sábado, 29 de enero de 2022

EL OSO


El cinco de noviembre de mil novecientos ochenta y dos Felis Nasal llegó en un tren extenso y oscuro a la Base de Infantería de Marina Baterías, ubicada en la Base Naval Puerto Belgrano, al lado de Punta Alta. No llegó solo sino junto con unos cientos de conscriptos como él, cabizbajos y asustados.
El cuatro de octubre había comenzado la pesadilla en su ciudad natal y al otro día en el CIFIM (Centro de Instrucción y Formación de Conscriptos de Infantería de Marina), cerca de La Plata. Ese primer mes había sido caótico. Supo luego de estar allí por qué lo llamaban «el infierno verde». Entre gritos, maltratos sicológicos, corridas y ejercicios absurdos, su delgadez se había acentuado. La extrema actividad física y el mal comer habían marcado no solo su cuerpo sino también su cara y su ánimo. La cabeza rasurada había dejado al descubierto sus orejas, a las que el sol y el frío seco les habían dejado huellas: una ampolla al lado de la otra. Había transcurrido un mes y ya se había acostumbrado a levantarse a las cinco de la mañana a los gritos, a lavarse los dientes con tres gotas de agua en diez segundos, a mear pero no todo lo necesario porque no le daban tiempo, a marchar al compás de sus compañeros como manso rebaño de corderos, a obedecer, a callar y a bajar la cabeza. Les habían dicho que en su nuevo y definitivo destino las cosas serían diferentes. Y a simple vista le pareció que así sería. De un verdadero «infierno», donde todo era yuyo seco, tierra árida y sol calcinante, lo habían destinado a un lugar que se caracterizaba a simple vista por su gran arboleda, sus edificaciones pintadas prolijamente de blanco, con tejas inglesas y jardines con césped bien cortado: prolijidad y limpieza casi perfecta. Además, la brisa proveniente del mar hacía presentir que no se encontraría demasiado lejos de sus olas. Los gritos y las corridas no cesaban pero al menos sintió que el ambiente podría llegar a ser un poco más placentero.
Con los grandes bolsos marineros al hombro los condujeron a la cuadra, inmenso galpón/habitación que sería en el futuro su dormitorio comunitario. Les asignaron su cama/taquilla en cuchetas triples y les dieron diez minutos para que acomodasen su ropa e hicieran la cama. Su mente se relajó un poco ya que era la primera vez desde que lo habían incorporado al servicio militar que le daban diez minutos seguidos para organizarse sin que le gritaran al oído que se apurase. Por algunos segundos pensó o intentó imaginar cómo serían los próximos trece meses que aún le quedaban por vivir en ese lugar.
Antes de que los diez minutos se cumplieran escuchó un nuevo grito:
—¡Atención!
En milésimas de segundos todos los conscriptos dejaron de hacer sus cosas y salieron al pasillo como rayos para ponerse en posición de firmes y escuchar al dueño del grito. Era un cabo —ya había aprendido a leer las jinetas— que avanzaba por el pasillo con cara dura y desafiante. Miraba uno a uno a los conscriptos que, sabían, no debían mirar a la cara al superior. Pero siempre hay alguno que no recuerda las reglas y sin mala intención las infringe. La reacción no se hizo esperar:
—¡Qué me mira, conscripto, ¿le gusto?!
Se escucharon algunas risitas casi imperceptibles que duraron no más de dos o tres segundos y el cabo continuó el recorrido. No habrá tenido más de veinticinco o veintiséis años, delgado, cutis blanco y cabello bien negro y abundante, demasiado largo como para un militar. De pronto, lanzó un grito a manera de pregunta:
—¡¿Alguien sabe escribir a máquina?!
Sintió un escalofrío y recordó todas las recomendaciones de los mayores y de los que ya habían tenido la experiencia de hacer la colimba. De todas las actividades que le podían tocar en suerte desempeñar durante el servicio militar, convenía siempre la de chofer, porque así se evitaban los ejercicios físicos y la preparación militar más pesada. En ese momento lamentó el no haber aprendido a manejar nunca. A la cocina le convenía ir solo si quería no pasar hambre, pero suponía que el trabajo de pelapapas además de ser muy monótono, seguramente sería igual de cansador. Le habían advertido además que si preguntaban quién sabía manejar la máquina, no dijera nada, porque era el viejo chiste por el que te mandaban a cortar el césped durante horas. Pero ahora le había parecido haber escuchado «escribir a máquina». La cuestión cambiaba y él sí que lo sabía hacer… y rápido. Había aprendido hacía varios años a pegarle a las teclas de la vieja Olivetti de su padre y lo hacía con bastante habilidad. Pensó que la pregunta se dirigía a buscar conscriptos para trabajar en una oficina. Sabía que para él sería bueno porque no trabajaría a la intemperie y además le gustaba la idea de estar detrás de una máquina de escribir y no manipulando un fusil, una escoba o un cuchillo para pelar papas. No sabía si levantar la mano, si adelantarse un paso o gritar «¡Yo sé»!. Pero se reprimió porque nadie lo hacía y temía que sea una broma del militar, quien con voz ronca y más volumen insistió:
—¡¿Es que nadie sabe escribir a máquina, carajo!?
Uno de la punta se animó a balbucear un tímido «Yo». El cabo le clavó la vista y gritó:
—¡Yo, ¿qué?!
—¡Yo, cabo —contestó un poco más decidido el conscripto.
—¡Carrera march afuera!
Y el colimba salió corriendo como si hubiese visto la libertad al fondo del pasillo. Entonces Felis Nasal se decidió:
—¡Yo también, cabo!
El cabo estaba de espaldas, giró y preguntó:
—¡¿Quién abrió la boca?!
Se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho, pero ya estaba jugado:
—¡Yo, cabo!
Lo miró serio y dijo:
—¡Bien! Así me gusta... ¡Carrera march afuera! ¡¿Quién más?!
A los cinco minutos eran cinco conscriptos esperando afuera de la cuadra la salida del cabo y con la incógnita de qué pasaría de ahí en más.
—¡Firmes!
Cinco estatuas.
—¡Alinearse uno atrás del otro!
Corridas cortas, nerviosas y veloces.
—¡Por orden de estatura, estúpidos!
Se miraron entre todos y formaron nuevamente.
—¡Pero no! —se ofuscó el cabo—. ¡De menor a mayor!
Nueva corrida, ahora al revés.
—¡Firmes! ¡De frente, march!
Fueron desfilando hacia el este, hacia la plaza de armas. Eran cinco conscriptos coordinados pero inseguros, cabizbajos y vergonzosos.
—¡Vista al frente! ¡Saquen pecho, colimbas! ¡Un-dos-tres-cuatro, izquierda-derecha-izquierda!
Llegaron a un gran edificio cuyos frentes estaban recién pintados de un blanco inmaculado, tenía veredas anchas y césped con rosales florecidos.
—¡Al-to! ¡Descansen!
Los hizo ingresar a una gran oficina. Varios escritorios con máquinas de escribir, varios ficheros y muebles metálicos. El cabo ubicó a cada uno en un escritorio, frente a una máquina de escribir que ya tenía colocada en su carro una hoja en blanco.
—¡Cuando les diga ya, escriban algo durante cinco minutos!
Los conscriptos se miraron desconcertados. El cabo advirtió el gesto. Siempre con voz elevada aclaró:
—¡Cualquier cosa! ¡Inventen! Escriban sus datos, lo que piensan... ¡Algo!
El desconcierto siguió pero más disimulado.
—¿Preparados?... ¡Ya!
Los primeros dos o tres segundos reinó el silencio.
—¡Escriban, carajo!
Y el sonido de las teclas comenzó a invadir la oficina. Tímidamente, pero comenzó. El cabo, con sus manos agarradas por detrás, se distrajo mirando hacia al exterior a través de un gran ventanal. Pero volvió enseguida la vista porque advirtió alguna anormalidad.
—¡¿Qué le pasa, conscripto?! —le espetó a un morochito tímido que no había tocado aún las teclas.
—Es que yo no sé escribir, cabo...
—¡¿Cómo?! ¡¿No sabe escribir a máquina?!
—No, cabo... No sé leer ni escribir...
El cabo cambió de color. Pegó un golpe de puño al escritorio que tenía más cerca y lo fulminó con la mirada. Trató de calmarse y suspiró profundamente.
—¡Y me puede decir por qué carajo dijo que sabía escribir a máquina… y para colmo fue el primero!
El colimba se sinceró:
—Es que nadie decía nada y no quería que se enoje y nos haga bailar a todos...
Lo hizo levantar y acercar.
—¡Salto arriba, colimba!
Y mientras los otros cuatro seguían tecleando nerviosamente, el morochito rebotaba contra el piso cual muñeco de goma.
Cumplido el tiempo, el cabo ordenó dejar de teclear, ordenó que le pongan el nombre a cada hoja y las retiró de las máquinas. Ordenó al morochito que descansara, se sentó en uno de los escritorios y comenzó a leer una por una. Cada tanto levantaba la vista y miraba a los conscriptos como buscando al responsable de lo escrito. Se paró y con una de las hojas en su mano, preguntó con calma, con mucha calma que evidentemente simulaba ira:
—¿Quién es Felis Nasal?
El nombrado levantó su mano sin decir una sola palabra pero con la tranquilidad de haber escrito bastante bien y —creía—, sin errores.
—Póngase de pie, por favor —solicitó el cabo que seguía hablando con una calma preocupante. Obedeció. Y el de las jinetas, sacando pecho y modulando un poco la voz, leyó en voz alta, para que todos escuchasen:

Yo vivía en el bosque muy contento,
caminaba, caminaba sin cesar.
Las mañanas y las tardes eran mías,
a la noche me tiraba a descansar.

Pero un día vino el hombre con sus jaulas,
me encerró y me llevó a la ciudad.
En el circo me enseñaron las piruetas
y yo así perdí mi amada libertad.

La afectación y el desprecio por lo que leía, hizo que Felis Nasal presintiera un posible enojo. Y no se equivocó.
—¡Salto arriba, colimba! —gritó el cabo casi con furia. Y mientras el copista de Moris chocaba las rodillas contra su pecho sin parar, el recitador —con su voz irónica y aflautada— continuó leyendo:

«Conformate —me decía un tigre viejo—,
nunca el techo y la comida han de faltar,
solo exigen que hagamos las piruetas
y a los niños podamos alegrar».

Felis Nasal no dejaba de rebotar contra el piso, ojos cerrados, dientes apretados.

Han pasado cuatro años de esta vida,
con el circo recorrí el mundo así.
Pero nunca pude olvidarme de todo,
de mis bosques, de mis tardes y de mí.

Sus piernas comenzaron a flaquear. Las rodillas ya no llegaban al pecho y los saltos eran cada vez más débiles y espaciados. El cabo caminaba con el papel escrito frente a sus ojos, sosteniéndolo con los brazos los brazos extendidos como si tuviese entre sus manos un añejo papiro.

En un pueblito alejado
alguien no cerró el candado.
era una noche sin luna
Y yo dejé la ciudad…

Ahora piso yo el suelo de mi bosque,
otra vez el verde de la libertad.
Estoy viejo pero las tardes son mías,
vuelvo al bosque, estoy contento de verdad.

Los compañeros sufrían con él y en silencio rogaban que el cabo no hiciera lo mismo con sus escritos.
—¡Descanse!
Felis Nasal dejó se saltar de repente, buscó estabilidad y le temblaron las piernas.
—¡Firme!
Quedó erguido pero le costó lograr una total inmovilidad.
—¡El señorito es poeta! —ironizó el cabo evidenciando el total desconocimiento de la letra de la canción.
El conscripto estaba serio y miraba al frente, a la nada. Sus compañeros apenas esbozaron una sonrisa. El cabo se le acercó y a pocos centímetros de su cara, le gritó:
—¡Acá no necesitamos poetas sino hombres con los huevos bien puestos dispuestos a defender la Patria, carajo!
Comenzó a resignarse a no pasar los próximos trece meses en una oficina sino barriendo calles, limpiando baños o pelando papas. Al menos había hecho el intento.
—Y no tuvo un solo error, carajo… —masculló el cabo, como aceptando que el conscripto poeta no era tan malo para la máquina—. Bien… bien…
Los demás no habían hecho un mal papel tampoco y seguramente habían escrito palabras menos enojosas para una mente militar en pleno 1982.
El cabo abandonó la oficina sin decir una sola palabra y los cinco conscriptos quedaron en silencio. Se rieron cuando el morochito dijo jocosamente que ni su nombre sabía escribir, pero los otros enseguida comprendieron su triste realidad. Sin la presencia del cabo estaban más distendidos y aprovecharon para conocerse un poco. No obstante, el relax se terminó a los pocos minutos. El cabo volvió a aparecer en la oficina con la misma cara adusta de siempre. Los cinco conscriptos se pusieron firmes y quedaron en silencio.
—¡Conscriptos: bienvenidos a la Sección Secretaría de la Base! —y, sorpresivamente, sonrió.
Los cinco jóvenes se animaron también a una sonrisa, menos el morochito, porque no sabía cuál sería su destino.
—Y usted, también —le dijo—. Desde hoy será el nuevo ordenanza de la Sección.