Salvador Dalí: "Galatea de las esferas" (1952)
La había pasado bastante bien en mi ciudad natal. El hecho
de haberme reencontrado con los viejos amigos de la escuela primaria había
activado de una forma extraña esa capacidad de emocionarme que creía perdida, o
al menos olvidada. El paso de treinta y pico de años había sido, más que
vertiginoso, un poco despiadado. Aquellos pibes de doce o trece años que en
1976 no entendíamos absolutamente nada de lo que en esos momentos estaba
ocurriendo en el país, nos habíamos convertido ahora en interesantes señoras y
señores, profesionales algunos, padres de familia otros, serios los menos,
divertidos los más. El cuerpo y las canas (o la tintura en algunos casos)
hacían evidente la cercanía de la mitad del siglo en nuestra vida. Y haber
compartido y revivido innumerables anécdotas y emociones de la mano de un buen
tinto, habían provocado en mí esa sensación de bienestar y alegría que mi cara
no podía dejar de reflejar. Pero estas pequeñas felicidades llegaron a su fin
cuando se hizo la hora del regreso. Durante una hora y media debería conducir
el auto rumbo hacia mi actual ciudad de residencia, donde mi familia me
esperaba.
Con la vista puesta en la ruta y la mente en el pasado, se
me ocurrió que debería escribir algunas palabras sobre el día que había pasado
junto a los viejos amigos y amigas para dejar de esa forma plasmada en el papel
un poco de memoria. Y fue entonces
cuando esa memoria convocó a la nostalgia y recordé cuánto tiempo hacía que no
daba rienda suelta a esa manía inútil que siempre sentí de escribir.
Puse un disco de Soda Stéreo y aminoré la marcha cuando vi
unos cuantos metros adelante a un perro que intentaba cruzar la ruta. No se
decidía y circulé muy despacio frente a él, por las dudas lo hiciera justo
cuando yo pasara por el lugar. No quise cargar con la muerte del pichicho en
mis espaldas. Quién sabe qué haría ahí, al borde de la ruta, lejos de cualquier
casa habitada a la vista. ¿Buscaría a su dueño? ¿A su amor? ¿A sus hijos? ¿Lo
habría abandonado momentos antes un dueño desalmado? ¿Estaría esperando,
impaciente, que el arrepentimiento venciera la voluntad de su dueño y lo
hiciera regresar en su búsqueda? Historias de abandono, de alejamientos, de
recuerdos, de remordimientos... Quizás al llegar a casa debería escribir algo
al respecto.
Fue ese insignificante hecho el que me hizo olvidar de mis
amigos de la primaria y, no sé por qué, recordé a esa mina que atendía en el
bar al que en mi adolescencia concurría asiduamente. Me gustaba, recuerdo, y
mucho, a pesar de que debería tener al menos cuatro o cinco años más que yo.
Qué bien que me sentía cuando me sentaba solo en la mesa que estaba al lado de
la ventana principal del bar y venía la Flaca a atenderme. Disfrutaba verla
venir hacia la mesa, con la rejilla húmeda en la mano a limpiar la mesa de los
restos de cáscaras de maní que habían dejado los clientes anteriores. Cuando se
inclinaba a limpiar la tabla espiaba disimuladamente, de reojo, su escote
generoso, y veía seguramente menos de lo que imaginaba. En varias ocasiones intenté
iniciar una conversación que no se refiriera solo al pedido de la cerveza o de
la hamburguesa, o al pago de la cuenta, pero su incesante trabajo jamás la
había dejado reparar aunque sea unos segundos en mi intención. Creo que en ese
tiempo me enamoré de la Flaca, de su descuidado porte, de su sencilla
vestimenta, de ese venir gracioso, de ese irse sensual, de su amabilidad, de su
mirada sincera. Pero esas ganas de hablarle, de invitarla a encontrarnos en
otro lugar, en otro bar, se desvaneció un lunes de otoño, gris y frío. Me
atendió el dueño del bar, que me trajo con una marcada indiferencia y frialdad
el cortado mediano que le pedí. No le pregunté entonces por la Flaca. Seguí
concurriendo un par de meses más con la esperanza de volverla a encontrar. Y
cuando reconocí que era evidente que ya no volvería a trabajar al bar, no
regresé más. Linda historia para escribir...
La autopista estaba por suerte en buen estado y el viaje
me resultó tranquilo. Pensé que si me hicieran un control de alcoholemia,
quizás me diera positivo. Apagué el aire acondicionado y abrí la ventanilla
para ventilarme un poco. No fue suficiente y abrí también la del acompañante.
Comenzó a sonar De música ligera y levanté el volumen. La canté con
ganas junto con Ceratti. Qué loco, hace dos años que duerme… Subí la velocidad un
poco más y el viento despeinó mis cabellos grises. Se me vino a la mente la
imagen de los locos que viajaron miles de kilómetros para saludar a su amigo
antes de que partiera hacia Vietnam. En el descapotable, cabellos largos al
viento, cantaban canciones de amor y paz. Sheila quería ver a Claudio. Berger y
compañía quisieron cumplir ese sueño. Berger arriesgó más de lo debido, sin
pensarlo demasiado y de acuerdo con su modo sincero de actuar. Reemplazó en el
cuartel a Claudio por un momento para que este pudiese despedirse de Sheila...
Fue un momento eterno. Claudio regresó tarde al cuartel y vio con impotencia
cómo Berger partía junto con miles de soldados en avión hacia Vietnam para
nunca más volver... Qué buena metáfora sobre la amistad...
Estaba entusiasmado porque en ese viaje de regreso (regreso
de un momento formidable compartido junto con los chicos y chicas de doce o
trece años) se me iban ocurriendo historias que sin dudas debería plasmar en el
papel apenas llegase a mi casa. Las ideas volvían a dar vueltas, reaparecían en
mi mente y debía aprovechar el momento.
Llegué a casa un tanto aturdido. Las ansias de agarrar el
lápiz y el papel se hacían insoportables. Tantas historias tenía en la cabeza,
entrecruzándose, confundiéndose, que seguramente no me sería tan fácil hilvanar
las ideas.
Bajé del auto casi con desesperación y antes de colocar la
llave en la cerradura de la puerta de mi casa, la abrieron desde adentro, y con
una alegría exacerbada y entre gritos desordenados, mis tres hijos se
disputaban la primicia: mis primos del sur habían llegado hacía unos pocos
minutos a mi casa y ya estaba todo listo como para que me pusiera a preparar un
buen asado.
El fin del día se extendió hasta ya pasadas varias horas
del siguiente. No había sido una mala velada. Al contrario. Anécdotas
entrañables y vino tinto habían amenizado el encuentro. Fue larga la despedida
y se hizo pesada la limpieza. Me dormí en el mismo instante en que mi cabeza se
apoyó en la almohada.
Tomé el lápiz y el papel dos días después, a la hora de la
siesta, cuando el silencio y la soledad en casa fueron perfectos. El papel
estaba en blanco y mi mente también. Intenté durante un buen rato recordar
alguna de las tantas ideas que se me habían ocurrido escribir en aquel viaje de
regreso a mi ciudad. Pero el papel seguía en blanco, mi mano derecha quieta y
en mi mente... nada.
No hace falta escribir nada cuando todo se ha vivido tan intensamente. Dejemos en blanco el papel y la mente que ya llegarán tiempos de bochorno intelectual.
ResponderEliminarFeliz 2013.
Gracias, César. Felicidades para vos también
ResponderEliminarHola nene, yo fui parte de esa reunión de amigos que dejaste atrás. Allí estuve y hasta te acompañe en mi mente creo en tu viaje de regreso a tu pueblo. No salió mas que lo escrito de tu pluma porque estamos escribiendo otra historia, una nueva, con el pasado a cuestas y todo este presente que compartimos y que tiene en común un afecto antiguo. Qué buscamos cada uno con estos encuentro? ay la vida... se nos va, se lleva cosas y luego estamos nosotros, allí aún testigos de todo, de tanto, de tan poco. Lindo tu relato.
ResponderEliminarGracias, Moira, por pasar. Realmente es para preguntarse una y mil veces qué buscamos cuando queremos recordar el pasado. O cuando nos juntamos después de treinta y pico de años... Es todo muy loco y no tiene -por suerte- mucha explicación. Lo cierto es que me hace bien hacerlo (creo que a todos los que allí estuvimos nos reconfortó el alma) y no podìa dejar de plasmarlo en el "papel". Gracias nuevamente.
EliminarSergio....sin duda nos reconfortó el alma! Y creo que ese es el motivo por el cual, desde el primer encuentro, pensamos en el siguiente! No le busquemos explicación...sólo disfrutémoslo! La pucha que vale la pena estar vivo! Gracias, pibito!
ResponderEliminarGracias, Gaby, por pasar, leer y además comentar. Un beso
EliminarUd se merece eso y mucho más, amigo!
Eliminar