"Niños y perro" /Técnica Grafito
Maritza Álvarez
El estampido los enmudeció. No lo esperaban. No lo deseaban. Pero los tres vieron cómo Elvirita se desplomó en el piso. José arrojó la escopeta al suelo como en un acto reflejo. Pepe y Tato lo miraron con horror. Sintieron el pánico que, lo sabían, los atacaría irremediablemente si algo así llegaba a ocurrir.
—¡Elvira! ¡Elvira! ¡Elvirita! ¡No, no, por favor! —gritó José sin consuelo y se arrojó de bruces al lado del cuerpito.
Comprendieron inmediatamente que ese disparo cambiaría de ahora en más su vida. Como ya había pasado con Elvirita, que ahora yacía sobre la gramilla del potrero donde Urretavizcaya hacía pastar a sus mejores caballos. La explosión había hecho que cinco o seis relinchos se mezclaran e interrumpieran el silencio típico de una siesta en la pampa húmeda. Al galope y asustados desaparecieron rumbo al casco de la estancia todos los caballos, incluidos los suyos. El disparo siguió resonando en sus oídos durante seis o siete segundos. No lo dijeron, pero pensaron en lo mismo: seguramente Urretavizcaya había escuchado el disparo. El casco no estaba tan lejos y a caballo no le llevaría más de diez o quince minutos encontrarlos si se lo propusiera. Tenían ahora una urgencia. ¿Qué hacer con Elvirita? ¿Qué hacer con ese frágil cuerpito ahora? ¿Cómo hacer para que nadie se enterara de la desgracia?
—Te dije, boludo. ¡Tené cuidado! —reprochó Tato.
José inmediatamente olió sus manos y las refregó en su pantalón de jean. El olor a pólvora denunciaría sin dudas quién había jalado el gatillo.
—Te lo dijimos, tené cuidado que es muy celosa —casi gritó con desesperación Pepe.
El rostro de José se deformaba segundo a segundo. No faltaba mucho para el llanto. Venía a su mente la dura imagen de Urretavizcaya, el patrón, pero sobre todo, la de sus padres. ¿Cómo explicaría lo ocurrido?
—¿Y ahora qué hacemos? —pidió ayuda desconsoladamente a sus hermanos. Tato y Pepe se miraron. José había disparado, no ellos. José había bromeado cuando le apuntó a Elvirita, no ellos. José tenía el estigma de la pólvora, no ellos. Si el delicado cuerpito yacía ahora en el piso, era culpa de José, no de ellos.
—¡Todavía está viva! —gritó José. Le tomó la cabeza suavemente con su mano derecha y la levantó un poco. Los ojos tristes lo miraban pero los párpados se le cerraban poco a poco. El abdomen subía y bajaba con movimientos bruscos. Pero la herida era muy grande y el final, inevitable. José se largó a llorar con desesperación mientras sostenía la delicada cabecita moribunda. Y pasó lo que indefectiblemente tenía que pasar: Elvirita dejó de respirar. Sus ojitos no llegaron a cerrarse del todo. Esa mirada fija, fría, triste, quedaría grabada en el alma de José por el resto de sus días. La apoyó nuevamente sobre la tierra sin dejar de llorar. Volvió a refregarse las manos en el pantalón. Tato y Pepe observaban a su hermano de pie, sin decir una sola palabra. A Pepe se le escapó una lágrima y sacó un pañuelo. José estaba desesperado. Repetía el movimiento casi instintivo de refregarse las manos en el pantalón y de llevárselas a la nariz para oler, una y otra vez, la pólvora delatora. Tato, quizás el menos afectado emocionalmente de los tres, pensó en Urretavizcaya. Si había escuchado el disparo, tardaría unos pocos minutos en llegar al lugar.
—Hay que ocultar el cuerpo —sugirió—. ¡Y rápido!
José, todavía arrodillado al lado del cadáver, levantó la vista y gimió:
—Pero… ¡la maté!
Pepe se limpió ahora los mocos.
—¡Ya está! No podemos hacer nada ahora. Escondamos el cuerpo antes de que llegue el vasco —insistió Tato.
José no tuvo fuerzas para levantarse. Acarició delicadamente la cabecita muerta y lloró sin consuelo. Tato comenzó a mirar a su alrededor. Puro campo, pampa infinita. El horizonte era tan llano como esa línea imaginaria que separa el cielo del mar.
—Pero… ¿dónde la escondemos? —inquirió Pepe.
—Hay que enterrarla.
—¡Qué! —gritaron a dúo José y Pepe.
—¡Enterrarla, boludos! ¡Qué otra cosa se les ocurre!
José y Pepe se miraron intrigados.
—¿Con qué hacemos el pozo?
—Con los dientes, si es necesario —dijo Tato y se echó al piso. Extrajo entre sus ropas una pequeña navaja que llevaba siempre consigo, regalo del mismísimo Urretavizcaya, y comenzó a herir la tierra. Pepe se puso a ayudarlo con la vaina servida del cartucho disparado y José se sacó el cinto y colaboró con la hebilla de bronce. La desesperación era más eficiente que las herramientas. Envueltos en un nerviosismo nunca vivido, cavaban y miraban constantemente hacia el sur, en dirección al casco, y rogaban que nadie apareciera. El cuerpo no era pequeño y las herramientas empleadas no eran las adecuadas. José no podía dejar de llorar, sabía que esa muerte lo seguiría de por vida. Enterrar el cadáver y ocultar el crimen no lo libraría de la culpa. El espantoso olor a pólvora no se le desprendía y deseó estar en su casa, tranquilo, sin la pesada mochila que ahora debía llevar a cuestas.
Dos horas y media después arrojaron el cuerpo de Elvirita al foso. La profundidad alcanzada fue apenas suficiente para su tamaño y la taparon en unos pocos segundos con la tierra. Apisonaron bien el montículo que se asemejaba a un pequeño tacurú y confiaron en que pronto lloviera para que la propia naturaleza terminara el trabajo. Tato se sacudió las manos, Pepe estiró sus piernas, casi dormidas, y José, sentado al lado de la improvisada tumba, dobló sus piernas, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y continuó con su llanto interminable. La noche se acercaba.
—Volvamos —dijo Tato y alzó la escopeta. No quiso que José la volviera a tocar.
—¿Así nomás? —preguntó Pepe. Tato lo miró extrañado—. Necesita cristiana sepultura. Hagamos una cruz con dos ramas aunque sea y la clavamos al lado de la tumba —sugirió.
La reacción de Tato no se hizo esperar:
—¡¿Sos boludo o te hacés?! Ponele un cartel también que diga “Aquí yace la Elvirita, muerta por el pelotudo de José” —agregó irónicamente. Tendió una mano a José y lo ayudó a incorporarse—. Debemos guardar el secreto. Nadie debe saber que Elvirita murió, si no estamos fritos —dijo seriamente Tato.
—Yo soy el asesino y me haré responsable —agregó con valentía José.
—¡No rompás las pelotas! Estamos los tres juntos en esta y seguiremos juntos. Nadie se debe enterar.
Pepe asintió con la cabeza y José se encogió de hombros.
—¡Dejá de llorar de una vez, vos! ¡Tenés la cara hinchada.
Ahora debían volver a pie.
Llegaron destrozados, física y anímicamente. Sus gestos los delataban.
—¿Por qué volvieron solos los caballos? —preguntó su madre.
Se miraron. Recordaron el pacto.
—Se asustaron con un tiro —dijo Pepe. Tato casi se lo come con la mirada.
—¡Les dije que no salieran solos con la escopeta! ¡Es peligroso! —recriminó la madre.
—Le tiramos a una perdiz —dijo Tato para quitarle importancia al hecho.
—Estuvo el patrón hace un rato. Vino a buscar a papá y se fueron al pueblo.
Ninguno de los tres hizo un comentario.
—Preguntó por la Elvira.
Silencio total. La madre puso la olla con agua al fuego. Se la veía preocupada. Pero les hablaba tranquilamente, como nunca. Sin siquiera mirarse, creyeron que su madre sospechaba algo.
—¿Ustedes no la vieron, no?
José, que siempre había sido el más débil de los tres, estuvo a punto de aflojar, de ceder, de abrir la boca. Pero Tato no le permitió romper el pacto y se hizo cargo de la situación.
—No, no la vimos. Pero no debe preocuparse el patrón. La Elvirita suele irse y volver a los dos o tres días. Nunca se pierde. Es una perra fiel.
Excelente relato!!
ResponderEliminarTe felicito.
Saludos!
Muy pero muy bueno Felis.
ResponderEliminarUn beso
Buen relato,sencillo pero con gravedad, técnica simple pero muy personal. Te ferlicito.
ResponderEliminarSolo me gustaria saber si va a continuar o si se puede definir como crimen perfecto, aunque ya sé que involuntario.
Un saludo.
La historia podría continuar en la cabeza de José, no aquí. Gracias por tu comentario.
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