De chico ya me gustaba estar solo. En la escuela, en la calle, en
casa. Pero era difícil.
En la escuela estaba rodeado de cientos de chicos alborotados que
jamás me dejaban sentir en soledad. Pero me las ingeniaba. En el aula, mientras
el profesor intentaba mantenernos a todos atentos, yo, en el último banco, me
dedicaba a dibujar. Nunca nadie le encontró sentido a mis dibujos. Ni yo. Pero
era hermoso hacerlos, mirarlos crecer, terminarlos, esconderlos para evitar la
sanción. Me las arreglaba para alejarme de todo el entorno y ser feliz en mi
pequeño mundo interior.
Donde no tenía mayores problemas para aislarme era en la calle.
Siempre caminé por los cordones de la vereda sin reparar en la gente ni en los
autos que pasaban. Bajo el sol o bajo la lluvia. Con la única compañía del
cigarrillo que se consumía enseguida. O silbando una canción que me ayudaba a
ignorar los ruidos molestos del mundo.
En casa no era nada fácil. Éramos cuatro hermanos más mis viejos en
una casa chiquita. Pero siempre hice lo imposible para estar conmigo mismo,
aunque acompañado. Los mejores momentos los pasaba sentado arriba del ropero
que había en el comedor y escuchaba música muy fuerte con los auriculares
puestos. No me daba cuenta de que mi familia estaba en casa, no escuchaba si
sonaba el teléfono o si llamaban a la puerta. El perro podía ladrar sin
cansarse que yo no lo escuchaba. Con mi música imaginaba episodios que me
hubiese gustado convertir en realidad. Lo curioso era que en todos esos sueños
no quería estar solo y hacía participar a una amiga que siempre estaba a mi
lado y con la que disfrutábamos al máximo nuestra adolescencia en libertad. Y
es por eso que ahora pienso seriamente si mi soledad se debía a que me gustaba
estar solo o simplemente a mi incapacidad de comunicarme con los
demás. Siempre soñé con tener un cuarto propio y nunca lo tuve. Más que un
cuarto, un refugio. Un altillo lleno de cosas mías, de mis libros, de mis
posters, de mis cuadros, de mi música, de mi ropa… todo mío. Con una ventana a
la calle y desde arriba mirar a la gente pasar. Y que no me vean. Quería saber
de los otros pero que nadie supiera de mí. Por las tardes abría la ventana del
frente de casa a la misma hora y esperaba que pasara una maestra de la escuela
del barrio —nunca supe cómo se llamaba— que me gustaba. Habrá tenido unos diez
o quince años más que yo… pero qué linda era. Yo la observaba mas no me dejaba
ver.
Siempre quise estar solo, no sé el porqué: siempre me gustó. Además,
tengo que sentirme satisfecho porque, al fin de cuentas, nunca tuve a nadie a
mi lado. A pesar de que quisieron hacer de mí un ser social. ¡Ja! No pudieron.
Y hoy estoy solo. No sé si decir que soy feliz. Tendría que estarlo, ¿no? Estoy
como siempre me lo propuse: sin nadie a mi alrededor. Solo unas pocas luces y
una sábana blanca. Nadie me viene a ver, a reconocer. Estoy verdaderamente
solo. Dentro de veinticuatro horas seguramente la tierra estará cayendo sobre
mi cajón y ni una lágrima, ni una, caerá por mi culpa.
1993
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