lunes, 3 de agosto de 2020

OTRA MAÑANA



Sintió fiaca, como todos los miércoles, jueves y viernes a esa hora. Manoteó el reloj despertador y lo calló. Sin embargo, no lo odiaba. No podía odiar a una cosa, a un aparatito metálico inventado por el hombre para cumplir horarios establecidos por el propio hombre. Lo miró y perdió toda esperanza de que la máquina se hubiese equivocado: eran, indefectiblemente, las cinco de la mañana. Tomó coraje y comenzó a levantarse. Le costaba, pero no quedaba otra opción. ¿Qué hacer si no? Escuchó un grito proveniente de la pieza contigua:
—¡Negri! ¡Las cinco!
—Ya estoy despierto… —murmuró sin importarle si en la otra pieza lo escuchaban.
Una vez sentado en la cama, encendió la luz. Murmuró algunas palabras que ni siquiera él comprendió y comenzó con los movimientos mecánicos, sin pensar demasiado, para vestirse. Camisa blanca, pantalón negro de gabardina, medias negras y zapatos del mismo color. La mañana estaba fresca y se puso un pulóver gris escote en ve. A la corbata la dejó para lo último, segundos antes de salir. No terminaba de acostumbrarse a usarla. Con sus ojos aun semicerrados se dirigió al baño, lugar donde se terminaba de despertar por completo. Estaba todo calculado: se lavaba la cara, se mojaba el cabello, se cepillaba los dientes y se sentaba en el inodoro a leer. Un libro sobre el Che lo entretenía en sus momentos íntimos. Una página o dos por día eran suficientes y ayudaba el trabajo intestinal.
Ya con la taza de café en manos abrió un libro de Bioy y continuó la lectura comenzada días atrás. Hacía todo pendiente del reloj. A las seis menos veinte acostumbraba a salir caminando rumbo a la terminal de colectivos pero a veces el estómago le jugaba una mala pasada. A los apurones tenía que sentarse nuevamente en el inodoro y hacer todo contra reloj. Por supuesto que en estos apuros el Che no se hacía muchas ilusiones de ser leído. No obstante los imprevistos, siempre tenía tiempo suficiente como para llegar con tranquilidad a la boletería.
Ese día no había sufrido contratiempos y salió con carpetas y libros bajo el brazo, con mucha parsimonia, hacia la calle todavía oscura. No tenía demasiadas ganas de ir a dar clases pero las obligaciones laborales no podían eludirse con tanta facilidad. La humedad era insoportable. Había una neblina muy espesa y no podía ver más allá de media cuadra. Linda mañanita para seguir durmiendo, pensó bostezando. Caminaba como sonámbulo por las calles vacías, húmedas y patinosas.
Una vez sentado en su butaca a la espera del horario de salida, miró a su alrededor y notó —como nunca lo había hecho— que no era el único imbécil que se levantaba a esa hora, que no era el único que se disfrazaba así. Vio ojos semicerrados que se subían al colectivo y se iban acomodando en silencio en sus asientos. Vio al diariero de todos los días balbuceando la palabra «diario» en su propio dialecto y también escuchó los comentarios de los más despiertos sobre los últimos anuncios del ministro de Economía. No advirtió en qué momento se puso en marcha el motor, pero cuando el colectivo se puso en movimiento sintió una paz interior que lo desbordó. Se acomodó bien y esperó ansioso que el guarda retirara los pasajes. Tenía unos cuantos minutos por delante para relajarse y cerrar los ojos antes de llegar a Nuevo Torino.

Abrió la carpeta y con la lapicera fuente en su mano derecha releyó por enésima vez los escritos. Había mandado los originales a un concurso literario nacional y los resultados todavía no habían sido dados a conocer. No se tenía fe, pero todo aquel que participa en un concurso no deja de hacerse ilusiones hasta que se entera de que el ganador fue otro. No le parecía un mal cuento. No se consideraba un Borges ni un Cortázar pero su obra no le disgustaba. Corregía sus escritos constantemente: era un eterno revisar y modificar hasta la más insulsa coma que le parecía inapropiada. Siempre encontraba algo que cambiar. Apretó el play del grabador que estaba a su lado y sintió nostalgias por épocas pasadas. Muchacha ojos de papel era una de sus preferidas. Y los viejos recuerdos venían a su mente con aquellos amargos compartidos en su pieza con sus amigos de la secundaria. Viejos amigos… ¿dónde están?... Fue a la cocina a preparar esos mates de siempre aunque no tuviera con quién compartirlos. Sus viejos los tomaban dulce y siempre le criticaban los suyos. El timbre se mezcló con Spinetta y no le dio importancia, alguien atendería el llamado. Pensó que sería una gran experiencia recibir aunque sea una mención. ¿Se darían menciones en esos concursos?... Estaba bien. Hacía lo que le gustaba. Amaba. Era feliz al pensar que todavía creía en el amor. Y si a veces se sentía un bicho raro ante cierta gente, le importaba un rábano. ¿Habrán participado muchos? Che, para vos…, dijo su madre mientras le entregaba un sobre marrón del correo. Leyó el remitente y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¡De tanto pensar se me hizo! Rompió el sobre con violencia y nerviosismo. Se fijó ahora en el destinatario, por las dudas... y sí, era para él. Se quedó mudo con la carta en la mano. Miró el reloj de pared y no supo explicarse por qué lo hizo. No tenía apuro para nada. Dobló el papel y se sentó. Su cara ahora era inexpresiva. Por fin murmuró: ¿Gané? No lo podía creer. Se preguntaba si había participado solo. ¡Pero qué estaba diciendo! Le comunicaban que había ganado, que había sacado el primer premio, y no era capaz de esbozar una sonrisa. ¿Gané? Iba tomando conciencia. Las dudas se disipaban poco a poco. Sí, era para él. Y dentro de quince días le entregarían el premio en un acto… Seguramente tendría que decir algo, preparar unas palabras, pero ¿qué? ¿Un discurso? ¿O solo palabras de agradecimiento? Sentía ahora vergüenza por haber mostrado sus escritos, era la primera vez que lo hacía… Seguramente los imprimirían, comenzaría su obra a recorrer el mundo, la leería mucha gente. Recordó las palabras de Hemingway cuando decía algo así como que publicar es echarse a los perros. ¿Y si no gusta? ¿Qué dirían sus conocidos que ni siquiera sabían que él escribía? ¿Cuántas cosas tendría que aguantar a partir de esta situación? ¿Qué es?, preguntó su madre. La miró y olvidándose de todos sus cuestionamientos se levantó, le dio un gran beso en la mejilla y gritó: ¡Gané!

De pronto la luz del interior del colectivo se encendió y lo encandiló. Se sintió perdido. No supo qué hacer y un par de manotazos lo ayudaron a reaccionar. Sus libros y carpetas estaban a punto de caerse. El colectivo había aminorado la marcha y escuchó el grito del chofer: ¡Nuevo Torino! Allí debía hacer el trasbordo a otro colectivo que lo llevaría a Pilar. Sonrió. Pensó en sus alumnos del Instituto Santa Marta. Ellos formaban ahora parte de una realidad que era ineludible. Una realidad que de vez en cuando lo dejaba irse a otros mundos inciertos que también eran necesarios para poder seguir sintiéndose vivo.
1991

viernes, 10 de julio de 2020

DELINCUENTES



Eran cuatro. Tres pertenecían a la misma familia (dos hermanos y un primo). El restante, un incondicional. De los dos hermanos, una era mujer. La cabecilla, el cerebro. Sus variadas lecturas y su admiración por Tom Sawyer y Huckleberry Finn la habían ayudado a erigirse en líder de la banda. Dicen quienes los conocieron más de cerca que los hombres debían rendirle cuenta sobre su actividad delictiva y que ella celosamente guardaba lo malhabido en su casa. Nunca usaron armas, nunca maltrataron a sus víctimas. Si alguien les hubiese dicho que eso era un trabajo, no lo hubiesen hecho seguramente. A ella ser la jefa le daba seguridad suficiente como para ejercer dominio sobre sus compinches. Tomaba esa actividad como un pasatiempo rentable, como un hecho provechoso, pero por sobre todas las cosas, como un juego, una actividad que nadie la obligaba a realizar. Se sentía líder. Y así era feliz. 
La suerte fue por un tiempo su aliada pero, como ocurre siempre con esta clase de triunfadores, el éxito fue efímero. 
El final de las tropelías que habían comenzado quién sabe cuánto tiempo atrás, llegó antes de lo esperado en un comercio céntrico de la ciudad. El primo fue observado por una vendedora justo cuando tomaba lo que no correspondía y lo escondía en el bolsillo de la campera. El incondicional fue un poco más burdo para ocultar su botín y ante la desesperación por sacárselo de encima, se lo pasó a la jefa, quien lo ocultó bajo la ropa. No pudo pasar desapercibida. Los paquetitos de queso sustraídos por el primo tenían un tamaño ideal y tentador, pero la pelota de fútbol número cinco no fue fácil de disimular. Y menos aún estando inflada. El hermano menor los miraba absorto. Los cuatro fueron aprehendidos ese nefasto día en Casa Tía. 
Los delincuentes, con solo doce años a cuestas, debieron prometer el resarcimiento del daño para no ser reportados a la autoridad policial y, por ende, a sus padres. Y lo hicieron bastante rápido. En un descuido de una familiar cercana, se hicieron del dinero que estaba destinado a abonarle al sodero la compra mensual, y así evitaron que su accionar se hiciera público ante la sociedad, sus familias y sus amigos, delito cometido en un comercio del que, según dicen, muy pocos chicos de esa edad han podido salir sin llevarse su pequeño botín escondido…

lunes, 11 de mayo de 2020

SOLO HASTA EL FINAL


De chico ya me gustaba estar solo. En la escuela, en la calle, en casa. Pero era difícil.
En la escuela estaba rodeado de cientos de chicos alborotados que jamás me dejaban sentir en soledad. Pero me las ingeniaba. En el aula, mientras el profesor intentaba mantenernos a todos atentos, yo, en el último banco, me dedicaba a dibujar. Nunca nadie le encontró sentido a mis dibujos. Ni yo. Pero era hermoso hacerlos, mirarlos crecer, terminarlos, esconderlos para evitar la sanción. Me las arreglaba para alejarme de todo el entorno y ser feliz en mi pequeño mundo interior.
Donde no tenía mayores problemas para aislarme era en la calle. Siempre caminé por los cordones de la vereda sin reparar en la gente ni en los autos que pasaban. Bajo el sol o bajo la lluvia. Con la única compañía del cigarrillo que se consumía enseguida. O silbando una canción que me ayudaba a ignorar los ruidos molestos del mundo.
En casa no era nada fácil. Éramos cuatro hermanos más mis viejos en una casa chiquita. Pero siempre hice lo imposible para estar conmigo mismo, aunque acompañado. Los mejores momentos los pasaba sentado arriba del ropero que había en el comedor y escuchaba música muy fuerte con los auriculares puestos. No me daba cuenta de que mi familia estaba en casa, no escuchaba si sonaba el teléfono o si llamaban a la puerta. El perro podía ladrar sin cansarse que yo no lo escuchaba. Con mi música imaginaba episodios que me hubiese gustado convertir en realidad. Lo curioso era que en todos esos sueños no quería estar solo y hacía participar a una amiga que siempre estaba a mi lado y con la que disfrutábamos al máximo nuestra adolescencia en libertad. Y es por eso que ahora pienso seriamente si mi soledad se debía a que me gustaba estar solo o simplemente a mi incapacidad de comunicarme con los demás. Siempre soñé con tener un cuarto propio y nunca lo tuve. Más que un cuarto, un refugio. Un altillo lleno de cosas mías, de mis libros, de mis posters, de mis cuadros, de mi música, de mi ropa… todo mío. Con una ventana a la calle y desde arriba mirar a la gente pasar. Y que no me vean. Quería saber de los otros pero que nadie supiera de mí. Por las tardes abría la ventana del frente de casa a la misma hora y esperaba que pasara una maestra de la escuela del barrio —nunca supe cómo se llamaba— que me gustaba. Habrá tenido unos diez o quince años más que yo… pero qué linda era. Yo la observaba mas no me dejaba ver.
Siempre quise estar solo, no sé el porqué: siempre me gustó. Además, tengo que sentirme satisfecho porque, al fin de cuentas, nunca tuve a nadie a mi lado. A pesar de que quisieron hacer de mí un ser social. ¡Ja! No pudieron. Y hoy estoy solo. No sé si decir que soy feliz. Tendría que estarlo, ¿no? Estoy como siempre me lo propuse: sin nadie a mi alrededor. Solo unas pocas luces y una sábana blanca. Nadie me viene a ver, a reconocer. Estoy verdaderamente solo. Dentro de veinticuatro horas seguramente la tierra estará cayendo sobre mi cajón y ni una lágrima, ni una, caerá por mi culpa.

1993

UN INALCANZABLE OBJETIVO ALCANZABLE



Valerio y Simón se encontraron a las tres de la tarde en una de las tantas plazas de su ciudad. El día era oscuro y frío. Nubes grises cubrían todo el cielo. Una densa neblina flotaba sobre la ciudad. Valerio maldijo el tiempo y Simón, callado y con un gesto, asintió la protesta de su amigo.
Los dos eran callados, de carácter introvertido. El silencio era muchas veces su único contacto. A pesar de que los dos tenían ocho años, tenían un físico bastante diferente. Valerio era petiso, rellenito y con cabellos negros y enrulados. Simón era alto, flaco y usaba su pelo castaño más o menos largo. Estaban juntos porque siempre lo estaban. Quién sabe cuánto tiempo hacía que eran amigos... Habían compartido innumerables aventuras callejeras y justamente ese día, a las tres de la tarde, hora en que toda la ciudad dormía, estaban aburriéndose.
—¿Qué hacemos? —preguntó Valerio.
—No sé... ¿Qué sé yo?
—Nunca más recuperamos la pelota...
—Ese viejo es un desgraciado. Le rompería el quiosco a patadas...
Cuando Simón pronunció estas palabras, a Valerio se le iluminaron sus ojos. Sonrió. Seguramente una nueva idea se le había ocurrido. ¡Vamos!, le dijo a su amigo tomándolo del brazo y se echaron a correr hacia el quiosco del viejo que retenía la pelota de goma que una semana atrás había roto el vidrio de la puerta luego de una serie de cabezazos entre los amigos. Simón corría detrás de Valerio sin entender muy bien lo que pasaba. Valerio revoleaba sus piernas desprolijamente, como guiado por una fuerza desconocida. Simón lo seguía a pesar de todo porque conocía muy bien a su compañero y sabía que no lo hacía en vano. Eran como dos delincuentes volviendo inocentemente al lugar del crimen.
—¡Pará! ¡Pará! —gritó de pronto Simón.
—¿Qué pasa? —contestó Valerio mientras detenía su marcha y jadeaba cansado.
—Explicame un poquito... ¿Pensás que el viejo nos va a devolver la pelota después de lo que hicimos?
—No, gil. Hoy es feriado. El quiosco está cerrado y como está nublado, se me ocurrió una idea genial...
—No entiendo nada.
—¡Quiero ver el sol! —gritó Valerio y volvió a correr.
Simón dudó unos segundos antes de seguirlo. Se rascó la cabeza. No sabía qué hacer. ¿Quiere ver el sol?, se preguntó a sí mismo... y la idea no le disgustó. Emprendió también la carrera rumbo al quiosco, rumbo a lo desconocido, que fue lo que más lo entusiasmó. No sentían frío por el trote ligero, pero la falta de sol sobre la ciudad era cruel.
—¿Sabés? —dijo Valerio cuando se detuvo a unos pocos metros del quiosco—. El viejo todavía no hizo arreglar el vidrio.
—Pero está tapado...
—Sí, pero es fácil destaparlo. ¿Te acordás del agujero que hay en el techo del quiosco?
—Sí, pero... ¡Aclarame algo!
—El edificio inmenso que está arriba del quiosco no está terminado y está abandonado...
—¿Y?
—¡Es fácil! El edificio es altísimo. Si llegamos hasta arriba de todo quizás superemos las nubes y podamos ver el sol...
Simón se quedó pensativo. La idea empezaba a interesarle.
—Pero hay que entrar al quiosco... —ambos se pusieron serios—. ¿Y si nos cachan? Van a pensar que entramos a robar.
—¡Pero no, si no hay nadie!...
Se miraron un instante sin decir nada. Valerio esperaba la respuesta de su amigo. Simón estaba entusiasmado pero tenía que vencer sus miedos. Al fin tomó coraje y gritó:
—¡Ma sí! ¡Vamos!
Ahora fue Valerio el que dudó. No esperaba esa respuesta de Simón, y menos así tan rápida. Especulaba con la negativa de su amigo y la idea quedaría como un proyecto irrealizable. Toda la culpa de la frustración recaería sobre Simón, por su cobardía. Pero la situación había cambiado. Simón era el que ahora tenía la fuerza y las ganas y Valerio el que debía dejar de lado los temores. ¿Debía echarse atrás?
—¡Dale, vamos! —insistió Simón.
—Bueno...
No se decidía. Pero no podía decir que no, no debía mostrar sus flaquezas. La idea era buena, al sol lo iban a poder ver fácilmente. El edificio era altísimo y la neblina borraba los últimos pisos... pero había que pasar por el quiosco... ¿Valía la pena arriesgarse? Sí, claro que vale la pena, se decía para darse fuerzas. Era una aventura más para compartir con su mejor amigo, solo debía decidirse. Sentía como si la felicidad de toda su vida estuviera en la realización de este proyecto.
—¡Ma sí! ¡Vamos! —gritó al fin Valerio.
Ya estaban metidos en el juego. No podían echarse atrás. El quiosco estaba ahí, frente a esas miradas inocentes que observaban que a la puerta le faltaba el vidrio que días atrás ellos mismos habían roto. Un cartón tapaba el hueco; una cinta de embalar marrón lo sostenía al marco. Romper esa protección o simplemente sacarla sería una pavada. Solo debían cuidarse de que nadie los viera. La calle estaba vacía. Apenas un auto pasaba velozmente. Desde el balcón de un edificio de la cuadra advirtieron que una mujer los observaba. Una señora de unos setenta años. Pero hasta ahora nada malo estaban haciendo, se sentaron en el cordón de la vereda y disimularon su intención. Esperaron varios minutos sin hablar, nerviosos, esperando ansiosamente que la señora ingresara a su departamento y los dejara actuar. Temblaban. No sabían si de frío o de miedo. La neblina no se disipaba pero comenzó a soplar viento sur, fuerte y frío. De pronto advirtieron que la única testigo había desaparecido, tan inesperadamente como había surgido el viento. Ya podían actuar libremente. Estaba todo listo para cruzar la barrera hacia el sol.
De los dos, era Valerio el que generalmente tomaba las iniciativas, por lo que dudando primero y venciendo luego el temor, de un manotazo desprendió el cartón que tapaba el agujero de la puerta. Por ese espacio pasarían tranquilamente. No volvieron a hablar. Sabían que el silencio era importante y, además, una clave. Sabían además, a pesar de su corta edad,  que para lograr el objetivo tendrían que medir cada movimiento con mucho cuidado. Primero pasó Valerio y vio todo en penumbras. Le costó adaptar su vista al ambiente. Simón cruzó el abismo segundos después, luego de comprobar que nadie los estaba observando. Tapó desde adentro nuevamente el agujero con el cartón. Lo logró a medias. La cinta ya no se adhería al marco como antes. Afuera las hojas de los árboles corrían cada vez más fuerte hacia el norte. El camino se hacía ahora más difícil debido a la oscuridad.
Un mundo de fantasía encontraron adentro del quiosco. Chocolates de todo tipo en una estantería, caramelos de todas clases y marcas en cajones y frascos, pelotas de goma de todos los tamaños colgaban en redecillas, innumerables juguetes ocultaban las paredes, cajas y más cajas de las figuritas que ellos mismos coleccionaban. Todo esto brillaba a pesar de la oscuridad frente a los ojos inmensos de los chiquilines. No dijeron nada, no movieron un solo dedo, solo miraban. Parecía mentira. El sueño de todo pibe de estar solo y sin guardianes adentro de un quiosco era para ellos en esos momentos una realidad. Se les hacía agua la boca.
—¡El techo! —gritó Simón.
—Sí, ahí está el agujero... Tiene una tapa.
—Pero se puede abrir. ¿Cómo subimos?
—¡Ahí! La escalera.
Subió Valerio muy lentamente mientras Simón sostenía la escalera destartalada. La tapa cedió fácilmente y un oscuro infinito se divisó en lo alto.
—¿Podremos llegar?
—No hay más que probar...
Valerio y Simón estaban poseídos por una fuerza que desconocían: el coraje y la confianza eran sus aliados. Subió también Simón. Abajo dejaban un quiosco intacto, inexplorado por dos niños que se dirigían a su destino fundamental: el sol. Un sol hermoso que imaginaban en la azotea, más allá de la neblina y de las nubes grises. Les latía el corazón desesperadamente mientras subían por las escaleras sin terminar del viejo edificio. Todo estaba oscuro. Solo el chillido de algunas ratas se escuchaba además de los pasitos infantiles. Eran dos ciegos rumbo a la luz.
—¿Será cierto que los edificios son más altos que las nubes?
—Mi papá me dijo que los rascacielos sí son más altos.
—Ojalá, porque si no, no podremos ver el sol.
—Si no podemos... si no podemos...
—¡Si no podemos, por lo menos lo intentamos!
—Sí, pero... ¿será cierto?
Luego de varios minutos de subir casi corriendo por las escaleras abandonadas, llegaron al último piso. Escucharon a esa altura lo fuerte que soplaba el viento. Se encontraron frente a una puerta metálica cerrada con un alambre. Abrirla debería ser fácil. Por debajo de la puerta ingresaba una leve claridad que hacía ilusionar a los niños.
—¡Dale, dale!
—¡Pará, que está duro!
El alambre no cedía. Los corazones se aceleraban cada vez más. Los latidos podían escucharse en todos los pisos del edificio. Cada ruido que hacían era respondido por un eco en el vacío. De pronto escucharon una sirena y se quedaron inmóviles. Se miraron y sin decir una palabra pensaron en el sanatorio que estaba a pocos metros del edificio.
—Sigamos.
Más tranquilos, siguieron luchando contra el alambre. En cinco o seis minutos lograron sacarlo. La puerta quedó liberada y una gran sonrisa adornó el rostro de Valerio y Simón. Con una leve patada abrieron la puerta. Y el espectáculo fue total, una maravilla indescriptible. Los rayos del sol encandilaron a los niños. Fueron felices, habían logrado el objetivo. Ya no tenían duda: ¡era cierto que los edificios eran más altos que las nubes!
—¡Viste! ¡Viste!
—¡Sí, el sol! ¡Ahí está! ¿Viste que mi papá tenía razón?
Se abrazaron sin pensarlo. Casi por un movimiento mecánico, instintivo. No se dieron cuenta de que era la primera vez desde que se conocían que lo hacían. Un fuerte abrazo lleno de risas y asombro. La felicidad era infinita, y para mejor, compartida. El cielo estaba casi despejado. Las nubes corrían velozmente. El sol brillaba como nunca en lo alto. Hacía frío y todavía el viento soplaba fuerte, ese mismo que minutos antes comenzó a soplar cuando decidieron largarse a la aventura. El objetivo estaba cumplido: el sol, ese que no podían ver desde la calle, ahora estaba ahí, al alcance de sus ojos.
Mientras el abrazo se hacía eterno y miraban fijo hacia el cielo sin hablar, a través de la puerta metálica aparecieron violentamente dos policías y el dueño del quiosco.
Sus inocentes ocho años no estaban acostumbrados a ser entrevistados por la policía ni a escuchar los insultos incesantes del viejo que se había quedado con su pelota de goma. Retrocedieron sorprendidos y atemorizados. No dijeron nada. Los bajaron del brazo y se dejaron llevar. En la azotea no quedó más nadie, solo el sol que seguía brillando espléndidamente y a los lejos, hacia el norte, se divisaban las últimas nubes.
Los sacaron por la puerta del quiosco, ahora abierta. En la calle los esperaban dos policías más en un patrullero. Una decena de curiosos miraba a los amigos y realizaban los más absurdos comentarios. Desde su balcón, la señora los volvió a observar. Simón miró a Valerio resignado pero ya sin nervios. Valerio sonrió. El silencio los seguía comunicando. Estaban satisfechos porque se sabían inocentes. En el quiosco no faltaba un solo caramelo. No estaban arrepentidos. El viejo comerciante seguía blasfemando. Antes de subir al patrullero, las sonrisas de Valerio y Simón se convirtieron en carcajadas. Ya no hacía frío. El sol calentaba toda la ciudad.

1987




jueves, 2 de abril de 2020

DESDE EL OTRO LADO


Cómo me gustaría formar parte de esa escena…
Un soldado ayuda a su compañero a escapar hasta el pozo. La cara sucia, el gesto con una mezcla de dolor y bronca. El olor a carne quemada y pólvora los asfixiaba. Gritos, estruendos, frío, desilusión. Días después, vencidos, volvían a su pueblo, a su casa, a su vida.
Pasaron más de treinta años y ahora están juntos, frente a las cámaras de televisión, recordando el momento, ilustrándolo en la mente de los televidentes, intentando hacer sentir en la piel de los que no vivieron la guerra, el horror que ellos sufrieron.
Cómo me gustaría formar parte de esa escena…
Al llegar al pozo húmedo, frío, oscuro, sucio, mientras vencían al viento y al miedo, se arrojaron de panza, como tantas veces los habían obligado a hacer cuerpo a tierra en el cuartel. Allí encontraron una cierta tranquilidad. Se miraron con desesperación y permitieron que en ese gesto de dolor y bronca se insinuara una sonrisa mientras la noche explotaba y se iluminaba constantemente.
Por aquellos días tenían mi edad… Ahora tienen mi edad. Están canosos. Parecen felices. Pero detrás de esos ojos grandes se advierte aún la herida abierta. Están orgullosos de haber peleado en las islas y juran que volverían para intentar recuperarlas. Llevan a cuesta el dolor de la derrota, el sentimiento de que están en deuda, la impotencia de no haber podido…
Cómo me gustaría formar parte de esa escena…
Pero estuve en otra que pocos recuerdan y que muchos, seguro, imaginan. Era insoportable el ataque del enemigo y debimos retroceder. Dejamos de ser un grupo. En ese momento cada uno debía salvarse. El fusil descargado no era más que un estorbo y lo abandoné. Corrí hacia el pozo más próximo. La luz de las bombas constantes me permitía ver el camino. Una había caído muy cerca y sentí el viento de las esquirlas a pocos centímetros de mi cabeza. Me había tirado a tiempo. Me levanté y corrí hacia la retaguardia, buscaba un maldito pozo para protegerme. Debí tener una cara horrible. Estaba desarmado, tenía frío, hambre y miedo. Cuando divisé un pozo, veinte o treinta metros más adelante, escuché el grito. Le habían dado a Chirino. Estaba a pocos metros de mí, escapando desesperado hacia el mismo pozo, cuando una esquirla le alcanzó la pierna derecha. Cayó y gritó. Me frené y volví la vista. Estaba arrodillado y se apoyaba en su fusil. Dudé, pero el gesto de Chirino me conmovió. Me miró con el mismo gesto de dolor, bronca y miedo que teníamos todos en ese lugar, a lo que le sumó el hecho de estirar su brazo derecho hacia mí. Me pedía ayuda. Hubiese podido dejarlo ahí y salvarme, pero no pude… no. Podría haber sido yo el que necesitara ayuda y me puse en su lugar. Volví hacia él corriendo, cabeza gacha, venciendo al viento y al miedo, ayudado por esa extraña luz nocturna de las bombas. Lo ayudé a pararse. Su brazo izquierdo abrazó mi hombro, se apoyó en su única pierna sana, lo abracé por la cintura y nos fuimos como pudimos hacia el pozo.
Cómo me gustaría estar ahora frente a esas cámaras de televisión, junto con mis compañeros, héroes ellos, tanto como Chirino y yo. Pero son ellos los que pueden contar historias mientras esperan el reconocimiento insoportablemente postergado de una sociedad que vivó la guerra y de los gobiernos inmutables que se suceden año tras año.
El pozo estaba a veinte metros. Demasiado lejos para huir del incesante e insoportable ataque enemigo. Con Chirino y muchos más nos quedamos eternamente en nuestras islas entre el frío y el viento, con el eterno gesto de dolor, de bronca y de miedo.