miércoles, 26 de febrero de 2014

12 - FONDEADOS


Inora uno si de allí
saldrá pa la sepoltura
el que se halla en desventura
busca a su lado otro ser;
pues siempre es bueno tener
compañeros de amargura.

Martín Fierro





El mate seguía la ronda lentamente. Eran cuatro. Cada uno sentado en una silla, estiradas las piernas, el cuerpo flojo. Era una hora en la que podían ponerse a charlar, cebarse unos amargos, jugar a los naipes, pero a escondidas. Estaban fondeados en la Repostería del Departamento Secretaría de la Base. Los cuatro estaban vestidos de igual forma: uniforme camuflado y botas. Hacía calor. Eran las tres de la tarde y en toda la Base no se escuchaba un solo ruido. Todo estaba tranquilo. Por las calles solo se veían algunos conscriptos barriendo o cortando el césped.
—¡Dale, que no es mamadera! —le gritaron al mendocino.
—¡Ya va, sanjuanino jetón!...
Siempre había un clima alegre cuando se sentaban a compartir los ratos libres. Nadie lo había propuesto, pero sabían que si se llevaban bien, el tiempo pasaría más rápido. Generalmente era el sanjuanino el que vivía con la risa en la boca, siempre con un chiste o una broma en su mente. Incansable hablador. Era él en esos momentos el encargado de cebar los mates.
—Tomá, Anteojito —dijo extendiéndole el mate al porteño.
El mendocino cortaba el pan que había conseguido en la cocina. Siempre era él el que conseguía comida para llenar el estómago y así aguantar hasta la hora de la cena. Ese día había conseguido mermelada de durazno y todos esperaban su turno para servirse.
El santafesino era el más callado, estaba recostado contra la pared con un lápiz en la boca y un cigarrillo en su mano izquierda. Extendió el brazo derecho con un papel con un dibujo que estaba haciendo en su mano. Lo observó a la distancia. Era un callejón sin salida, con las paredes muy deterioradas, una columna con luz de mercurio, el sol que se asomaba detrás del muro y, dentro de un tacho de basura, una paloma muerta. En el suelo, un papel pisoteado con la palabra PAZ. El santafesino miraba su dibujo como queriéndolo retocar, borrar o romper... Dejó el lápiz en la mesa y pidió un mate.
—Tomá, Lombriz, y a ver si comés porque cada día estás más flaco.
—Loco, ¿ustedes se pusieron a pensar —preguntó el santafesino—, pero a pensar en serio, qué función cumplimos acá adentro? Hacemos horario de oficina por la mañana y por la tarde estamos al repedo...
—Yo no puedo pensar y tomar mates al mismo tiempo —dijo el sanjuanino largando una carcajada.
—Estamos al servicio de ellos —dijo el mendocino.
—Lo bueno sería armar una revolución acá adentro —agregó el porteño—. Pero pacífica. ¿Qué pasaría si todos los colimbas nos negáramos a obedecer órdenes?
Hubo un silencio largo y solamente se sintió el ruido que el santafesino hizo al finalizar el mate.
—¡Qué va a pasar! ¿Cómo hacés para que más de mil monos se pongan de acuerdo? —intervino el mendocino—. Siempre hay alguno que se borra. Y con que se borre uno solo es suficiente para que todo fracase.
El mate siguió dando vueltas. Los cuatro jóvenes masticaban sin hablar. Siempre surgían los mismos temas: encierro, obediencia, cansancio, odio, melancolías...
—¿Qué estará haciendo mi Rosita? —suspiró el sanjuanino.
—Seguro que anda con otro. ¿O te creés que está pensando en vos? —le contestaron.
Hubo risas, contestaciones, cargadas. Siempre a las preguntas melancólicas le seguían cargadas, bromas, risas. ¿Para qué amargarse? Ya demasiado se amarga uno cuando está solo, ¿no nos vamos a amargar todos juntos, no?, era el pensamiento del mendocino. La ley era evadirse, pero eso no era fácil de lograr. El mendocino siempre contaba anécdotas de Alvear, de sus estudios de Enología. El santafesino con sus poesías y con sus dibujos protestaba constantemente. El porteño se volaba con su música y su poesía. Y el sanjuanino, con su Rosita. Los cuatro, sin querer, volvían a su tierra natal. Todos llevaban un poquito de melancolía en su interior y necesitaban exteriorizarla. Tenía cada uno algo que decir, que maldecir. Ninguno soportaba la idea de la pérdida de tiempo, el desperdicio de un trozo de vida.
—Ni siquiera nos enseñan a manejar un fusil... —protestó el sanjuanino.
—¡Mejor! ¿Para qué querés usarlo? ¿A quién querés matar? —dijo el porteño enojado.
—Haya paz, haya paz...
—¡Sí, bárbaro! Haya paz... —exclamó el mendocino—. Pero no somos nosotros los que decidimos si hay o no hay paz. ¡Son ellos, la puta madre, son ellos! No nos enseñan a manejar un arma y luego inventan una guerra como Malvinas... Sí, haya paz, pero...
—¡Loco, pará! Aquí estamos cayendo en un error —explicó el porteño—. La paz tiene que existir para el que la desea, y el que no, que se joda y que vaya al frente. Ya lo decía el gran John: Si un hombre no tiene deseos de luchar, debe tener el derecho de no ingresar al ejército.
—Sí, loco, mucho idealismo, pero sucede que acá, en este bendito país, la colimba es una obligación avalada por una ley nacional —dijo irónicamente el santafesino—. Entonces no nos queda otra que seguir protestando como unos boludos y nada va a cambiar.
—¡Paren, paren! Entonces —concluyó el sanjuanino— la paz es imposible porque no depende de nosotros sino de ellos...
—¡¡¡Bien!!! —gritaron todos juntos aplaudiendo a modo de burla.
—Eso es lo que estuvimos hablando hasta recién —dijo el mendocino—. ¡Qué rápido sos! —y las risas continuaron por unos segundos hasta que escucharon un ruido en la puerta de entrada de la Secretaría.
—¿Quién es el oficial de guardia hoy? —preguntó con miedo el mendocino.
—El gordo choto de Castellano —contestó el porteño.
Castellano era teniente de navío, gorila y con cara de perro. Ya había firmado treinta días de castigo antes de Navidad para el santafesino por quedarse dormido en una guardia imaginaria, y otros tantos para el porteño y el mendocino por jugar al truco en una oficina, fuera del horario de trabajo. El santafesino instintivamente cerró los ojos y se aferró a su lápiz y su dibujo.
Se quedaron callados. El teniente Castellano era uno de los oficiales más severos con los conscriptos. Estaba de guardia y ellos estaban fondeados. En silencio quisieron acomodar todo, limpiar, pero ¿qué excusa darían ante la inminente explicación que requeriría el teniente? Todo fue en vano. Los pasos se sintieron muy cerca y no tuvieron tiempo para disimular el desorden.
—¿Qué hacen ustedes acá? —gritó el oficial.
Los cuatro conscriptos se pusieron automáticamente de pie, en posición de firmes, y se quedaron inmóviles. El teniente había aparecido imponente, con la radio en la mano y la tira amarilla que lo identificaba como oficial de guardia; se paraba siempre a lo malevo, exhibiendo su cuerpo inmenso como símbolo de autoridad. Los jóvenes parecieron disminuir su tamaño.
—Parece que están bien instalados... Mate, pan, mermelada, cigarrillos... ¿Ustedes no están haciendo el servicio militar, según se puede comprobar, no?
Nadie hablaba. Todos tenían ganas de contestarle que tenía razón, que la colimba no era verdaderamente eso, pero no se animaron. Ya estaban pensando en diez días de arresto, en flexiones de brazos, de piernas, y cualquier otro castigo de los que se valían ahí adentro.
—Bueno, parece que están mudos. Siéntense. A ver, vos —dirigiéndose al sanjuanino—, parece que sos el cebador, dame un amargo.
Se miraron, no entendieron nada. Observaron cómo tomaba mate sin decir nada, sin dictar ningún castigo, y hasta comiendo un pedazo de pan con mermelada.
—¿De qué estaban hablando?
—De lo que vamos a hacer cuando nos den la baja —se apuró a contestar el santafesino.
—¿Ah, sí? ¿Y qué van a hacer?
—Yo, estudiar. Tengo que terminar todavía la secundaria.
—¿Y vos? —le preguntó al sanjuanino.
—Quiero hacer la primaria. Quiero aprender a leer y a escribir...
—¿Nunca escribís a tu casa?
—Sí, ellos escriben las cartas. Yo les dicto lo que quiero...
—¿Qué es esto? —preguntó el teniente tomando el dibujo del santafesino—. ¿Quién lo hizo?
—Yo.
—¿Y qué significa?
—No significa nada. Cada uno le da la interpretación que quiere.
Nadie más habló. El teniente se quedó mirando el dibujo. No decía nada. Solo se oía el respiro fuerte que producían sus fosas nasales. Los jóvenes se miraron entre ellos y ya con un poco más de confianza arriesgaron una sonrisa.
—Paz... ¿Vos la proclamás?
—La deseo... ¿Qué sé yo? Quisiera que... Soy idealista, por eso...
—Yo les tengo miedo a los que proclaman paz —agregó el teniente—. Porque son ustedes los que la perturban.
—¿Por qué? —preguntó casi gritando el porteño.
—¿Vos también? Muchos dicen que nosotros somos lo peor. Pero ustedes, cuando están allá afuera con sus pelos largos y sus medallones, típico de vagos, son todavía más peligrosos que nosotros.
El ambiente había cambiado. Ya podía notarse un leve nerviosismo en los gestos del teniente y un poco de bronca en la expresión de los conscriptos. El mate ya no pasaba de mano en mano. Estaba sobre una mesa, enfriándose. Había una mentalidad contra cuatro. La del poder contra las de la obediencia. Obviamente, la última palabra la tuvo el poder. La obediencia cumplió con su papel: cerró la boca. ¿Miedo? Sí, miedo a la sanción, miedo al castigo físico, miedo a opinar en un sitio y en una época en los que nada era fácil. El teniente suspiró, dio media vuelta y antes de salir, agregó:
—Arreglen esta mugre y cada uno se va a su puesto de trabajo. Y a ver si en vez de pensar idioteces se dedican a construir el país.
—¡Comprendido, señor teniente! —contestaron los conscriptos a coro y poniéndose de pie automáticamente.
Cerró la puerta y se fue. Hubo cuatro sonrisas producidas simultáneamente. Cuatro sonrisas que expresaban bronca. Cuatro sonrisas que no podían comprender que existiera gente que no aceptaba ni permitía la felicidad.