lunes, 1 de febrero de 2016

CARPETA MÉDICA



Me enteré de lo que le había pasado a Santiago Varela por medio de mis actuales compañeros de oficina. Sabía que Varela había fallecido pero no sabía en qué circunstancias precisas. Al principio, en la oficina se hablaba mucho de él, de sus anécdotas, de sus chistes, de su buen humor. Pero nunca se había hablado de su muerte y eso era algo que a mí me intrigaba. Hasta que un día, en la mateada habitual de las siete de la mañana, previa al inicio de la jornada laboral, me animé a preguntar. Me miraron serios, luego sonrieron y, como respondiendo a un código, nadie habló. No quise insistir y callé.

A los tres o cuatro días, no lo recuerdo muy bien, fue Alberto Fernández el que me contó la historia de su muerte.

Al año de haber ingresado a trabajar en los tribunales, en el mismo juzgado en el que yo trabajo, Santiago Varela recibió una intimación de la Corte Suprema de Justicia santafesina para que cumplimentara su carpeta médica, indispensable para trabajar en la administración pública provincial. Santiago ya hacía unos cuantos meses que había ido a preguntar a la Habilitación de los tribunales qué tenía que hacer para cumplimentar su carpeta médica, y recibió como respuesta un quedate tranquilo, ya te vamos a avisar. Cuenta Alberto que el día que recibió la intimación Santiago pensó en voz alta: Gracias por avisarme, sin saber Alberto, en ese momento, a quién se dirigía.
—Santiago era muy responsable y le gustaba hacer todo en orden —comentó Alberto—, por eso al otro día, sin demorar, se puso en campaña para cumplimentar su carpeta médica.
Cuenta que al principio no sabía por dónde empezar, a dónde ir. Y volvió a la Habilitación.
—Mire, Varela —le dijo la Habilitada—, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Me parece que tiene que ir a la Asistencia.
Santiago después comentó en el juzgado que en el momento en que la habilitada le mencionó la Asistencia su reacción fue instantánea: ¿Y eso con qué se come? Y con una gran sonrisa, su interlocutora le explicó dónde quedaba.
Al otro día, mediaba octubre, se dirigió a la Asistencia. No quedaba lejos de los tribunales y eso le pareció bueno. En la puerta leyó un cartel: División Asistencia y Salud del Trabajador. Se sintió un poco más tranquilo: ya sabía un poquito más de todo eso que recién estaba comenzando.
—Mire, señor —le dijo una señora muy teñida y con delantal celeste—. Usted tiene que ir a la óptica Ventanal y ahí le van a dar todos los papeles que tiene que completar.
¿Óptica Ventanal? ¿Qué tendría que ver un comercio privado con una carpeta médica para la administración pública? Dejó las preguntas a un lado, asintió con la cabeza y se dirigió a la óptica.
Alberto me decía que cuando Santiago contaba la historia que le tocó vivir, lo hacía con una gracia muy especial que, a medida que iban pasando los días, se iba convirtiendo en una sonrisa forzada y con bronca. Cuando describió la óptica, lo hizo con una gracia muy especial.
Al entrar, la primera impresión fue horrible. Poca luz, paredes inmensas casi vacías, de donde colgaban dos tableros sosteniendo todo tipo de anteojos —tan feos como los tableros—. Mostradores de vidrio mal arreglados con objetos en su interior que nada tenían que ver con una óptica. Algunos carteles de cartón colgaban de las paredes despintadas y con un aspecto sucio que espantaba. Todo lo que debía hacer un buen comerciante para atraer a sus clientes, el dueño de esta óptica lo desconocía. Además, contra una de las paredes laterales, apoyada sin pie, se destacaba una bicicleta de media carrera con la rueda trasera pinchada o desinflada, elemento decorativo no muy acorde con una óptica.
Cuando apareció el óptico —o empleado, o el dueño del negocio, o quien haya sido— observó que detrás de esos bigotes espesos se escondía una cara muy común. Santiago le explicó lo que quería y este señor, sin emitir sonido alguno, se dirigió al interior de la óptica y regresó a los pocos minutos con unos cuantos papeles en la mano. Nunca los contó, pero eran muchos. Le explicó:
—Estos análisis se los tiene que hacer en forma particular, al igual que estas tres radiografías. Luego se va al hospital y se hace esto… esto… esto… y esto. Tiene que tener el grupo sanguíneo y hacerse la reacción de Mantoux…
¿Lo qué?, pensó Santiago, pero lo dejó seguir hablando. En realidad no le dio mucha bolilla. Solo observaba con qué esmero le explicaba este hombre todo lo que tenía que hacer y lo compadeció al pensar lo triste que debe ser cuando hablás y no te escuchan.
Cuenta Alberto que a los dos días de haber ido a buscar los papeles a la óptica, Santiago fue del médico forense para hacerse ordenar los análisis y las radiografías que tenía que hacerse de manera particular. El médico le dijo que para hacerse la carpeta médica, las obras sociales no cubrían ningún servicio de los que le pedían. Santiago —contó Alberto— se quejó: “¿Pero cómo? ¿Para trabajar en la administración provincial te obligan a hacer la carpeta médica y la misma provincia no acepta órdenes de IAPOS, su propia obra social?”.
—No —respondió sin más vueltas el médico, pero para que la obra social cubriera los estudios se las ingenió para hacer pasar los análisis y las radiografías con otro diagnóstico: neurosis hipocondríaca.
—¿Y eso es grave? —preguntó Santiago ante la risa del doctor.
El paso siguiente fue hacerle poner los códigos a las órdenes para que la obra social las autorizara. Pensó que no iba a tener mayores problemas ya que nadie se iba a dar cuenta del diagnóstico trucho. Primero fue a lo del bioquímico. Le explicó a la secretaria lo que necesitaba y la experta veterana, sin leer el diagnóstico, le dijo: “Ah, esto es para una carpeta médica”. Santiago quedó boquiabierto. Nunca hubiese imaginado que la pequeña trampa —inocente y justificada para él— durara tan poco. No sabía qué decir ya que la secretaria no había preguntado nada, sino que había hecho una afirmación rotunda, a la que no le cabía ningún tipo de discusión. “Yo le voy a poner los códigos, pero no creo que se los autoricen ya que salta a la vista que esto es para una carpeta médica”. Dice Alberto que Santiago solo se limitó a pronunciar un “gracias” timidón.
Y luego, las radiografías. ¿A dónde ir? Eligió un sanatorio céntrico. Allí no tuvo ningún inconveniente. La recepcionista le colocó los códigos a la orden, Santiago agradeció y se fue.
La incertidumbre ahora era saber qué pasaría con la obra social. Tardó dos días en ir, quería tomar coraje y lograr actuar con naturalidad al pedir la autorización de las órdenes que, lo sabía, podían ser (in)justamente rechazadas. Llevó primero la de los análisis. No las llevó juntas para que no fuera tan evidente la pequeña trampa que intentaba cometer. Sostenía que para algo todos los meses le descontaban fangotes de guita de su sueldo para esa maldita obra social que no había elegido, de la que se encontraba cautivo y sin posibilidad de cambio. La empleada de la obra social, con su mejor cara de trasero, le dijo que pasara a retirarla al otro día, después de las nueve. Y esa noche durmió mal, inquieto. “¿Pero para qué me preocupo tanto —se decía—. Al final de cuentas, si la obra social no autoriza los análisis, los tendré que pagar con dinero de mi bolsillo…”. Grande fue su sorpresa al otro día: la firma del médico auditor autorizaba los análisis solicitados. Dice Alberto que Santiago esa mañana se pasó todo el tiempo hablando de eso. Y de que ahora no se animaba a llevar las órdenes de las radiografías. “¿Se darán cuenta?”. Dejó pasar dos días más y las llevó. Obtuvo —para su suerte— el mismo resultado: logró la autorización.
Ahora sí todo se hacía más fácil. A mediados de noviembre, a las seis y media de la mañana, se dirigió a hacerse los análisis, en ayunas. El bioquímico lo atendió. Llevó el frasquito con su primera orina de la mañana envuelto en papel de diario y se arremangó la camisa para recibir el pinchazo extractor de sangre. “¿Carpeta médica?”, preguntó con su voz gruesa el bioquímico. “Si”, contestó Santiago, cabizbajo, resignado y vergonzoso. “Venga a buscar los resultados el lunes que viene”.
Al otro día se sacó las radiografías. Todo parecía ir muy bien y estaba contento. Alberto cuenta que un día Santiago dijo que muy pronto terminaría con los trámites particulares y que luego comenzaría con lo que tenía que hacer en el hospital.
La historia continuó por los carriles normales. Retiró las radiografías —estaba todo bien— y también los análisis —resultados óptimos—. Cuando Santiago retiró los análisis del bioquímico, la secretaria le exhibió un comunicado de la obra social por el cual advertía a los médicos en general que si se detectaban órdenes para carpeta médica, no las pagarían. “Nosotros la vamos a pasar. Pero si no nos pagan se las cobraremos a usted”. Santiago dijo que no había ningún tipo de problemas y le dio el número de teléfono del juzgado por cualquier eventualidad.
Al hospital le habían dicho que tenía que ir bien tempranito, cerca de las seis de la mañana, para sacar turno y se decidió a ir en los primeros días de diciembre. No quería que las fiestas de fin de año lo encontraran todavía con la carpeta médica sin cumplimentar. Se levantó más temprano de lo habitual para estar temprano en el hospital. Dice Alberto que el día anterior Santiago le había avisado al secretario del juzgado que quizás llegaría tarde porque no sabía cuánto tiempo demoraría. Llegó a las seis en punto al hospital y lo primero que se preguntó fue qué era lo que pasaba. Había mucha gente. Veintisiete personas formaban la cola para sacar turno. Se resignó y se puso al final de la fila. Miró su reloj: apenas habían pasado tres minutos de las seis. A las siete debería entrar a trabajar. Dudaba si iba a llegar a tiempo.
Miró a su alrededor y no supo describir lo que sintió. Me dijo Alberto que Santiago no fue solo una vez al hospital y que cada día que volvía del mismo, pasaba siempre lo mismo: no supo decirme si era mal humor o un sentimiento de impotencia y de maldita resignación. Ese día no fue atendido porque eran las seis y media y recién comenzaban a atender al público. Las veintisiete personas que estaban antes que él debían sacar turno en una ventanilla donde atendía un empleado antipático y de mal humor que actuaba como si tuviera haciendo favores a la gente… Y además solicitaba dinero que pedía se deposite en una latita sospechosa que tenía a su lado. A las siete menos veinte atendió al segundo de la fila y Santiago calculó: si por cada persona tarda diez minutos, su turno llegaría dentro de unos doscientos cincuenta minutos aproximadamente, o sea, dentro de cuatro horas y diez minutos. Además de lo que tendría que esperar para que lo atendieran los médicos… Dice Alberto que Santiago en ese momento quiso ser un poquito más optimista y pensó que la demora al principio se debía al sueño que debería tener el empleado, que actuaría lento hasta que alcanzara su ritmo habitual de trabajo. Pero veía que los minutos pasaban y que seguía atendiendo al segundo de la fila. Suspiró fuerte, como para que la gente que estaba cerca de él se diera cuenta de que estaba ofuscado —como si con esa actitud fuera a ganar algo—, dio media vuelta y se fue a trabajar. Los que estaban detrás de él sonrieron agradecidos.
Alberto Hernández me contó también que si bien Santiago no llegaba siempre de buen humor a la oficina, tenía siempre una sonrisa —aunque forzada— para brindar. Cuando estaba de mal humor no lo exteriorizaba ni lo decía, pero se daban cuenta porque no abría la boca en ningún momento mientras se tomaba el mate habitual de las siete. Ese día, cuando volvió del hospital, lo único que dijo fue: “Ni me hablen”, y se fue a su escritorio a escribir a máquina.
A medida que pasaban los días y el tema de la carpeta médica se tocaba, Santiago iba perdiendo lentamente el sentido del humor y de sociabilidad.
Días después Santiago decidió volver al hospital, pero ahora iría más temprano. Cinco y media o seis menos cuarto, más o menos. Y llegó a las menos veinte. “¿Ya hay gente?”, se quejó, pero no tanto porque solo cuatro personas había antes que él. Luego de una hora con veinte minutos de esperar parado en su quinto puesto, el empleado comenzó a atender. Respiraba más tranquilo y a los veinte minutos —rapidísimo— le tocó su turno:
—Buen día —no le contestaron—. Vengo por la carpeta médica…
—¿Ya habló con la señora Oveja? —preguntó antipáticamente el empleado.
—¿Con quién?
—Tiene que hablar con la señora Oveja, ella está encargada de las carpetas médicas. Tiene que ir por el pasillo hasta el fondo, agarrar a la izquierda y otra vez hasta el fondo, nuevamente a la izquierda.
—¿Y acá no tengo que sacar turno para nada?
—No. El que sigue…
Sintió bronca al recordar que el primer día la telefonista del hospital le había dicho que para cumplimentar la carpeta médica tenía que hacer la cola. Miró hacia donde trabajaba esa mujer y no la vio. Santiago sabía que por más que la hubiese visto, no le hubiese dicho absolutamente nada. Fastidiado, se dirigió a buscar a esta mujer… Ovino… Oveja… Abejas… Ya no se acordaba ni cómo se llamaba. Y la encontró adentro de una piecita que daba lástima.
—Esta señora lo trató muy bien —me explicaba Alberto—. Le indicó todo lo que tenía que hacer. Un electrocardiograma, ir a lo del odontólogo, a Traumatología y a Vacunación o Vías Respiratorias, no recuerdo, a hacerse la reacción de Mantoux. Recién ahí, gracias a esta señora, Santiago supo para qué servía eso que él no entendía.
Y la reacción de Mantoux fue lo primero. Lo atendieron rápido. Un pequeño pinchazo en la parte superior del antebrazo, le pidieron todos sus datos personales y le dijeron que volviera a los tres días para ver el resultado obtenido. En Odontología había que hacer cola por orden de llegada. Se dirigió hacia allí y había muchísima gente Decidió volver otro día, después de todo ya estaba resignado a seguir perdiéndolos. Volvió a buscar a esta señora Oveja para que le indicara los pasos a seguir.
—¿Pero usted no trajo las radiografías?
Santiago sonrió por no llorar.
—Nadie me dijo que las tenía que traer, señora…
—Para que lo atiendan en Traumatología tiene que venir con las radiografías que se sacó en forma particular. ¿Y cuando se hizo la reacción de Mantoux no le pidieron la radiografía de pecho?
—No.
—Qué raro… Va a tener que venir otro día para cumplimentar esos trámites. Ahora venga conmigo que vamos a hacer el electrocardiograma.
Recuerda Alberto que la gracia que al principio ponía Santiago para relatar todas las peripecias en el hospital se fue convirtiendo en un relato tétrico e irónico a la vez. Y eso lo pudo comprobar cuando le contó a sus compañeros lo del electrocardiograma.
La señora Oveja lo dejó en manos de una enfermera rubia —¿rubia?— que lo hizo pasar a una habitación muy pequeña en la que apenas cabían una camilla, un pequeño escritorio, una silla y un aparato inmenso que no supo decir cómo se llamaba. A Santiago le hicieron sacar la camisa, los zapatos y el reloj, para luego hacerlo acostar en la camilla.
—Que su cuerpo no toque el borde metálico de la camilla, por favor…
Se tuvo que encoger un poco porque la camilla no era ni de las más largas ni de las más anchas.
—No tenga miedo de que lo vayamos a electrocutar —dijo jocosamente la enfermera mirando a los ojos de Santiago.
Le pareció un comentario por demás estúpido y a pesar de que era la primera vez que se hacía un electrocardiograma, se consideraba lo suficientemente inteligente como para saber que no le pasaría nada. Luego de un rato, mientras observaba cómo la enfermera le colocaba unos botones metálicos en todo el cuerpo y lo llenaba de cables, dudó de su propia inteligencia.
En un determinado momento le pedí a Alberto que tratase de abreviar un poco la historia de Santiago, que con solo decirme lo principal, yo entendería.
—No es así, hermano —me dijo—. No creo que el relato que te estoy haciendo sea más largo de lo que tuvo que vivir Santiago. Además, para llegar al final y comprender su muerte, es necesario saber todo con lujo de detalles.
Me resigné a seguir escuchando la historia de este hombre que, lo confieso, me estaba aburriendo. De a poco me iba arrepintiendo de haber preguntado por Santiago Varela. Hacía ya una hora y cuarto que Alberto me estaba contando la historia, con tanto entusiasmo que no me animaba a decirle que no quería seguir escuchándola.
—Porque si a algo no le iba a ganar nadie a Santiago era a tener paciencia —siguió Alberto—. Tres días después llegó al hospital con todas las radiografías.
Fue también ese día bien temprano. Pero no tanto ya que sabía que no debería hacer la cola. Buscó a la señora Oveja y la encontró en su lugar habitual.
—¿Se anotó para Traumatología?
Santiago cerró los ojos, apretó los dientes, contó hasta diez y preguntó:
—¿Dónde me tengo que anotar?
—En la fila que hay en la entrada. Vaya rápido antes de que siga llegando gente.
No abrió la boca. Fue a la fila. Masticaba saliva y la convertía en espuma. Vio a diez personas en la cola y al empleado antipático atendiendo. La señora Oveja le había dicho que después la viera. Al llegar a la ventanilla, dio todos sus datos, se anotó para Traumatología —era el primero— y recibió el mangazo:
—Una colaboración para la cooperadora…
La respuesta fue inmediata, llena de odio y sinceridad: “No tengo dinero”. Y si bien mentía, sí era cierto que no tenía cambio y, obviamente, no iba a dejar buena parte de su sueldo en esa latita que ni siquiera medida de seguridad tenía.
Intentó tranquilizarse y volvió hacia la señora Oveja. Pensó irónicamente que fue una ventaja haberse hecho el electrocardiograma el otro día, porque si se lo hacían en ese momento, le hubiesen dado un calmante.
—Vaya a buscar el resultado de la reacción de Mantoux.
Y fue. Le dieron una tarjetita color celeste que decía que estaba vacunado con la BCG y que tenía una mancha roja en la piel —se la habían medido con una regla de madera como las que él había usado en la escuela primaria— que medía once milímetros. Tardó muy pocos minutos en este trámite y volvió a ver a la señora Oveja.
—Vaya a Traumatología.
Y fue. Estaba anotado primero pero advirtió que la gente ya estaba siendo atendida. Seguramente había perdido su turno y debería esperar hasta lo último —a esta altura de los acontecimientos ya pensaba en lo peor—, y esperó que salga alguien de la sección para explicarle su situación. “Un momentito, por favor”, recibió como respuesta a su intento de iniciar una conversación. Miró su reloj: las ocho. En el juzgado sabían que él estaba con los trámites de la carpeta médica y no había problemas por su tardanza. Al menos eso era lo que él creía. Se apoyó en una de las paredes del hospital, sin pensar en nada, a esperar que lo llamaran. Sintió una alegría enorme al ver que, a los dos o tres minutos, salió nuevamente el enfermero y le preguntó: “¿Carpeta médica?”. “¡Sí!”, dijo casi gritando de felicidad y lo hicieron pasar. Le pidieron las radiografías y un médico las miró muy apresuradamente con una luz de fondo. Santiago vio que escribía con letra ininteligible y en menos de dos minutos había terminado en Traumatología. Se estaba animando. Volvió a lo de la Oveja.
—¿Listo? —le preguntó como si realmente le importara que Santiago terminara de una buena vez.
—Uno nunca sabe, señora…
Revisó los papeles uno por uno. A las firmas que no tenían sello le aclaraba el nombre del médico abajo con birome y le ponía el sello del hospital. Santiago la miraba impaciente.
—¿No le pidieron la radiografía de pecho donde le hicieron la Mantoux?
—No, señora, no me pidieron nada.
—Falta eso… Y para colmo me parece que la doctora ya se fue.
Alberto de a ratos se mimetizaba con Santiago. Mirando yo a Alberto me lo podía imaginar al pobre Varela viviendo esa verdadera odisea en el hospital. Alberto imitaba sus caras, sus gestos y sus movimientos con mucha gracia, y había veces que hasta teatralizaba poniéndose de pie o imitando a Varela cuando contaba sus experiencias.
La señora Oveja salió casi corriendo para ver si encontraba a la doctora que tenía que informar la radiografía de pecho. Santiago se quedó sentado en un sillón que había en uno de los pasillos del hospital, desganado. Instantes después apareció la señora Oveja con su cara sonriente y le pidió la radiografía. La doctora no se había ido y se alivió al pensar que no debería volver nunca más a ese maldito hospital.
—Listo —dijo orgullosa la señora Oveja cuando volvió con la radiografía informada—. Ahora creo que está todo. A ver… la Mantoux, los análisis, odontología, grupo sang… ¿Y el grupo sanguíneo?
Santiago miró al techo pidiendo clemencia.
—No tengo ningún certificado del grupo sanguíneo pero figura en mi carné de conductor.
—No sé si le va a servir, pero por las dudas, sáquele una fotocopia.
—Sí, señora…
—¿Falta mucho? —interrumpí a Alberto poniéndome un poquito nervioso—. Me estoy cansando y aburriendo —me sinceré.
—Callate y seguí escuchando. Más cansado seguro que estaba el pobre Santiago, que en paz descanse…
A las nueve de la mañana salió del hospital con los papeles completos. Solo le restaba volver a la Asistencia y presentarlos. Se acercaba fin de año y quería terminar todo antes de las vacaciones. Cuando llegó al juzgado comentó orgulloso que estaba ya casi todo terminado.
Miércoles 16. Ocho de la mañana. Santiago se dirige a la Asistencia.
—¿Usted sacó turno?
—No sabía que había que hacerlo.
—Sí. Hay que hacerlo —le contestaron de mala gana.
—Disculpe, no vengo todos los días a hacerme la carpeta médica —dijo irónicamente Santiago y con el mismo mal humor de la empleada.
—Venga el viernes. ¿Tiene todos los papeles?
—Sí, aquí están.
La empleada de la Asistencia se los pidió para revisarlos. Tardó unos minutos. Santiago pensaba hasta cuándo duraría todo eso.
—Tome, están bien, completos y todo en orden. Venga el viernes a las ocho con todo esto.
En el juzgado comentó que el árbol estaba ya casi plantado y guardó todos los papeles en un sobre, tal cual se los había dado la empleada, a la espera del viernes.
El viernes 18 de diciembre creyó que todo terminaría al fin… Al llegar a la Asistencia a las siete con cuarenta y cinco minutos, le dijeron que tenía que esperar al médico y le pidieron todos los papeles —nuevamente— para revisarlos. Santiago ya los había revisado en el juzgado y estaba tranquilo. La puerta por donde lo atendió la señora teñida quedó entreabierta y por el reflejo de un vidrio podía advertir todos sus movimientos mientras revisaba los papeles. En realidad no le pareció una empleada de las más ordenadas. El médico llegaba a las ocho y tendría que esperar un ratito. Estaba anotado primero en los turnos.
—Señor… —apareció la teñida de improvisto—. Le falta el certificado de la BCG.
Santiago la miró con tranquilidad.
—No, señora, tiene que estar. Es un cartoncito celeste…
—¡Ya sé que es un cartoncito celeste! ¡Pero no está!
—No puede ser. Revisé todos los papeles antes de venir para acá y estoy seguro de que estaba. Lo tuve en mis manos.
—No está.
—¿Por qué no se fija un poquito en su escritorio? Quizás se le traspapeló o se le cayó…
—Ya me fijé y no está —contestó tajantemente la teñida—. Va a tener que traer el certificado de la BCG porque si no el médico no la va a atender. ¿Por qué no se fija en su billetera o en otro lugar si no lo tiene?
Santiago, con todo el mal humor del mundo, sin decirle nada, se dirigió al juzgado, revisó todos sus cajones, la billetera y no encontró nada. Estaba seguro de que el certificado de la BCG estaba entre los papeles que le había dado a la empleada de la Asistencia. Volvió.
—No podemos hacer nada —dijo con lástima la vieja teñida.
—¿No me puede atender hoy el médico y después le traigo la BCG?
—No.
Salió con bronca, sin saludar. Alcanzó a escuchar que la teñida le decía que le reservaba un turno para el lunes 21 pero no le dio importancia ya que no pensaba volver el lunes.
Ese día estuvo en el juzgado de muy mal humor. Le contaba angustiado a sus compañeros lo que había sucedido y todos compartieron su amargura. No podían entender lo que había pasado y trataban de consolarlo. Y el lunes 21 no fue.
El martes por la mañana volvió a ir al hospital. No fue temprano. Fue en horario de trabajo, a mitad de la mañana. Pidió permiso y lo autorizaron. Entró como ciego y se dirigió directamente a Vacunación. No tuvo que esperar ni un minuto. Nadie había antes que él y lo atendió una enfermera. Pensó en explicarle lo que había pasado, con lujo de detalles, pero razonó un segundo y se dijo: “¿Qué le puede llegar a importar a esta mujer lo que me pasó con mi certificado?”.
—Se me perdió el certificado que retiré la semana pasada y vengo a buscar otro.
Y se lo dieron enseguida.
—Te lo voy a ir abreviando —dijo Alberto.
“Menos mal”, pensé.
Martes a última hora de la mañana Santiago, sin ganas, se dirige a la Asistencia a pedir un turno para el otro día.
—¿Cómo no vino ayer? Tenía turno…
—Voy a venir mañana —dijo tajante.
—Está bien. Pero no deje de venir porque no podemos perder los turnos.
Maldijo en silencio a la teñida y se fue.
“Ya falta poco”, pensó esperanzado Santiago. Yo pensé lo mismo. La historia se estaba acabando.
—Pero a la historia le queda lo mejor —dijo entusiasmado Santiago.
Yo todavía no me lo había planteado, pero poco a poco, a medida que avanzaba mi aburrimiento, pensaba qué tenía que ver lo de la carpeta médica con la muerte de Varela.
Miércoles 23, hora siete. Santiago Varela llega al juzgado sin ganas. Saludó fríamente a sus compañeros. Mientras tomaba mates, pidió permiso para retirarse a las ocho. Tenía la ilusión de terminar con ese trámite de una buena vez por todas. Nuevamente el permiso le fue concedido. “La carpeta médica es importantísima por si te morís”, dijo seriamente el secretario. A Santiago no le hizo gracia el comentario.
Hora ocho. Santiago se dirige a la Asistencia con todos los papeles. No le quedaba otra opción que pensar que estaban en orden.
—Buen día. ¿Los papeles?
—Aquí están —dijo Santiago arrojándolos sobre el escritorio de la teñida y sin expresar un solo gesto.
—Espere abajo. El doctor viene a las ocho.
—Son las ocho.
—Está por llegar…
Ocho y treinta. Santiago espera impaciente sentado en un banco, intercambiando de vez en cuando alguna palabra con la mujer que limpiaba el piso.
—¡Qué calor! —se quejó la señora.
—Estamos en diciembre, señora —dijo Santiago de mal humor.
“¿Qué tendrá que ver todo esto con la muerte de Santiago?”, pensaba yo.
Alberto seguía con su insoportable suspenso. Nueve. El médico no llegaba. Santiago se puso de pie y comenzó a caminar en círculo. Se asomó a la puerta. El tiempo amenazaba con tormentas. En cualquier momento caerían las primeras gotas. “Espero que hoy no se pierda nada”, rogaba. Nueve y treinta. Santiago golpeó la puerta de la teñida.
—Ya debería haber llegado. No sé qué le pasará.
—Es que estoy en horario de trabajo…
—Sea paciente, por favor.
Y siguió esperando.
—¿Ves que voy más rápido? —dijo Alberto.
—No, no lo veo. ¡No me contás nada! —dije ofuscado.
Santiago decía que llegó un momento en que se sintió rebotando contra las paredes. Iba y venía como un loco. Eran las diez menos cuarto y llegó un hombre joven que aparentaba ser médico. Santiago se esperanzó. A los diez minutos lo llamaron. “Por fin”, suspiró.
Diez horas. Santiago Varela se enfrenta al médico, que empieza a hacerle preguntas. “¿Quebraduras? (No) ¿Hepatitis? (No) ¿Operaciones importantes? (No)”. A los diez minutos Santiago perdió la cuenta de cuántos “no” había contestado y el médico, sonriente, comentó:
—¡Pero sos un tipo sano!
Santiago sonrió falsamente mientras pensaba qué le podía importar al médico si era sano o no. A las diez y cuarto estaba listo. Había terminado todo. Solo faltaba que le dieran la constancia de que había cumplimentado todos los requisitos. ¡Y se la dieron sin hacerlo esperar! Santiago no lo podía creer. Tenía en sus manos un papel con firma y sello de no sé quién que certificaba que había cumplimentado su carpeta médica. Se fue casi corriendo. Las cuatro cuadras que separaban la Asistencia de los Tribunales le parecieron demasiado cortas. Tenía ganas de ir a caminar por la ciudad y volar, sentirse libre. Tenía ganas de gritar, de saltar, de llorar de alegría.
—¡Terminé!
Todos en el juzgado festejaron. “Por fin… ¿Te dieron alguna constancia? ¿Estás seguro? ¿Y ahora qué?”. Santiago sonreía pero no olvidaba todo lo que había vivido.
Diez minutos más tarde se encontraba escribiendo una nota informando a la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe que había terminado con todo lo que le habían solicitado. Alberto buscó en un cajón de su escritorio un papel y me lo leyó.
—Todavía guardo esa nota que escribió Santiago. Escuchá:

Rafaela, 23 de diciembre de 1992.
Al Señor
Secretario Suprema Corte de Justicia
Provincia de Santa Fe
SU DESPACHO

El que suscribe, SANTIAGO VARELA, D.N.I. Nº —no lo leyó—, quien desempeña funciones como Auxiliar en el Juzgado de Primera Instancia de Distrito en lo Penal de Instrucción de la Primera Nominación de Rafaela, tiene el agrado de dirigirse a Ud. a los fines de informarle que en el día de la fecha ha cumplimentado ante la División Higiene y Salud del Trabajador —Rafaela— su Carpeta Médica Personal, como oportunamente se lo solicitaran.
Adjunta asimismo a la presente fotocopia certificada de la constancia de Certificado Psicofísico en trámite, quedando a la espera de la asignación de su número personal de Carpeta Médica.
Sin otro particular, saluda a Ud. muy atentamente.

Santiago Varela
Auxiliar

Ese mismo día la llevó a la Habilitación con la fotocopia y todo, dentro de un sobre. Santiago Varela había cumplimentado por fin con lo que le habían solicitado.
—¡Por fin! —exclamé—. Pero, ¡¿qué tiene que ver todo esto con su muerte?!
—Ahora viene…
—¡¿Más?!
El 31 de diciembre, a minutos de culminar el año laboral, cuando ya los festejos habían empezado en el juzgado, recibe una llamada.
—Nos han rechazado sus órdenes de análisis y la obra social no nos ha pagado. Le pedimos por favor que se acerque al consultorio a la brevedad posible.
Santiago sonrió y meneó la cabeza. Tranquilizó a la secretaria del bioquímico y colgó. Alberto dice que lo que le costaron los análisis no fue poco. Pero recuerda que Santiago los abonó sin protestar. Algo en él ya había cambiado. Alberto no me supo decir qué, si su modo de actuar o su mente. Había cambiado mucho en esos tres últimos meses y lo atribuía justamente a su carpeta médica.
—¡¿Y cómo carajo se murió?! —le grité.
Alberto se apuró un poco al verme tan nervioso. A mediados de febrero del otro año recibió otra intimación de la Corte reclamándole que formalice su carpeta médica. Pareció enloquecer. Cuando creyó que todo había terminado, en un segundo la pesadilla retornó. Habló por teléfono a la Corte, con el secretario, y preguntó si no habían recibido su nota.
—Sí, su nota sí. Pero nos comunicaron de la Asistencia de Rafaela que no encuentran sus papeles…
Colgó sin saludar y sin pedir permiso salió corriendo del juzgado. De ahí en más solo podemos imaginar lo que ocurrió ya que nunca más lo vimos vivo. Nuestras suposiciones y las declaraciones de algunos testigos —entre ellos, la teñida— nos ayudaron a cerrar la historia de Santiago.
—Cálmese, le voy a explicar —dijo la teñida que le dijo.
Y seguramente le explicó. Los papeles se habían perdido, no sabían cómo. A Santiago suponemos que se le debe haber venido el mundo abajo y dicen que gritó muy fuerte. La teñida trató de tranquilizarlo.
—No se preocupe. Usted ya sabe todo lo que hay que hacer y le va a resultar todo más sencillo que antes.
Es de imaginar que ante semejante reflexión, Santiago volvió a gritar. Dijo la teñida que se agarró de los pelos y ante su mirada atónita salió corriendo como un loco a la calle. Ella dijo que lo siguió, preocupada, por supuesto. Pero no logró detenerlo. Al salir a la calle, Santiago ya estaba tirado bajo la inmensidad de un camión de reparto de productos lácteos.
A este punto del relato la cara de Alberto reflejaba angustia y mi cara satisfacción. No por la muerte de Santiago —cuya llegada en el relato estaba esperando ansioso— sino porque había llegado por fin el final de la larga historia de Alberto.

¿Final?
Al día siguiente de que Alberto finalizara su tediosa y trágica historia, por medio del secretario del juzgado recibí una comunicación de la Corte Suprema de Justicia: me intimaban a cumplimentar mi carpeta médica personal.