Sin perfeccionar las leyes
perfeccionan el rigor;
sospecho que el inventor
habrá sido algún maldito
por grande que sea el delito
aquella pena es mayor.
Martín Fierro
El grupo de jóvenes vestidos de civil esperaba la hora de partida sentado en el duro piso de la Plaza de Armas. Ya habían almorzado y algunos todavía saboreaban la naranja que les habían dado de postre. Diciembre comenzaba y el sol no perdonaba. Los todavía conscriptos no sabían ya cómo protegerse de los rayos crueles. Sus pocas pertenencias eran utilizadas como sombreros. Algunos intentaron refugiarse en la sombra de los árboles que rodeaban la Plaza pero los cabos, siempre atentos, se lo impidieron. Parecía que los catorce meses no se cumplirían jamás. El último día era insoportablemente interminable. Estaban a escasos minutos de abandonar ese lugar donde todo parecía falso: el verde del césped, el aroma del mar y hasta el celeste del cielo. Muchas veces, durante los catorce meses, habían sufrido bajo ese cielo, entre esos árboles inmensos, respirando el aire salitroso que inspiraba sueños tropicales. ¡Qué falsa les parecía la naturaleza ahí adentro! Playas vírgenes, bosques frescos donde solo se oía el soplar del viento. ¿Para qué tanta belleza desaprovechada?
Partirían a las 15. Faltaban todavía dos horas de interminable espera.
—Yo me llevo una chaquetilla camuflada...
—Yo un par de botas... ¿Y vos?
—Yo no quiero llevarme ni el recuerdo de todo esto...
Alrededor de la Plaza estaban los otros, los que todavía tenían que vestir el uniforme un tiempo más. Algunos les daban cartas a los que se iban para que se las llevaran a sus familiares. Otros solo miraban en actitud envidiosa o nostálgica, imaginándose a ellos mismos vestidos con ropa normal.
En el mismo tren en que ellos se irían, llegarían los que recién empezaban a sufrir lo que ellos ya habían pasado. Ellos se iban y otros llegaban, una historia de nunca acabar. Muchos habrán recordado el momento cuando llegaron meses atrás a ese lugar...
—¿Te acordás cuando llegamos con todo el equipo? No sabíamos ni dónde estábamos...
—Y veíamos cómo se iban los otros... ¡Y se nos cagaban de risa los hijos de mil putas!
—Desquitate ahora con los que llegan...
—¿Desquitarme? Ganas de decirles que se escapen tengo...
—Así es la cosa, unos nos vamos, otros llegan...
—Ajá... La historia sigue...
Habían pasado catorce meses de tiempo perdido, de guardias inútiles por la noche, de nostalgias, de momentos compartidos con amigos circunstanciales. Habían pasado esos largos catorce meses y cada uno, a su manera, los estaba recordando. Una imagen retrospectiva les haría recordar momentos que quizás jamás en su vida los volverían a vivir. ¿Y quién pretendía revivir esos momentos?
A las 14.45 llegaron seis colectivos verdes a la Plaza. Uno detrás del otro fueron estacionando. Los todavía conscriptos sonrieron casi a la vez al verlos llegar. Era el principio del final que tanto anhelaban. Ya imaginaban la bienvenida en cada uno de sus hogares, el encuentro con los viejos, con los hermanos, con la novia. Ya imaginaban el encuentro con la barra del barrio, de la facultad o del laburo. Era el final, lo sabían.
Formaron en la Plaza de Armas, pero ahora bien separados. Sus pertenencias al piso. Les revisaron hasta los bolsillos. Botas, chaquetillas y remeras militares les fueron quitadas a los que pretendían llevárselas. Después sí, el momento esperado: los colectivos fueron ocupados rápidamente por quienes querían irse de una vez por todas. Era la primera vez que una orden era cumplida con tanto gusto. A la voz de ¡suban! los jóvenes ya casi estaban acomodados en las butacas de los colectivos. Los motores se encendieron. Por el cuerpo de los jóvenes recorrió un escalofrío que no supieron por qué fenómeno fue producido. ¿Por el movimiento del colectivo? ¿Por una emoción interior? Quién sabe... Lo cierto es que lo sintieron, y al sentirlo fueron un poco más felices.
Todos estaban ubicados y listos para partir. La emoción no era disimulada. Hubo consejos antes de la partida: "Guarden tranquilidad, soldados, porque al menor inconveniente vuelven todos", dijo un teniente. Hubo aplausos y silbidos que no pudieron ser evitados. Pero esa pequeña demostración de libertad no impidió la partida. Lentamente fueron poniéndose en marcha los colectivos mientras los jóvenes, algunos en silencio y otros en jocosa actitud, se iban despidiendo de ese lugar al que tanto odiaron.
Los que se quedaban saludaban a los que se iban con un leve movimiento de manos, sin ocultar un poco de envidia. Algunos gritos de burla se escucharon al partir los colectivos: ¡Chau, colas! ¡Córtense las venas! ¡Suerte! ¡Chau, milicos!... ¡Chau, milicos! Chau, milicos... El 1º de diciembre de 1983 lo gritaron una y otra vez. ¡Chau, milicos! Al mismo tiempo todo un pueblo gritaba ¡adiós! a un gobierno nefasto, al horror, a la mentira, a la gran pesadilla. Todos estaban contentos: los que se iban, obviamente, y los que se quedaban, por la esperanza de que eso que disfrutaban ahora otros, ellos lo disfrutarían más adelante.
Ya en camino al tren, los seis colectivos que llevaban a los que se iban se cruzaron con otros seis colectivos que traían a los que recién llegaban. Entre risas y burlas hacia los nuevos, uno de los viejos murmuró:
—La historia sigue... ¡Hijos de mil putas!
Me conmovió. Un texto fuerte en continente y contenido. Gracias, Sergio, por la tripa, los sesos y la palabra desde esta memoria encarnada que aún nos atraviesa.
ResponderEliminarGracias, Daniela, por estar siempre...
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