Siete menos cuarto de la tarde. La movilización había sido convocada para las siete. Ensimismado en una de las tantas lecturas que tenía atrasadas, se me había hecho tarde. Los vagos llegaron en la Ranger y me apuraron a bocinazos. 1987 estaba difícil y el presupuesto no alcanzaba. Docentes, no docentes y alumnos universitarios queríamos hacernos oír. Movilizar era la consigna. Me vestí lo más rápido que pude y salí de casa corriendo, sin avisar a nadie. Hacía frío. El otoño se estaba yendo y los últimos días del mes de junio se estaban poniendo bravos. Al cerrar la puerta de casa observé que en la camioneta mis compañeros llevaban grandes carteles: Mayor presupuesto ya, No al pago de la deuda, Por una Universidad científica, mayor presupuesto, y otros más que no alcancé a leer. A los gritos me apuraban. En la chata de la camioneta iba sentado uno de los profesores de la facultad y me alegró verlo ahí, junto con sus alumnos. La camioneta arrancó sin esperarme, lentamente: la broma de siempre. Debería correr unos cuantos metros detrás hasta alcanzarla y subirme en movimiento. Me sumé al juego y corrí. Sabía que terminarían aminorando la marcha para que pudiera, al fin, subirme. El andar de la camioneta se hizo cada vez más rápido y corrí desesperadamente tras ella. Mis amigos se fueron alejando poco a poco pero seguí corriendo a igual velocidad y, a pesar del frío, comencé a sudar. Sin mirar a los costados, mi vista estaba fija en la camioneta cada vez más lejana. Las casas, edificios y los árboles de la vereda iban quedando atrás muy velozmente, más rápido quizás de lo que yo corría. Comencé a sentir una extraña sensación en mis pies: las zapatillas comenzaron a gastarse y se destruían lentamente hasta que las perdí definitivamente. Había entrado en calor. Me saqué la campera de jean y la tiré al piso. Seguí corriendo intentando alcanzar la camioneta, que ya era un punto diminuto en el horizonte. El calor era sofocante. No sé cómo ocurrió pero de repente me vi sin pantalones ni camisa. Solo los calzoncillos me quedaban puestos. Seguí corriendo por el medio de la calle sin prestar atención a los autos ni a la gente que me cruzaba. Supe que era inútil seguir pensando en la camioneta, seguramente mis amigos ya estarían llegando al lugar de concentración, y seguí corriendo desesperado, semidesnudo. Pero la gente no me miraba. No reparaba en mí. Dos o tres cuadras antes de llegar, dejé de correr. Continué a paso lento, jadeando. Advertí que ahora ni siquiera tenía puestos los calzoncillos. Curiosamente, no sentí vergüenza y seguí caminando como si todo estuviese en orden, como si todo fuese normal. Ahora no tenía frío… no tenía calor. Solo quería encontrar la camioneta, a mis amigos.
La concentración era frente a las puertas del Rectorado de la Universidad, sobre bulevar Pellegrini. Me extrañó no escuchar canciones ni bombos ni discursos. La gente estaba en silencio. Y de pronto, sirenas. Dos ambulancias aparecieron velozmente y se internaron entre la multitud. Varios enfermeros descendieron y se dirigieron corriendo hacia la puerta del edificio. Mi absurda desnudez no era advertida por nadie entre la gente allí reunida. Fui abriéndome paso a empujones. Quería saber qué pasaba. Tropezaba, empujaba, me empujaban, me pisaban, pero yo seguía avanzando, seguía introduciéndome en esa masa compuesta de camperas, pulóveres, bufandas y guantes, carpetas y carteras. Era uno más, pero desnudo. Hasta que pude acercarme más y observar lo que estaba pasando: me quedé inmóvil. Nadie hablaba, todos dejaron actuar a los enfermeros. Tres criaturas, tres niños que no habrán tenido más de dos años, estaban tirados en el piso frío, desnudos, con sus ojitos abiertos pero sin lágrimas. Les costaba respirar y estaban muy flacos. Desnutridos, quizás. Se los notaba tristes. Los cubrieron con unas cobijas y se los llevaron. Estaban a punto de morirse de hambre y de frío, y nos miraban como queriendo decir algo. De pronto, un grupo de estudiantes rompió el silencio entonando una canción que nada tenía que ver con la lógica del momento, ni con los tres niños, ni con la movilización. Nuevamente se escucharon las sirenas, que ahora se alejaban, y lentamente los carteles que hasta el momento habían permanecidos escondidos, fueron elevándose: Mayor presupuesto ya para la Universidad.
La gente siguió sin advertir mi desnudez. Su actitud cambió radicalmente cuando las ambulancias y el ulular de las sirenas desaparecieron. Ahora sí comenzaron a sonar los bombos y a escucharse las canciones de protesta y reclamo. La gente bailaba, saltaba y hasta reía. Convencidos estaban de que la unidad era la única forma de lograr el objetivo propuesto. Me sentí un loco suelto entre la multitud. Corría desesperadamente de un lado a otro buscando a mis amigos, dando y recibiendo empujones, patadas, puteadas. Ahora sí me sentí observado, pero no por mi falta de ropa sino por mi actitud, mi desesperación, mi accionar agresivo hacia toda esa gente.
Por fin los ubiqué. Allí estaban, todos juntos, cantando y bailando. Se divertían. Ninguno reparó en mí. Me acerqué y les grité. Se rieron y me gastaron algunas bromas, pero ninguna fue por mi desnudez sino porque me habían hecho correr detrás de la camioneta. Cada vez más gente llegaba al lugar, nadie se iba. La movilización era un verdadero éxito. La esperanza de que el gobierno accediera a aumentar el presupuesto universitario estaba latente. Comencé a no soportar mi estado y sentí la necesidad de volver a mi casa para vestirme. La gente comenzó a mirarme de manera extraña, como si no comprendiera mi absurda presencia en el lugar. Me puse más nervioso todavía. Traté de olvidarme de la movilización y me retumbó en los oídos el sonido de las sirenas de las ambulancias.
Luego de caminar durante tres o cuatro cuadras me encontré con un grupo de chicos y chicas de mi edad que estaban en la vereda conversando alegremente. Escuchaban música muy fuerte. A medida que me iba acercando a ellos, comencé a advertir los colores chillones de sus ropas, el humo de los cigarrillos, el olor a alcohol. Se divertían sin cansancio a las siete y media de la tarde en la puerta de una confitería bailable ubicada en una calle oscura. En la vereda de enfrente, unos cuantos hombres con trajes negros miraban a los jóvenes. Fumaban y hacían comentarios silenciosamente. Había también mujeres, jóvenes y viejas, con sacones negros, tapados de piel, todas muy elegantes y serias. Ver esos dos grupos enfrentados, separados por una calle oscura que ocasionalmente era transitada por algún auto, era casi un delirio. De un lado los colores bailaban, saltaban; del otro, la seriedad no se inmutaba, la oscuridad observaba con los ojos tristes. Tres o cuatro coches negros llegaron al lugar. Tres o cuatro hombres descendieron de ellos. Trajes negros, bigotes y anteojos ahumados, a pesar de la oscuridad. De pronto, de la casa, también oscura, sacaron lenta y cuidadosamente un ataúd, varias coronas y ramos de flores. Y yo parado ahí, en el medio de los colores y la oscuridad, entre la alegría y la tristeza. Mi desnudez era cada vez más estúpida y sentí mucho frío. Continué el camino de regreso a casa.
Llegué varios minutos después. El frío ya no se hacía sentir. Apenas traspasé la puerta de ingreso, me vi con los pantalones puestos, la camisa bien abrochada, la campera en la mano y las zapatillas con los cordones bien atados. Apareció mi viejo y me preguntó de dónde venía. No le contesté. No supe qué decirle. No sabía verdaderamente dónde había estado. Entré en mi habitación y me senté en la cama. Agaché la cabeza y me tapé los oídos con fuerza. Estaba aturdido. Cerré los ojos y tuve ganas de llorar. En mi mente se mezclaban los pequeños desnudos y los carteles de protesta, los cantos y las sirenas, los colores y la oscuridad, la música y el silencio…
Estimado amigo, excelente forma de narrarlo, vi cada escena, cada personaje y un final inesperado
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, Lapizlazuli. Hace mucho que escribí esto y desde entonces pienso en Freud más que seguido... Soñarte desnudo en el medio del mundo no es de todos los días...
ResponderEliminarSólido relato, además de onírico. Me gustó mucho.
ResponderEliminarSaludos
La desnudez es la verdad que tanto amó Rodin. Relato inquietante, muy inquietante. Y actual.Aunque haya sido escrito hace tiempo. Entonces, diríase: intemporal. Me gusta mucho.
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