martes, 25 de octubre de 2016

EN SUS BRAZOS


 Mi querida Mamá, definitivamente eres la gallina
que empolló a un famoso pato.
H.T.L. 

Adèle acariciaba suavemente sus cabellos oscuros, con compasión, con tristeza, con indescriptible ternura. Meneaba la cabeza como diciendo por qué, por qué no pudo ser de otra manera. Los ojos de Henri, a pesar del cansancio por tanto ver, apenas se mantenían entreabiertos porque la belleza de quien lo acariciaba a esa hora, a esa altura de su vida, en esos momentos de desconsuelo silencioso, era demasiada y no querían perderse un solo segundo ese espectáculo. Ella sabía que las cosas hubiesen podido ser diferentes pero el sino trágico era la herencia familiar y, por lo tanto, se convertía en inevitable, irreversible. Un terrible sentimiento de culpa la hacía odiarse sin medida. Sentía que era ella y no otra persona la responsable de que la vida de Henri a los treinta y seis años se estuviera apagando lentamente, minuto a minuto, segundo a segundo. Era cierto que él no había hecho nada por estar mejor, ya que había vivido su vida como había querido: sin escuchar a los demás ni importarle que las costumbres de la sociedad no fueran justamente iguales a las suyas. Así como alguna vez sus padres habían ignorado los consejos y las advertencias no solo familiares sino de la sociedad toda, también él cerró sus oídos a los demás. Si el calvario físico que debió afrontar durante toda su vida fue producto de las prematuras caídas en su infancia o de la endogamia, era historia pasada, no podía volver el tiempo atrás y por lo tanto no le importaba demasiado. Henri observaba dificultosamente cómo, de vez en cuando, Adèle dejaba escapar una lágrima que recorría de manera desprolija su mejilla. Quería secársela dulcemente con sus manos, pero no estaba en condiciones más que para esbozar una tenue sonrisa y dejarse llevar por esas caricias por años esperadas. Pensó que sería una buena idea retratarla nuevamente, pero con colores brillantes para realzar la tristeza que en esos momentos reflejaba ese rostro con un hilo de sal que dividía la mejilla izquierda… Un retrato más de los tantos que ya le había dedicado.
Del mismo modo que al juntarse uno con un amigo o un familiar que hace muchos años que no ve, inmediatamente Henri, bajo la influencia de las caricias de Adèle, comenzó a rememorar el pasado —para nada tranquilo— como buscando una respuesta, una causa a esta consecuencia que estaba ahora penosamente sobreviviendo. Jamás le había faltado nada. De sus padres no guardaba muchas imágenes de una vida en común. Se habían separado luego de la muerte de Richard, su hermano, cuando él tenía apenas cuatro años. Pensaba ahora cómo le hubiese gustado haber pateado más pelotas con su padre que haber ido tantas veces al museo con su madre. Pero quizás esa pelota nunca hubiese podido ser pateada por Henri. Una deformidad congénita sumada a dos graves accidentes en su infancia le impidieron caminar normalmente y sus piernas se desarrollaron apenas como para sostener débilmente un tronco desproporcionado. No recordaba una infancia feliz. En realidad, no tenía presente en su mente haber sido niño algún día, aunque a veces emergían imágenes de un circo, así como destellos, en las que sonreía ante un payaso tonto o un trapecista o un tigre de bengala sin dientes.
Ella ahora pasaba la yema de sus dedos suavemente por la frente de Henri. Acariciaba sus párpados, que se cerraban al mínimo contacto pero que se reabrían lentamente para no perder de vista el bello rostro de Adèle. Varias veces le había pedido que se afeitara la barba. A ella no le gustaba y rechazaba los argumentos de Henri cuando este le aseguraba que se la dejaba para cubrirse el rostro, al que consideraba terriblemente feo, o que no se afeitaba como una manera de demostrar la rebeldía que le nacía del rechazo constante del que era víctima por parte del sexo opuesto. Pero a pesar del desagrado que la barba tupida le causaba a Adèle, se la acarició y peinó como nunca lo había hecho hasta ahora. La mirada de Henri estaba fija en el rostro de esa bella mujer. El silencio que los rodeaba era el preludio de una despedida inevitable.
Nunca había tenido Henri la necesidad de trabajar para poder vivir. La buena posición económica de su familia le había permitido viajar y darse gustos poco comunes. Como con una especie de indulgencia, su madre quiso que a su hijo no le faltara nada. Y lo consintió en todos los aspectos. Henri sabía que podía aprovechar esa circunstancia y lo hizo sin siquiera sentir el menor remordimiento. Y con tantas libertades llegaron irremediablemente los desenfrenos que con el paso del tiempo se tornaron incontrolables. El exceso en el consumo de absenta y la adicción a la cocaína poco a poco fueron llevando a Henri a ese lecho desde el que ahora miraba con dolor y pocas fuerzas a Adèle.
Suzanne fue una buena mujer. Cuando estaba con él era un amor. Pero Henri sabía que no la había encontrado en la casa de unos padres protectores que deseaban para su hija lo mejor en la vida. La conoció en la casa de Aristide, el dueño del prostíbulo principal de la ciudad. Suzanne era atractiva. Las bondades de su juventud todavía podían ser aprovechadas para cobrar a sus clientes un poco mejor que sus más experimentadas compañeras. Y si bien Henri nunca decía estar enamorado, sentía una atracción muy particular hacia aquella mujer mundana, la única, quizás, que se había fijado en él seriamente. Fueron varios los meses que vivió con ella en esa casa de citas, en un pequeño cuchitril en el que su pincel reflejó coloridamente ese ámbito tantas veces. Era consciente Henri en estos momentos en que Adèle lo acompañaba llorosa, de que esa vida intrincada entre prostitutas, cocaína y alcohol era la verdadera razón de su situación actual. Incluso el contagio de sífilis años atrás le acarreaba todavía consecuencias nefastas. Pero Suzanne no estaba al lado de su lecho ahora. Era Adèle quien lo acompañaba y consolaba.
Intentó con un esfuerzo sobrehumano pedirle que llamara a Gabrielle, pero sus labios apenas pudieron separarse para dejar escapar un sonido débil e ininteligible. Gabrielle siempre había estado a su lado, incondicionalmente, a pesar de que Henri lo menospreciaba por contrastar en todo sentido con su persona, tanto física como moralmente. Gabrielle fue su mejor amigo, a quien a menudo insultaba y lo ponía en ridículo ante los demás. Sentía en ese momento la necesidad de disculparse, o mejor aún, de justificarse, porque siempre se había sentido un ser infame al lado de Gabrielle, tan paciente y taciturno, y esa perfección de persona que veía en su amigo lo hacía reaccionar agresivamente. A pesar de todo, Henri jamás había sido objeto de reproche alguno por parte de su incondicional compañero de vida.
Hacía varios meses que estaba encerrado entre esas paredes frías y varios días que no se levantaba de la cama. Y ahora, ni siquiera podía hablar. Henri había dejado de responder a la realidad luego de haberse puesto cada vez más nervioso y tiránico debido al excesivo consumo de alcohol. La ironía había pasado a ser su característica sobresaliente, por lo que había comenzado a alejarse paulatinamente de esa sociedad en la que siempre había estado inmerso como un intruso. Suzanne, víctima de sus maltratos, se alejó sin demasiadas explicaciones y sus familiares y los pocos amigos que le quedaban, incluido el incondicional Gabrielle, hicieron todo lo posible para internarlo en la clínica neurosiquiátrica, que ahora lo veía apagarse lentamente.
Sabía, a pesar de todo, en esos momentos de dulzura extrema en que los dedos de Adèle recorrían su rostro con suavidad, que ya nada podía hacer para volver el tiempo atrás. Nada lo hacía arrepentir de la vida que había llevado adelante y que, paradójicamente, terminó llevándoselo por delante a él. Nunca le había gustado estar solo y ahora deseaba que ese mundanal ruido que lo acompañó durante la mayor parte de su vida apareciera de golpe y lo ayudara a despedirse alegre y en paz.
Y de pronto el rostro de Adèle se fue transformando en el de Suzanne, que le susurraba palabras de amor. Y escuchó una música de fondo que lo remontó a uno de esos locales nocturnos que tanto había frecuentado, donde el bullicio, el humo y el alcohol conformaban un marco de libertad en el que las bailarinas deleitaban a un público que no hacía distingos entre nobles y burgueses. Cerró los ojos y comenzó a sentirse cada vez mejor. Escuchó la voz de Gabrielle que sonreía y lo saludaba. Vio —o creyó ver— a su padre, o a su silueta, que lo tomaba de la mano y lo llevaba nuevamente al circo. Y cuando quiso reaccionar, levantarse y abrir los ojos para decir basta, voy a cambiar, a ponerme bien, escuchó el llanto desconsolado de Adèle, su madre, que advertía que en ese preciso instante dejaba de respirar.


domingo, 10 de julio de 2016

Consejos a mí mismo (Luis Carlos Maciel)


Y no tengas miedo de nada.

Cuando tengas la sabiduría más elevada, descubrirás que apenas sabes lo que siempre supiste.

Cuando llegues al fin del camino, verás que siempre estuviste allí.

Cuando te liberes, sabrás que siempre fuiste libre...



Luis Carlos Maciel
("Consejos a mí mismo", Revista Mutantia Nº 4, pp. 52-53)

miércoles, 6 de julio de 2016

ARBOLITO: Un día de estos


Un día de estos me voy a ir
por el camino que nunca fui,
lejos de toda la mezquindad,
todo egoísmo...


Lejos de tanta vulgaridad, 

tanta locura y velocidad
que me recorre en esta ciudad
donde yo vivo...

Voy a tratar de reconocer
al ser humano que vive en mí,
que está detrás de esta capa gris
como escondido...

Voy a charlar con el niño aquel
que va tranquilo en su soledad
con animales y nada más, quizás me ayude
a ver si me puedo conectar
con lo que piso en mi caminar,
con lo que crece bajo esta luz, 
con las estrellas...

Y cuando vuelva verás en mí
al ser humano que siempre fui,
que estaba atrás de esta capa gris
como escondido...

Un día de estos...

Arbolito


martes, 28 de junio de 2016

LOS OTROS




Cansado de dar y de dar, decidió esperar. No se molestaría más por provocar un cambio en los demás y siguió su vida como él la deseaba. Lo miraron extrañados y pidieron explicación. No abrió la boca. No lo comprendieron. Lo dejaron solo. Buscó un nuevo mundo y fue feliz.

sábado, 4 de junio de 2016

PINK FLOYD: El gran baile en el cielo

Y no le tengo miedo a la muerte,
en cualquier momento llegará,
no me importa.
¿Por qué debería tenerle miedo a la muerte?
No hay razón para ello,
tendrás que irte alguna vez...


sábado, 9 de abril de 2016

SUEÑO DE LIBERTAD

Fotografía tomada en la plaza Eva Perón el 9 de abril de 2016
(Bº Central Córdoba, Rafaela, Santa Fe)

Siempre soñé con escaparme algún día. Llevaba una vida muy monótona en este barrio, en esta ciudad, en este bendito país, en este pequeño mundo que no me dejaba volar ni echarme a andar. Era imposible seguir aguantando. Fueron muchos años los que estuve amoldándome a mi esencia, haciendo lo que tenía que hacer, cumpliendo con el mandato natural que me tocó en suerte sin que nadie reparara seriamente en mi existencia. Creo que siempre fui el mismo, nunca me traicioné ni traicioné a nadie. Brindé mis brazos a todos los que me necesitaron. Ofrecí resguardo sin mirar a quién. Fui testigo y hasta protagonista de amores intensos y desgraciados. Disfruté observando cómo la niñez corría tras una pelota desinflada, día tras día. Acompañé a los chicos que andaban en bicicleta y tenían que terminar huyendo del placero que los corría con el rastrillo en la mano, amenazante. Pero no podía seguir siendo el mismo. No podía resignarme a vivir una vida contemplativa y llena de quietud. No soportaba seguir inmóvil ante un mundo vertiginoso y cambiante. Sabía que no iba a poder soportar toda una vida en el mismo lugar… y me decidí. No fue fácil, es cierto. Tuve que esperar el momento indicado. Tardó mucho en llegar ese día pero cuando me di cuenta de que la hora había llegado, salté… O intenté hacerlo. Quise huir, olvidarme de mis raíces y empezar a recorrer el mundo como siempre lo había soñado. Pero fue inútil. No lo logré. No me dejaron. Los que siempre hicieron todo lo posible para que yo cumpla con mi destino natural, al ver que ya no quería estar más acá, al advertir que quise escapar y levantar vuelo, me lo impidieron. Me lo prohibieron. Y me cortaron las alas, me cercenaron los sueños, me mataron en vida… Y aquí quedé, más solo que nunca, esperando desaparecer de esta sociedad que nunca me permitió soñar.

lunes, 1 de febrero de 2016

CARPETA MÉDICA



Me enteré de lo que le había pasado a Santiago Varela por medio de mis actuales compañeros de oficina. Sabía que Varela había fallecido pero no sabía en qué circunstancias precisas. Al principio, en la oficina se hablaba mucho de él, de sus anécdotas, de sus chistes, de su buen humor. Pero nunca se había hablado de su muerte y eso era algo que a mí me intrigaba. Hasta que un día, en la mateada habitual de las siete de la mañana, previa al inicio de la jornada laboral, me animé a preguntar. Me miraron serios, luego sonrieron y, como respondiendo a un código, nadie habló. No quise insistir y callé.

A los tres o cuatro días, no lo recuerdo muy bien, fue Alberto Fernández el que me contó la historia de su muerte.

Al año de haber ingresado a trabajar en los tribunales, en el mismo juzgado en el que yo trabajo, Santiago Varela recibió una intimación de la Corte Suprema de Justicia santafesina para que cumplimentara su carpeta médica, indispensable para trabajar en la administración pública provincial. Santiago ya hacía unos cuantos meses que había ido a preguntar a la Habilitación de los tribunales qué tenía que hacer para cumplimentar su carpeta médica, y recibió como respuesta un quedate tranquilo, ya te vamos a avisar. Cuenta Alberto que el día que recibió la intimación Santiago pensó en voz alta: Gracias por avisarme, sin saber Alberto, en ese momento, a quién se dirigía.
—Santiago era muy responsable y le gustaba hacer todo en orden —comentó Alberto—, por eso al otro día, sin demorar, se puso en campaña para cumplimentar su carpeta médica.
Cuenta que al principio no sabía por dónde empezar, a dónde ir. Y volvió a la Habilitación.
—Mire, Varela —le dijo la Habilitada—, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Me parece que tiene que ir a la Asistencia.
Santiago después comentó en el juzgado que en el momento en que la habilitada le mencionó la Asistencia su reacción fue instantánea: ¿Y eso con qué se come? Y con una gran sonrisa, su interlocutora le explicó dónde quedaba.
Al otro día, mediaba octubre, se dirigió a la Asistencia. No quedaba lejos de los tribunales y eso le pareció bueno. En la puerta leyó un cartel: División Asistencia y Salud del Trabajador. Se sintió un poco más tranquilo: ya sabía un poquito más de todo eso que recién estaba comenzando.
—Mire, señor —le dijo una señora muy teñida y con delantal celeste—. Usted tiene que ir a la óptica Ventanal y ahí le van a dar todos los papeles que tiene que completar.
¿Óptica Ventanal? ¿Qué tendría que ver un comercio privado con una carpeta médica para la administración pública? Dejó las preguntas a un lado, asintió con la cabeza y se dirigió a la óptica.
Alberto me decía que cuando Santiago contaba la historia que le tocó vivir, lo hacía con una gracia muy especial que, a medida que iban pasando los días, se iba convirtiendo en una sonrisa forzada y con bronca. Cuando describió la óptica, lo hizo con una gracia muy especial.
Al entrar, la primera impresión fue horrible. Poca luz, paredes inmensas casi vacías, de donde colgaban dos tableros sosteniendo todo tipo de anteojos —tan feos como los tableros—. Mostradores de vidrio mal arreglados con objetos en su interior que nada tenían que ver con una óptica. Algunos carteles de cartón colgaban de las paredes despintadas y con un aspecto sucio que espantaba. Todo lo que debía hacer un buen comerciante para atraer a sus clientes, el dueño de esta óptica lo desconocía. Además, contra una de las paredes laterales, apoyada sin pie, se destacaba una bicicleta de media carrera con la rueda trasera pinchada o desinflada, elemento decorativo no muy acorde con una óptica.
Cuando apareció el óptico —o empleado, o el dueño del negocio, o quien haya sido— observó que detrás de esos bigotes espesos se escondía una cara muy común. Santiago le explicó lo que quería y este señor, sin emitir sonido alguno, se dirigió al interior de la óptica y regresó a los pocos minutos con unos cuantos papeles en la mano. Nunca los contó, pero eran muchos. Le explicó:
—Estos análisis se los tiene que hacer en forma particular, al igual que estas tres radiografías. Luego se va al hospital y se hace esto… esto… esto… y esto. Tiene que tener el grupo sanguíneo y hacerse la reacción de Mantoux…
¿Lo qué?, pensó Santiago, pero lo dejó seguir hablando. En realidad no le dio mucha bolilla. Solo observaba con qué esmero le explicaba este hombre todo lo que tenía que hacer y lo compadeció al pensar lo triste que debe ser cuando hablás y no te escuchan.
Cuenta Alberto que a los dos días de haber ido a buscar los papeles a la óptica, Santiago fue del médico forense para hacerse ordenar los análisis y las radiografías que tenía que hacerse de manera particular. El médico le dijo que para hacerse la carpeta médica, las obras sociales no cubrían ningún servicio de los que le pedían. Santiago —contó Alberto— se quejó: “¿Pero cómo? ¿Para trabajar en la administración provincial te obligan a hacer la carpeta médica y la misma provincia no acepta órdenes de IAPOS, su propia obra social?”.
—No —respondió sin más vueltas el médico, pero para que la obra social cubriera los estudios se las ingenió para hacer pasar los análisis y las radiografías con otro diagnóstico: neurosis hipocondríaca.
—¿Y eso es grave? —preguntó Santiago ante la risa del doctor.
El paso siguiente fue hacerle poner los códigos a las órdenes para que la obra social las autorizara. Pensó que no iba a tener mayores problemas ya que nadie se iba a dar cuenta del diagnóstico trucho. Primero fue a lo del bioquímico. Le explicó a la secretaria lo que necesitaba y la experta veterana, sin leer el diagnóstico, le dijo: “Ah, esto es para una carpeta médica”. Santiago quedó boquiabierto. Nunca hubiese imaginado que la pequeña trampa —inocente y justificada para él— durara tan poco. No sabía qué decir ya que la secretaria no había preguntado nada, sino que había hecho una afirmación rotunda, a la que no le cabía ningún tipo de discusión. “Yo le voy a poner los códigos, pero no creo que se los autoricen ya que salta a la vista que esto es para una carpeta médica”. Dice Alberto que Santiago solo se limitó a pronunciar un “gracias” timidón.
Y luego, las radiografías. ¿A dónde ir? Eligió un sanatorio céntrico. Allí no tuvo ningún inconveniente. La recepcionista le colocó los códigos a la orden, Santiago agradeció y se fue.
La incertidumbre ahora era saber qué pasaría con la obra social. Tardó dos días en ir, quería tomar coraje y lograr actuar con naturalidad al pedir la autorización de las órdenes que, lo sabía, podían ser (in)justamente rechazadas. Llevó primero la de los análisis. No las llevó juntas para que no fuera tan evidente la pequeña trampa que intentaba cometer. Sostenía que para algo todos los meses le descontaban fangotes de guita de su sueldo para esa maldita obra social que no había elegido, de la que se encontraba cautivo y sin posibilidad de cambio. La empleada de la obra social, con su mejor cara de trasero, le dijo que pasara a retirarla al otro día, después de las nueve. Y esa noche durmió mal, inquieto. “¿Pero para qué me preocupo tanto —se decía—. Al final de cuentas, si la obra social no autoriza los análisis, los tendré que pagar con dinero de mi bolsillo…”. Grande fue su sorpresa al otro día: la firma del médico auditor autorizaba los análisis solicitados. Dice Alberto que Santiago esa mañana se pasó todo el tiempo hablando de eso. Y de que ahora no se animaba a llevar las órdenes de las radiografías. “¿Se darán cuenta?”. Dejó pasar dos días más y las llevó. Obtuvo —para su suerte— el mismo resultado: logró la autorización.
Ahora sí todo se hacía más fácil. A mediados de noviembre, a las seis y media de la mañana, se dirigió a hacerse los análisis, en ayunas. El bioquímico lo atendió. Llevó el frasquito con su primera orina de la mañana envuelto en papel de diario y se arremangó la camisa para recibir el pinchazo extractor de sangre. “¿Carpeta médica?”, preguntó con su voz gruesa el bioquímico. “Si”, contestó Santiago, cabizbajo, resignado y vergonzoso. “Venga a buscar los resultados el lunes que viene”.
Al otro día se sacó las radiografías. Todo parecía ir muy bien y estaba contento. Alberto cuenta que un día Santiago dijo que muy pronto terminaría con los trámites particulares y que luego comenzaría con lo que tenía que hacer en el hospital.
La historia continuó por los carriles normales. Retiró las radiografías —estaba todo bien— y también los análisis —resultados óptimos—. Cuando Santiago retiró los análisis del bioquímico, la secretaria le exhibió un comunicado de la obra social por el cual advertía a los médicos en general que si se detectaban órdenes para carpeta médica, no las pagarían. “Nosotros la vamos a pasar. Pero si no nos pagan se las cobraremos a usted”. Santiago dijo que no había ningún tipo de problemas y le dio el número de teléfono del juzgado por cualquier eventualidad.
Al hospital le habían dicho que tenía que ir bien tempranito, cerca de las seis de la mañana, para sacar turno y se decidió a ir en los primeros días de diciembre. No quería que las fiestas de fin de año lo encontraran todavía con la carpeta médica sin cumplimentar. Se levantó más temprano de lo habitual para estar temprano en el hospital. Dice Alberto que el día anterior Santiago le había avisado al secretario del juzgado que quizás llegaría tarde porque no sabía cuánto tiempo demoraría. Llegó a las seis en punto al hospital y lo primero que se preguntó fue qué era lo que pasaba. Había mucha gente. Veintisiete personas formaban la cola para sacar turno. Se resignó y se puso al final de la fila. Miró su reloj: apenas habían pasado tres minutos de las seis. A las siete debería entrar a trabajar. Dudaba si iba a llegar a tiempo.
Miró a su alrededor y no supo describir lo que sintió. Me dijo Alberto que Santiago no fue solo una vez al hospital y que cada día que volvía del mismo, pasaba siempre lo mismo: no supo decirme si era mal humor o un sentimiento de impotencia y de maldita resignación. Ese día no fue atendido porque eran las seis y media y recién comenzaban a atender al público. Las veintisiete personas que estaban antes que él debían sacar turno en una ventanilla donde atendía un empleado antipático y de mal humor que actuaba como si tuviera haciendo favores a la gente… Y además solicitaba dinero que pedía se deposite en una latita sospechosa que tenía a su lado. A las siete menos veinte atendió al segundo de la fila y Santiago calculó: si por cada persona tarda diez minutos, su turno llegaría dentro de unos doscientos cincuenta minutos aproximadamente, o sea, dentro de cuatro horas y diez minutos. Además de lo que tendría que esperar para que lo atendieran los médicos… Dice Alberto que Santiago en ese momento quiso ser un poquito más optimista y pensó que la demora al principio se debía al sueño que debería tener el empleado, que actuaría lento hasta que alcanzara su ritmo habitual de trabajo. Pero veía que los minutos pasaban y que seguía atendiendo al segundo de la fila. Suspiró fuerte, como para que la gente que estaba cerca de él se diera cuenta de que estaba ofuscado —como si con esa actitud fuera a ganar algo—, dio media vuelta y se fue a trabajar. Los que estaban detrás de él sonrieron agradecidos.
Alberto Hernández me contó también que si bien Santiago no llegaba siempre de buen humor a la oficina, tenía siempre una sonrisa —aunque forzada— para brindar. Cuando estaba de mal humor no lo exteriorizaba ni lo decía, pero se daban cuenta porque no abría la boca en ningún momento mientras se tomaba el mate habitual de las siete. Ese día, cuando volvió del hospital, lo único que dijo fue: “Ni me hablen”, y se fue a su escritorio a escribir a máquina.
A medida que pasaban los días y el tema de la carpeta médica se tocaba, Santiago iba perdiendo lentamente el sentido del humor y de sociabilidad.
Días después Santiago decidió volver al hospital, pero ahora iría más temprano. Cinco y media o seis menos cuarto, más o menos. Y llegó a las menos veinte. “¿Ya hay gente?”, se quejó, pero no tanto porque solo cuatro personas había antes que él. Luego de una hora con veinte minutos de esperar parado en su quinto puesto, el empleado comenzó a atender. Respiraba más tranquilo y a los veinte minutos —rapidísimo— le tocó su turno:
—Buen día —no le contestaron—. Vengo por la carpeta médica…
—¿Ya habló con la señora Oveja? —preguntó antipáticamente el empleado.
—¿Con quién?
—Tiene que hablar con la señora Oveja, ella está encargada de las carpetas médicas. Tiene que ir por el pasillo hasta el fondo, agarrar a la izquierda y otra vez hasta el fondo, nuevamente a la izquierda.
—¿Y acá no tengo que sacar turno para nada?
—No. El que sigue…
Sintió bronca al recordar que el primer día la telefonista del hospital le había dicho que para cumplimentar la carpeta médica tenía que hacer la cola. Miró hacia donde trabajaba esa mujer y no la vio. Santiago sabía que por más que la hubiese visto, no le hubiese dicho absolutamente nada. Fastidiado, se dirigió a buscar a esta mujer… Ovino… Oveja… Abejas… Ya no se acordaba ni cómo se llamaba. Y la encontró adentro de una piecita que daba lástima.
—Esta señora lo trató muy bien —me explicaba Alberto—. Le indicó todo lo que tenía que hacer. Un electrocardiograma, ir a lo del odontólogo, a Traumatología y a Vacunación o Vías Respiratorias, no recuerdo, a hacerse la reacción de Mantoux. Recién ahí, gracias a esta señora, Santiago supo para qué servía eso que él no entendía.
Y la reacción de Mantoux fue lo primero. Lo atendieron rápido. Un pequeño pinchazo en la parte superior del antebrazo, le pidieron todos sus datos personales y le dijeron que volviera a los tres días para ver el resultado obtenido. En Odontología había que hacer cola por orden de llegada. Se dirigió hacia allí y había muchísima gente Decidió volver otro día, después de todo ya estaba resignado a seguir perdiéndolos. Volvió a buscar a esta señora Oveja para que le indicara los pasos a seguir.
—¿Pero usted no trajo las radiografías?
Santiago sonrió por no llorar.
—Nadie me dijo que las tenía que traer, señora…
—Para que lo atiendan en Traumatología tiene que venir con las radiografías que se sacó en forma particular. ¿Y cuando se hizo la reacción de Mantoux no le pidieron la radiografía de pecho?
—No.
—Qué raro… Va a tener que venir otro día para cumplimentar esos trámites. Ahora venga conmigo que vamos a hacer el electrocardiograma.
Recuerda Alberto que la gracia que al principio ponía Santiago para relatar todas las peripecias en el hospital se fue convirtiendo en un relato tétrico e irónico a la vez. Y eso lo pudo comprobar cuando le contó a sus compañeros lo del electrocardiograma.
La señora Oveja lo dejó en manos de una enfermera rubia —¿rubia?— que lo hizo pasar a una habitación muy pequeña en la que apenas cabían una camilla, un pequeño escritorio, una silla y un aparato inmenso que no supo decir cómo se llamaba. A Santiago le hicieron sacar la camisa, los zapatos y el reloj, para luego hacerlo acostar en la camilla.
—Que su cuerpo no toque el borde metálico de la camilla, por favor…
Se tuvo que encoger un poco porque la camilla no era ni de las más largas ni de las más anchas.
—No tenga miedo de que lo vayamos a electrocutar —dijo jocosamente la enfermera mirando a los ojos de Santiago.
Le pareció un comentario por demás estúpido y a pesar de que era la primera vez que se hacía un electrocardiograma, se consideraba lo suficientemente inteligente como para saber que no le pasaría nada. Luego de un rato, mientras observaba cómo la enfermera le colocaba unos botones metálicos en todo el cuerpo y lo llenaba de cables, dudó de su propia inteligencia.
En un determinado momento le pedí a Alberto que tratase de abreviar un poco la historia de Santiago, que con solo decirme lo principal, yo entendería.
—No es así, hermano —me dijo—. No creo que el relato que te estoy haciendo sea más largo de lo que tuvo que vivir Santiago. Además, para llegar al final y comprender su muerte, es necesario saber todo con lujo de detalles.
Me resigné a seguir escuchando la historia de este hombre que, lo confieso, me estaba aburriendo. De a poco me iba arrepintiendo de haber preguntado por Santiago Varela. Hacía ya una hora y cuarto que Alberto me estaba contando la historia, con tanto entusiasmo que no me animaba a decirle que no quería seguir escuchándola.
—Porque si a algo no le iba a ganar nadie a Santiago era a tener paciencia —siguió Alberto—. Tres días después llegó al hospital con todas las radiografías.
Fue también ese día bien temprano. Pero no tanto ya que sabía que no debería hacer la cola. Buscó a la señora Oveja y la encontró en su lugar habitual.
—¿Se anotó para Traumatología?
Santiago cerró los ojos, apretó los dientes, contó hasta diez y preguntó:
—¿Dónde me tengo que anotar?
—En la fila que hay en la entrada. Vaya rápido antes de que siga llegando gente.
No abrió la boca. Fue a la fila. Masticaba saliva y la convertía en espuma. Vio a diez personas en la cola y al empleado antipático atendiendo. La señora Oveja le había dicho que después la viera. Al llegar a la ventanilla, dio todos sus datos, se anotó para Traumatología —era el primero— y recibió el mangazo:
—Una colaboración para la cooperadora…
La respuesta fue inmediata, llena de odio y sinceridad: “No tengo dinero”. Y si bien mentía, sí era cierto que no tenía cambio y, obviamente, no iba a dejar buena parte de su sueldo en esa latita que ni siquiera medida de seguridad tenía.
Intentó tranquilizarse y volvió hacia la señora Oveja. Pensó irónicamente que fue una ventaja haberse hecho el electrocardiograma el otro día, porque si se lo hacían en ese momento, le hubiesen dado un calmante.
—Vaya a buscar el resultado de la reacción de Mantoux.
Y fue. Le dieron una tarjetita color celeste que decía que estaba vacunado con la BCG y que tenía una mancha roja en la piel —se la habían medido con una regla de madera como las que él había usado en la escuela primaria— que medía once milímetros. Tardó muy pocos minutos en este trámite y volvió a ver a la señora Oveja.
—Vaya a Traumatología.
Y fue. Estaba anotado primero pero advirtió que la gente ya estaba siendo atendida. Seguramente había perdido su turno y debería esperar hasta lo último —a esta altura de los acontecimientos ya pensaba en lo peor—, y esperó que salga alguien de la sección para explicarle su situación. “Un momentito, por favor”, recibió como respuesta a su intento de iniciar una conversación. Miró su reloj: las ocho. En el juzgado sabían que él estaba con los trámites de la carpeta médica y no había problemas por su tardanza. Al menos eso era lo que él creía. Se apoyó en una de las paredes del hospital, sin pensar en nada, a esperar que lo llamaran. Sintió una alegría enorme al ver que, a los dos o tres minutos, salió nuevamente el enfermero y le preguntó: “¿Carpeta médica?”. “¡Sí!”, dijo casi gritando de felicidad y lo hicieron pasar. Le pidieron las radiografías y un médico las miró muy apresuradamente con una luz de fondo. Santiago vio que escribía con letra ininteligible y en menos de dos minutos había terminado en Traumatología. Se estaba animando. Volvió a lo de la Oveja.
—¿Listo? —le preguntó como si realmente le importara que Santiago terminara de una buena vez.
—Uno nunca sabe, señora…
Revisó los papeles uno por uno. A las firmas que no tenían sello le aclaraba el nombre del médico abajo con birome y le ponía el sello del hospital. Santiago la miraba impaciente.
—¿No le pidieron la radiografía de pecho donde le hicieron la Mantoux?
—No, señora, no me pidieron nada.
—Falta eso… Y para colmo me parece que la doctora ya se fue.
Alberto de a ratos se mimetizaba con Santiago. Mirando yo a Alberto me lo podía imaginar al pobre Varela viviendo esa verdadera odisea en el hospital. Alberto imitaba sus caras, sus gestos y sus movimientos con mucha gracia, y había veces que hasta teatralizaba poniéndose de pie o imitando a Varela cuando contaba sus experiencias.
La señora Oveja salió casi corriendo para ver si encontraba a la doctora que tenía que informar la radiografía de pecho. Santiago se quedó sentado en un sillón que había en uno de los pasillos del hospital, desganado. Instantes después apareció la señora Oveja con su cara sonriente y le pidió la radiografía. La doctora no se había ido y se alivió al pensar que no debería volver nunca más a ese maldito hospital.
—Listo —dijo orgullosa la señora Oveja cuando volvió con la radiografía informada—. Ahora creo que está todo. A ver… la Mantoux, los análisis, odontología, grupo sang… ¿Y el grupo sanguíneo?
Santiago miró al techo pidiendo clemencia.
—No tengo ningún certificado del grupo sanguíneo pero figura en mi carné de conductor.
—No sé si le va a servir, pero por las dudas, sáquele una fotocopia.
—Sí, señora…
—¿Falta mucho? —interrumpí a Alberto poniéndome un poquito nervioso—. Me estoy cansando y aburriendo —me sinceré.
—Callate y seguí escuchando. Más cansado seguro que estaba el pobre Santiago, que en paz descanse…
A las nueve de la mañana salió del hospital con los papeles completos. Solo le restaba volver a la Asistencia y presentarlos. Se acercaba fin de año y quería terminar todo antes de las vacaciones. Cuando llegó al juzgado comentó orgulloso que estaba ya casi todo terminado.
Miércoles 16. Ocho de la mañana. Santiago se dirige a la Asistencia.
—¿Usted sacó turno?
—No sabía que había que hacerlo.
—Sí. Hay que hacerlo —le contestaron de mala gana.
—Disculpe, no vengo todos los días a hacerme la carpeta médica —dijo irónicamente Santiago y con el mismo mal humor de la empleada.
—Venga el viernes. ¿Tiene todos los papeles?
—Sí, aquí están.
La empleada de la Asistencia se los pidió para revisarlos. Tardó unos minutos. Santiago pensaba hasta cuándo duraría todo eso.
—Tome, están bien, completos y todo en orden. Venga el viernes a las ocho con todo esto.
En el juzgado comentó que el árbol estaba ya casi plantado y guardó todos los papeles en un sobre, tal cual se los había dado la empleada, a la espera del viernes.
El viernes 18 de diciembre creyó que todo terminaría al fin… Al llegar a la Asistencia a las siete con cuarenta y cinco minutos, le dijeron que tenía que esperar al médico y le pidieron todos los papeles —nuevamente— para revisarlos. Santiago ya los había revisado en el juzgado y estaba tranquilo. La puerta por donde lo atendió la señora teñida quedó entreabierta y por el reflejo de un vidrio podía advertir todos sus movimientos mientras revisaba los papeles. En realidad no le pareció una empleada de las más ordenadas. El médico llegaba a las ocho y tendría que esperar un ratito. Estaba anotado primero en los turnos.
—Señor… —apareció la teñida de improvisto—. Le falta el certificado de la BCG.
Santiago la miró con tranquilidad.
—No, señora, tiene que estar. Es un cartoncito celeste…
—¡Ya sé que es un cartoncito celeste! ¡Pero no está!
—No puede ser. Revisé todos los papeles antes de venir para acá y estoy seguro de que estaba. Lo tuve en mis manos.
—No está.
—¿Por qué no se fija un poquito en su escritorio? Quizás se le traspapeló o se le cayó…
—Ya me fijé y no está —contestó tajantemente la teñida—. Va a tener que traer el certificado de la BCG porque si no el médico no la va a atender. ¿Por qué no se fija en su billetera o en otro lugar si no lo tiene?
Santiago, con todo el mal humor del mundo, sin decirle nada, se dirigió al juzgado, revisó todos sus cajones, la billetera y no encontró nada. Estaba seguro de que el certificado de la BCG estaba entre los papeles que le había dado a la empleada de la Asistencia. Volvió.
—No podemos hacer nada —dijo con lástima la vieja teñida.
—¿No me puede atender hoy el médico y después le traigo la BCG?
—No.
Salió con bronca, sin saludar. Alcanzó a escuchar que la teñida le decía que le reservaba un turno para el lunes 21 pero no le dio importancia ya que no pensaba volver el lunes.
Ese día estuvo en el juzgado de muy mal humor. Le contaba angustiado a sus compañeros lo que había sucedido y todos compartieron su amargura. No podían entender lo que había pasado y trataban de consolarlo. Y el lunes 21 no fue.
El martes por la mañana volvió a ir al hospital. No fue temprano. Fue en horario de trabajo, a mitad de la mañana. Pidió permiso y lo autorizaron. Entró como ciego y se dirigió directamente a Vacunación. No tuvo que esperar ni un minuto. Nadie había antes que él y lo atendió una enfermera. Pensó en explicarle lo que había pasado, con lujo de detalles, pero razonó un segundo y se dijo: “¿Qué le puede llegar a importar a esta mujer lo que me pasó con mi certificado?”.
—Se me perdió el certificado que retiré la semana pasada y vengo a buscar otro.
Y se lo dieron enseguida.
—Te lo voy a ir abreviando —dijo Alberto.
“Menos mal”, pensé.
Martes a última hora de la mañana Santiago, sin ganas, se dirige a la Asistencia a pedir un turno para el otro día.
—¿Cómo no vino ayer? Tenía turno…
—Voy a venir mañana —dijo tajante.
—Está bien. Pero no deje de venir porque no podemos perder los turnos.
Maldijo en silencio a la teñida y se fue.
“Ya falta poco”, pensó esperanzado Santiago. Yo pensé lo mismo. La historia se estaba acabando.
—Pero a la historia le queda lo mejor —dijo entusiasmado Santiago.
Yo todavía no me lo había planteado, pero poco a poco, a medida que avanzaba mi aburrimiento, pensaba qué tenía que ver lo de la carpeta médica con la muerte de Varela.
Miércoles 23, hora siete. Santiago Varela llega al juzgado sin ganas. Saludó fríamente a sus compañeros. Mientras tomaba mates, pidió permiso para retirarse a las ocho. Tenía la ilusión de terminar con ese trámite de una buena vez por todas. Nuevamente el permiso le fue concedido. “La carpeta médica es importantísima por si te morís”, dijo seriamente el secretario. A Santiago no le hizo gracia el comentario.
Hora ocho. Santiago se dirige a la Asistencia con todos los papeles. No le quedaba otra opción que pensar que estaban en orden.
—Buen día. ¿Los papeles?
—Aquí están —dijo Santiago arrojándolos sobre el escritorio de la teñida y sin expresar un solo gesto.
—Espere abajo. El doctor viene a las ocho.
—Son las ocho.
—Está por llegar…
Ocho y treinta. Santiago espera impaciente sentado en un banco, intercambiando de vez en cuando alguna palabra con la mujer que limpiaba el piso.
—¡Qué calor! —se quejó la señora.
—Estamos en diciembre, señora —dijo Santiago de mal humor.
“¿Qué tendrá que ver todo esto con la muerte de Santiago?”, pensaba yo.
Alberto seguía con su insoportable suspenso. Nueve. El médico no llegaba. Santiago se puso de pie y comenzó a caminar en círculo. Se asomó a la puerta. El tiempo amenazaba con tormentas. En cualquier momento caerían las primeras gotas. “Espero que hoy no se pierda nada”, rogaba. Nueve y treinta. Santiago golpeó la puerta de la teñida.
—Ya debería haber llegado. No sé qué le pasará.
—Es que estoy en horario de trabajo…
—Sea paciente, por favor.
Y siguió esperando.
—¿Ves que voy más rápido? —dijo Alberto.
—No, no lo veo. ¡No me contás nada! —dije ofuscado.
Santiago decía que llegó un momento en que se sintió rebotando contra las paredes. Iba y venía como un loco. Eran las diez menos cuarto y llegó un hombre joven que aparentaba ser médico. Santiago se esperanzó. A los diez minutos lo llamaron. “Por fin”, suspiró.
Diez horas. Santiago Varela se enfrenta al médico, que empieza a hacerle preguntas. “¿Quebraduras? (No) ¿Hepatitis? (No) ¿Operaciones importantes? (No)”. A los diez minutos Santiago perdió la cuenta de cuántos “no” había contestado y el médico, sonriente, comentó:
—¡Pero sos un tipo sano!
Santiago sonrió falsamente mientras pensaba qué le podía importar al médico si era sano o no. A las diez y cuarto estaba listo. Había terminado todo. Solo faltaba que le dieran la constancia de que había cumplimentado todos los requisitos. ¡Y se la dieron sin hacerlo esperar! Santiago no lo podía creer. Tenía en sus manos un papel con firma y sello de no sé quién que certificaba que había cumplimentado su carpeta médica. Se fue casi corriendo. Las cuatro cuadras que separaban la Asistencia de los Tribunales le parecieron demasiado cortas. Tenía ganas de ir a caminar por la ciudad y volar, sentirse libre. Tenía ganas de gritar, de saltar, de llorar de alegría.
—¡Terminé!
Todos en el juzgado festejaron. “Por fin… ¿Te dieron alguna constancia? ¿Estás seguro? ¿Y ahora qué?”. Santiago sonreía pero no olvidaba todo lo que había vivido.
Diez minutos más tarde se encontraba escribiendo una nota informando a la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe que había terminado con todo lo que le habían solicitado. Alberto buscó en un cajón de su escritorio un papel y me lo leyó.
—Todavía guardo esa nota que escribió Santiago. Escuchá:

Rafaela, 23 de diciembre de 1992.
Al Señor
Secretario Suprema Corte de Justicia
Provincia de Santa Fe
SU DESPACHO

El que suscribe, SANTIAGO VARELA, D.N.I. Nº —no lo leyó—, quien desempeña funciones como Auxiliar en el Juzgado de Primera Instancia de Distrito en lo Penal de Instrucción de la Primera Nominación de Rafaela, tiene el agrado de dirigirse a Ud. a los fines de informarle que en el día de la fecha ha cumplimentado ante la División Higiene y Salud del Trabajador —Rafaela— su Carpeta Médica Personal, como oportunamente se lo solicitaran.
Adjunta asimismo a la presente fotocopia certificada de la constancia de Certificado Psicofísico en trámite, quedando a la espera de la asignación de su número personal de Carpeta Médica.
Sin otro particular, saluda a Ud. muy atentamente.

Santiago Varela
Auxiliar

Ese mismo día la llevó a la Habilitación con la fotocopia y todo, dentro de un sobre. Santiago Varela había cumplimentado por fin con lo que le habían solicitado.
—¡Por fin! —exclamé—. Pero, ¡¿qué tiene que ver todo esto con su muerte?!
—Ahora viene…
—¡¿Más?!
El 31 de diciembre, a minutos de culminar el año laboral, cuando ya los festejos habían empezado en el juzgado, recibe una llamada.
—Nos han rechazado sus órdenes de análisis y la obra social no nos ha pagado. Le pedimos por favor que se acerque al consultorio a la brevedad posible.
Santiago sonrió y meneó la cabeza. Tranquilizó a la secretaria del bioquímico y colgó. Alberto dice que lo que le costaron los análisis no fue poco. Pero recuerda que Santiago los abonó sin protestar. Algo en él ya había cambiado. Alberto no me supo decir qué, si su modo de actuar o su mente. Había cambiado mucho en esos tres últimos meses y lo atribuía justamente a su carpeta médica.
—¡¿Y cómo carajo se murió?! —le grité.
Alberto se apuró un poco al verme tan nervioso. A mediados de febrero del otro año recibió otra intimación de la Corte reclamándole que formalice su carpeta médica. Pareció enloquecer. Cuando creyó que todo había terminado, en un segundo la pesadilla retornó. Habló por teléfono a la Corte, con el secretario, y preguntó si no habían recibido su nota.
—Sí, su nota sí. Pero nos comunicaron de la Asistencia de Rafaela que no encuentran sus papeles…
Colgó sin saludar y sin pedir permiso salió corriendo del juzgado. De ahí en más solo podemos imaginar lo que ocurrió ya que nunca más lo vimos vivo. Nuestras suposiciones y las declaraciones de algunos testigos —entre ellos, la teñida— nos ayudaron a cerrar la historia de Santiago.
—Cálmese, le voy a explicar —dijo la teñida que le dijo.
Y seguramente le explicó. Los papeles se habían perdido, no sabían cómo. A Santiago suponemos que se le debe haber venido el mundo abajo y dicen que gritó muy fuerte. La teñida trató de tranquilizarlo.
—No se preocupe. Usted ya sabe todo lo que hay que hacer y le va a resultar todo más sencillo que antes.
Es de imaginar que ante semejante reflexión, Santiago volvió a gritar. Dijo la teñida que se agarró de los pelos y ante su mirada atónita salió corriendo como un loco a la calle. Ella dijo que lo siguió, preocupada, por supuesto. Pero no logró detenerlo. Al salir a la calle, Santiago ya estaba tirado bajo la inmensidad de un camión de reparto de productos lácteos.
A este punto del relato la cara de Alberto reflejaba angustia y mi cara satisfacción. No por la muerte de Santiago —cuya llegada en el relato estaba esperando ansioso— sino porque había llegado por fin el final de la larga historia de Alberto.

¿Final?
Al día siguiente de que Alberto finalizara su tediosa y trágica historia, por medio del secretario del juzgado recibí una comunicación de la Corte Suprema de Justicia: me intimaban a cumplimentar mi carpeta médica personal.

martes, 5 de enero de 2016

LA VENTANA


Esquina de 9 de Julio y Santiago del Estero (Santa Fe) 01/01/2016

Cuando la vi, vinieron a mi mente —escalofrío mediante—, las imágenes que tenía guardadas de Alejandra y de Martín. No sé por qué, o sí, lo sé: esa pared gastada, muy vieja, olvidada, color sepia —sin la ayuda de tecnología alguna—, me hizo pensar en el mirador de la vieja casa de Barracas. Las persianas herrumbradas y entreabiertas, la reja trabajada como ya no se las hace más, también oxidada, descuidada, enmohecida. Las hojas de la puertaventana con los vidrios repartidos y sucios, alguno más viejo que otro, la banderola en la parte superior y su moldura de estilo. Debo haber dado una imagen sospechosa al haberme quedado parado frente a esa casa, con el cuello inclinado a cuarenta y cinco grados y la mirada absorta, perdida en esa vieja ventana, pero no en su imagen, en esa cerrazón que no impidió que mi imaginación volara y penetrara muros infranqueables.
El interior se veía oscuro y no pude dejar de imaginarme a una muchacha recostada en su cama, los ojos cerrados pero que supe hermosos, cabellos negros con reflejos rojizos, con sus piernas largas encogidas, descansando profundamente; y un pibe inocente, aparentemente menor que ella, sentado a su lado, mirándola, deseándola como una bestia desesperada, pero sabiendo que ella es un ser divino inalcanzable. Imaginé que yo era Martín y que Alejandra era un sueño loco y peligroso que estaba dispuesto a enfrentar. Sentí en pleno verano santafesino el frío húmedo del otoño, como si una llovizna acariciara mi barba entrecana y contemplé esa imagen hermosa de dos seres casi juntos, en la misma cama, pero tan lejanos a la vez. Escuché en el interior de la casa, quizás en la habitación contigua o en un comedor de la planta baja, el lamento de un clarinete: notas desarticuladas y obsesivas. Imaginé a un viejo centenario de ojos vidriosos balbuceando palabras casi ininteligibles que recordaban a la Legión huyendo hacia el norte con el cadáver hediondo de Lavalle, pudriéndose… La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de una vela a punto de acabarse, y caminé lentamente por sus pisos gastados. Al intentar salir de la habitación observé una escalera caracol metálica que me conduciría seguramente hacia el autor de la triste melodía, pero dudé en ir en su búsqueda. Estaba en muy mal estado y con varios escalones rotos. Además, la escena de Martín y Alejandra me deslumbraba, nunca había visto una imagen tan desgarradora y amorosa a la vez. Como un cuadro expresionista. Ella, de apariencia tan angelical, inmersa en sueños que imaginé tenebrosos; y él, lánguido, triste, observándola, esperanzado en un amor que no podía ser.

El bocinazo de un colectivo de la línea 2 me hizo volver a la realidad y me sentí ridículo, allí parado, inmóvil, sobre la vereda de calle 9 de Julio, frente a la esquina con Santiago del Estero, observando la ventana de una vieja casa que había advertido segundos antes, al mirar sin saber por qué hacia arriba, al azar.

domingo, 3 de enero de 2016

FIN DE HISTORIA

Daniel Estebe
(Argentina, 1959)

—¿Sergio?
No me gustó que me llamara directamente por mi nombre. Estaba allí parado sin permiso y ni siquiera sabía quién era.
—Sasanellif —corregí.
—Mucho gusto, Sergio… Sasanellif. Encantado de conocerlo. Soy Nasal. Felis Nasal.
—¿Félix Nasal?
—No, no. Felis, así como suena: grave y con ese. Ignorancia del empleado del Registro Civil, ¿vio?
No me caía bien su tonito confianzudo. Había llegado a mi oficina sin avisar y había golpeado la puerta sin anunciarse primero con Sofía, mi secretaria. Cinco golpes secos pero con ritmo me habían despabilado. La lectura de uno de los tantos contratos que tenía que controlar había provocado mi adormecimiento.
—¡Sofía! ¿Qué pasa? —procuré una respuesta por el intercomunicador, pero mi fiel secretaria no contestó.
Me levanté y con un poco de mal humor recorrí los diez metros que separaban mi escritorio de la puerta. La abrí violentamente como para llamar la atención de Sofía —ella sabía que estaba ocupado y que no debía molestarme— pero no era ella la que golpeaba. Estaba ahí parado, alto, barba de varios días, mal vestido y me sonreía como si me conociera desde hacía muchos años.
—¿Sergio? —preguntó extendiendo su mano.
Minutos más tarde, sin ánimo alguno, lo escuchaba desde mi silla, escritorio y contratos de por medio.
—Hace dos días llegué de España. Viajé especialmente para hablar con usted.
No tenía acento español ni extranjero, debía ser argentino no más. Pero en ese momento solo pensé que hacía dos días yo también había llegado de España, donde estuve cerrando negocios pendientes de mi compañía.
—Un amigo suyo me dijo que usted podría ayudarme.
Pensé inmediatamente en Ruy. Otro amigo en España, que yo supiera, no tenía. Solo conocidos con quienes me unía una relación comercial.
—Necesito leerle unos escritos…
Calló y bajó la cabeza. Buscó algo en su bolso. Me intrigaba. No sabía quién era ni qué quería. Me preguntaba qué hacía con ese extraño en mi oficina. ¿Por qué Ruy me lo habría mandado justo a mí, teniendo tantos amigos y familiares en Santa Fe?
—Lo escucho.
Levantó la vista e inclinó un poco su cuerpo hacia el escritorio. Sacó del bolso un sobre marrón, tamaño oficio, y del sobre sacó unos papeles escritos a máquina, de esas viejas que ya no se fabrican más. Recordé la letra de mi vieja Olivetti negra italiana que guardaba celosamente en el altillo de casa como uno de los pocos recuerdos materiales de mi viejo.
Leyó.

No sé si servirá de algo decir que todo empezó en el año 1963…

Me llamó la atención el año. El año en que yo nací. Pero en ese momento no le di demasiada importancia.

Marcelo y Emilia recibieron —dicen— con alegría la llegada de su tercer hijo…

Sentí un escalofrío. Me acomodé en mi silla y miré con sorpresa e intriga a mi desconocido interlocutor.
Continuó la lectura en forma lenta, se lo veía tranquilo, y para mi asombro, las palabras de ese narrador en primera persona reflejaban la historia de mi propia vida. Lugares, personas, situaciones…
—¿De dónde sacó esos papeles? ¿Quién se los dio?
Solo me miró.
—¡¿Quién escribió eso?! —casi grité.
Felis Nasal continuó la lectura sin contestar.

Cuando me casé con María Luisa…

No podía ser verdad. Advertí que los papeles que leía estaban amarillos, eran viejos, y cualquiera que me conociera personalmente podría darse cuenta de que esos escritos hablaban de mí y pensar que yo mismo los había escrito.
Siguió la lectura durante casi media hora ante mi pasividad e impotencia para reaccionar. Escuché atentamente cada palabra, observé cada gesto de Felis Nasal cuando hacía alusión a los distintos aspectos de esa vida narrada, mi propia vida, incluso había datos que solo yo sabía que habían ocurrido y formaban parte de mis más íntimos secretos.
Intenté interrumpirlo en varias ocasiones, pero mi interés por seguir escuchando la historia y no sé qué otra fuerza interior me impedían hacerlo. Escuché cómo el narrador relataba el nacimiento de cada uno de sus tres hijos, Luisina, Josefina y Pedro, desde adentro de la sala de parto; lo que había sentido al abandonar su empleo público y la docencia después de tantos años; y todos los negociados que tuvo que hacer en tan poco tiempo para construir la empresa que ahora dirigía con tanto éxito, revelando ciertos hechos oscuros que eran sus secretos… y también los míos.
—¡¿Qué es lo que quiere!? ¡¿Quién carajo es usted?! —grité desesperado—. ¡Sofía!
Felis Nasal levantó la vista y con suma tranquilidad intentó apaciguar mis nervios.
—Queda solo un párrafo…

No sé por qué no me levanté y lo agarré del cuello y lo saqué a los empujones de mi oficina. Comencé a transpirar y presentí el significado de las últimas palabras. Y no me equivoqué. Segundos después Felis Nasal se incorporó tranquilamente, sacó de su cintura un 38, me apuntó, gatilló y luego de un estampido sordo y seco observé cómo, en cámara lenta, la primera bala se dirigía hacia mi frente.