jueves, 6 de junio de 2019

MARTES 13 (Enero, 1981)


A Horacio (el “Negro”) y Omar

«Padre, ayer estuve preso /
por cantar canciones de rock»
(Cristo Rock, Raúl Porchetto)

Una brisa salada acariciaba nuestras caras alegres, boquiabiertas. Apenas nos despeinaba. Pero nos hacía amontonar unos con otros para evitar el frío. Éramos varios, muchos, un buen número. Un centenar, quizás. Hombres y mujeres. Jóvenes y viejos. El rasguido de una guitarra guiaba nuestra mente. La llevaba de un lado a otro. Guiaba nuestra voz: alegría, ilusiones, tristezas, protestas. La medianoche se acercaba y todos nos queríamos quedar ahí, felices, hasta el amanecer. Queríamos dejar que entrara al sol con los brazos en alto y los dedos en «ve». Queríamos soñar junto al mar un mundo mejor. Dejar de lado a esa gente que con cara de asco nos miraba de reojo al pasar. Queríamos ignorar a ese inmenso edificio donde esa misma gente idiota iba a despilfarrar su dinero en una mesa de ruleta. Habíamos formado un semicírculo y nuestra vista se dirigía hacia el mar, hacia delante, hacia un futuro incierto, oscuro, lejano, pero buscado, deseado. No teníamos ganas de compartir la felicidad de esa ciudad que estaba a nuestras espaldas.
El escenario era muy particular: mar calmo, brisa fresca, noche estrellada, dos enormes lobos marinos de cemento y atrás, «la feliz». La mayoría de la gente que caminaba por la costanera se acercaba curiosa para ver qué pasaba en ese grupo de gente que tan alegremente cantaba y aplaudía. Pero la reacción no se hacía esperar: media vuelta y retirada al observar que quien tocaba la guitarra tenía los cabellos por debajo del hombro y, además, que no era el único que lo lucía así. Seguramente se irían mascullando algún comentario sobre esa juventud perdida que vivía solo para protestar y ni siquiera sabía por qué. Vagos…
Hacía ya un buen rato que estábamos allí. Con el Negro y Omar nos habíamos sentado a un costado con un poco de timidez. No conocíamos a nadie pero nos olvidamos enseguida de eso. No solo se compartían las canciones sino que pasaban de mano en mano paquetes de galletitas, atados de cigarrillos, gaseosas y vino, sin importar a quién pertenecían. Difícil era imaginar que cerca de cien jóvenes y otros no tanto, que jamás se habían visto, pudieran disfrutar juntos un momento fraternal, un momento de paz.
Cuando la guitarra dejaba de sonar se escuchaban los aplausos y luego de una breve pausa una nueva canción empezaba. «De nada sirve», gritó uno y varios se sumaron al pedido. Y «De nada sirve» fue el tema que se cantó. Todo hacía prever un final inolvidable, un final que nos dejaría a todos un poco fuera de nosotros mismos, soñando con lo que más queríamos, yendo de estrella en estrella y bajando al mar manso para poder sumergirnos hasta lo más profundo y ser felices por un buen rato, sin molestar a nadie. Todo estaba en orden, todo era una sola ilusión: cantar toda la noche y olvidarnos un poco de la realidad que estaba detrás nuestro. El grupo crecía. Desde lejos, los felices veraneantes seguían observando con desconfianza. Una perra vagabunda se nos había sumado y experimentó las caricias sinceras que quizás nunca nadie le había dado. Las canciones seguían. La guitarra cambiaba de manos pero no descansaba. Nada hacía pensar otro final que no sea el esperado. Otro grito pidió «Deja que entre el sol». Las cuerdas sonaron con ganas y todos nos pusimos a cantar, a soñar y a pedir un poco de paz. Entonces nuevamente los brazos se alzaron con los dedos en «ve» y comenzaron a balancearse ante el mar inmenso, ante el cielo estrellado, mezclando cabellos largos, niños en brazo, comida, cigarrillos, vino…

Y un grito.

Un grito horrible que se multiplicó en segundos por mil. Un grito inesperado, un grito idiota, un grito que venía a derrumbar todo lo lindo que hasta ese momento estábamos viviendo. Un grito grave, seco, ensordecedor, enloquecedor. La fiesta había llegado a su fin.
«¡Policía! ¡Quédense todos quietos!», gritó uno vestido de civil a quien todos, al mismo tiempo e instintivamente, dirigimos la mirada.
El instinto de supervivencia floreció en el grupo. No teníamos por qué escapar, nada malo estábamos haciendo, pero en enero de 1981 en nuestro país no había lugar para abrir juicios de inocencia o culpabilidad. Ese instinto de supervivencia hizo virar nuestra vista ciento ochenta grados para buscar una salida de escape pero grande fue nuestra sorpresa al comprobar que el del grito no se encontraba solo. Aproximadamente quince sujetos más nos rodeaban. Itaka o ametralladora en mano.
«Vamos para allá», dijo Omar dirigiéndose a hacia la playa, pero ahí había uno apuntándonos.
«¡No, rajemos para allá!», gritó el Negro sin saber para dónde ir. Por todos lados estaban esos tipos.
«Quedémonos en el molde», dije yo al no encontrar escapatoria.
Nueve Ford Falcon (no todos verdes, recuerdo algunos grises) estaban estacionados en fila sobre el Bulevar Marítimo. Nos hicieron quedar a todos sentados donde estábamos y empezaron a hacernos subir por grupos a los autos. Alguien murmuró: «Hoy es martes 13». Muchos reímos, aunque no con muchas ganas, ante la superstición del que había abierto la boca. Fueron palabras perturbadoras que nos hicieron pensar en ese momento que nunca más tendríamos que organizar una fiesta o reunión en ese día fatídico.
La comisaría se llenó en poco tiempo. Algunos —más rápidos que nosotros— habían logrado escapar apenas escucharon el grito que todavía resonaba en nuestra mente. Pero la mayoría estábamos ahora allí. Nos revisaron uno por uno hasta debajo de las uñas. Luego de un par de horas insoportables, comenzaron a largarnos. Omar, el Negro y yo fuimos unos de los primeros ya que éramos menores y teníamos en el bolsillo el permiso escrito de nuestros padres certificado por la policía de nuestra ciudad. Nuestros escasos dieciséis años fueron suficientes para comprender la advertencia: no nos querían volver a ver en ese tipo de reuniones.
Luego nos enteramos de que a algunos les habían encontrado drogas entre sus pertenencias. Que otros tenían antecedentes penales…
La madrugada nos sorprendió nuevamente en libertad, caminando en silencio, las manos en los bolsillos, atemorizados y con la inevitable duda —todavía hoy— de saber si todos los que habían ingresado a la comisaría con nosotros, volverían a salir.

2 comentarios:

  1. Si no es una experiencia personal real, cualquier similitud con hechos reales no es precisamente "pura coincidencia".
    Qué tristeza esos años, qué cadenas tan pesadas llevaban. Qué duro soportarlas, pero es evidente que había fuerzas para ello. Y es gracias a esas fuerzas que quedaron los genes de esa generación engendrados en el país (los buenos y los malos, lamentablemente), pese a todos los que "no volvieron a salir" por el mero hecho de no querer acatar.

    Cariños!

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  2. Sol: realmente con el Negro y Omar estuvimos esa noche marplatense en cana, con nuestros 16 y 17 años a cuestas. Y si bien quise darle una aparente redacción ficcional, no hay casi nada (diría nada) falso en el texto. Gracias por estar

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