A Rosita Fasolís
Cuenta Rosita que su amigo Alberto Campazas, escritor rosarino, fue a Cuba en tiempos del Che Guevara junto con otros camaradas y que a su regreso, como exclusividad, le confió la historia.
A la hora de la siesta el Che recibió a los visitantes en su oficina. Luego de escuchar al Comandante durante un par de horas hablar apasionadamente sobre su actividad en la isla y sobre el futuro de la revolución —como era su costumbre, mate en mano—, Alberto arriesgó unas palabras. «Usted dijo, Comandante, alguna vez, que la observación del crecimiento, del desarrollo de la revolución año tras año por parte de un revolucionario, es una de las tareas más gratas…». Campazas y sus camaradas habían llegado desde Rosario a visitar al Che, a su coterráneo, a esa persona inmensa y tantas veces idealizada y admirada. «Sin duda, amigo, sin duda. La revolución se va fortaleciendo con el tiempo y las masas comprenden que el trabajo diario y sin flojeras de ninguna índole es el camino que lleva a la victoria. Y eso a un verdadero revolucionario lo gratifica». Algunos papeles y carpetas y dos o tres libros ocupaban desordenadamente el escritorio inmenso, pero modesto, que separaba al Che de Alberto y sus compañeros. «La Revolución es joven y como sabemos, los errores de juventud existen. Hay que romper paradigmas, hay que abrir nuestra mente hacia la construcción de una sociedad nueva, de un Hombre Nuevo. Y nos cuesta porque estamos aprendiendo sobre la marcha. Pero como verdaderos revolucionarios, tenemos que tomar esta tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo». El silencio de los visitantes era realmente la expresión de una admiración suprema. La mano derecha del Comandante no se desprendía del mate. Cuando callaba, tomaba la pava que estaba apoyada sobre un libro rojo y servía. Chupaba la bombilla suave y lentamente, sin hacer ruido. Uno de los camaradas de Alberto observó, sin disimulo, una carabina que estaba apoyada sobre la pared. El Che lo advirtió y sin decir una sola palabra, como comprendiendo esa curiosidad, se levantó, la buscó y la apoyó sobre la mesa. «Es la que utilicé en Sierra Maestra». Estaba impecable. De caño grueso, más que una carabina parecía una escopeta. Relató, con una sonrisa seria, que conseguir armas no había sido fácil. No solo por el aislamiento geográfico sino por una renuencia de parte de los civiles para entregarlas a la guerrilla. Pero el constante crecimiento de las fuerzas revolucionarias había hecho que poco a poco el campesinado cubano se les fuera uniendo y de esa manera comenzaron a fortalecerse en todo sentido. Alberto sentía que ese hombre que estaba detrás del escritorio con el mate en la mano y acariciando la carabina era un ser superior que estaba poseído por una causa, como diría luego Rodolfo Walsh. Las horas habían pasado a una velocidad increíble. El Che se puso de pie y los visitantes comprendieron que la charla había llegado a su fin. Estaban conmovidos, felices por haber compartido un valioso tiempo de su vida con el Comandante. Un fuerte apretón de manos sirvió como saludo de despedida. Alguno hasta se atrevió a abrazarlo. «Si quedó alguna duda, pregunten nomás…», dijo con un gesto amable el Che. Dice Rosita que Alberto, que se había quedado rezagado a propósito, quizás para disfrutar unos segundos más de tan inmensa presencia, se animó a soltar unas palabras que, al principio, creyó imprudentes. «Comandante, me extraña que usted no nos haya convidado con un mate. No es de gauchos dejar sin mate a los que acompañan…». El Che sonrió a medias y luego de una suave palmada en la espalda de Alberto, se volvió al escritorio, tomó el mate, lo acercó y lo mostró. Alberto lo miró sorprendido y escuchó las palabras casi cómicas: «Si no tengo yerba, amigo Campazas… Y hace tanto tiempo que no tengo…».
Rememora Rosita con los ojos extraviados en el recuerdo de su amigo que «ya se fue», que sin dudas los hechos ocurrieron y que ahora Alberto y el Che estarán seguramente allá por las alturas discutiendo cómo podrían haber sido las cosas.
Felis Nasal: Me has hecho llorar... Recién hoy, ocho de noviembre, leo este texto... No lo había visto, porque no abrí blogs por muchos, muchos días... Y leo, y ahí está Alberto, y está también nuestro poeta Rubén Plaza, que se debe acordar... ¡Gracias por dedicármelo!. No tenías que hacerlo: puse esta anécdota en tus manos como un preciado regalo.¡Y qué foto, Che!. Rosit
ResponderEliminar¡Ah! ¡Y cuán vívido tu relato!!!!! Felicitaciones...
ResponderEliminarFue un hermoso gesto el que tuviste al regalarme la historia. No sé si su escritura es buena o mala o, simplemente, no es. Lo que sí tenía en claro es que no debías faltar vos, Rosita, porque quise que estuvieras al lado de tu amigo Alberto. Un beso
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