miércoles, 24 de marzo de 2010

CULPABLE

Paisaje isleño santafesino
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A los vagos...
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Llegué a casa desencajado. Dos días atrás me había ido al río con mis amigos y no debería haber vuelto sino hasta el domingo. Por lo que ni Lucía ni ninguno de mis hijos me esperaba ese viernes por la tarde. Abrí con mi llave y entré sin decir nada. Lucía escuchó el ruido de la puerta y pegó el grito: ¡¿Quién es?! Me limité a tartamudear un soy yo para tranquilizarla y me metí en el baño antes de que me vieran y sin siquiera saludar.
Yo se lo había dicho a los muchachos: no lleven las armas, déjense de joder. Pero no, siempre son los mismos boludos que se creen que porque se van a pescar al río van a vivir una historia de vaqueros, pero con los pobres pájaros, que qué puta de culpa tienen de que a los hombres les guste demostrar su puntería. Y las llevaron. No una cada uno porque si no ya hubiese sido el far west. Federico, Mateo y Gonzalo fueron los únicos imbéciles. Y uno siempre se predispone... y ese miércoles, cuando ordenábamos las cosas en la lancha y los vi con las pistolas y la escopeta, se me fueron hasta las ganas de pescar. Intenté persuadirlos para que no las llevaran y me contestaron, medio en joda y medio en serio: ¿No escuchás las noticias, vos? Hay una banda en el río que se dedica a asaltar y a matar pescadores deportivos... Cuando escuché la palabra deportivos casi me reí pero me contuve. Además tenían razón. Días atrás habían asesinado a tres pescadores aficionados en una isla en El Biguazal y no era joda. No tuve otra opción que callarme y aceptar la compañía —para mí nunca agradable— de las armas de fuego.
Lucía corrió preocupada hacia el baño. ¿Qué pasó? ¿Qué tenés? ¿Estás descompuesto? ¿Por qué volviste hoy?, y no sé cuántas otras preguntas más me habrá hecho en ese momento ya que no la escuchaba, y la tranquilicé con un me estoy cagando desagradable, como para que me dejara en paz al menos por un rato. La reacción no se hizo esperar: Siempre el mismo ordinario... ¿Por qué no te quedaste con tus amigotes —palabra que destacó despectivamente— un mes más en ese río... y se alejó, cosa que deseé desde el principio. Mi mente estaba a punto de estallar. A pesar de no tener ganas de dar rienda suelta a mis necesidades fisiológicas, me senté igual en el inodoro y me tomé la cabeza con las dos manos. Cerré los ojos y tuve ganas de morir. ¿Cómo iba a hacer para salir adelante después de lo ocurrido? ¿Con qué cara podría salir de ese baño y mirar a mis hijos a los ojos? ¿Qué explicación le daría a Lucía? Jamás había sentido una sensación semejante. Tenía el estómago revolucionado y las ganas de vomitar eran cada vez mayores. Me largué a llorar. Siempre fui un tipo recto, jamás me mandé alguna macana y no porque no lo hubiese podido hacer sino porque no soportaría que alguien me lo echara en cara. Jamás me quedé con un centavo ajeno. Jamás acepté algo que no correspondía aceptar. Siempre actué teniendo en cuenta a mis hijos, el buen ejemplo... Y ahora esto... ¿Cómo les voy a explicar lo que pasó? El mundo se me vino encima. Mi conciencia, siempre tranquila, no encontraba ahora la paz perdida. ¿Qué mierda pasó por mi cabeza en esos segundos? No me alcanzaba el tiempo para pensar en lo que tenía que pergeñar para justificarme, o directamente no encontraba justificación a mis actos terriblemente absurdos, esos que uno ni siquiera en sueños los comete porque su otro yo no se lo permite. Jamás la maldad o el odio o la injusticia habían sido mis aliados. Y ahora, conspirados, me habían abordado como piratas. Suponía la preocupación de Lucía y la confirmé cuando a los veinte minutos golpeó la puerta del baño y preguntó casi con miedo si estaba bien. No tenía ni siquiera ganas de contestarle, no tenía ganas de pensar que estaba en mi casa, hubiese preferido estar en Rusia, en Bosnia, en Irak o en alguna de las conflictivas fronteras de Israel. No quería pensar que detrás de esa puerta estaba Lucía, que estaban los chicos esperando ver si les había traído algún pescado, como se lo había prometido. Pescados... Estoy mejor, dije para tranquilizarla un poco y poder estirar el tiempo hasta el infinito. Me voy a bañar. Lucía ni siquiera pensó sus palabras, sé que les salieron bien de adentro: Hubieses podido saludar primero... ¿O tenés algo urgente que lavar?..., terminó diciendo irónicamente. Toda pesca era causa de pelea con la mujer. Los hombres éramos conscientes de ello, sabíamos que una semana antes de partir deberíamos aguantar la cara de bronca y el reproche previsible del Claro, total me dejás cinco días a mí sola con tus hijos —con el posesivo bien remarcado—; andá tranquilo nomás, hacé tu vida... Y sabíamos que después de tres o cuatro días del regreso los ánimos se calmaban... hasta la próxima pesca. Era como un deporte. Deporte como la pesca, que para mí había pasado a ser mi sentencia definitiva.
A las cuatro de la mañana de ese viernes Federico, Mateo, Gabriel y Toti se subieron a la lancha y fueron a recoger las redes que habíamos tirado en el cruce del río Colorado con un riacho. Nos quedamos en el campamento con Gonzalo tomando vino y escuchando música de la radio, con la sola luz de una pequeña fogata que en cualquier momento se apagaba. No había luna; en el cielo las estrellas realmente eran infinitas. El silencio era interrumpido por los siempre desconocidos y misteriosos ruidos nocturnos de la isla. Como a los diez minutos escuchamos en la costa, que estaba a unos treinta metros del campamento, el ruido de unos remos revolviendo el agua. Nos miramos y el hijo de puta de Gonzalo no tuvo mejor idea que preguntarme: Che, ¿no serán los asesinos del río? El escalofrío casi me mató. Gonzalo tenía realmente cara de estar aterrado. Como enloquecido, tiró una frazada arriba de la fogata y la apagó. Ahí sí que no vimos más nada. Más que ver, imaginábamos lo que podía estar frente a nosotros. ¿Serán?, volvió a insistir Gonzalo con marcada preocupación. Y no sé por qué —quizás el instinto de supervivencia— le pregunté: ¿Tenés la pistola? Creo que intentó mostrármela en medio de la oscuridad absoluta. Sí, murmuró. Nada se escuchaba. El ruido de los remos ya no se oía, señal de que ya habían llegado. De repente, pasos en los yuyos, ruidos de pajonales. Nos van a matar, dijo en voz muy baja pero desesperadamente Gonzalo y yo casi me orino encima. Me hice el valiente y ante la absurda e inesperada cobardía de mi compañero le pedí la pistola. Temblando, me la dio. Ni siquiera sabía cómo apretar el gatillo, pero la tomé entre mis manos y grité con toda mi bronca: ¡¿Quién está ahí?! ¡¿Son ustedes?! Tenía la esperanza de escuchar la voz de Federico, de Mateo, de Gabriel o de Toti, para que me tranquilizara definitivamente, pero no fue así. Alguien gritó palabras que no entendí y tampoco conocí el tono de la voz. Nadie conocido era. Y se lo notaba nervioso. Apunté hacia la voz porque no veía nada. Juro que me temblaba hasta el último de mis cabellos, pero no dudé en volver a gritar ¡¿Quién está ahí?! Nadie respondió ahora. Y volví a escuchar el ruido del pajonal. Era evidente que alguien se acercaba. Agarré la linterna y apunté hacia delante. Dos sombras se arrojaron al piso y una tercera dudó en hacerlo. Como no se habían identificado, el terror me invadió y disparé. No una sino cinco veces. Y con cada fogonazo advertía cómo la sombra recibía los impactos y lentamente se iba desplomando. Gonzalo gritó alegremente ¡Le diste, le diste!, y en mí el terror se avivó, no por haberle pegado a alguien sino por haber gatillado un arma, algo que jamás había hecho. No supe qué hacer. Gonzalo de repente se largó a reír y recuerdo que lo puteé. ¿Qué gracia le podía causar ver caer a un tipo con cinco disparos en su cuerpo? Yo sabía que todavía quedaban dos, pero no sabía qué hacer. Advertí por los ruidos que otro de los desconocidos se movía. Estaba muy loco y volví a gatillar reiteradas veces. Recién ahí me di cuenta de que en el cargador ya no quedaban proyectiles. Y sentí un quejido. Le había pegado seguramente a otro, pero no había forma de corroborarlo. La oscuridad era absoluta. De pronto Gonzalo me dijo que fuésemos a ver y agarró una linterna. Le dije que todavía quedaba uno pero me dijo que no importaba, y con una valentía inesperada en él, salió corriendo hacia el lugar donde yacían las víctimas. ¡Vení, pelotudo!, gritó de pronto con desesperación y hacia allí corrí. La linterna alumbraba la cara aterrada de Gonzalo y me dijo mirá. Recuerdo que salí corriendo y gritando. Dos o tres árboles interrumpieron mi desesperada huida. Caí muchas veces pero corrí sin control. Todavía no sé cómo llegué a mi casa luego de catorce o quince horas de lo sucedido.
A los cuarenta minutos Lucía insistió. ¿Querés que llame al servicio de emergencias? Mi respuesta fue negativa. Nada físico me pasaba. Si a alguien necesitaba era a un siquiatra. No sabía qué hacer. Perdería seguramente el trabajo. Pero eso no era nada comparado a los años que sabía que me iban a dar. De ocho a quince años de cárcel. Siempre y cuando los cinco disparos en el pecho no fueran interpretados como alevosía. Perpetua... Me imaginaba frente al juez, frente al fiscal, veía mi nombre en la crónica diaria de los pasquines de la ciudad, que darían rienda suelta a su morbosidad, a la increíble noticia de que un empleado del Poder Judicial se había convertido en un asesino, algo a lo que siempre había combatido desde su escritorio. Y Lucía y mis hijos detrás de esa puerta esperando que diera la cara, que los saludara, que les mostrara el surubí prometido...
La impresión fue muy grande. Tan grande que hoy no puedo salir de aquí ni con la ayuda del más experto penalista. Ni del mejor médico. Qué sé yo qué dijo el forense en su informe; ¿habrá tenido compasión por mi condición de empleado judicial? Luego me vieron tres médicos de la Corte. No sé qué habrán dicho, pero lo que sé es que no fui a la Alcaidía. Ahora estoy rodeado de gente que no comprende mi historia, por más que se las repita día tras día. ¿La comprenderé algún día yo? ¿Me comprenderá alguien algún día? Estoy vivo porque Lucía rompió la puerta. Minutos antes había decidido terminar con mi vida metiendo la cabeza en la bañera llena de agua. Me sacó casi inconsciente y el médico del servicio de emergencia me salvó por escasos segundos. Pero según parece no quedé muy bien. Algo en mi mente está fallando. Seguramente no es por la asfixia sufrida sino por el shock que me provocó ver a Federico tendido en el suelo, a pocos metros de la costa, con su cara manchada de sangre, muerto.
Nada ni nadie podrá quitar de mi alma la sensación de haber matado a mi amigo, a Federico, el imbécil que quiso llevar las armas por las dudas nos atacaran los asesinos del río. Jamás en mi vida alguien podrá borrar de mi mente la imagen de Federico con sus ojos abiertos perdidos en el infinito, tirado sobre el pajonal. Todas las sensaciones dieron vuelta por mi cabeza desde el momento en que salí corriendo del campamento hasta que hundí la cabeza en la bañera, dispuesto a terminar con mi vida. La desesperación fue absoluta: había matado a uno de mis mejores amigos y no sabía qué explicación daría a Lucía —mi eterna jueza—, a mis hijos —mis eternos guiados—, y a la sociedad toda, a quien debía obedecer y respetar según la educación en mí inculcada. Ya nada es igual. Perdí un amigo, perdí una familia, perdí mi trabajo, perdí mi honor, mi libertad, mi razón... Ya nadie podrá hacerme volver a mi estado anterior de felicidad. Ni siquiera Federico, que apareció al día siguiente de su muerte, en el sanatorio, muy alegre y me dijo que todo había sido una joda, que ya todo había pasado, que las armas tenían nada más que balas de fogueo. Pero yo no le creí. Yo sé que él me miente para que yo me sienta bien, para que no me sienta culpable... pero sé muy bien que lo maté.

martes, 23 de marzo de 2010

SIN OLVIDO


Frenó de manera brusca inmediatamente después del golpe. La primera reacción fue la de tomar el teléfono celular para pedir ayuda pero en una fracción de segundo decidió no hacerlo. Descendió del auto y corrió hacia el bulto que había quedado tendido varios metros atrás. La visibilidad era escasa. La noche era oscura, estrellada y sin luna. La ruta, completamente desierta. Volvió hacia el auto a buscar la linterna y encendió las balizas. Pensó que lo mejor que le podría ocurrir en los próximos segundos era descubrir que lo que había atropellado fuera un perro o un animal salvaje típico de esa zona despoblada. Pero su deseo se desvaneció casi al instante al advertir que lo que se encontraba tirado sobre la ruta era un cuerpo humano. Se preguntó qué haría una persona en medio de la ruta a esa hora. El cuerpo estaba desparramado, boca abajo, sobre el asfalto, casi sobre la banquina. Era una mujer. Sabía que no debía moverla, pero en ese lugar, a esa hora y sin ayuda, su experiencia le dijo que no había otra cosa por hacer. Más de una vez la vida lo había enfrentado con cuerpos malheridos y hasta con cadáveres, pero nunca en una situación así, como protagonista principal del hecho. Observó que los rasgos de la mujer eran delicados y bellos a pesar de que su rostro insinuaba un gesto de dolor mezclado con asombro. Rubia, tez blanca. Habría tenido entre veintitrés y veinticinco años. La tomó de su muñeca derecha y no sintió las pulsaciones. La golpeó suavemente en las mejillas y no reaccionó. Desabrochó su blusa, apoyó su oreja sobre el pecho: su corazón no latía. No le encontró ningún signo vital. Intentó reanimarla mediante técnicas de primeros auxilios aprendidos en tantos cursos en los últimos años. Empujó fuerte con sus manos sobre el torso en varias oportunidades y no tuvo éxito. Probó con respiración boca a boca y tampoco. Su ciudad era la localidad más cercana y estaba a no menos de dos horas de viaje. A los pocos minutos de intentar la reanimación, asumió que la muerte de la muchacha era un hecho y que llamar a un servicio de emergencia sería totalmente inútil. Se sentó al lado del cuerpo inmóvil y meditó un momento. A esa hora de la noche la ruta estaba totalmente desierta. Miró hacia adelante y hacia atrás con la esperanza de que apareciera un automóvil para recibir ayuda, pero la oscuridad y el particular silencio sonoro del campo fueron la única señal. Se incorporó y buscó lentamente con la luz de su linterna algún rastro, de sangre o de lo que fuera, y comprobó que la ruta estaba tan limpia como después de un día de lluvia. Corrió hacia su auto, unos veinte metros más adelante, y con la luz de la linterna buscó rastros del golpe en el capot, en los guardabarros, en la parrilla frontal. Nada advirtió. Volvió nerviosamente hacia la mujer tendida mientras buscaba rastros de la frenada en el asfalto, pero recordó que no la había visto, que no había tenido tiempo de frenar, que ni siquiera sabía con qué cosa había chocado y nada había podido hacer para evitar el accidente. En su mente daban vueltas mil ideas y el teléfono celular le temblaba en la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía la linterna, con la que se rascaba la parte trasera de su cabeza. Vino a su mente la imagen de alguien barriendo y escondiendo la basura bajo una alfombra. Sabía que si bien había sido un accidente, un hecho involuntario, había matado a una persona y no importaba si había tenido o no la culpa. La ausencia de testigos y el hecho de no haber intentado una maniobra para evitar el golpe seguramente jugarían en su contra. Lo sabía muy bien. Su experiencia se lo indicaba. Pero podría decir que la mujer quiso suicidarse y no pudo hacer nada para evitar la colisión… Guardó el teléfono celular, tomó el cuerpo por las piernas, lo arrastró hasta sacarlo de la ruta y lo dejó sobre la banquina. Lo observó y sintió por primera vez temor. Hasta ese momento sus sentimientos habían sido de desconcierto y nerviosismo. Se convenció de que debía ocultar el cuerpo y callar para siempre lo sucedido. Volvió casi corriendo hacia el auto mirando hacia atrás y adelante por si se acercaba algún vehículo, se subió y lo puso en marcha. No pudo dejar de sentirse un delincuente, un asesino y lo sufrió. Suspiró profundamente, golpeó violentamente el manubrio con ambas manos y apagó el motor. Bajó, se dirigió hacia el cuerpo, lo tomó nuevamente de los pies, lo arrastró campo adentro, como unos cincuenta metros, y lo tapó con ramas y yuyos. Todo lo hacía con la poca luz de su linterna mientras rogaba que no apareciera nadie por la ruta. Corrió hacia el auto y, preso de un terror jamás sentido, lo puso en marcha y siguió su camino. El olvido surgió en él como una necesidad imperiosa.
Jamás había vivido una situación igual. Sabía que había protagonizado un accidente y que no había sido su culpa. O sí. ¿Cómo no había advertido la presencia de esa mujer en el medio de la ruta? ¿Se había quedado dormido? ¿Estaba demasiado distraído? ¿Cansado? ¿Iba demasiado rápido y por eso no había podido evitar el choque? Comenzó ahora sí a sentirse culpable y a inventar una historia salvadora: sí, era cierto que él a esa hora había transitado por la ruta 468 rumbo a su ciudad, pero nada raro había advertido. No había visto ningún cuerpo, ningún rastro de choque o accidente, ninguna frenada; ni siquiera recordaría haberse cruzado con algún automóvil ni haber sobrepasado alguno. Su auto estaba intacto y ningún rastro que lo incriminara tenía… Se sintió mal. Lo correcto era denunciar el hecho, su obligación era hacerlo, lo sabía, pero ya era tarde y era primordial olvidar. Había abandonado un cuerpo, lo había escondido. Se había transformado en un delincuente. Su vida había cambiado en cuestión de minutos. O segundos. Pero nadie se enteraría jamás de lo sucedido. O, al menos, de que él había sido el protagonista principal. No sería difícil fingir inocencia y desconocimiento ante la sociedad… Sabía que borrar esa noche de su mente no sería tarea fácil.
Disminuyó la velocidad que, de repente, advirtió que era muy elevada. Estaba nervioso, intentó tranquilizarse y encendió la radio. No pudo sintonizar ninguna frecuencia. No había llevado música y pensó en ese momento cambiar el auto, sin saber por qué. También sintió unas ganas desesperadas de llegar a su casa y bañarse. La oscuridad era absoluta y la luz del auto descubría a los costados de la ruta un bosque espeso y misterioso. Tenía que sacarse de la mente a esa mujer y olvidar su cobarde actitud. Un accidente de este tipo seguramente haría peligrar su trabajo o frustraría toda posibilidad de ascenso. Intentaba nuevamente ignorar todo, pensar en mañana y en volver a su vida normal y rutinaria, cuando en el medio de la ruta, unos cincuenta metros adelante, observó un movimiento extraño. Aminoró la marcha sin saber si hacía lo correcto y siguió con cautela. Con la mano derecha tanteó su cintura para comprobar que allí estaba la pistola que siempre llevaba consigo. La silueta de una persona comenzó a vislumbrarse ahora en la banquina. Un hombre pedía de manera desesperada auxilio. Eran las tres de la mañana y su presencia, como la de la mujer, no era normal. Sintió temor a pesar del arma que siempre le brindaba seguridad. Cuando estuvo ya cerca del desconocido observó en su rostro un gesto preocupado, mezclado con súplica y sufrimiento. Siempre se había jactado de identificar a gente de mal vivir con solo observarle la cara, la mirada, su forma de vestir o de actuar, pero este hombre no tenía la más mínima apariencia de serlo. Cuando llegó a la par, conducía a una velocidad mínima y no le sacaba la vista de encima. Siguió sin parar y escuchó los gritos suplicantes, ¡por favor, por favor! Se tiró a la banquina unos veinte o veinticinco metros más adelante, frenó pero no paró el motor. Intentó observar por el espejo retrovisor pero la oscuridad se lo impidió. Tomó la linterna y se bajó con mucha cautela. Con su mano izquierda dirigió la luz buscando al hombre mientras con la derecha tocaba la empuñadura de la pistola, debajo de la remera. El hombre se le acercó corriendo y agitado; vociferaba un gracias ahogado y cuando lo tuvo a unos pocos metros le gritó que se detuviera, ahora no solo apuntando con la linterna sino también con la pistola. El desconocido frenó su corrida de inmediato y como si acabara de cometer un delito y se estuviera entregando ante la autoridad, gritó ¡no dispare, no dispare!, mientras sus brazos se elevaban al cielo, desesperados. Su joven rostro reflejaba un pánico pocas veces visto. Una vez que se tranquilizó, al menos un poco, explicó que junto con su novia minutos antes habían subido a un camión que los llevaría a la ciudad y que el camionero, un tipo totalmente desquiciado, había obligado a bajar a su novia unos kilómetros antes y a él lo había hecho bajar allí, o unos kilómetros más adelante, ya que había comenzado a regresar para buscar a su chica. La historia no hubiese sido creíble en situaciones normales pero él sabía de la existencia de la mujer perfectamente. Accedió a llevarlo hasta la ciudad. Bajó la pistola y la acomodó nuevamente en su cintura. Pero el hombre no quería ir a la ciudad. Quería regresar a buscar a su novia. No podía dejarla sola. No vi a nadie en la ruta, afirmó. No puedo volver, es peligroso a esta hora. El hombre insistía, suplicaba desesperadamente y, ante la respuesta negativa, con un movimiento imperceptible el joven desconocido extrajo de entre sus ropas un revólver y le apuntó a la cabeza: ¡Las llaves! Y las llaves se extendieron lentamente hacia el hombre armado, que las tomó, pero sorpresivamente recibió una patada en los testículos que le hizo doblar el cuerpo en dos. Una nueva y rápida patada impactó en el brazo armado que lo hizo gatillar. Se escuchó un estampido seco mientras el cuerpo caía al suelo, con las llaves en la mano izquierda, el revólver humeante en la derecha y un orificio que sangraba en la sien.
Sacó nuevamente su pistola y rápidamente apuntó al hombre caído mientras lo alumbraba con la linterna. No se movía. No respiraba. No gemía. Estaba muerto. Y en su cabeza las ideas eran cada vez más confusas. Dos muertes en unos pocos minutos. Un accidente, una pelea. Protagonista principal en ambos casos. Pero él no había disparado. Se había matado solo. Si no moría uno, moriría el otro. No había otra alternativa y había actuado en defensa propia. Lo sabía y eso jugaba en su favor. Sabía también, y lo sabía muy bien, que si se hacían las pericias correspondientes, se comprobaría claramente quién había gatillado el arma. Tomó su teléfono celular para pedir ayuda y esta vez tampoco lo hizo. La falta de testigos lo perjudicaría. Razonó: si silenciaba el hecho, ¿quién lo iba a acusar de haber estado ahí, ese día, a esa hora? No movió el cuerpo que había quedado tendido en la banquina. Preso de una inminente crisis de nervios, subió al auto y emprendió viaje hacia su ciudad, ahora sí, deliberadamente a una velocidad extremadamente mayor a la que acostumbraba a hacerlo. Solo un camión, pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad, pasó en sentido contrario. Su mente estaba muy confundida: debía olvidar ahora una muerte más.
A las cuatro y media de la mañana llegó a su casa. Guardó el auto en el garaje y con mejor luz comprobó que, efectivamente, en el frente del mismo no habían quedado rastros del golpe contra la mujer. Se desvistió lentamente y tiró la ropa a lavar. Le dolía la cabeza y sintió ganas de vomitar. Se duchó durante veinte minutos, como nunca, y se tiró a descansar. Vivía solo y a nadie tenía que dar explicaciones sobre su estado. Durmió hasta las siete. A las ocho debía entrar a trabajar. Se duchó nuevamente pensando en el trabajo, en sus compañeros, en la gente que debería atender esa mañana. Siguió intentando olvidar, algo que se le tornaba imposible. No sintió ganas de desayunar. Nunca había tomado calmantes y en ese momento sintió la necesidad de tener uno a mano. Se vistió y se dirigió hacia su trabajo. Sabía que sería difícil borrar de la memoria lo ocurrido esa noche, pero seguramente el tiempo y la actividad diaria lo ayudarían a olvidar. El retorno a la vida cotidiana, el encuentro con sus compañeros y el contacto con la gente, con sus innumerables e insólitas historias, serían un buen remedio. Lo prioritario era no pensar más en esa fatídica noche y olvidar... tratar de olvidar... Se sintió seguro de poder hacerlo y poco a poco fue recobrando el bienestar perdido.
Pero la mañana recién empezaba y la pesadilla del recuerdo también.
El comisario Fernández, su jefe, lo recibió ansioso y con los brazos abiertos. Por ser el oficial más eficiente y experimentado, le encomendó hacerse cargo de la investigación de dos muertes ocurridas horas antes en circunstancias muy extrañas en la ruta 468, jurisdicción de la comisaría donde trabajaba.

lunes, 22 de marzo de 2010

24 de marzo: ¡MEMORIA!

CELEBRACIÓN DE LA AMISTAD 1
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En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por...
—Llave, por llave —me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
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Eduardo Galeano (Uruguay, 1940)
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sábado, 20 de marzo de 2010

¿POR QUÉ ME DEJASTE?

El espejo falso. 1935. René Magritte.

No lloré. No lo hice porque a pesar de mi corta edad comprendí que todo debía ser así. ¡Pero cuánto dolor! Me dejaste solo en este mundo traicionero con mis alas recién desplegadas. Apenas si me preparaste para seguir. No encontré ni encuentro consuelo. ¿Por qué me dejaste? Recuerdo que cuando te tenía sonreía constantemente. No me interesaba más que mi propio mundo, ese pequeño mundo en el que yo era feliz. Pero te fuiste. Ya tus ojos hermosos no me miran, tus brazos no me protegen. ¿Dónde escuchar tus suspiros? ¿Cuándo recibiré nuevamente tus besos? Jamás. Me dejaste sin avisar y si bien ni una lágrima se desprendió de mis ojos, fue porque realmente me la aguanté y me la sigo aguantando. 
Ayer, no hace mucho, cuando todavía corrías conmigo por las calles del barrio, creía que siempre me sentiría seguro. No entendía el porqué de la tristeza, de las lágrimas, del dolor. Fue ayer. Pero hoy comprendo que no todo es hermoso en la vida. Aprendí que estar solo, sin vos, es peligroso. Aprendí que no puedo dejar que los otros se me acerquen con tanta facilidad. Aprendí a hacerme valer y me sentí mal porque vos nunca me lo habías enseñado. Renuncié —tuve que renunciar, te juro que me obligaron— a muchas cosas que vos me inculcaste. Esas pequeñas cosas que parecen insignificantes pero que tanto valor tienen. Y me doy cuenta ahora, ahora que ya no las tengo... 
¿Por qué me habrás dejado tan rápido? ¿Qué apuro tenías? ¿Acaso no te agradaba mi compañía? Cuántas cosas quedaron en el tintero... Cuántas preguntas no hechas, cuántos consejos no escuchados, cuántas palabras no dichas ni oídas. ¿Me seguirás acompañando desde donde quieras que estés? Yo te sigo recordando y creo que eso me sirve para sentir que todavía estás conmigo. Sabrás que me cuesta olvidar todo lo pasado. ¿Cómo olvidarme del barrio, de los amigos, del fútbol, de la bicicleta? ¿Cómo olvidarme de aquella niña que me dijo que me quería y yo no supe qué hacer? Ah... Esas pequeñas cosas... 
El grabador suena y por suerte la música me trae todos los hermosos recuerdos de aquellos momentos cuando todavía estabas conmigo. ¿Te acordás? ¡Cuántos sueños! Soñábamos que éramos los integrantes de ese famoso grupo de rock y que el público enloquecía con nuestra música. O que éramos los goleadores de nuestro equipo de fútbol favorito y la hinchada nos ovacionaba en cada partido. ¿Y cuando defendimos a esa chica de una patota y recibimos como premio un beso en la mejilla? ¿Te acordás? ¡Cuántas ilusiones compartidas! Y ahora ni siquiera puedo soñar. Ya no estás y estoy muy desorientado. Estoy perdido y no logro entender todavía la propuesta de este mundo loco y más perdido que yo. 
Sé que no debo llorar y no lo hago. Sabía que esto algún día iba a pasar... y pasó. Ya no te tengo. Y la vida no espera. Sé que tengo que seguir, seguir solo, sin vos. Más que saberlo, me resigno. No lo comprendo. ¿Por qué me dejaste tan temprano? ¿Por qué no pudiste seguir conmigo, vivir conmigo, morir conmigo? No, no lo comprendo. Pero no te guardo rencor, Inocencia, sé que no es tu culpa.

PASTORAL: Me desprendo de tu vientre