jueves, 15 de diciembre de 2011

DE REGRESO (O LA JUSTICIA EN EL HOGAR)


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lunes, 5 de diciembre de 2011

VINO


La pareja foránea ingresó al Manchester para almorzar. Era un modesto bar que estaba sobre la calle principal del pueblo, única calle asfaltada por formar parte de una ruta nacional. Habían visto a la entrada del pueblo un lindo bosquecito de eucaliptus donde podrían descansar luego del almuerzo, por lo que el hombre interrogó al mozo sobre las marcas de vino que tenían. El viejito, muy bien presentado, con unos pocos pelos blancos bien peinados que le servían de corona, sonrió y simplemente dijo:
—Tenemos vino.
El hombre lo observó extrañado y creyéndolo un poco sordo, alzó la voz:
—Marcas. ¿Qué marcas de vino tiene?
—Es vino —contestó con toda tranquilidad y con una voz muy dulce el mozo.
El hombre resignó un punto de su pedido, pero continuó con el interrogatorio:
—¿Malbec? ¿Cabernet Sauvignon? ¿Sirah?
El viejito frunció la frente.
—Es vino... —dijo como no entendiendo la diferencia.
El hombre comenzó a ponerse nervioso y ante la mirada atónita de su pareja, continuó, achicando un poco sus pretensiones:
—¿Tres cuartos?
—Pingüino de litro, señor.
—Ah, entonces es de damajuana...
—Es vino, señor.
La mujer hizo un gesto a su pareja como de cansancio, señal que el hombre interpretó perfectamente: “Cortala ya”.
—De acuerdo. Tráigame un pingüino de vino tinto.
—¿Y para comer?
El hombre no quedó convencido del pedido y, acostumbrado a cepas exclusivas, cosechas especiales y alturas determinadas, insistió:
—Pero, es bueno, ¿no?
El mozo sonrió y con confianza le preguntó:
—¿Para qué quiere el vino el señor?
No lo consideró insolencia el hombre. No podía reaccionar mal ante alguien que en ningún momento le había faltado el respeto y guardaba una compostura amable. Tomó aire profundamente y con tranquilidad, explicó:
—Queremos comer un buen plato de pastas con salsa roja y acompañarlo con un buen vino tinto. Queremos disfrutar un buen almuerzo.
—Están en el lugar indicado y nuestro vino es el mejor para estas ocasiones —dijo con convencimiento. Giró y gritó—: ¡Marchen dos ravioles con tuco!
Cuatro minutos después volvió el viejito con un pingüino brilloso tricolor y dos vasos de vidrio grueso.
—Enseguida salen los ravioles —dijo sin perder su amabilidad mientras depositaba el pingüino sobre la mesa.
El hombre esperó inútilmente que el mozo le hiciera degustar el vino. ¿Y si no estaba conforme? Ya no podría quejarse y pensó que en el último de los casos pediría soda. Se sirvió un poco en el vaso (no quiso ni pensar en pedirle dos copas), lo levantó y con un suave movimiento hizo bailar el vino mientras lo observaba con exquisita sabiduría a trasluz. Captó luego su aroma, mojó primero sus labios y luego lo probó. Hizo un gesto que su pareja interpretó como “no está mal” y la alegró. Estaba a temperatura adecuada, su color era interesante y su aroma, atrapante.
El almuerzo fue brillante. Los ravioles y el vino tinto fueron un complemento especial para la charla amena y prolongada de la pareja.
El hombre llamó al mozo y le pidió la cuenta. El viejito tomó de una pila que había en el mostrador una especie de plástico, se acercó a la mesa y se lo entregó al hombre. Inmediatamente se retiró sin decir una sola palabra. Era un escrito plastificado del tamaño de una hoja de cuaderno escolar, con letra imprenta dibujada a mano, muy prolija, con el logo del bar arriba.
El cliente lo miró intrigado y ante el pedido de su pareja, lo leyó en voz alta:
MANCHESTER ofrece a sus clientes un vino exclusivo al que sirve en pintorescos pingüinos, como una buena forma de celebrar las virtudes de la vid.
MANCHESTER descree de las etiquetas y, por el contrario, cree en las bondades de la santa bebida de Baco.
MANCHESTER sostiene que el vino es un elemento esencial en una mesa, junto a un plato de comida, para disfrutar en tranquila soledad o en grata compañía.
Si el vino no colabora para pasar un momento agradable, no merece catalogárselo como tal, más allá de cepas, cosechas, alturas, años de reserva o maderas en las que fue conservado.
Si nuestro vino no ha complacido vuestro paladar, si no ha cumplido con el requisito indispensable de ser el complemento de un momento placentero, MANCHESTER no le cobrará el importe correspondiente al contenido del pingüino.
MANCHESTER les desea la felicidad.
La mujer sonrió y el hombre casi deja escapar una lágrima, lo que evitó al tragar saliva profundamente.
Cuando el mozo advirtió desde lejos el final de la lectura, se acercó a la mesa.
—¿Le traigo la cuenta?
El hombre asintió con un gesto, sin poder decir una sola palabra.
La propina fue generosa y a pesar de no haberle podido sacar información al mozo sobre la marca del vino —“Es nuestro y con eso basta”, le había contestado el viejito—, el hombre se fue contento al saber que jamás persona alguna se había retirado de Manchester sin haber abonado el importe del pingüino.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Hermenegildo Sábat

Quizás yo sea un tranquilo, silencioso anarquista, que sueña en su casa con que desaparezcan los gobiernos.

Descreo de las fronteras, y también de los países, ese mito tan peligroso.

Sé que existen y espero que desaparezcan las diferencias angustiosas en el reparto de la riqueza.

Ojalá algún día tengamos un mundo sin fronteras y sin injusticias.

Jorge Luis Borges

sábado, 10 de septiembre de 2011

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE


Acerca de nuestro "gran maestro":
Domingo Faustino Sarmiento dijo acerca de Juan Manuel de Rosas:
“…mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario…” (Facundo, Introducción).
Cada uno sabrá discernir si fue acertada o no su caracterización, pero adviértase que nuestro “gran maestro” mostró una marcada veta machista (¿o misógina?) surgida desde muy adentro…
Quizás su brillante pelada y su cuerpo lampiño lo hacían mirar con envidia al Tigre de los Llanos, Facundo Quiroga, y en él, a todos los que se le parecían físicamente:
“Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad al ver hombres con barba entera a la manera inmemorial de los pueblos del Oriente… Un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe…” (Facundo, Capítulo VI – La Rioja – El comandante de campaña).
Ojo, ciudadanos, con los pueblos de Oriente y sus barbados habitantes. Ya lo dijo nuestro “primer educador”: son todos taimados y, por extensión, lo son también todos los que usan barba completa como ellos, en mayor o menor grado, según el largo. George Bush tuvo de dónde aprender…
Típico de los extremistas, también en nuestro “prócer” podemos descubrir un marcado pensamiento “determinista”, biológicamente hablando. En la correspondencia mantenida con el Gral. Bartolomé Mitre, sostenía sin enrojecer ni siquiera un poquito:
“Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos sin poderlo remediar, una invencible repugnancia…”.
“No trate de economizar sangre de gauchos. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes…”.
Pero volvamos a uno de los considerados hitos de la literatura argentina: “Facundo”. Famoso se hizo el epígrafe que en elegante francés el culto maestro argentino citó al principio de su obra:
On ne tue point les idées – (Fortuol)
Y traduce a continuación —no sé si bien o mal, desconozco el francés—:
A los hombres se degüella: a las ideas no.
Hermoso y significativo pensamiento, si dudas. Pero si alguien pensaba distinto que Sarmiento, si tenía ideas diferentes: ¿qué pasaba?
“No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho (Peñaloza). Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se abrían aquietado en seis meses”. (Cartas a Mitre)
Como dice Felipe Pigna en “Los mitos de la historia argentina”: “Algunas ideas no se matan, otras sí”.
El creador de la dicotomía CIVILIZACIÓN Y BARBARIE asoció el primer concepto a la ciudad, a Europa y sus habitantes, al orden, a la pureza, a la inteligencia, a la persona “de bien”; y en el segundo concepto incorporó al indio, al gaucho, a América y por ende a Argentina —salvo la gente como él—, al desorden, a lo impuro, a la ignorancia, a los taimados.
Luego de hacer una lectura detenida y crítica sobre su legado escrito y citado anteriormente, ¿en cuál de los dos conceptos deberemos incluir el ilustre nombre del “padre de la escuela argentina”?

miércoles, 7 de septiembre de 2011

2 - TIEMPO DE TRANSICIÓN


Junta esperiencia en la vida

hasta pa dar y prestar,

quien la tiene que pasar

entre sufrimiento y llanto;

porque nada enseña tanto

como el sufrir y el llorar.

Martín Fierro

.

Las piernas cruzadas, la mirada dirigida al suelo, en las manos un libro sin abrir. La cama soporta mil kilos de recuerdos, de ilusiones, de amor. Se escucha en la habitación una suave canción que ayuda a crecer la melancolía. Sus ojos miran sin ver. O sí, ven, pero hacia adentro, lejos, a miles de kilómetros, lugares invisibles, abstractos, inciertos. Una mosca inquieta zumba alrededor de su oreja pero él no se inmuta. Está lejos de esa mosca, de esa habitación, de esa Divina comedia. Sube la vista y ve su escritorio desordenado, con tierra, repleto de libros y carpetas cerradas, vírgenes, inexploradas. Una rosa blanca se marchita luego de cinco días de haber sido mutilada de su cuerpo materno, sin sangrar, pero sí sufriendo la dolorosa separación. Piensa que las rosas se marchitan, pero su incertidumbre no.

Estira ahora sus piernas y se acuesta en la cama. Su cabeza se hunde en la almohada como en un colchón de agua, al mismo tiempo que su mente se hunde en el recuerdo. El techo grisáceo no le alcanza para imaginar algo o a alguien que no está. De vez en cuando abre su libro pero no ve las letras, no ve a Dante y a Virgilio juntos recorriendo el infierno, no sabe que está mirando cosas ideales, personas ausentes, lejanas; pero sí sabe que no son inalcanzables.

No está en paz con su mente, con su cuerpo; no está en paz porque en sus ojos se ven brillar lágrimas que se van formando de a poco para después, quizás, no descender por sus mejillas. No. No caerán. En vez de recorrer sus mejillas, se hundirán en su interior y herirán algo más delicado: su espíritu.

El almanaque le informa que está respirando un miércoles quince de setiembre y la ventana semiabierta le muestra que no solo el techo de su habitación es gris. Siente frío porque está desnudo, desparramado en su cama, y recuerda esos momentos cálidos que algún día vivió, pero no en soledad.

Y ahora está solo, siempre mirando el techo con sus ojos marrones que no ven, con su mirada dirigida al pasado que espera recobrar, ¡pero cuándo!, se grita a sí mismo sin escucharse. Gira en la cama y la almohada construye un muro impenetrable delante de sus ojos y lo obliga a suspirar profundamente sin tratar de hacer nada para romper dicho muro. Se relaja. Su brazo izquierdo cuelga al costado de su cama, sus piernas están separadas y la mosca se apoya sobre su espalda. Él está viajando por tiempos remotos y la almohada besa sus labios. El insecto recorre velozmente su espalda, sintiendo quizás el fuerte latido de su corazón. Abraza su almohada sin dejar de hundir la cabeza en ella y la acaricia. La mosca vuela violentamente hacia la ventana pero se estrella antes de llegar contra una ráfaga de viento que la hace retroceder.

Reacciona y ve la Divina comedia en el suelo, semiabierta y con un par de hojas dobladas. Afuera llueve y es de noche. Cierra la ventana y siente el zumbido de la mosca cerca suyo. Con una carpeta la aplasta contra la pared. Está entredormido. No sabe qué hora es. Piensa que durmió muchas horas y que no leyó nada. Acomoda un poco su escritorio y limpia el polvillo que hay sobre él. Abre una de las carpetas, enciende la luz y se sienta delante de ella, listo para internarse en la lectura. No entiende la letra, su propia letra, y suspira. Con sus manos refriega fuertemente sus ojos. Piensa en el tiempo, en el día que está viviendo, quince de setiembre. Piensa en su soledad y mira el reloj despertador: ¡las dos y media de la tarde!

Apoya sus codos en el escritorio, su cabeza sobre sus manos y mira a través de la ventana: el sol brilla muy fuerte. Una mariposa se pasea entre los árboles.

Sonríe al pensar que a las dos de la tarde se había puesto a leer el libro de Dante sentado en la cama.

Pero sufre al sentir que su soledad no termina más.

martes, 23 de agosto de 2011

EL NEGRO VILLALBA


El grito de Edvard Munch (1863/1944)


Es verdad que el robo, por ejemplo, es un crimen; pero el hombre que está a punto de morirse de hambre con su familia y comete un robo, ¿merece piedad o castigo? ¿Quién echará la primera piedra contra el marido que en un arrebato de cólera sacrifica a su infiel esposa y a su infame seductor? ¿Quién a la joven que en un momento de delirio se abandona a los encantos del amor? 

Johann Wolfgang Goethe 


Patricia está mal. Lo noto en su mirada. Pobre... Quizás esperaba otra cosa de mí. ¡¿Pero qué otra cosa me quedaba por hacer?! Estaba cansado de que los chicos me miraran con esos ojitos tristes pidiéndome algo para comer. Fueron tres días consecutivos de tomar nada más que mate cocido. Por suerte a ellos les dan comida en la escuela. Pero Patricia y yo no dábamos más. ¡Soy un hombre de carne y hueso, y no me banqué, no me banco ni me voy a bancar ver a mis chiquitos llorando por hambre! No quiero ver más a Patricia llorar boca abajo, en la cama, mientras cada día que pasa está más flaca y más triste. ¡Cansado estoy de golpear puertas y más puertas! ¡Vida puta que le da oportunidades solo a los que estudiaron un poco!... Acá adentro quizás pueda aprender la lección... ¿La lección de qué, de quién? ¿Qué carajo tengo que aprender? ¿A ser un buen padre? ¿A ser un hombre honrado? ¿A ser un ejemplo para los demás?... ¿Y a mí quién me enseñó lo poco que sé? ¿La sociedad? No. ¡La calle, la miseria que llevo encima desde la cuna! Maldito el día en que decidí confesarle a la cana lo que había hecho. ¡Qué imbécil! Jamás me hubiesen descubierto. ¡Pero pago ahora el pecado de tener sentimientos, pago ahora la desgracia de que todavía por mis venas corra sangre caliente! 
El día que decidió hacerlo fue uno de los últimos del mes de agosto, hacía frío y se puso la campera negra. Los chicos dormían en la habitación, los cuatro juntitos, como angelitos, sin saber que su padre salía a buscarles un poco de felicidad. Patricia lo miraba pero no abría la boca. Su silencio cómplice se manifestaba en sus ojos tristes. Le dio un beso, tomó el pasamontañas, el machete, la bicicleta que Sebastián usaba para ir a la escuela y salió. La oscuridad de la calle presagiaba un futuro negro, frío. Al cerrar la puerta de la casa, vio tirada en el césped la pistola de Carlitos. Una imitación perfecta de una Colt original. Hacía un año, para Navidad, se la había comprado con unos pocos pesos que obtuvo en una changa. Fue el mejor regalo que había recibido Carlitos en su vida... Sin saber por qué ni para qué, se la puso en la cintura y salió sin rumbo fijo. Anduvo como una hora por los barrios cercanos a su casa; era tarde, como la una de la mañana, y no había nadie en la calle. El frío acobardaba hasta al más valiente. El machete lo incomodaba pero se las arregló para andar sin problemas. Cerca del parque, un vecino bajaba de un Renault 12 frente al garaje de su casa. Lo conoció en seguida. No sabía su nombre pero sí que era el dueño del bar que estaba frente a la terminal de colectivos. Pasó de largo sin que lo viera, dejó la bicicleta unos cuantos metros más adelante, detrás de un acoplado que allí había estacionado, y se dirigió hacia él. Se colocó el pasamontañas. El vecino no advirtió su presencia sino hasta el momento en que le gritó: ¡Dame la guita, apurate, dame la guita! El Negro Villalba estaba muy nervioso. El machete le temblaba en la mano derecha, mientras que en la izquierda el revólver de Carlitos apuntaba a su víctima. Se sintió un poco ridículo por ello y estaba dispuesto a huir ante el primer intento de resistencia. Pero el muchacho estaba más nervioso y asustado que él y eso fue quizás lo que lo favoreció. Como pudo le explicó que no llevaba el dinero consigo, sino que lo tenía adentro del auto; le dijo que se lo daría, pero que no le hiciera daño. Villalba dudó. Pensó que en el auto podría tener un arma y con el juguete de Carlitos no se podría defender. Se hizo el malo, el impaciente, y lo apuró: ¡Bueno, dale, apurate, carajo! ¡Dame la guita! El muchacho entró al auto y sin demorar sacó un pequeño maletín. Las piernas de Villalba temblaban tanto que temió caerse. El vecino le pidió que le dejara los documentos pero le manoteó el maletín, las llaves del auto y le dijo que a los documentos se los devolvería pasados unos días. ¡Corré para allá!, le gritó señalándole el sur y apuntándole con el juguete, y cuando dio media vuelta para correr, el Negro salió hacia el otro lado a toda carrera, se subió a la bicicleta, y como pudo —con machete, revólver y maletín en la mano— huyó desesperadamente rumbo a su casa. 
Sintió de repente que el tiempo no pasaba. En su mente daban vueltas sus hijos pidiendo comida y Patricia llorando, impotente. No sentía las piernas a pesar de que pedaleaba y pedaleaba automáticamente, como respondiendo a un instinto desconocido. No veía calles ni autos ni gente ni nada. Solo pensaba en los chicos y en Patricia. Pensaba en mil cosas a la vez, pero el nerviosismo no lo dejaba razonar en una sola de ellas. Cuando llegó a su casa advirtió que no tenía el pasamontañas. Lo había perdido en su huida. El corazón le latía a un ritmo desesperadamente inusual. No entendía muy bien lo que había hecho. Ni siquiera sabía qué había adentro del maletín, si documentos, si dinero, si papel de diario... 
Abrió la puerta bruscamente luego de intentar dos o tres veces introducir la llave en la cerradura sin éxito. La cerró con dos vueltas de llave, apoyó su espalda contra la madera despintada y suspiró profundamente con los ojos cerrados. En un segundo imaginó a sus hijos con ropa nueva, comiendo caramelos, divirtiéndose con juguetes nuevos; a Patricia con ropas finas, elegantes, atractivas; se imaginó a sí mismo de saco y corbata, con un trabajo estable y un buen sueldo; todos sonriendo, todos cantando. Pero la realidad era otra. Abrió los ojos y vio contra la pared el poster del Comandante, con su mirada dura y desafiante. Hay que endurecerse pero sin perder la ternura jamás. Bajó la vista y la vio sentada, inmóvil, con la mirada clavada en su cuerpo desalineado y culpable. Patricia no le pidió explicaciones, nunca lo había hecho, pero con un gesto casi imperceptible reprobó su actitud. Tuvo ganas de gritarle que no tenía otra escapatoria y que al problema había que buscarle una solución inmediata. Pero bajó la vista, cobarde, y no dijo nada. Sabía que había actuado mal. Pero en ningún momento maltrató al muchacho. No lo había tocado, no lo había insultado. 
Dejó el maletín sobre la mesa. Ni Patricia ni él intentaron abrirlo. En ese momento importaba lo mismo si adentro había papel picado o un millón de dólares. Se dirigió al cuarto de los chicos; dormían como cuando había salido: profunda e inocentemente, sin culpa alguna por tener que vivir en ese mundo maldito. Entró al baño y se desnudó. Abrió la ducha y se metió sin pensarlo bajo el agua helada en esa noche de invierno. Tuvo ganas de llorar por rabia, por bronca, pero no lo hizo, se la aguantó. Se enjabonó el cuerpo tres o cuatro veces, como queriendo limpiarse hasta la mugre interior. Se acostó al lado de Patricia, que mantenía sus ojos aún abiertos. Apagó la luz, ella se acostó de lado, le dio las espaldas y la escuchó llorar. No aguantó y también lo hizo. Pero evitó que Patricia lo advirtiera. No podía soportar mostrarle su debilidad. 
A la mañana siguiente el maletín seguía donde lo había dejado, en la misma posición, inexplorado. Se sentó a la mesa y lo miró fijo. Con temor lo abrió. Carnés del servicio de emergencia de la familia entera; carné de conductor que identificaba a su víctima; algunos papeles de la obra social, y adentro de una billetera de mozo de bar, billetes de todos los valores, un monto que nunca había tenido todo junto. Se acordó de las llaves del auto y tanteó sus bolsillos: allí estaban. Las puso con el resto de las cosas. Se guardó el dinero y al resto de los objetos los metió en una bolsa de nailon. Todavía le duraba el nerviosismo e imaginó que la policía llegaría a su casa a buscarlo. Lo primero que hizo fue agarrar el machete y el revólver de Carlitos, tomar la bicicleta e irse hacia las vías, cuyos yuyos estaban bastante altos. Allí arrojó sus armas y regresó. Fue a la zapatería a saldar una cuenta pendiente y compró zapatillitas para los chicos. El resto del dinero lo gastó en mercadería en el supermercado. Hacía mucho tiempo que no tenían tantas provisiones en la casa. Por unos cuantos días los niños sonrieron sin saber por qué; quizás los deslumbraba el brillo de la goma de sus zapatillitas nuevas... Patricia hasta el día de hoy no le preguntó nada sobre lo que hizo aquella noche de agosto. 
Hoy el calor es insoportable. Más, acá adentro. Faltan pocos días para la Navidad y mi futuro es incierto. Pareciera que ni los milicos ni el juez me creyeron que lo hice por necesidad. Usted tenía bienes como para disponer antes de salir a robar, Villalba, me dijeron muy seguros. ¿Bienes? ¿La bicicleta rotosa que utilizan los chicos para ir a la escuela? ¿La heladera que utilizo para guardar comida... cuando hay? ¿Una cocina que ya casi ni uso porque no tengo dinero para comprar la garrafa gas? ¿Un ciclomotor que no terminé de pagar y que ni siquiera anda?... ¡¿O me van a pedir también que venda a mi mujer?! No me creen que no quise hacer mal a nadie. De nada sirvió poner todas las pertenencias de este muchacho en una bolsita y arrojarlas a la noche siguiente frente a su casa; de nada sirvió atender a la policía cuatro meses después, normalmente, con la frente alta, con el orgullo más alto aun, y ante la pregunta de si sabía algo, haberles confesado toda la verdad, sin presión, sin apremios, por propia voluntad, confiando en la comprensión, en una justificación... De nada sirvió entregarles sin que ellos me lo pidieran la campera negra que vestía aquella noche y ayudarlos a encontrar entre los yuyales de la vía del ferrocarril el machete que había utilizado. ¿Sirvió de algo comentarles que el juguete de Carlitos ya no estaba? ¿De qué me sirvió ser un hombre sincero? ¿De qué me sirvieron el arrepentimiento y la confesión? Me saqué un peso de encima, eso es cierto, pero ¿no merezco un poco de compasión? ¿Quién me dijo a mí que el delito que cometí tiene una pena de cinco a quince años de prisión? ¿Quién me explicó que no es excarcelable? ¿Con quién hablo si el color de mi piel no es el ideal, si mi educación no es la óptima? ¿Quién me defenderá si no tengo dinero para pagar a un profesional de renombre? Pobre Patricia, pobres chicos... Yo acá solo me la banco; pero, ¿y ellos, allá afuera, solos, sin nadie que les dé una mano? ¿Qué estarán comiendo? ¿Qué estarán haciendo? ¿Qué estarán pensando de mí?... Yo lo entiendo, Villalba, pero nada puedo hacer por usted... La ley es clara. ¡¿Por qué no se van todos a la mierda con su ley, sus libros y sus discursitos comprensivos, compasivos?! Paredes, rejas y un encierro interminable. El que las hace las paga... ¿Están presos todos los que tendrían que estarlo? Los cabecitas negras no somos parte de esta sociedad, que nos margina y nos obliga a actuar en consecuencia… ¿Estaría aquí si mi situación social fuese otra, si un buen abogado me defendiera, si tuviera dinero para pagar una fianza o si hubiese tenido la suficiente bajeza de negar totalmente mi participación en el hecho? ¿Quién hubiese comprobado que yo fui el autor del hecho si no confesaba? Por un lado estoy tranquilo por haber actuado según mis ideales: no mentir, sacar pecho en las malas y disfrutar en las buenas. Pero por el otro veo a mi familia desamparada, sola, sin nadie que pueda ayudarlos. ¿Quién se hará cargo de ellos? ¿Quién alimentará a mis hijos esta Navidad?

miércoles, 10 de agosto de 2011

VINICIUS DE MORAES: BREVE CONSIDERACIÓN AL MARGEN DEL AÑO ASESINO DE 1973


Qué año tan sin criterio

Este del setenta y tres,

Que se llevó al cementerio

A tres Pablos a la vez.


Pablazos y no pablitos

En el tiempo y en el espacio,

Pablos de muchos caminos:

Neruda, Casal, Picasso.


Tres Pablos que se empeñaron

Contra el fascismo español,

Tres Pablos que tanto amaron,

Tres Pablos llenos de sol.


Un trío de inmensos Pablos

En genio y en osadía,

Hecho de gracia y trabajo,

Pincel, arco y caligrafía.


Tres Pablos muy difundidos,

Casals, Picasso, Neruda;

Tres Pablos de mucho nombre,

Tres Pablos de tanta ayuda.


Tres líderes cuya muerte

El mundo entero sintió…

Oh, año triste y sin suerte

¡LA PUTA QUE TE PARIÓ!


Vinicius de Moraes

(Brasil, 1913/1980)

viernes, 29 de julio de 2011

EL PASADO, PRESENTE


A los alumnos de 2º año Instituto Santa Marta
Pilar – Santa Fe - 1991

El profesor ingresa al aula con decisión y seriedad. El curso está desordenado. Los alumnos no advierten su llegada. O sí, pero lo ignoran. Deja sus libros y carpetas sobre el escritorio y, suspirando, se dirige al frente del aula y observa el desorden con mal humor. No abre la boca. No le gusta poner orden a los gritos y adopta su típica postura de espera con las manos en los bolsillos y su mirada amenazante. Algunos advierten su presencia, su actitud, y lentamente se van acomodando en su banco. Otros siguen parados, caminando o hablando. Es la primera hora de la mañana y no tiene ganas de empezarla pidiendo silencio. Pero los segundos pasan y no le queda otra opción que abrir la boca. Dos o tres apellidos pronunciados con voz severa fueron suficientes como para que el curso entero advirtiera su presencia. Momentos después todos lo miran desde su asiento en silencio y llega el «buen día» que tanto se hizo esperar.
La clase se desarrolla normalmente. Esto es: una parte del curso atiende al profesor y trabaja; algunos alumnos hablan en voz baja y creen no ser vistos ni oídos, y otros vuelan en su mundo fantástico —o real— muy lejos de la clase de Lengua. El docente es consciente de todo y retiene en su memoria caras y actitudes. De vez en cuando agarra su cuadernito y anota para no olvidarse. No dice nada, pero los alumnos saben que está calificando. Observa a uno de esos pequeños hombres con una birome en la boca, sin la carga de tinta. Sigue hablando de sustantivos y adjetivos, pero no lo pierde de vista. Siente ganas de reír, pues el alumno canutero desconoce que es vigilado. Otro, un poco más atrás, juega con un pequeño trozo de tiza que, supone, será un futuro proyectil. Una morochita, delgada, cuestiona en voz alta la explicación. El profesor pide fundamentos y la morocha no sabe qué decir. Le gusta que lo cuestionen. Es una buena forma de darse cuenta de que siempre hay alguien que lo escucha atentamente. Otros dos alumnos participan desordenadamente de la cuestión planteada. Se alegra. El canutero aprovecha la ocasión para expulsar el proyectil de su pequeña arma de un soplido. El profesor lo advierte y lo mira fijamente. El rostro del joven cambia repentinamente de color. Desesperadamente trata de disimular su falta pero ya es tarde. «La próxima, te vas», sentencia.
Dicta unas consignas de interpretación y pide que trabajen en forma individual y en silencio. Algunos se resisten pero luego se adaptan —o parecen adaptarse— a la situación. Abre el cuaderno, toma su portaminas y comienza a caminar lentamente entre los bancos. Observa el trabajo de sus alumnos y a veces siente ganas de sonreír. Lo disimula. Sus pesadas botas negras despiden una melodía monótona. Advierte un movimiento sospechoso a sus espaldas y se da vuelta con lentitud. Una rubia intenta esconder desesperadamente una hoja escrita con tinta roja. El profesor se la saca y sin leerla la guarda entre las hojas de su cuaderno. Escucha ruegos desesperados de devolución pero no accede. Quiere ponerse serio pero los gestos de súplica de la alumna no lo dejan. Sonríe disimuladamente y, sin complacerla, continúa su recorrido por el curso.
Ahora la mayoría trabaja. Algunos se paran y exponen sus dudas. Otros lo llaman desde su asiento. Uno pregunta a los gritos. No habla. Solo mira y gesticula. El gritón calla y espera en su banco. La rubia insiste con la devolución de la misteriosa hoja que él no ha leído. Es una clase normal. A su espalda, alguien molesta a una compañera. No mira pero sabe lo que pasa. Sonríe por dentro al pensar que sus alumnos creen que no advierte nada. Camina. Observa la hoja de un flaquito tímido. Dos grandes ojos ascendían desde el piso. Unas venitas servían de apoyo. Un águila despegaba sus alas en el firmamento. «Guardá eso para después y trabajá», ordenó ante la sorpresa del dibujante. Menea la cabeza y cierra los ojos. Muchos recuerdos dan vuelta en su mente. El viejo colegio de curas está permanentemente en sus pensamientos. Aquel flacucho que fue algún día está reflejado en varios de sus actuales alumnos. No hace mucho él estuvo sentado en pupitres como esos, mamarracheados con más de un centenar de nombres. Mira a su derecha. Una tiza surca el espacio velozmente y se estrella en la nuca de una alumna. No vio quién fue el lanzador y hace la pregunta. El curso entero calla. El silencio se adueña de la situación. Dirige la vista hacia el sector desde donde presumiblemente partió el proyectil. Nadie abre la boca pero ya descubrió quién fue. Un rubio, de tez muy blanca, sospechosamente está colorado, transpira. Su cara no puede enrojecerse más. «¿Quién fue?», insiste. Los ojos del profesor traspasan al supuesto culpable pero este no abre la boca. Camina en silencio alrededor del curso mientras es observado por decenas de ojos asustados. Pronuncia algunas palabras de reproche y murmura un «cobardes». Está serio. Muy serio. Pero solo él sabe que finge. Sabe que no puede culparlos por tener la edad que tienen. A veces los envidia. Esa edad había sido muy linda para él pero razona: la mejor edad es la que se está viviendo. La rubia rompe el silencio y vuelve al ataque. No leyó el papel que le reclama pero sospecha que algo interesante debe decir. ¿Algo sobre él? No hace caso a las súplicas y sigue su recorrido mientras los alumnos siguen trabajando en silencio.
Toca el timbre, finaliza la hora, comienza el recreo. Hace recomendaciones para la próxima clase, toma sus útiles y autoriza a los alumnos para salir del aula. La rubia se queda y él sonríe. Intenta evitarla pero no puede impedir un nuevo pedido. Ahora es por favor, por el amor de dios. Ojos brillosos que denuncian lágrimas a punto de escapar. La mira fijo. Esa cara solo expresa picardía. Saca el papel de su cuaderno, aguanta la curiosidad y se lo entrega sin leerlo a la joven que salta de felicidad y no se olvida de agradecer.
Da media vuelta y camina alegremente. Recuerda las palabras de Miguel Cané en Juvenilia: «Decían las cosas que en otro tiempo yo había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado».

1991- Primer año de ejercicio de la docencia

domingo, 10 de julio de 2011

CABRAL, FACUNDO: Vuele bajo


No crezca mi niño,
no crezca jamás,
los grandes al mundo
le hacen mucho mal.
.
El hombre ambiciona
cada día más
y pierde el camino
por querer volar.
.
Vuele bajo
porque abajo
está la verdad.
Esto es algo
que los hombres
no aprenden jamás..
.
Por correr el hombre
no puede pensar
que ni él mismo sabe
para dónde va.
.
Siga siendo niño
y en paz dormirá
sin guerras
ni máquinas de calcular.
.
Diógenes cada vez que pasaba por el mercado
se reía porque decía que le causaba mucha gracia
y a la vez le hacía muy feliz
ver cuántas cosas había en el mercado
que él no necesitaba.
Es decir, que rico no es el que más tiene
sino el que menos necesita.
Es decir, el conquistador por cuidar su conquista
se convierte en esclavo de lo que conquistó.
Es decir, que jodiendo,
se jodió más.
.
Dios quiera que el hombre
pudiera volver
a ser niño un día
para comprender
que está equivocado
si piensa encontrar
con una chequera
la felicidad.

(Argentina, 1937/2011)

viernes, 13 de mayo de 2011

1- EL SOBRE MARRÓN

.

Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del Cielo,
no hago ruido en este suelo
ande tanto hay que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remuento el vuelo.

Martín Fierro
.

.
Cuando regresó a su casa, una leve llovizna caía sobre la ciudad. Era la hora del almuerzo y no encontró a su familia. El día estaba oscuro y el aire pesado, el viento no se hacía sentir. Al abrir la puerta de calle y entrar al zaguán, había pisado por descuido una tarjeta rosada que habían tirado por debajo de la puerta. En letras minúsculas y grandes decía: encotel. Se alegró al ver que en el correo había una carta que estaba dirigida a él, pero no podía adivinar quién podría escribirle; nadie lo hacía habitualmente. Dejó la tarjeta en el escritorio y pensando en retirar la carta del correo por la tarde, se puso a cocinar. Tenía hambre y no quiso esperar a su familia.
¿Quién le escribiría? Sus ansias por saberlo se hacían cada vez más insoportables. Casi nunca recibía cartas, pero en aquel agosto de mil novecientos ochenta y dos alguien se había acordado de él; aquel último día del octavo mes del año había recibido una carta. ¿De quién?, pensó y pensó, pero a nadie tenía en la lista de los posibles remitentes. Será una amiga de aquí, de Santa Fe, o uno de los chicos, quizás..., meditó un instante. Quería saber quién era: un amigo, una amiga, algún pariente... No, jamás se había escrito con sus familiares. ¿Y quién era el remitente, entonces? La carne estaba casi lista. Puso a cocinar dos huevos en la sartén y enseguida comenzó a comer, solo. La casa estaba en silencio, cosa no muy común, y su única compañía era Júpiter, su caniche negro, que movía la cola esperando un pedazo de carne a un costado de su silla. Esperaba ansiosamente que el tiempo pasara y que llegara la hora de ir al correo. No lavó después de comer, dejó el plato sucio, el vaso con un poco de vino blanco y en el piso quedaron algunas migas de pan desparramadas.
Estaba inquieto. Fue a su pieza, puso música y siguió con la lectura de un libro que había abandonado hacía algunos días, acostado en su cama. La novela no era de las más entretenidas y a los pocos minutos se le empezaron a cerrar los ojos. Dejó el libro y se puso a pensar en la carta. Al rato gritó riendo: ¡Qué boludo! ¡Si mañana es mi cumpleaños!... Siguió riendo al pensar en su olvido y se tranquilizó un poco al deducir que, sin dudas, sería carta de algún amigo la que estaba en el correo. Cerró los ojos y mil cosas pasaron por su mente —como siempre— antes de dormirse.
Cuando despertó miró su reloj y pensó que ya era hora de ir a retirar la carta. Se levantó de un salto y se vistió. Su familia ya había regresado; su padre estaba en el living escribiendo a máquina y los demás dormían. Tomó la tarjeta rosada y salió. Llovía un poco más fuerte que al mediodía; el colectivo tardó unos quince minutos en llegar al correo. Entró casi corriendo, desesperado y con una incertidumbre tal que su corazón latía muy fuerte. Detrás del mostrador había un hombrecito viejo, de cabellos blancos, flaco, que le sonreía. Lo saludó y mostrándole la tarjeta rosada, le explicó que quería retirar su carta. El viejo seguía sonriendo y le dijo que esperara un momento. Mientras esperaba, pasó por su mente la idea de que esa carta cambiaría un poco su vida. Pensó también en su cumpleaños número diecinueve. El viejo tardaba y un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando lo vio acercarse. Traía en su mano un sobre marrón y sospechó que no se lo mandaba ni un amigo ni una amiga ni un pariente. Era la carta del fantasma que nunca quiso que llegara. Ni siquiera se animaba a pensar en él, pero sabía que tarde o temprano tenía que llegar. El viejito, con su permanente sonrisa —ahora más irónica—, le entregó el sobre y le deseó suerte. Quiso agradecerle, sonreír, pero no pudo. Tomó el sobre marrón, vio su nombre en el anverso y sin abrirlo volvió a su casa. En el camino pensó mucho. Pensó en su hogar, en su ropa, en su ciudad, en su familia, en sus amigos, en su habitación, en todo lo que le esperaba. Siempre cabizbajo, decidió volver caminando bajo esa llovizna que apenas mojaba su campera de jean. Se reflejaba en los charcos y, al verse, se decía: ¡Ahora te quiero ver! Estaba deprimido pero se reía, sentía un malestar placentero que lo ponía en la duda de si tenía ganas de reír o de llorar. Sonreía al pensar qué lejos estaba el verdadero remitente de ser aquel o aquellos que él había imaginado. Se habían acordado de él... pero no le causó ningún placer. Una nube de ideas daba vueltas en su cabeza mientras seguía caminando rumbo a su casa. ¿Y ahora qué hago?, gruñó.
Se detuvo en el “Valencia”, un bar de calle San Martín, a tomar un café. Allí donde tantas siestas había compartido la mesa con sus amigos, ahora estaba solo frente a un nefasto sobre marrón. A pesar de que antes de abrir el sobre ya sabía lo que decía, se dispuso a leerlo. ¡Feliz cumpleaños!, pensó irónicamente. Al acercarse el mozo, lo saludó y le preguntó qué deseaba beber. Sin pensarlo, casi automáticamente, respondió al saludo y le pidió un café. Miró al mozo y lo vio sonreír, igual que el viejito canoso del correo. ¿De qué se reirán todos? Tuvo la sensación de ser el único imbécil que se sentía así en todo el mundo, pero sabía que eso no era cierto, que lamentablemente había más de uno que se sentía así o peor. A través del vidrio se veía la calle mojada y los autos que pasaban con los limpiaparabrisas en marcha. El bar estaba vacío, solo el mozo que lo atendía estaba allí, detrás del mostrador, cerca de los baños mugrientos, mirándolo y sonriendo. Él estaba inquieto. Sacó de uno de sus bolsillos la lapicera estilográfica que siempre llevaba consigo. Su estado de ánimo lo hizo volcar sus pensamientos en varias servilletas que, una por una, fue sacando del servilletero que tenía la inscripción de la marca de cerveza de su ciudad. Las letras se agrandaban sobre el papel al ser estampadas.

Deseando compartir mis momentos libres con alguien, me encuentro en este bar, solo, esperando algo... Parece que alguien quiso nublar mi vista, quiso tapar mis oídos, quiso cerrar mi boca, quiso dejarme solo, y lo logró. ¿Quién es? Creo que no lo sé. Quisiera estar contento, con una sonrisa en mis labios, pero no puedo, todo lo lindo de lo pasado, por desgracia, ya pasó, y yo aquí, sentado en esta mesita en una tarde lluviosa escribiendo esto. ¿De qué me servirá? No sé, pero me hace bien. No me interesa que lo lea alguien, no me importa, lo único que quiero es que se me pase todo esto, todo esto que creo tiene un maldito nombre: soledad. Sí, me siento solo y me revienta, me deprime, me dan ganas de que algo importante haga cambiar mi vida, un viaje largo, una hermosa sorpresa, un enorme regalo. ¿Qué sé yo? Un regalo que quiero para mí...
Son las seis de la tarde, no importa el día. ¿Y qué importa la hora? Si todos los días a cualquier hora para mí son siempre lo mismo. Lo que me preocupa es mi estado de ánimo. Está tan abajo que ya ni lo veo. Soy feliz, por suerte, porque tengo todo lo que una persona necesita para ser feliz: una familia y amigos, y agradezco a quien sea que me los dio, por tenerlos, pero no sé, me falta algo...
Ya no me acuerdo del extraño sonido del timbre de mi antiguo teléfono, ya no me acuerdo de las palabras alentadoras de un amigo, ya no recuerdo lo que es tener una amiga entre mis brazos, ya no me acuerdo de nada... Creo que mis ánimos me están haciendo exagerar todo. ¡Cómo no me voy a acordar de todo eso! ¡Cómo me voy a olvidar del día en que por primera vez besé a una chica! Nunca olvidaré los momentos más felices de mi vida, nunca, aunque la ocasión me haga escapar una lágrima. Me siento solo y estoy en mi casa. No quiero pensar cómo me voy a sentir dentro de poco cuando ya no esté, cuando esté lejos de mi familia, cuando esté lejos de mis amigos, cuando la distancia me separe de todo lo que yo más quiero. Ahí sí que voy a valorar todo lo mío, todo lo que poseo, todo lo que voy a extrañar. Y creo que por más fuerzas que tenga, por más hombría que quiera tener, no voy a poder evitar llorar...

Tapó lentamente la estilográfica mientras miraba la calle mojada y desierta. Terminó el café —ya estaba helado—, dejó el dinero debajo del pocillo vacío, se levantó, tomó el sobre marrón y salió apresurado. No quería volver a ver la sonrisa de aquel mozo. Las cinco o seis servilletas recién escritas quedaron sobre la mesa. Minutos después serían abolladas por el mozo que, sin leerlas, las tiraría a la basura.
La lluvia había cesado y una brisa fría soplaba entre los edificios. Caminaba siempre mirando al piso como quien busca dinero o desea encontrar su destino sobre las baldosas. Ya no pensaba; ahora se concentraba en mantener el equilibrio caminando sobre una hilera de baldosas, sin pisar las demás. Se imaginaba que las otras eran un abismo infernal y que moriría si las pisaba. Cuando perdió el equilibrio, sonrió y se dijo estás muerto. Siguió caminando, acarició un perro vagabundo que lo siguió moviendo su larga cola. Los rasgos del perro lo asemejaban a una hiena. Le gustaba caminar por las calles de la ciudad, con el viento frío y la llovizna en la cara, las manos en los bolsillos o sosteniendo un cigarrillo y tarareando o silbando la melodía de una canción. Las calles se le hacían largas y eso le agradaba. Se dirigía a su casa pero no quería llegar. Se imaginaba la cara de su madre al recibir la noticia del sobre marrón. Sintió deseos de fumar pero no tenía más cigarrillos. Compró un atado de Particulares 30, encendió uno y continuó con su lenta caminata por las calles mojadas de su ciudad, de su país, de su mundo. Pensó que seguiría conociendo el mundo meses después, quién sabía dónde. Para él, el mundo conocido eran su ciudad y algunas otras ciudades argentinas por las cuales había tenido oportunidad de caminar con su mochila al hombro.
El perro seguía sus pasos moviendo la cola, contento también como el mozo y el viejo empleado del correo. Pero por más que se pareciera a una hiena, no se reía. Lo miraba con sus grandes ojos, su boca abierta y su larga lengua chorreando saliva espesa y blancuzca. A medida que se acercaba a su casa, las calles se le acortaban, como se irían acortando los días de ahí en más. Estaba desganado y quiso mejorar. Vamos, loco —se dijo—, la cara alegre que no es la muerte. No se lo creyó. Para él era como la misma muerte, lacrada en un sobre marrón. Al remitente no lo conocía ni el remitente lo conocía a él. Sería un viaje a lo desconocido, con gente desconocida, futuro desconocido.
Al llegar a su casa y abrir la puerta, percibió ese aroma que caracteriza a todos y cada uno de los hogares del mundo entero; lo sintió extraño y le agradó más que nunca. Ahora, no sabía por qué, lo percibía dulcemente. Y no solamente ese clima de hogar; también veía de un modo diferente las paredes, los muebles, las arañas colgantes con las lamparitas quemadas, el piso lustrado, el color de las puertas, el largo de las cortinas. Hasta la presencia de sus padres y sus hermanos sentía diferente, más necesaria que nunca. Júpiter fue a recibirlo con saltos y ladridos. También su perro le haría falta meses después. Sus padres tomaban mate en la cocina. Les iba a mostrar el sobre marrón pero no quiso hacerlo en esos momentos, no sabía por qué. Los veía sonrientes y no quería convertir esa felicidad en tristeza, en caras largas, que seguramente pondrían al recibir la noticia. Fue a su cuarto. Perón lo miraba desde su hogar rectangular, colgado de la pared, mientras Don Quijote, enjaulado en otro cuadro, le pedía ayuda a Sancho a través de las rejas. Carlitos miraba cariñosamente a un perro blanco y, en su escritorio, dos o tres libros desordenados esperaban ser leídos. Se acostó y siguió imaginándose un futuro no muy lejano. Se tocó el pelo y pensó que estaba demasiado largo. Rió al imaginarse con el pelo cortísimo. ¿Cómo sería? De repente le asaltó la ansiedad de dar la noticia a sus padres. Se levantó, tomó el sobre marrón y fue hacia la cocina.
—¿Adónde fuiste? —preguntó su madre.
Al correo.
—¿A qué?
No sabía cómo decirlo. Les mostró el sobre en sus manos. Se le hizo un nudo en la garganta y no le salieron las palabras. Júpiter lamía las zapatillas sucias. Quiso decirles que dentro de unos días tenía que partir, pero no sabía cómo, con qué palabras hacerlo. De pronto arrojó el sobre marrón sobre la mesa y volvió a su cuarto sin decir una sola palabra.
Su madre abrió el sobre y lo leyó. Miró a su esposo, inexpresiva, y comentó:
—Una carta de la Armada no es un buen regalo de cumpleaños...

jueves, 21 de abril de 2011

DEMASIADOS LIBROS PARA DEPARTAMENTO CHICO



No fue fácil para F. tomar la decisión. Pero no iba a dejar que se los llevaran los del banco. Fueron muchos años de vida y de lecturas. Los libros siempre fueron para él no solo una grata compañía sino también su alimento. Y verlos ahí, contra la pared, cada vez más numerosos, en esa biblioteca imponente que llegaba hasta el techo, alegraba sus días. Ellos no lo liberaban de su soledad pero lo ayudaban a que no fuese tan dura. La infinidad de mundos por los que F. había viajado adentro de la casona paterna, sin duda, habían ayudado a su crecimiento. Su vasto conocimiento era envidiable. Y el contenido de su biblioteca, también. Pero cuando el banco se cansó de esperar, no tuvo otra opción. No estuvo presente en el remate, pero había solicitado expresamente a la justicia que la biblioteca y su contenido no fueran incluidos en el mismo. Debió mudarse a un monoambiente, el dinero obtenido no había alcanzado para más. Y las escasas paredes no daban abasto para albergar su más preciado tesoro. Una vieja edición del Quijote fue la única que ingresó al departamento. Donó el resto. Sintió que esos mundos imaginarios por los que había viajado desde siempre se borraban de su mente poco a poco con el paso de los días. Pero no advirtió que a su vez era su existencia la que perdía sentido. F. se aferró a don Quijote, el único que lo ayudó a sobrevivir la cuenta regresiva.

domingo, 3 de abril de 2011

Y ME DICEN... (1984)


Roger Dean - Demons and Wizzards Wallpaper

Y me dicen que las cosas no son como yo las veo sino como ellos las ven. ¿Y quiénes son ellos que creen ver mejor que yo? No me dejan ver lo que yo quiero que exista... ¡Si ellos ni siquiera creen en lo que tienen frente a sus ojos! Cuando voy caminando y saltando entre las nubes, los veo allá abajo, caminando con prisa, con caras largas y encorvados. Yo salto de nube en nube y sonrío. ¿De qué te reís? Me miran con odio, con envidia y sigo sonriendo y saltando. Me retan cuando hablo de libertad. La libertad no existe. Sí, existe. Está acá. Y les señalo mi cabeza, mi cerebro, mi mente, mi conciencia. Yo soy libre y lo grito a viva voz. El golpe me hace caer pero solo me duele la cabeza, no afecta mis pensamientos. Al contrario, el golpe no me duele, me alivia. Escucho una canción. Habla el loco con un ave y lloran juntos al despedirse. Los hombres nunca lloran al despedirse después de hablar cinco minutos de cosas importantes. ¿Hablarán alguna vez de cosas importantes los hombres? Yo soy un hombre y cuando hablo me amordazan. Pero no puedo callarme. Nunca hablé con un ave. Pero sí muchas veces vuelo con ellas. Tantas veces volé con ellas que ya no sé cuántas. No hablamos. El silencio comunica a las aves al volar y yo me sumo a su código. Y es como si nos sintiéramos uno dentro del otro. No sé si en este mundo existen los amigos. Cuando digo las cosas que pasan por mi mente se ríen de mí, me gastan bromas. Y yo divago pensando en mundos que solo existen en mi cabeza. Ellos me agarran y me atan las manos, me clavan los pies a la tierra, vendan mis ojos muy fuerte y dejan mi boca amordazada. A veces, cuando miro el cielo queriendo tocar las estrellas con mis manos, las elevo, señalo, y alguien coloca una argolla en mi dedo. Las sonrisas me dan vueltas pero las carcajadas me desagradan. ¿Qué mejor que una sonrisa adornando un rostro y no una carcajada festejando una broma pesada? Sí, tenemos que reírnos, pero de nosotros mismos; reírnos de nuestras ocurrencias, de nuestros pensamientos. Tampoco me dejan caminar por las paredes ni hacerlo con las manos. Pero yo me escapo, no puedo soportar estar encerrado en una mente cuadrada y limitada. Cuando no quiero estar donde realmente estoy, me voy. Es muy fácil. Basta con cerrar los ojos o perder la vista en la nada y viajar, hacer proyectos, vivir sin trabas, escuchar lo que uno quiere, hablar con quien uno quiera, inventar historias, pensar en ideas imposibles, volar... Un cigarrillo, unas copas de vino, soledad... y nada más. Un perro me mueve la cola y con solo una sonrisa me comunico con él. No necesito acariciarlo. Él comprende mi mirada, mi sonrisa, y me sigue. Después me abandona, pero sabemos que la vida es así, aunque de la vida no sepamos nada... ni de la muerte. Todo pasa y todo queda. Me dijeron que era inocente. Mi inocencia me permite ver todavía en los ojos ajenos el dolor o la alegría, me permite saber que bajo el sobretodo de una persona no solo hay un pulóver, una camisa... Es esa inocencia la que me da la posibilidad de que también en mí exista la simpleza de ser un ser humano. ¿Defecto? Corro por calles interminables que no existen, me meto en la mente de los animales y pienso lo que yo quiero que ellos piensen. Sueño lo que quiero y cuando quiero, y si veo que ese sueño se está pudriendo, lo cambio, lo termino o simplemente lo olvido. Sos loco. ¿Y? Pensá en algo que te haga crecer, en algo que te ayude el día de mañana a vivir. ¿Mi libertad mental no es importante? No te da de comer. Yo me alimento con la vida, pensando, soñando, hablando, volando... ¡De un hondazo te van a bajar! Va a ser el día en que yo ya no tenga nada que hacer dentro de este cuerpo. Ese día voy a morir por dentro. Seguiré siendo el mismo por fuera, el mismo rostro, los mismos ojos —distinta la mirada—, el mismo tamaño. Pero por dentro voy a estar muerto. Alguien me reemplazará, seguro. Pero... ¿el de antes? Lejos, muy lejos voy a estar, me quedaré atrás, en el tiempo, y algún alma desdichada me reemplazará. Cuando ese hondazo me derribe, mi inocencia ya no estará conmigo.

martes, 22 de marzo de 2011

SASTURAIN, Juan: No me alibies


A la OTAN & Co., por si acaso.
.
.
Supongamos que tengo un problema,
supongamos que hay bronca en mi casa.
Digamos que es terrible lo que pasa,
que cunde el odio y el rencor se extrema.

Supongamos que estalla el sistema,
y de los dos lados avivan la brasa.
Ya hablan las armas, la locura arrasa,
y todo lo que sepa arder, se quema.

Supongamos que, sin que te lo pida,
decidas aliviar mi dolor ciego
e instales en mi casa y en mi vida,

tu idea de salud a sangre y fuego.
Tu puta ayuda es un viaje de ida:
si sufro no me alibies, te lo ruego.

Fuente: Página/12

viernes, 18 de marzo de 2011

STING: Russians

Gordon Matthew Thomas Sumner (nacido el 2 de octubre de 1951 en Wallsend, Tyneside del Norte, al noreste de Inglaterra), y más conocido como Sting, es un músico británico que se desempeñó inicialmente como bajista, y más tarde como cantante y bajista del grupo musical The Police.

Como miembro de The Police y como solista, Sting ha vendido más de cien millones de discos, ha recibido más de dieciséis Premios Grammy por su trabajo y obtuvo una nominación a los premios Oscar por «mejor canción».

sábado, 12 de febrero de 2011

EL PRECEPTOR


Primer día de clases. El preceptor se dirige al curso, carpeta y birome en mano, para tomar asistencia. Metros antes de llegar al aula escucha un molesto bullicio que, por ser el primer día, no le gusta nada. Se pone serio, saca pecho y piensa en las primeras palabras, duras, que dirigirá a sus alumnos para que no se crean, desde el primer día, que la escuela es una joda. Abre violentamente la puerta y el silencio se hace como por arte de magia… pero algo quedó en suspenso. Un segundo después de haber abierto la puerta y dirigir su mirada amenazante a los alumnos, un pedazo de tiza estalla contra el pizarrón. Increíblemente, no se mueve nadie; nadie habla, todo están sentados como en un liceo militar modelo. La tiza gira en el piso mientras el preceptor termina de ingresar al aula mientras levanta temperatura. Su rostro se endurece un poco más. Durante unos segundos, la quietud en el curso es absoluta. Recuerda cuando años atrás había vivido una situación similar y en ese entonces había tenido la ingenuidad de gritar al curso, y con bronca, ¡quién fue! Obviamente, la respuesta nunca llegó y se había sentido burlado. No había tenido manera de descubrir al culpable y sus palabras de advertencia en aquel momento se las había llevado el viento. Imagina ahora a todos los alumnos riendo por dentro y pensando te jodimos, boludo, por lo que no quiere caer en el mismo error de entonces. Piensa que el autor del disparo tendría al menos que tener en sus manos rastros de polvillo blanco, así como a aquel que dispara un revólver le queda impregnada la pólvora entre sus dedos. Pero no podía ser tan elemental de ponerse a revisar uno por uno. Una buena táctica, pensó, para descubrir al culpable sería amenazar al curso entero con quedarse después de hora hasta que el autor confesara su falta. Eso sí les dolería. Pero sabe también que estaría fomentando la delación entre compañeros. Además, a esa hora lo estaría esperando su esposa para ir al supermercado. Opción descartada. Piensa entonces en preguntarle directamente al flacucho que se sienta en el último banco de la fila del medio: tenía la cara como tomate y no lo miraba. Pero como no lo conocía aún, desconocía si el rojizo de su piel se debía a la vergüenza, al miedo o simplemente al aspecto natural del alumno. No los dejaría salir al recreo, quizás…
La tiza termina de dar sus últimos giros sobre sí misma y los alumnos saben que el preceptor no está de buen humor. Apoya la carpeta sobre el escritorio de los profesores y se para frente al curso. Se acaricia la barba. La tiza yace detrás de él. Observa lentamente a cada uno de los alumnos mientras la birome se agita inquieta entre sus dedos. Suspira lentamente y piensa en aquel día —muchos años atrás— en que una tiza similar a esa había partido desde su mano rumbo al pizarrón de aquel viejo colegio de curas, mientras el profesor de Merceología se esmeraba en explicar el método de obtención de la soda Solvay.
—Buenas tardes.
Le contestaron tímidamente.
—Voy a ser el preceptor del curso durante todo el año y espero que nos llevemos bien. Mi nombre es… —y sigue con la presentación habitual de todos los primeros días de clases de todos los años.

lunes, 7 de febrero de 2011

PARA LAS CENIZAS DE SERAFÍN



Mi niñez se fue a bordo de un barquito azul
dejándome solo en este mundo de hombres,

llevo en mi maleta a mi payaso Serafín

y un atado de cigarrillos.

.Busco algún trabajo donde se pueda jugar

a ser bueno como siempre me enseñó papá,

pero me dijeron que así a nada iba a llegar,

que debía ser un adulto.

.Tengo miedo pero debo comenzar

a olvidarme de mi alegría

y ser igual que los demás.

.Necesito a alquien que reemplace a mi mamá

que me haga la sopa y me enseñe a caminar

y también me ayude a encontrar a la verdad

porque está jugando a la escondida.

.
Debo despertar, ya no me puedo engañar más,

aunque no me gusten esos hombres que se matan por matar,

pues ya formo parte de esta triste sociedad

aunque tengo ganas de escapar.

.
Mi maleta se quemó con Serafín,

ya soy todo un hombre,

soy igual que los demás.

.Disco: Realidad

Letra: Pedro Conde

Música: Pedro Conde



.

Dice Pedro Conde: "Serafín era un personaje de cuentos franceses que con solamente su sueter y un hamster que era su amigo, inventaba y construía máquinas y artefactos maravillosos. Me pareció interesante meterlo en la misma maleta donde llevaba los cigarrillos y todo el vacío de aquel momento que la vida iría llenando como hace siempre. Lo del trabajo fue inutil. Lo del miedo fue superado. Lo de la alegría no pudo ser. No pude adaptarme.
Contar la historia de estas canciones es una forma de reconciliarme con quienes no tienen culpa en eso del éxito y el fracaso que hoy ya se que responden a otras circunstancias. Gracias, Serafín".


Escuchá la canción haciendo click acá.