Sin
poder decir palabra
sufre
en silencio sus males
y
uno en condiciones tales
se
convierte en animal,
privao
del don principal
que
Dios hizo a los mortales.
Martín
Fierro
Estaba
sentado en una de las sillas de la oficina con los pies apoyados sobre el
escritorio, fumaba un cigarrillo y sostenía en su mano derecha la planilla de
castigos. Estaba solo, la puerta cerrada con llaves, las persianas bajas, bien
cerradas, y la luz apagada. Afuera se escuchaban voces y pasos pesados; las
voces de siempre, los pasos de siempre. El día estaba terminando pero él no
podía observar cómo, muy lentamente, la tarde se iba apagando. Ahí, entre
cuatro frías paredes y debajo de un techo, apenas divisaba las máquinas de
escribir y el archivo; ni siquiera podía leer los nombres de los desertores que
figuraban en un gran cuadro de vidrio, colgado de la pared que estaba frente a
él. Hacía varias horas que se había autoaislado en la oficina para estar así,
solo, pensando y en silencio. Siempre había buscado la soledad. En ese lugar no
había encontrado a nadie que fuera como él. Estaba tan solo en ese momento como
cuando estaba reunido con sus ocasionales compañeros. No quería pensar
absolutamente en nada, pero ese papel que contenía su propio castigo lo hacía
pensar en el porqué, en lo absurdo de todo lo que ahí decía. Leyó mil veces su
apellido mal escrito, otras mil leyó la causa del castigo y muchas veces más
leyó los treinta días que noches atrás había escuchado en boca de un sucio
suboficial y que todavía hacía latir su corazón aceleradamente. Habían pasado
varios días desde aquel grito que ahora se había transformado en palabras escritas,
imborrables palabras visadas por firmas de nombres con autoridad, por un rengo
guardiamarina retirado y por un gorila teniente de navío con cara de perro y
cuerpo de oso, una pinturita de ser humano. Pero no quiso pensar en ellos, ni
en esa maldita planilla, ni en ese indeseable lugar donde se encontraba. Ahora
su mente se ocupaba de otras personas, de otros lugares, de recuerdos gratos,
de sonrisas sinceras, de manos amigas, de palabras dulces. Ya no le preocupaba
escuchar a lo lejos, fuera de la oficina, gritos sin sentido; ya no le prestaba
atención al ruido de las pesadas botas que al lado de la ventana se escuchaba.
¡Qué mierda le importaba a él el presente! Él solo quería viajar a través del
tiempo y del espacio, y el único vehículo que poseía era su mente. Cerraba sus
ojos, anulaba su audición y se iba. Sonreía al verse donde realmente quería
estar. Una pitada de su cigarrillo era un recuerdo de las siestas materas que
compartía con su inseparable amigo Daniel; el tarareo de una canción le recordaba
noches vividas con sus amigos y amigas sobre la alfombra de algún living. Con
un suspiro traía a su mente miles de suspiros emitidos por alguna amiga querida
cerca de sus oídos. Pero con el solo abrir y cerrar de ojos volvía a esa oscura
oficina, a esa vida absurda de la cual él escapaba cuando podía.
Soy un desertor en sueños,
decía en voz baja como si estuviera hablando con alguien. Pero no tengo los huevos suficientes como para irme como hicieron
ellos, protestaba al mirar el cuadro de vidrio que pendía de la pared con
la nómina de los desertores de la Base.
Se
seguían escuchando los gritos y eran cada vez más frecuentes. El movimiento en
la Base crecía a medida que la noche se acercaba. De pronto escuchó pasos cerca
de la puerta y a través del vidrio opaco vio una sombra que se aproximaba. Se
quedó quieto en la silla sin hacer ruido. Escondió el cigarrillo porque desde
afuera podría verse la brasa encendida. Escuchó cinco golpes secos y suaves en
la puerta, hubo una pausa y escuchó dos golpes más. Se tranquilizó al reconocer
la contraseña. Vio cómo la sombra se alejó y terminó de fumar el cigarrillo. El
mensaje significaba que tenía que salir de ahí. La hora de formación se
acercaba y tenían que concurrir a la misa preparada en medio de la Plaza de Armas.
No podía soportar tanta burla. Nuevamente tendría que escuchar las palabras de
ese milico idiota que decía hablar en nombre de Dios. ¿Qué dios?, le había preguntado con bronca a un compañero en una
discusión sobre la misma Navidad. Ellos
deben tener un dios aparte, argumentaba con más bronca. No quería salir de
su escondite, no quería volver a ser uno más en el montón, uno más disfrazado
de verde, uno más manejado por la ignorancia de personas que poseían una tirita
en el brazo que los identificaba como superiores. ¿Superiores de quién?
¿Superiores en qué?
Al
salir y cerrar la puerta de la oficina comprobó que ya era de noche. Pocas
horas faltaban para que culminara el año, ese 1982 que había venido con cara de
muerte. Esa muerte que el cura capitán de fragata se encargaría de recordar en
su invariable sermón minutos más tarde, bajo el cielo estrellado del último día
de diciembre. Respiró el aire fresco proveniente del mar y no supo si se sintió
mejor o peor. Con las manos en los bolsillos y cabizbajo, caminó lentamente
hacia la Plaza de Armas a incorporarse a la formación. Luego de unos cuantos
gritos vio llegar al cura sonriente y disfrazado con una sotana verde...
Bostezó
profundamente. Hacía calor y algunas moscas lo molestaban constantemente al posarse
en sus piernas desnudas. La luz todavía estaba prendida y sus compañeros, con
mucho bullicio, terminaban de acostarse. Estaba tendido sobre su cama boca
arriba, con las manos en la nuca, las piernas extendidas y destapado
totalmente. El techo era tan insignificante como la vida que estaba viviendo en
esos momentos. Todavía no había terminado el año, eran las once de la noche y
ya estaban acostados. La misa había sido tremendamente pesada, tan estúpida
como la que había escuchado el veinticuatro a la noche, pero esta vez no le
había prestado demasiada atención. La cena había sido rápida. Menú especial:
ensalada rusa con mortadela, pollo y de postre, pan dulce con sidra. Una cena
inusual donde todos —incluido él— habían descargado tensiones. Cantos, golpes
de jarros contra la mesa, corchos de sidra volando de mesa en mesa. Hasta unos
cuantos pedazos de pan dulce conocieron el don de volar. Nadie dijo nada. No se
escucharon gritos pidiendo orden. Él vio cómo el subjefe de la Base, capitán de
fragata él, con cara muy familiar, hizo el brindis de fin de año. El subjefe
levantó su copa de cristal y los conscriptos sus jarros de aluminio que
segundos antes se habían llenado de sidra.
Eran
las once de la noche y ya estaba acostado. El año nuevo se hacía esperar.
Cuando apagaron todas las luces suspiró profundamente. Hasta el año que viene, se autosaludó. Cerró los ojos y se dispuso
a escapar nuevamente de ese lugar.
—Che,
loco, despertate...
—¿Eh?
—Despertate...
Ya son las doce.
—La
puta madre...
Con
estas tres palabras dio la bienvenida a un nuevo año en su vida. Había dormido
apenas una hora y el año nuevo lo sorprendía ahora despierto.
—¡Feliz
año nuevo! —le deseó su compañero.
—Gracias
—contestó de mal humor—. Ah, igualmente —dijo más cordialmente al pensar en un
segundo que ese colimba, compañero de desventuras, había sido el primero que lo
había saludado en 1983.
Su
compañero sonrió porque lo comprendía. Comprendía la bronca que él sentía al
tener que empezar el año, justo a la hora de las sirenas que no se escuchaban,
con el bastón de goma nuevamente en su cintura, el casco blanco sobre su cabeza
y el miedo de volver a quedarse dormido. Fue al baño, se lavó la cara, mojó su
cabeza, encendió un cigarrillo y lo fumó tranquilamente. No quería permanecer
allí encerrado y salió al aire libre. Afuera todo estaba tranquilo y oscuro. Se
sentó en el piso y apoyó su espalda contra una pared. Trajo a su mente la cena
de horas atrás, la alegría nerviosa que él y sus compañeros habían manifestado,
las caras de sus superiores tomando sidra en copas de cristal, la ausencia
inesperada del cura capellán... Todo le parecía una farsa. Miró su reloj:
habían pasado veinte minutos desde el comienzo de 1983. Pensó en su familia, en
sus amigos.
—¡Me
cago en el nuevo año! —murmuró pensando que todavía tendría que estar once
meses más lejos de Santa Fe.
Estupendo relato, entre realidades y sueños, fin de año de mucho dolor (1982)
ResponderEliminarUn abrazo