viernes, 23 de julio de 2010

NERUDA, Pablo: Oda al hombre sencillo

.
.
Voy a contarte en secreto
quién soy yo,
así, en voz alta,
me dirás quién eres,
quiero saber quién eres,
cuánto ganas,
en qué taller trabajas,
en qué mina,
en qué farmacia,
tengo una obligación terrible
y es saberlo,
saberlo todo,
día y noche saber cómo te llamas,
ése es mi oficio,
conocer una vida
no es bastante
ni conocer todas las vidas
es necesario,
verás,
hay que desentrañar,
rascar a fondo
y como en una tela
las líneas ocultaron,
con color, la trama
del tejido,
yo borro los colores
y busco hasta encontrar
el tejido profundo,
así también encuentro
la unidad de los hombres,
y en el pan
busco
más allá de la forma:
me gusta el pan, lo muerdo
y entonces
veo el trigo,
los trigales tempranos,
la verde forma de la primavera,
las raíces, el agua,
por eso
más allá del pan,
veo la tierra,
la unidad de la tierra,
el agua,
el hombre,
y así todo lo pruebo
buscándote
en todo,
ando, nado, navego
hasta encontrarte,
y entonces te pregunto
cómo te llamas,
calle y número,
para que tú recibas
mis cartas,
para que yo te diga
quién soy y cuánto gano,
dónde vivo,
y cómo era mi padre.
Ves tú qué simple soy,
qué simple eres,
no se trata
de nada complicado,
yo trabajo contigo,
tú vives, vas y vienes
de un lado a otro,
es muy sencillo:
eres la vida,
eres tan transparente
como el agua,
y así soy yo,
mi obligación es ésa:
ser transparente,
cada día
me educo,
cada día me peino
pensando cómo piensas,
y ando como tú andas,
como, como tú comes,
tengo a mis brazos a mi amor
como a tu novia tú,
y entonces
cuando todo está probado,
cuando somos iguales
escribo,
escribo con tu vida y con la mía
con tu amor y con los míos,
con tus dolores
y entonces
ya somos diferentes
porque mi mano en tu hombro,
como viejos amigos
te digo en las orejas:
no sufras,
ya llega el día,
ven,
ven conmigo,
ven
con todos los que a ti se parecen,
los más sencillos,
ven,
no sufras,
ven conmigo,
porque aunque no lo sepas,
eso yo sí lo sé:
yo sé hacia dónde vamos,
y es ésta la palabra:
no sufras
porque ganaremos,
ganaremos nosotros,
los más sencillos,
ganaremos,
aunque tú no lo creas,
ganaremos..
(CHILE, 1904/1973)

martes, 13 de julio de 2010

POR LA VENTANA VEO PASAR LA GENTE



Todos los días igual: me despierto temprano, estoy todo el día en casa, aburrido, haciendo siempre lo mismo, o sea, nada. ¿Qué sentido le encuentran a la vida si está solamente para sobrevivirla? Maldigo el día en que nací... ¡Y en mi condición! Me hubiese gustado ser de una especie superior para que no me tengan de aquí para allá a los gritos, a las patadas, siempre obedeciendo, siempre con la cabeza gacha. ¿Quién dijo que el hombre es casi perfecto? ¡No! Si lo fuera, no existirían las rejas, las cadenas...
Cuando por la ventana veo pasar la gente me pregunto qué estarán pensando. Siento envidia al verlos caminar con paso seguro. Este sentimiento nace al no saber cuál es mi camino. ¿A dónde voy? ¡A ningún lado! No puedo dirigir mis pasos a lugar alguno porque no me siento libre, no me siento capaz de decir adiós a todos los que me rodean e irme a divagar por el mundo. Hay algo que me ata, algo que me detiene. Es algo que no comprendo, es una fuerza que me sujeta, que me hace regresar siempre a mi hogar.
Autos que pasan por la avenida, gente que pasa por la vereda. Nadie me ve. Todos pasan indiferentes, nadie repara en mí. De vez en cuando una viejita me saluda. Los chicos, cuando me ven en la ventana del cuarto, generalmente me hacen burla. Y yo sin poder hacer algo, sin poder siquiera gritar. ¡Qué inútil me siento a veces! No tengo ni el derecho de expresar mis deseos. Bronca siento al pensar que no puedo, aunque sea, putear a los imbéciles que se burlan de mí. Si no fuera por esas malditas rejas de la ventana... Pero trato de no pensar en ellos: prefiero pensar en los que son como yo. Somos muchos en el mundo, pero a la mayoría nos tienen marginados. Siempre detrás de las rejas, de los muros. Estamos privados de la palabra. Será por eso que pensamos tanto. Todo el día buscando un porqué. Todo el día mirando pasar gente a nuestro lado sin poder decir algo, sin poder saludar. Solo una mirada o dos, nada más. ¿Y ellos? Nada. Nos miran, sonríen, murmuran alguna idiotez y siguen su camino. Yo quisiera decirles lo que pienso...
Estoy flaco porque como poco. Es que hay veces que prefiero estar tirado en el sofá del living o en el mismo piso fresco y no responder al llamado del almuerzo. Como lo suficiente, como para seguir vivo, nada más. ¡Y si para eso estamos! Sobrevivir es la palabra justa. Pero hay días en que no como y me desespero. Pienso mucho y creo que esa es otra de las cosas que me quitan el hambre. Yo sería un buen dietista. Adelgace pensando, sería el eslogan. ¿Su problema son los kilitos de más? ¡Piense! Me llenaría de guita. Pero mi destino está aquí, en esta casa, con mi familia, pensando las tres cuartas partes del día mientras miro por la ventana a la gente pasar.
Quizás haya alguien que se digne a pensar en mí aunque sea un minuto y se pregunte: ¿No se cansará de estar siempre ahí? Quizás también agregue con cara de lástima: ¡Pobre!... O si no, con un poco de maldad ese alguien piense: Se debe conocer vida y obra de todo el barrio... Pero hasta con esa duda me tengo que quedar: la de saber si hay alguien que piensa en mí. ¿Por qué estaré tan solo en este mundo idiota? Mi familia se limita solo a pasarme la comida y, muy de vez en cuando, me sacan de esta maldita casa y me llevan a pasear. Necesito alguien que me comprenda, alguien que sea como yo, que piense como yo. Alguien con quien compartir las horas mirando por la ventana. Sí, eso: una novia, una compañera. ¡Qué feliz sería! Seríamos dos en la misma situación y la vida se haría más llevadera. En el barrio no faltarían las murmuradoras de siempre. Pero no me importarían. Yo sólo busco mi felicidad. Yo sólo quiero estar con alguien con quien compartir mis penas y mis pocas alegrías. No puedo soportar la idea de volverme viejo y no poder sentirme libre, contento. No soporto la idea de saber que algún día moriré sin haber vivido a pleno la vida. Esta ventana y esta calle me van a graduar de filósofo existencialista.
¡Ni amigos tengo! Nadie con quien mirar de noche el cielo estrellado. Nadie con quien compartir un plato de comida ni un poco de agua. Nadie a quien contarle mis secretos, escuchar los suyos, reír o llorar juntos, correr por el césped sintiendo un poco más libre nuestra vida. Nadie que me diga que todo esto es así porque sí, que me haga ver con otros ojos la realidad. Nadie con quien pelearme y reconciliarme. No tengo a nadie. Estoy solo y sin amigos. ¿Tendrán amigos todos los que veo pasar por la calle? ¿Existirán los amigos?
Por la ventana veo pasar la gente. Y es esa misma gente la que ve pasar los días de su vida sin darse cuenta de que poco a poco se va muriendo. Es esa misma gente la que no se da cuenta de que el mundo sigue dando vueltas sin detenerse y que ellos son los que giran junto con él. Es la gente que pasa frente a mi ventana y no me ve. No se dan cuenta de que mientras ellos envejecen y se van muriendo poco a poco con sus problemas cotidianos, yo también me voy muriendo lentamente, pero de aburrimiento, de tristeza, de soledad.
¡Qué vida de perros me tocó vivir! No hago más que ladrar y mover la cola con alegría, siempre festejando a los pocos que me acarician. Siempre perdonando a todos cuando me pegan o cuando me retan porque me escapé de casa. Siempre moviendo la cola para que me tiren un hueso o algo para comer. ¡Así es la vida! Unos nacen hombres, otros nacemos perros. No hago más que ver la gente que pasa por la calle desde mi ventana. Siempre hay que mover la cola o bajar la cabeza... ¡Júpiter, a bañarse!... Y obedecer.

domingo, 4 de julio de 2010

TOMÁ, VIEJO, SEGUÍ TOMANDO…

"Borracho"
.
.
—El viejo está pagando muy cara su bondad —me dijo con lágrimas en sus ojos todavía inocentes. Lo vio apoyado en el mostrador de la gorda D’Amico, apenas sostenido por sus piernas temblorosas, con su vaso de vino tinto en la mano, a medio tomar. Era el cuarto de la tarde. La gorda no quería darle tanto, pero si le negaba una copa, el Chueco se ponía violento y rompía todo lo que tenía a mano. Al Chueco era preferible tenerlo borracho y manso.
Estábamos sentados en una de las mesas del fondo del bar desde hacía media hora. Verónica había llegado buscando al Chueco y al verlo en esas condiciones no supo qué hacer. No había noche que al Chueco no lo sacaran a punto de desmayarse y vomitando bilis. La vi mal y la invité a la mesa. Sentí algo en mi interior que no puedo explicar.
—No es fácil para mí verlo así, pobre viejo… —sollozó.
Años atrás, la sonrisa era constante en el Chueco. Era siempre él el que contaba un chiste para cambiarnos las manos malhumoradas, o el primero en proponer un brindis por algo, por lo que sea, por lo primero que se le ocurriera. Nunca había tomado más de un vaso por tarde. No le gustaban, además, las bebidas blancas. ¡Y siempre bien vestido!
—Mírelo —me dijo—, se le caen los pantalones…
Yo no hablaba. ¿Qué podía decirle a una piba de dieciocho años que miraba a su padre desde un rincón? El Chueco quiso sentarse en una banqueta pero trastabilló y cayó sentado en el piso. Verónica se paró instantáneamente para ir en su ayuda pero un potente grito de su padre lanzado al aire la detuvo:
—¡Que nadie me ayude, carajo! ¡Yo me arreglo solo!
Le pedí que se sentara, que se tranquilizara. ¿Qué iba a hacer? Tanto ella, yo, como todos los que estábamos allí presentes conocíamos al Chueco, y sabíamos que era inútil hacerlo salir del bar mientras tuviera un poquito de conciencia.
Verónica sacó un pañuelo de su bolso e impidió que una nueva lágrima escapara de sus ojos.
Yo sabía que el Chueco se había separado de su mujer y sabía el porqué. Había sido un escándalo, media ciudad lo sabía, pero él jamás, ni en su peor borrachera, había hecho mención alguna al caso.
—No es justo… —murmuró Verónica.
Recuerdo que dieciocho años atrás —ya nos conocíamos con el Chueco, ya éramos amigos— llegó al bar gritando de alegría, sonriendo como nunca, solicitando felicitaciones hacia su persona. Nunca antes lo habíamos visto así, tan desbordado.
—¡Nació Verónica! ¡Verónica Antúnez, carajo!
Qué feliz estaba… Y lo mismo pasó cuando nacieron Natalia y Carina, sus otras dos hijas.
—¡Un harem tengo! —gritaba loco de contento.
Pero un día, el mundo se le vino abajo al Chueco.
—El pobre sufrió mucho —me dijo Verónica, que no podía evitar el brillo en sus ojos—. No se merecía lo que le hicieron.
Yo no quise preguntar. No quería que justo su hija fuera la que me contara la verdadera historia. Pero no me animé a decirle que se callara cuando comenzó a hablarme. Noté en ella una necesidad imperiosa de hacerlo, aunque hiciera apenas unos cuantos minutos que me había conocido.
—Ni siquiera lo sospechaba. Mamá se había encargado muy bien de disimularlo…
Tomó el pañuelo nuevamente y secó sus lágrimas. Entre sollozos siguió:
—Andaba con ese hijo de puta que se decía amigo del viejo… ¡Amigo! ¡Si el mismo diablo era!
No podía quitar la vista de su padre mientras hablaba. Sufría con cada uno de sus torpes movimientos.
—Si se hubiese enterado él solo, si los hubiese sorprendido él mismo juntos, quizás el horror hubiese sido, si no menor, más soportable. ¡Pero se enteró por el diario! Claro, se cuidaron muy bien de no publicar los nombres, pero luego se enteró. ¡Su esposa! ¡Su propia esposa, con la que creía estar viviendo todavía una luna de miel! Espero no estar nunca en el lugar del viejo…
La invité con un café y solo aceptó un vaso de agua.
—Nosotras, sus hijas, no supimos lo que había pasado entonces hasta hace poco tiempo. ¡Qué nos íbamos a imaginar semejante vergüenza!
Me sorprendió lo del diario. Una infidelidad no era común que tomara estado público a través de un medio de comunicación.
—Todo el mundo se enteró de eso. ¡Pobre! No solo los encontraron en su lugar de trabajo sino que fue necesario también llamar a un servicio de emergencias…
No lo sabía. Me pareció terrible. Miré al Chueco y también me dieron ganas de llorar.
—Mamá no volvió a casa. No volvió a vernos desde aquel día... Cinco años hace…
No podía mirarla a los ojos. No lo soportaba. Ni Verónica ni sus dos hermanas menores merecían eso. Menos el Chueco, que acababa de caerse nuevamente al piso para levantarse inmediatamente a las carcajadas mientras pedía a la gorda D’Amico otro vaso de tinto.
—Tomá, viejo, seguí tomando si eso te hace olvidar… —murmuró.