El once de julio del año dos mil doce tuve que ir a los
tribunales, señora Presidenta. Y usted lo sabe muy bien porque yo ya se lo
comuniqué. El dos de julio me tomé el atrevimiento de mandarle una carta
certificada con aviso de retorno para que usted tomara conocimiento de lo que a
mí me está ocurriendo desde hace ya un buen tiempo. Me citaron bajo
apercibimientos de ley a prestar declaración indagatoria en una causa por Daño
Calificado. Me acusan de haber provocado la muerte de tres árboles que estaban frente
a mi vivienda con la utilización de un taladro y gasoil. Y es cierto, así lo
hice. Pero ya le explicaré por qué.
Fui al juzgado con la mayor tranquilidad. Luego de
anunciarme en la Mesa de Entradas ante una mujer pequeña, morocha y antipática,
me hizo pasar al viejo juzgado una persona que habrá tenido mi edad, un poco
más, un poco menos, qué más da. Alto como yo, pero más delgado, barba tupida, cabello
entrecano, camisa blanca, corbata bordó, pulóver bremer negro, blazer azul. Muy
prolijo, muy correcto. Me extendió la mano y acepté su saludo, mencionó un
apellido que no recuerdo en estos momentos (estoy seguro de que no era oriundo
de Rafaela, mi ciudad), pero cuando le pregunté si era el juez, se apuró a
contestarme que no, que era el sumariante encargado de la investigación de mi
causa y que el juez leería mi declaración por la tarde. Hasta ese momento,
señora Presidenta, yo creí que quien interrogaba a las personas que declaraban
en los tribunales era un juez…
Me explicó este señor con mucha celeridad la razón por la
cual yo me encontraba frente suyo a punto de declarar, me dijo que en virtud de
mi condición de imputado (en ese momento comencé a sentirme un delincuente, un
criminal) tenía derecho de no declarar y que eso no implicaría nada en mi contra
y, por sobre todas las cosas, me informó que tenía el derecho de nombrar un
abogado defensor y declarar cuando él estuviera presente. Yo le agradecí mucho sus
palabras, le dije que no tenía dinero para abonar los honorarios de un abogado
particular, lo que por otra parte era cierto, y con la amabilidad que
caracterizaba a este señor, me dijo que no me preocupara, que me nombrarían de
oficio (término que todavía no entiendo) a un Defensor General del Poder
Judicial, que me defendería como cualquier otro abogado del Foro y que era
totalmente gratuito. No hice objeción alguna y mientras observaba cómo el
sumariante escribía en la computadora a una velocidad increíble y sin mirar el
teclado, esperé sus preguntas.
Luego de solicitarme mi documento y los datos de filiación
completos, me preguntó qué tenía que decir al respecto de la imputación que se
me había hecho conocer y ahí aproveché para preguntar yo: ¿De cuánto tiempo
dispone? Del que usted necesite, me contestó muy gentil y creo que hasta el día
de hoy se debe estar arrepintiendo de haberme dicho eso. Intenté a partir de
ese momento demostrarle la teoría que sostenía un director de Hollywood: la
realidad supera a cualquier ficción. Y que muchas cosas no son tan casuales.
Señora Presidenta: le contaré a usted aproximadamente lo
que se volcó en el papel de mi declaración y que, por supuesto, como se lo dije
antes, usted ya está al tanto de toda la historia porque seguramente habrá
leído mi carta del dos de julio, aunque todavía no haya recibido en mi domicilio
el aviso de retorno.
Debía justificar el porqué de mi accionar, por qué maté
los tres árboles que yo mismo había plantado frente a mi vivienda y a una lindera
(también de mi propiedad). Y era menester que el juez, a través del sumariante,
se enterara de lo que me venía ocurriendo en los últimos tiempos.
Soy soltero, vivo solo y no tengo trabajo. Subsisto
gracias a la renta de la vivienda lindante a la mía que heredé de mis padres y
por suerte no debo abonar alquiler por mi casa. Cuando uno vivió ya medio siglo
y se encuentra sin trabajo, se las tiene que ingeniar para poder sobrevivir. Es
así que decidí capacitarme (considero que es la única manera de superación
personal) y comencé a concurrir a un curso de gasista por las noches en una
escuela técnica de mi ciudad. Así comenzó mi padecimiento. En una oportunidad,
aproximadamente a las veintitrés horas, cuando salí de la escuela, me dirigí al
estacionamiento de motos donde había dejado la mía y grande fue mi sorpresa
cuando no la encontré en dicho lugar. Luego de preguntar a quien pudiera saber
algo, usé mi lógica y me dirigí a la comisaría más cercana para dar aviso de la
novedad. Pero no llegué. A casi dos cuadras del lugar me encontré con mi moto
tirada en la calle, partida prolijamente por la mitad, corte hecho seguramente
con una sierra eléctrica. Un corte perfecto. ¿Un aviso? Creí que no iba a ser
necesario hacer la denuncia policial.
Días después, nuevamente en horas de la noche, luego de
concurrir al curso de gasista, volví a mi domicilio (ahora en mi vieja
bicicleta, comprenderá usted que no estoy en condiciones de comprar una nueva
moto ni de arreglar la que tengo dividida en dos) y luego de ingresar a mi
domicilio con total normalidad, como era costumbre, me dirigí hacia la cocina
para hacerme un café. Pero ya una rara sensación me invadió sin saber por qué.
Al ir a lavar la taza, encuentro que en la bacha de la mesada alguien había
depositado varias piedras de diferente tamaño. ¿Quién había ingresado a mi casa
sin dejar ningún tipo de rastro? Todas las puertas estaban cerradas con llave
como yo las había dejado al irme. Ninguna ventana se veía violentada, ningún
acceso posible había a mi intimidad hogareña. ¿Otro aviso? ¿Me estaban vigilando?
¿Estaba siendo controlado por alguien, o por algo?
Esta situación se fue reiterando en el tiempo. Si no eran
piedras en la bacha, eran las sillas corridas, o la bañera del baño llena de
agua, o simplemente una hornalla prendida. Imagínese usted, señora Presidenta,
el temor que tenía (y tengo) al sentirme vigilado de tal manera, tan
misteriosamente. Por supuesto que busqué una posible solución a esta extrañeza.
Seguramente mis vecinos habrían visto quién ingresaba a mi domicilio y cómo lo
hacía. No había muchas más posibilidades de hacerlo que por la puerta principal
del frente o por el portón, a los que yo dejaba perfectamente cerrados con
llave. Alguien de alguna u otra forma se las habría ingeniado para conseguir un
duplicado de mis llaves o alguna ganzúa para no dejar rastro alguno. Y tomé la
decisión de golpear todas las puertas de los vecinos de mi cuadra. Por supuesto,
nadie había visto nada. Adujeron que en el horario en que yo me ausentaba de mi
casa, ya era hora de estar adentro, de cenar e irse a dormir, por lo que nada
podrían haber visto. Además, a esa hora, la luz artificial no es mucha en el
lugar, dijeron.
Esto me llevaba a confirmar que mis vecinos, sin
excepción, estaban confabulados con mis controladores y el único fin era
volverme loco. Pero todo tiene una explicación, señora Presidenta, a esta
persecución de la que estoy siendo objeto. Siempre me preocupé por combatir la
injusticia y luché en favor de los más desprotegidos. Promoví la defensa del
cooperativismo y creo que la deuda externa fue la principal causa de la triste
historia económica de nuestro país desde los años 70 hasta la actualidad. Mi
avidez por saber y encontrar las causas del default en nuestro país me llevó a
contactarme con la BBC de Londres, con la Internacional Socialista (que tenía
su sede también en Londres), con la Nathional Geografic, con el señor Hugo
Chávez, presidente de Venezuela (ya que este país había tomado participación en
la firma SanCor, aquí cerca, en Sunchales) y con todo tipo de biblioteca
pública o privada a mi alcance. Fueron de suma importancia tres discos
compactos llamados “Memoria Abierta” del diario Página 12 también. Todo esto
hizo que también intente obtener mi doble nacionalidad (italiana) a través de
la Unión Europea para poder viajar e investigar en el viejo continente, pero la
negativa de este organismo internacional hizo que me tuviera que conformar con
los datos de los que disponía y con una computadora de muy baja tecnología
conectada a internet para poder seguir mi investigación.
¿No le parece, señora Presidenta, un poco extraño que una
persona como yo, que se preocupa por los demás y además se contacta con
organismos tan importantes, sea vigilado en su propia casa de manera tan
descarada?
Atento a las manifestaciones de mis vecinos de no ver ni
oír nada cuando seres anónimos visitan mi domicilio en mi ausencia, ideé un
mecanismo para que nadie pudiera dejar de enterarse quién concurre a mi casa en
horas de la noche, cuando el curso de gasista ocupa mi tiempo. Durante el día
(que me encuentro siempre en el interior de mi casa) nadie, pero nadie, pasa a
tocar el timbre ni siquiera para pedir limosna. Pero cuando yo no estoy, parece
que concurren, tocan el timbre y cuando advierten mi ausencia, aprovechan para
entrar sin mi permiso. Entonces, conecté el timbre de mi casa para que suene y se
trabe hasta que yo lo desconectase, así, si no me encuentro en mi casa en ese
momento, el ruido ensordecedor y molesto llamaría la atención de mis vecinos,
que no podrían dejar de salir a la calle para ver quién era la persona que tan
impacientemente quería verme. Y así ocurrió que una de las noches al regresar del
curso e ingresar a mi domicilio, todo estaba en su lugar, nadie había
aparentemente ingresado sin permiso, pero algo “olía mal”. Un olor extraño
comenzó a invadir mis narices y sospeché que había ocurrido lo que a los pocos
segundos comprobé: el timbre se había quemado de tanto sonar sin que nadie lo
detuviese. Por un lado lamenté haber inutilizado el timbre, pero por el otro me
puse contento ya que seguramente mis vecinos habrían podido comprobar quién lo
había accionado. Nuevamente mis preguntas al vecindario obtuvieron cero
respuesta positiva. Nadie escuchó el timbre que, seguramente, debió haber sonado
no menos de media hora sin parar antes de quemarse. La explicación fue siempre
la misma: es muy tarde, hay poca luz artificial, no se ve nada, no se escucha
nada.
Cuando decidí cortar por lo sano y radicar la denuncia
policial con el fin de que se disponga frente a mi domicilio una guardia permanente,
tampoco obtuve una solución. La policía nunca me escuchó, aunque sí, pero no me
tuvieron la paciencia que me tuvo el sumariante del Juzgado. El oficial que me
atendió en la comisaría Seccional Primera que corresponde por jurisdicción a mi
domicilio, luego de escuchar algo de mi historia, me recomendó muy amablemente
concurrir al hospital local para hablar con la sicóloga. Al principio lo tomé
de mala manera, pero luego de unos días pensé que quizás el oficial tuviera
razón. La sicóloga seguramente me diría si en realidad estaba o no procediendo
bien en busca de una solución a mi problema. Y hacia allí fui. Tres veces. Nunca
logré que me atendiera.
Y me planteo desde ese momento: ¿estoy fuera de la
realidad? Los propios integrantes de mi familia creo que confabulan en mi
contra. Un día me dicen una cosa y al otro día me dicen exactamente lo
contrario y, cuando se los hago saber, niegan a rajatablas haberme dicho algo diferente
a lo que ahora afirman. Mis amigos, o los que alguna vez lo fueron, me recuerdan
ahora algunos hechos que vivimos en la adolescencia o la juventud y me
recriminan cosas pasadas como nunca lo habían hecho. Todo esto me llevó a
concurrir a la oficina de Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo,
en la Universidad Nacional del Litoral de la ciudad de Santa Fe, para presentar
documentación en la que se me acusaba de tener memoria revanchista. Además
concurrí a la oficina de Derechos Humanos, también en la ciudad de Santa Fe. De
ambos organismos recibí respuestas evasivas y me solicitaron que presentara
dicha documentación en la ciudad de Rafaela. Pero toda esta trama en mi contra
se acrecentó aún más: cuando solicité a dichos organismos la devolución de la
documentación que presenté, me dijeron sin tapujos que la habían extraviado. Y
como si eso fuera poco, señora Presidenta, al buscar las copias de dicha
documentación en mi casa, descubrí que ya no estaban, que la caja donde yo
guardaba los papeles importantes de mi vida había desaparecido.
Se imaginará,
señora Presidenta, la cara del sumariante que me escuchaba con un forzado
respeto a esta altura de la declaración: mi monólogo llevaba dos horas y media.
Le pregunté si seguía mi historia, si me entendía, y titubeando me dijo que sí,
pero que quería que fuera redondeando la idea. Entonces me apiadé de él y le
dije: Pregunte, no más. Y suspiró aliviado, el pobre. Y, como rogándome,
suplicándome, me preguntó: Pero dígame concretamente, ¿por qué quemó los
árboles? Evidentemente, no me escuchaba, no me entendía o solo quería cerrar su
investigación y lograr mi confesión, sin tener en cuenta la historia de mi
vida, que en definitiva fue la que me llevó a matar a esas malditas plantas.
Y bueno, se lo expliqué nuevamente, pero de
manera más breve y clara. Como seguían sucediendo cosas raras en mi casa y al
no poder instalar un sistema de seguridad por su alto costo ni poder cambiar
las cerraduras de las puertas por otras más sofisticadas, decidí ayudar a mis
vecinos para que pudieran observar quiénes iban a mi casa cuando yo no me
encontraba, cuando yo me dirigía a realizar el curso de gasista para asegurar
el poco futuro que me queda, y para que la noche cerrada no les impidiera la
visión en esa boca de lobo en que se había convertido el frente de mi domicilio
debido a la poca iluminación, problema que se acentuaba por las tupidas copas
de los árboles que yo mismo había plantado frente a mi casa. La única forma de
solucionar ese inconveniente, ese problema,
fue secando los árboles.
El sumariante
por fin se puso a escribir a la velocidad de un viento huracanado, como si
hubiese descubierto la fórmula de la inmortalidad. Creo que hasta sonrió de
satisfacción al haber logrado mi confesión, el hecho de que yo asumiera mi
condición de delincuente común.
Quiero terminar
esta carta, señora Presidenta, con todo el respeto que usted se merece,
diciéndole que se cuide, que no deje de defender los intereses de nuestra
gloriosa nación como lo viene haciendo hasta ahora y como lo hizo su extinto
marido cuando fue nuestro presidente. Todos sabemos que en nuestra América
Latina los grupos dominantes (con presencia en todos los estamentos sociales)
utilizan la parte ejecutiva represiva que son las fuerzas de seguridad. Esta
forma de extorsión y golpe de estado, no solo económico sino también político,
la han sufrido ya los presidentes Zelaya en Honduras, Correa en Colombia y
Chávez en Venezuela. Esto nos demuestra que siguen pensando en volver para
revertir lo poco o mucho que se hizo. Yo conozco sus principios, señora
Presidenta, y la manera en que los está haciendo cumplir con su mandato es el
camino que nos llevará hacia un futuro mucho mejor para todos los argentinos.
Sepa disculpar
esta molestia. Le agradezco su atención y la saludo muy atentamente.
Santiago Bianchi
2012
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