La
soledad causa espanto
el
silencio causa horror
ese
continuo terror
es
el tormento más duro
y
en un presidio siguro
está
de más tal rigor.
Martín
Fierro
Al
descender del colectivo se sintió un poco mejor, como si respirara aire puro,
diferente al que venía respirando todos los días. Hacía un poco de calor pero
todavía usaba el uniforme de invierno. Pronto llegaría la primavera. De su
hombro derecho colgaba un bolso de tela azul casi vacío. A simple vista se
diría que no llevaba nada en él. Se desabrochó el botón dorado que le ajustaba
el cuello y miró su reloj: las cuatro de la tarde.
Punta
Alta estaba casi vacía. Recién comenzaban a abrirse los pocos negocios que
había sobre la calle Yrigoyen. No había ni un árbol como para decir que el
paisaje era variado en la calle principal. El sol estaba débil pero igual
molestaba al que no estuviera resguardado. Una ciudad chata, sin edificios. Una
ciudad triste que durante los trescientos sesenta y cinco días del año veía
pasar a miles de jóvenes uniformados buscando hacer algo para no aburrirse en
los días libres.
Él
era uno de ellos, uno de los tantos que conocen Punta Alta sin desearlo. El
uniforme le molestaba, transpiraba y, sin pensarlo demasiado, caminó algunas
cuadras hasta llegar a la plaza. Cada vez que llegaba allí se preguntaba lo
mismo acerca del monumento que se alzaba en el centro de la misma: ¿Qué es eso? ¿Qué representa? Un cartel
que indicaba la prohibición de pisar el césped lo hizo detener y pensar... Pero
no mucho. De inmediato se sentó debajo de un árbol que proporcionaba una gran
sombra y encima del césped prohibido.
Suspiró
muy fuerte y se recostó sin pensar en que ensuciaría su ropa. Tenía los ojos
muy abiertos, extraviados en el cielo que poco a poco se iba cubriendo de nubes
grises y amenazadoras. A pocos metros de él, sentados en un banco, una pareja
de novios manifestaba públicamente su amor, en silencio, con un largo beso. Más
atrás, cuatro chicos que estaban jugando al fútbol, corrían riendo, escapando
del placero que los perseguía. Se sintió solo y pensó que no era la primera
vez.
Tengo que festejar,
pensó. No me puedo quedar acá tirado.
Se levantó y se dirigió a un almacén: con una cerveza y un sándwich de
mortadela le alcanzaría para no sentirse tan solo. Volvió a la plaza, al mismo
lugar de antes. Se sentó contra el tronco del árbol y comenzó a comer y a
beber. Tengo que festejar. Se imaginó
que a su lado estaban todos sus amigos, su familia y hasta su perro. No podía
hablar con ellos, pero él tenía la solución. Abrió el bolso azul, sacó unas
diez cartas y, de a una, las empezó a leer. Tengo
que festejar... y quiero que ustedes me hablen, dijo dirigiéndose a las
cartas. Quería escuchar las voces lejanas, quería recordar todo lo bueno que
había pasado ese mismo día pero el año anterior, allá en su casa.
En
la primera carta que abrió, su madre le decía que aunque no estés con nosotros, tené la seguridad de que nosotros estamos
junto a vos, y quiera Dios que pronto estemos todos juntos... Cerró los
ojos y se le fruncieron hasta las uñas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
llorar. Estaba solo en una plaza triste, a más de mil kilómetros de su casa,
leyendo cartas, soñando rostros, escuchando palabras.
Terminó
de comer el sándwich con dificultad, tenía un nudo en la garganta que apenas lo
dejaba respirar. ¡Cómo hubiese querido salir corriendo, subir a un colectivo y
no parar hasta llegar a Santa Fe! Y no volver más a ese sitio horrible. Un
trago de cerveza le ayudó a digerir el pedazo de sándwich atragantado. Tomó
otra carta al azar y leyó en el remitente Valeria.
Una sonrisa brotó en su rostro al pensar en la Negra, al traer a su mente el
rostro de su amiga. Le temblaban las manos y tardó un buen rato entre abrir el
sobre, sacar la carta, acomodar su trasero en el césped y ponerse a leer. La
sonrisa que segundos atrás había brotado en su rostro poco a poco fue
desapareciendo, y sin darse cuenta sacó de su bolsillo un pañuelo y lo apretó
bien fuerte con el puño. Che, Negro, no
te vas a amargar el 1º, pensá que todos los que te queremos vamos a estar con
vos ese día... No alcanzó a usar el pañuelo. Un fuerte suspiro le hizo
aflojar tensiones y se tranquilizó un poco.
El
cielo poco a poco se iba apagando pero no porque la tarde caía: inmensas nubes
negras llegaban del sur con su amenaza de lluvia. Los truenos comenzaron a
escucharse. Terminó la botella de cerveza de un solo trago y sosteniéndola en lo alto exclamó: ¡Salud! Antes de abrir otra carta se recostó. Cerró los ojos y,
pensando en mil cosas a la vez, tarareó una canción.
De
repente se levantó y, tomando una carta, se dijo nuevamente: Tengo que festejar. La abrió sin
fijarse en el remitente y al empezar a leerla, reconoció la letra. Era de
Fabio: Espero que la pases todo lo bien
que puedas ahí; acá nos vamos a tomar algo y vamos a brindar por vos...
Ahora sí que estaba flojo. Flojo y tensionado a la vez. Flojo de espíritu y
tensionado de cuerpo. Y justo cuando comenzaban a caer las primeras gotas de la
inminente tormenta, cayó por su rostro una lágrima, la primera del día... pero
no la última. Le dolía el alma, le dolía el cuerpo y le dolía volver a
encerrarse en el lugar que tanto odiaba.
Al
instante de su primera lágrima vio aproximarse al placero. Venía serio y se
dirigía a él. La botella estaba tirada en el césped y algunas migas afeaban el
sitio.
—¡Oiga,
usted!
—¿...?
—¿No
vio el cartelito? Pro-hi-bi-do-pi-sar-el-cés-ped, por si no sabe leer.
Mientras
el placero gruñía, él fue levantando la vista hasta encontrarse con los ojos de
la autoridad de la plaza. Se miraron varios segundos fijamente, sin hablar. La
lluvia empezó a ser cada vez más fuerte y los dos se empezaron a mojar. ¿Cómo le explico a este viejo que estoy de
festejo?, pensó. El placero cambió su rostro duro por un gesto más cordial
y le preguntó:
—¿Está
llorando o es la lluvia, soldado?
—Estoy
festejando mi cumpleaños... —pudo contestar.
El
viejo hizo un gesto, comprendiendo, y, retrocediendo lentamente y sin sacar la
vista del cuerpo, le dijo:
—Bueno...
Feliz cumpleaños... Que la pases bien...
Fue
el único saludo que escuchó aquel día. Y el viejo se alejó despacio bajo la
lluvia, rumbo quizás a su casa, pensando en ese cuerpo sentado que festejaba su
cumpleaños en una plaza, solo.
Siguió sobre el césped. Guardó las cartas en el bolso y miraba caer la lluvia.
Su cuerpo empezó a empaparse pero de ahí no se movía. No quería volver a
encerrarse, prefería mojarse y sentirse un rato libre. No quería pensar tampoco
en su festejo solitario. Solamente quería saber si las gotas que recorrían sus
mejillas hasta llegar a sus labios, eran simplemente de la lluvia o verdaderas
lágrimas prófugas de su espíritu.
Vas a tener que cambiar. Sí, sos otro.
No sos el que tiempo atrás conocí. Vas a tener que dejar de lado todo el odio
que hoy tenés dentro tuyo. Vas a tener que escupir la rabia que brota de tu
corazón. Vas a tener que tirar al chiquero todas las miserias que hoy están
estropeando tu alma. Vas a tener que saber ignorar lo que hoy te pasa. No seas
boludo, todavía tenés mucho por andar. Vas a tener que volver a tus viejos
tiempos, ¿te acordás? Por favor, ignorá el presente, mirá adelante, confiá,
creé, yo sé que vos podés. Te pido que vuelvas a ser el que fuiste tiempo
atrás. Aquel que siempre tenía una sonrisa para dar. Aquel que siempre tenía un
poquito de buen humor. Aquel que quería vivir, soñar, volar, reír... Yo sé que
vos podés, sé que vos podés volver, sé que podés reír, sé que podés acordarte
de todo lo que fuiste, que podés ser nuevamente. ¿Sabés cómo? Pensá...
recordá... ¿Te acordás de tus amigos, de tu familia, de todos los que te
quieren? ¿Sí? ¿Y? Bueno, ¿por qué llorás? ¡Vos podés! Vas a tener que
cambiar...
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