Ningún consuelo penetra
detrás de aquellas murallas,
el varón de más agallas,
aunque más duro que un perno,
metido en aquel infierno
sufre, gime, llora y calla.
Martín Fierro
Eran las dos de la
mañana y se sentía mal. Quería dormir y no podía hacerlo. Parado, caminando por
los pasillos, pensaba en cómo matar el tiempo. Le molestaba el casco blanco
sobre su cabeza húmeda de transpiración. De su cintura colgaba un duro bastón
de goma que debería usar en caso de indisciplina. Él sabía muy bien que jamás
lo haría. ¿Qué hacer? Todos dormían. ¿Con quién hablar? ¿Cómo matar el aburrimiento
a esa hora de la noche? Se dirigió hasta la cama del sanjuanino Chirino casi
sin hacer ruido.
—Camilo... Camilo...
—susurraba mientras sacudía suavemente el cuerpo dormido—. Che, Camilo,
despertate.
—¿Eh? ¿Quién es?
—Yo, loco. Prestame
la radio, porque si no me duermo.
Camilo lo miró
seriamente tratando de despertarse.
—¡La puta madre! ¿No
había otro a quien pedírsela?
—¡Dale, che! Si es
por las pilas, te las pago...
—No, no es eso...
¡Estoy durmiendo! ¿No ves?
—Sí, veo...
—¿No me digás que
estás de imaginaria? —preguntó Camilo largando una carcajada que se
confundía con un bostezo.
—Sí, loco. Estoy
cuidando que el enemigo no ataque la cuadra y nos afane las botas. Dicen estos
milicos que los ingleses acostumbran a atacar por la noche y se ponen de acuerdo
con la guerrilla armada para hacerlo sorpresivamente —dijo irónicamente—. Y
parece que buscan a los sanjuaninos putos...
—Ay, entonces
cuidame mucho, mucho, mucho... —afeminó la voz.
Un chistido se
escuchó en el fondo de la cuadra. Camilo, entredormido y de mal humor, abrió la
taquilla y tomando la radio portátil, se la dio a su compañero.
—Tomá y dejame de
romper las bolas.
Cuando el imaginaria
le quiso dar las gracias, Camilo ya estaba dormido. Encendió la radio y se
sorprendió al escuchar un tema de Sui Géneris. Será algún jovato romántico, se
dijo pensando en el conductor del programa. Caminaba incesantemente para no
dormirse, solo tenía que esperar hasta las cuatro y lo relevarían. Fue al baño
y se sacó el casco. El calor era sofocante. Diciembre se estaba yendo y se
despedía calurosamente.
Abrió una canilla y
puso su cabeza debajo del chorro de agua fría. Pensó que así se despabilaría un
poco. Se peinó los pocos pelos que tenía y volvió a andar por los oscuros
pasillos.
¿Qué harán mis amigos en Santa Fe?, pensaba. Deben estar de joda... Aunque allá a esta
hora debe estar casi todo muerto, ni un alma en la calle... pero cómo me
gustaría estar con ellos...
Sostenía la radio
pegada a su oreja izquierda, mientras que con la mano derecha jugaba con el bastón
de goma. Sus piernas estaban cansadas y el sueño no se iba. Estaba contento
porque por la radio pasaban la música que a él le gustaba, esa música que le
traía recuerdos de mates siesteros y reuniones nocturnas en la casa de alguna
amiga. Recuerdos con los que viajaba a cientos de kilómetros con un abrir y
cerrar de ojos, recuerdos que no eran suficientes como para alejar el sueño.
Se sentó en una de
las tantas camas vacías que había en ese oscuro lugar y, apoyando su codo
derecho sobre su pierna, recostó su cabeza en su mano extendida. No me tengo que dormir, pensó. Eran las
tres y media de la mañana, media hora más y lo reemplazarían. La música se
mezclaba en su mente con los recuerdos pasados, haciendo un solo sueño, sueño
hermoso, loco, destructor...
Viajó sin darse
cuenta por espacios infinitos. Corría por el aire y daba vueltas sintiendo
nuevamente en él su castrada libertad. De pronto se encontró parado sobre una
calle de adoquines y no vio a nadie, estaba completamente solo. Quería gritar
pero pensó que era totalmente inútil, nadie lo escucharía, nadie acudiría a su
llamado. La calle era larga, no podía divisar el final de la misma ya que el
mismo horizonte la cortaba. Caminaba lentamente buscando un lugar adonde ir. A
los costados de la calle solo se levantaban dos muros inmensos y no vio otra
salida que seguir caminando. Luego de varios minutos de andar, el paisaje no
variaba: dos muros enormes y la calle sin fin. Entró a inquietarse y caminó más
rápido, cada vez más hasta llegar a correr como un loco, desesperadamente. Era
para él como estar corriendo sobre una esfera gigantesca, a la que hacía rodar
sin avanzar, como lo hacen los osos en el circo sobre una pelota o sobre un
gran cilindro acostado. Sin saber en qué momento ni por qué, se vio tirado en
el suelo, dolorido y ensangrentado, sus piernas débiles le temblaban, sus ojos
mirando hacia arriba se extraviaban, su boca sonreía y sentía cómo todo su ser
se iba. Vio una luz. Una luz cegadora frente a sus ojos, insoportablemente
poderosa, que no lo dejaba ver qué pasaba. Al fin pudo divisar imágenes
oscuras, indescifrables. Miró su cuerpo y no sangraba, estaba sentado sobre una
cama, con la radio apretada en su oreja izquierda, su casco puesto y el bastón
de goma tirado en el piso.
Ya no soñaba, ya no
dormía. Una luz maligna lo había despertado. Tardó algunos segundos en
reaccionar. Se paró y pensó en lo peor. Una sombra se alejaba por el pasillo
con una linterna en la mano... y lo había descubierto dormido. Casi con rabia
pensó que solo faltaban seis días para la Navidad y que ya tenía el permiso de
sus superiores para viajar a su ciudad. Hizo fuerzas inhumanas para no dejar
escapar una lágrima y maldijo la hora en que se había quedado dormido. Apagó la
radio y la escondió debajo de un colchón. Luego se acomodó el uniforme y se quedó
parado, inmóvil, esperando el regreso de la sombra.
Nuevamente vio la
luz en el fondo del pasillo. Se aproximaba el momento que él no hubiese querido
vivir nunca. Quiero irme a Santa Fe,
se decía en silencio. Rogaba para que la sombra pasara de largo, para que lo
ignorara, pero sabía que no sería así. Cuando la sombra estuvo cerca, la
identificó. Era un hombre alto, canoso y delgado. En su brazo brillaba un
brazalete rojo que lo identificaba como suboficial de guardia. Él seguía
inmóvil, ahora en posición de firme y saludó a su superior militarmente.
—¡Buenas noches,
suboficial! —dijo con voz fuerte y segura.
En suboficial se
detuvo frente a él y lo miró, serio y aterrador. Estuvieron mirándose tres o
cuatro segundos. Solo se escucharon ronquidos lejanos y el ruido de las ramas
de un árbol que golpeaban una ventana. Eran las tres y cuarenta y cinco, quince
minutos antes del relevo. El suboficial no contestó el saludo y con voz ronca murmuró:
—¡Treinta días!
Muy buen relato, cuando el sueño nos vence, no hay nada que pueda hacerse, son minutos pero pobre imaginaria justo lo encontraron
ResponderEliminarUn abrazo
Por Dió, pobre tipo! Posta, el sueño nos traiciona más de una vez (las que me habrá agarrado antes del colegio!) y no esta bueno, jaja
ResponderEliminarY yo también tenía un amigo con apellido Chirino! Jaja me hizo reír mucho.
Un saludo
Uhhhhh, que buen relato, además Camilo Chirino, que tipazo, cuantos recuerdos de aquella época, de los buenos y de los malos.
ResponderEliminarGracias por la narrativa.
Abrazos...Walter
¿Te acordás de Chirino, Walter? Un loco lindo entre tanta mierda que vivimos...
EliminarComo no acordarme, si aún recuerdo la alegría que tenía por haber leido por sus medios una carta que le enviara su familia, creo que haber conocido tipo como vos, Chirino y su educación dentro del BIMBA, fue lo mejor como vos decis, entre tanta mierda.
ResponderEliminarAbrazos...Walter