en la mano— huyó desesperadamente rumbo a su casa.
Sintió de repente que el tiempo no pasaba. En su mente daban vueltas sus hijos pidiendo comida y Patricia llorando, impotente. No sentía las piernas a pesar de que pedaleaba y pedaleaba automáticamente, como respondiendo a un instinto desconocido. No veía calles ni autos ni gente ni nada. Solo pensaba en los chicos y en Patricia. Pensaba en mil cosas a la vez, pero el nerviosismo no lo dejaba razonar en una sola de ellas. Cuando llegó a su casa advirtió que no tenía el pasamontañas. Lo había perdido en su huida. El corazón le latía a un ritmo desesperadamente inusual. No entendía muy bien lo que había hecho. Ni siquiera sabía qué había adentro del maletín, si documentos, si dinero, si papel de diario...
Abrió la puerta bruscamente luego de intentar dos o tres veces introducir la llave en la cerradura sin éxito. La cerró con dos vueltas de llave, apoyó su espalda contra la madera despintada y suspiró profundamente con los ojos cerrados. En un segundo imaginó a sus hijos con ropa nueva, comiendo caramelos, divirtiéndose con juguetes nuevos; a Patricia con ropas finas, elegantes, atractivas; se imaginó a sí mismo de saco y corbata, con un trabajo estable y un buen sueldo; todos sonriendo, todos cantando. Pero la realidad era otra. Abrió los ojos y vio contra la pared el poster del Comandante, con su mirada dura y desafiante. Hay que endurecerse pero sin perder la ternura jamás. Bajó la vista y la vio sentada, inmóvil, con la mirada clavada en su cuerpo desalineado y culpable. Patricia no le pidió explicaciones, nunca lo había hecho, pero con un gesto casi imperceptible reprobó su actitud. Tuvo ganas de gritarle que no tenía otra escapatoria y que al problema había que buscarle una solución inmediata. Pero bajó la vista, cobarde, y no dijo nada. Sabía que había actuado mal. Pero en ningún momento maltrató al muchacho. No lo había tocado, no lo había insultado.
Dejó el maletín sobre la mesa. Ni Patricia ni él intentaron abrirlo. En ese momento importaba lo mismo si adentro había papel picado o un millón de dólares. Se dirigió al cuarto de los chicos; dormían como cuando había salido: profunda e inocentemente, sin culpa alguna por tener que vivir en ese mundo maldito. Entró al baño y se desnudó. Abrió la ducha y se metió sin pensarlo bajo el agua helada en esa noche de invierno. Tuvo ganas de llorar por rabia, por bronca, pero no lo hizo, se la aguantó. Se enjabonó el cuerpo tres o cuatro veces, como queriendo limpiarse hasta la mugre interior. Se acostó al lado de Patricia, que mantenía sus ojos aún abiertos. Apagó la luz, ella se acostó de lado, le dio la espalda y la escuchó llorar. No aguantó y también lo hizo. Pero evitó que Patricia lo advirtiera. No podía soportar mostrarle su debilidad.
A la mañana siguiente el maletín seguía donde lo había dejado, en la misma posición, inexplorado. Se sentó a la mesa y lo miró fijo. Con temor lo abrió. Carnés del servicio de emergencia de la familia entera; carné de conductor que identificaba a su víctima; algunos papeles de la obra social, y adentro de una billetera de mozo de bar, billetes de todos los valores, un monto que nunca había tenido todo junto. Se acordó de las llaves del auto y tanteó sus bolsillos: allí estaban. Las puso con el resto de las cosas. Se guardó el dinero y al resto de los objetos los metió en una bolsa de nailon. Todavía le duraba el nerviosismo e imaginó que la policía llegaría a su casa a buscarlo. Lo primero que hizo fue agarrar el machete y el revólver de Carlitos, tomar la bicicleta e irse hacia las vías, cuyos yuyos estaban bastante altos. Allí arrojó sus armas y regresó. Fue a la zapatería a saldar una cuenta pendiente y compró zapatillitas para los chicos. El resto del dinero lo gastó en mercadería en el supermercado. Hacía mucho tiempo que no tenían tantas provisiones en la casa. Por unos cuantos días los niños sonrieron sin saber por qué; quizás los deslumbraba el brillo de la goma de sus zapatillas nuevas... Patricia hasta el día de hoy no le preguntó nada sobre lo que hizo aquella noche de agosto.

Hoy el calor es insoportable. Más, acá adentro. Faltan pocos días para la Navidad y mi futuro es incierto. Pareciera que ni los milicos ni el juez me creyeron que lo hice por necesidad. Usted tenía bienes como para disponer antes de salir a robar, Villalba, me dijeron muy seguros. ¿Bienes? ¿La bicicleta rotosa que utilizan los chicos para ir a la escuela? ¿La heladera que utilizo para guardar comida... cuando hay? ¿Una cocina que ya casi ni uso porque no tengo dinero para comprar la garrafa de gas? ¿Un ciclomotor que no terminé de pagar y que ni siquiera anda?... ¡¿O me van a pedir también que venda a mi mujer?! No me creen que no quise hacer mal a nadie. De nada sirvió poner todas las pertenencias de este muchacho en una bolsita y arrojarlas a la noche siguiente frente a su casa; de nada sirvió atender a la policía cuatro meses después, normalmente, con la frente alta, con el orgullo más alto aun, y ante la pregunta de si sabía algo, haberles confesado toda la verdad, sin presión, sin apremios, por propia voluntad, confiando en la comprensión, en una justificación... De nada sirvió entregarles sin que ellos me lo pidieran la campera negra que vestía aquella noche y ayudarlos a encontrar entre los yuyales de la vía del ferrocarril el machete que había utilizado. ¿Sirvió de algo comentarles que el juguete de Carlitos ya no estaba? ¿De qué me sirvió ser un hombre sincero? ¿De qué me sirvieron el arrepentimiento y la confesión? Me saqué un peso de encima, eso es cierto, pero ¿no merezco un poco de compasión? ¿Quién me dijo a mí que el delito que cometí tiene una pena de cinco a quince años de prisión? ¿Quién me explicó que no es excarcelable? ¿Con quién hablo si el color de mi piel no es el ideal, si mi educación no es la óptima? ¿Quién me defenderá si no tengo dinero para pagar a un profesional de renombre? Pobre Patricia, pobres chicos... Yo acá solo me la banco; pero, ¿y ellos, allá afuera, solos, sin nadie que les dé una mano? ¿Qué estarán comiendo? ¿Qué estarán haciendo? ¿Qué estarán pensando de mí?... Yo lo entiendo, Villalba, pero nada puedo hacer por usted... La ley es clara. ¡¿Por qué no se van todos a la mierda con su ley, sus libros y sus discursitos comprensivos, compasivos?! Paredes, rejas y un encierro interminable. El que las hace las paga... ¿Están presos todos los que tendrían que estarlo? Los cabecitas negras no somos parte de esta sociedad, que nos margina y nos obliga a actuar en consecuencia… ¿Estaría aquí si mi situación social fuese otra, si un buen abogado me defendiera, si tuviera dinero para pagar una fianza o si hubiese tenido la suficiente bajeza de negar totalmente mi participación en el hecho? ¿Quién hubiese comprobado que yo fui el autor del hecho si no confesaba? Por un lado estoy tranquilo por haber actuado según mis ideales: no mentir, sacar pecho en las malas y disfrutar en las buenas. Pero por el otro veo a mi familia desamparada, sola, sin nadie que pueda ayudarlos. ¿Quién se hará cargo de ellos? ¿Quién alimentará a mis hijos esta Navidad?

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