La
justicia muy severa
suele
rayar en crueldá:
sufre
el pobre que allí está
calenturas
y delirios,
pues
no esiste pior martirio
que
esta eterna soledad.
Martín
Fierro
—¿Sabés
por qué me hacen esto?
—Creo
que sí.
—¿Por
qué "creo"?
—Leí
el expediente...
El
joven de mediana estatura no preguntó más, sabía que el error había sido
cometido y muy pocas esperanzas le quedaban de salvarse. Extendió su mano
izquierda lentamente hacia el joven alto y delgado y este sujetó fuertemente su
muñeca con el metal. Su mano izquierda quedaba libre.
—Me
hace mal —protestó.
—¿Y
qué querés que le haga?
—No
sé, aflojala un poco...
—No
se puede. Esperá que venga el cabo.
No
le dolía, pero no podía verse con una mano sujetada por las esposas metálicas
con doble seguridad. No entendía por qué hacían tanto trámite si él había
aceptado ir allá sin oposición alguna. No quería pensar en nada y tampoco tenía
ánimos como para conversar. El joven delgado —furriel de la Sección Justicia—
se colocó en su muñeca izquierda el otro extremo de las esposas.
—A
mí no me molestan.
—Yo
tengo las muñecas más grandes...
—Quizás...
No
sabía por qué lo había hecho. No podía explicárselo. En los interrogatorios
había aceptado su culpa... pero él no creía ser el culpable. Pero entonces ¿por
qué se resignó a aceptar esa culpabilidad? Sí, sabía que lo había hecho, él era
el que había cometido el delito... pero no se sentía culpable.
Sentía
el metal en su muñeca izquierda, no le molestaba pero fingía la molestia.
Estuvo observando el gráfico de las actuaciones de justicia del año 1983 que
colgaba de la pared en el cuarto donde se encontraba unido metálicamente con el
joven alto y delgado.
Pasaban
por su mente imágenes locas, desjuiciadas. No podía ni quería pensar en su
familia. Se ruborizaba al pensar qué dirían sus padres del hijo perverso que
tenían. Soy un demente, pensaba
continuamente. La puerta de la Sección Justicia se abrió violentamente.
—¿Ya
está? —preguntó el cabo, un flaco alto y con cara de nene.
—Sí,
cabo. Dice que le molesta.
—No
importa, vamos. El camino es corto.
Se
dirigieron los tres hacia una camioneta verde. Un chofer esperaba con el motor
en marcha. El cabo llevaba en su cintura una Ballester Molina 11,25 con dos
cargadores. Los tres subieron a la camioneta y se amontonaron junto al chofer.
Los movimientos de los jóvenes esposados eran torpes.
—Vamos
—ordenó el cabo al chofer.
La
camioneta arrancó lentamente y ninguno de sus pasajeros abrió la boca. El
condenado miraba quizás por última vez ese lugar verde, cerrado, ese cielo
falso que flotaba por encima suyo. Pensaba en su futuro, en qué le harían, en
cómo sería ese nuevo lugar. ¿Por qué lo
hice? La puta que los parió, se lamentaba, se arrepentía. Yo no lo quise hacer...
Recordó
que desde el primer día que llegó a ese lugar se masturbaba todas las noches,
como a las tres de la mañana, en el baño. Se cuidaba de que los "imaginarias"
no lo descubrieran. No podía soportar un solo día sin hacerlo. Las mujeres que
trabajaban cerca de él lo excitaban y no podía ni siquiera hablarles. Tampoco
tenía dinero como para ir a la ciudad y pagar en un prostíbulo. Durante el día
esperaba desesperadamente que llegara la noche para gozar nuevamente en
soledad.
¿Por qué lo hice?
Una lágrima recorrió su mejilla mientras la camioneta mantenía la velocidad en
cien kilómetros por hora. El paisaje era triste. Campo amarillo, raso, sin
árboles. Cada cinco kilómetros, más o menos, cruzaban alguna base o algún
destacamento naval. Nadie hablaba. El cabo y el furriel habían encendido un
cigarrillo. El condenado no había querido hacerlo.
Cuando
llegaron a la Base Naval Puerto Belgrano el chofer se perdió y no supo llegar a
destino. El cabo le preguntó a un conscripto que montaba guardia en un puesto y
así pudieron llegar.
La
entrada estaba vigilada por tres cabos y dos conscriptos vestidos con uniformes
de gala. Detuvieron el vehículo para
identificarse y pasaron. Un letrero de más de veinte metros de largo rezaba con
letras blancas: PRISIÓN NAVAL PUERTO BELGRANO.
El
condenado sintió un escalofrío en todo el cuerpo, como una suave descarga
eléctrica. La tarde estaba cayendo. Era un 6 de mayo y el frío no se hacía
sentir demasiado. Pensó en sus veinte años...
—¿Cuánto
me dieron?
—Creo
que ocho. Pero si la llevás bien te pueden rebajar la condena.
Veintiocho años,
meditó un instante. Creyó que durante un tiempo estaría muerto, y después, a
vivir otra vez. Pero, ¿con qué cara iba a mirar a sus padres cuando volviera a
su casa? Me escupirán... ¿O me
entenderán? Se consideraba un enfermo mental porque lo habían examinado
médicos y sicólogos. Un sicópata sexual,
se autocondenaba.
Maldijo
el momento en que hizo la promesa de no masturbarse más mientras estuviera allí
adentro. Esa promesa fue la culpable de todo. Tres días pudo cumplirla, pero no
pudo llegar a la cuarta noche. Yo y mis
promesas idiotas... No pudo llegar a la cuarta noche.
—Vamos,
bajen —ordenó el cabo en tono severo.
El
condenado vestía uniforme de gala y llevaba en su mano libre un bolso azul con
sus pertenencias. El furriel vestía uniforme camuflado al igual que el cabo.
Este último adelantó su marcha hacia la puerta de entrada y los conscriptos
esposados lo siguieron unos metros atrás.
—¿Cuál
de los dos es? —preguntó el suboficial que los recibió.
—¡Él!
—se apuró a contestar el furriel, señalando con su índice derecho al condenado.
El
cabo y el suboficial rieron al ver la cara de espanto que había puesto el
inocente. Pero el que no había hecho un solo gesto había sido el condenado. Su
cara era inexpresiva. No sonrió. Se limitó a bajar la cabeza, mirar al piso
sucio y esperar. El cabo abrió las esposas y los dos conscriptos se tomaron
automáticamente la muñeca anteriormente esposada y se la masajearon un poco.
El
condenado comprendió que ya no quedaba nada por hacer. Saludó al cabo apretando
fuertemente su mano derecha y lo mismo hizo con el furriel. Los tres se miraron
sin decir una sola palabra.
Cuando
el cabo y el furriel se retiraron, escucharon cómo las pesadas puertas de
hierro se cerraron a sus espaldas.
—¿Será
loco? —preguntó el cabo.
—¿Qué
sé yo, cabo? Si fuera loco... no tendría que estar acá, ¿no?
Siguieron
caminando hacia la camioneta verde. Ya en viaje encendieron otro cigarrillo. El
chofer, con un poco más de confianza causada por la ausencia del condenado, se
animó a preguntar:
—¿Qué
hizo?
El
cabo miró al frente, hacia la ruta, y no contestó. Solo suspiró profundamente.
El furriel le contestó, pero también con la vista puesta en la ruta:
—Tentativa
de violación.
—¿A
una mina?
—No...
Al hijo del revistero... tiene ocho años.
Ninguno
de los tres abrió la boca en el resto del viaje.
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