miércoles, 26 de diciembre de 2012

IDEAS PERDIDAS


Salvador Dalí: "Galatea de las esferas" (1952)


La había pasado bastante bien en mi ciudad natal. El hecho de haberme reencontrado con los viejos amigos de la escuela primaria había activado de una forma extraña esa capacidad de emocionarme que creía perdida, o al menos olvidada. El paso de treinta y pico de años había sido, más que vertiginoso, un poco despiadado. Aquellos pibes de doce o trece años que en 1976 no entendíamos absolutamente nada de lo que en esos momentos estaba ocurriendo en el país, nos habíamos convertido ahora en interesantes señoras y señores, profesionales algunos, padres de familia otros, serios los menos, divertidos los más. El cuerpo y las canas (o la tintura en algunos casos) hacían evidente la cercanía de la mitad del siglo en nuestra vida. Y haber compartido y revivido innumerables anécdotas y emociones de la mano de un buen tinto, habían provocado en mí esa sensación de bienestar y alegría que mi cara no podía dejar de reflejar. Pero estas pequeñas felicidades llegaron a su fin cuando se hizo la hora del regreso. Durante una hora y media debería conducir el auto rumbo hacia mi actual ciudad de residencia, donde mi familia me esperaba.
Con la vista puesta en la ruta y la mente en el pasado, se me ocurrió que debería escribir algunas palabras sobre el día que había pasado junto a los viejos amigos y amigas para dejar de esa forma plasmada en el papel un poco de  memoria. Y fue entonces cuando esa memoria convocó a la nostalgia y recordé cuánto tiempo hacía que no daba rienda suelta a esa manía inútil que siempre sentí de escribir.
Puse un disco de Soda Stéreo y aminoré la marcha cuando vi unos cuantos metros adelante a un perro que intentaba cruzar la ruta. No se decidía y circulé muy despacio frente a él, por las dudas lo hiciera justo cuando yo pasara por el lugar. No quise cargar con la muerte del pichicho en mis espaldas. Quién sabe qué haría ahí, al borde de la ruta, lejos de cualquier casa habitada a la vista. ¿Buscaría a su dueño? ¿A su amor? ¿A sus hijos? ¿Lo habría abandonado momentos antes un dueño desalmado? ¿Estaría esperando, impaciente, que el arrepentimiento venciera la voluntad de su dueño y lo hiciera regresar en su búsqueda? Historias de abandono, de alejamientos, de recuerdos, de remordimientos... Quizás al llegar a casa debería escribir algo al respecto.
Fue ese insignificante hecho el que me hizo olvidar de mis amigos de la primaria y, no sé por qué, recordé a esa mina que atendía en el bar al que en mi adolescencia concurría asiduamente. Me gustaba, recuerdo, y mucho, a pesar de que debería tener al menos cuatro o cinco años más que yo. Qué bien que me sentía cuando me sentaba solo en la mesa que estaba al lado de la ventana principal del bar y venía la Flaca a atenderme. Disfrutaba verla venir hacia la mesa, con la rejilla húmeda en la mano a limpiar la mesa de los restos de cáscaras de maní que habían dejado los clientes anteriores. Cuando se inclinaba a limpiar la tabla espiaba disimuladamente, de reojo, su escote generoso, y veía seguramente menos de lo que imaginaba. En varias ocasiones intenté iniciar una conversación que no se refiriera solo al pedido de la cerveza o de la hamburguesa, o al pago de la cuenta, pero su incesante trabajo jamás la había dejado reparar aunque sea unos segundos en mi intención. Creo que en ese tiempo me enamoré de la Flaca, de su descuidado porte, de su sencilla vestimenta, de ese venir gracioso, de ese irse sensual, de su amabilidad, de su mirada sincera. Pero esas ganas de hablarle, de invitarla a encontrarnos en otro lugar, en otro bar, se desvaneció un lunes de otoño, gris y frío. Me atendió el dueño del bar, que me trajo con una marcada indiferencia y frialdad el cortado mediano que le pedí. No le pregunté entonces por la Flaca. Seguí concurriendo un par de meses más con la esperanza de volverla a encontrar. Y cuando reconocí que era evidente que ya no volvería a trabajar al bar, no regresé más. Linda historia para escribir...
La autopista estaba por suerte en buen estado y el viaje me resultó tranquilo. Pensé que si me hicieran un control de alcoholemia, quizás me diera positivo. Apagué el aire acondicionado y abrí la ventanilla para ventilarme un poco. No fue suficiente y abrí también la del acompañante. Comenzó a sonar De música ligera y levanté el volumen. La canté con ganas junto con Ceratti. Qué loco, hace dos años que duerme… Subí la velocidad un poco más y el viento despeinó mis cabellos grises. Se me vino a la mente la imagen de los locos que viajaron miles de kilómetros para saludar a su amigo antes de que partiera hacia Vietnam. En el descapotable, cabellos largos al viento, cantaban canciones de amor y paz. Sheila quería ver a Claudio. Berger y compañía quisieron cumplir ese sueño. Berger arriesgó más de lo debido, sin pensarlo demasiado y de acuerdo con su modo sincero de actuar. Reemplazó en el cuartel a Claudio por un momento para que este pudiese despedirse de Sheila... Fue un momento eterno. Claudio regresó tarde al cuartel y vio con impotencia cómo Berger partía junto con miles de soldados en avión hacia Vietnam para nunca más volver... Qué buena metáfora sobre la amistad...
Estaba entusiasmado porque en ese viaje de regreso (regreso de un momento formidable compartido junto con los chicos y chicas de doce o trece años) se me iban ocurriendo historias que sin dudas debería plasmar en el papel apenas llegase a mi casa. Las ideas volvían a dar vueltas, reaparecían en mi mente y debía aprovechar el momento.
Llegué a casa un tanto aturdido. Las ansias de agarrar el lápiz y el papel se hacían insoportables. Tantas historias tenía en la cabeza, entrecruzándose, confundiéndose, que seguramente no me sería tan fácil hilvanar las ideas.
Bajé del auto casi con desesperación y antes de colocar la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, la abrieron desde adentro, y con una alegría exacerbada y entre gritos desordenados, mis tres hijos se disputaban la primicia: mis primos del sur habían llegado hacía unos pocos minutos a mi casa y ya estaba todo listo como para que me pusiera a preparar un buen asado.
El fin del día se extendió hasta ya pasadas varias horas del siguiente. No había sido una mala velada. Al contrario. Anécdotas entrañables y vino tinto habían amenizado el encuentro. Fue larga la despedida y se hizo pesada la limpieza. Me dormí en el mismo instante en que mi cabeza se apoyó en la almohada.
Tomé el lápiz y el papel dos días después, a la hora de la siesta, cuando el silencio y la soledad en casa fueron perfectos. El papel estaba en blanco y mi mente también. Intenté durante un buen rato recordar alguna de las tantas ideas que se me habían ocurrido escribir en aquel viaje de regreso a mi ciudad. Pero el papel seguía en blanco, mi mano derecha quieta y en mi mente... nada. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

ALMA Y VIDA: Salven a Sebastián

Moira: me hiciste acordar de un tema hermoso, lejano...


Cuentan que mi amigo Sebastián
volvió a luchar...
y que a sus hermanos predicó
que la igualdad es la razón...

Cuentan que alguien vino y que lo persiguió...

cuentan que otro hombre lo prohibió...

cuentan que seguro alguien lo traicionó,
cuentan que su frente sangró.

¡Que nadie se lave las manos!

(Alma y Vida)

domingo, 9 de diciembre de 2012

METAFÍSICA I


El agua en su punto justo inició la ceremonia. Le hubiese gustado que alguien acompañara. Preparó los elementos necesarios, amoldó su cuerpo al sillón y suspiró antes de sorber por primera vez. En soledad, mate en mano, relajó cuerpo y alma. 
Buscó, por enésima vez, el sentido de la vida.

lunes, 3 de diciembre de 2012

NERUDA, PABLO: El libro de las preguntas



Dónde está el niño que yo fui,  
sigue adentro de mí o se fue?  

Sabe que no lo quise nunca  
y que tampoco me quería?  

Por qué anduvimos tanto tiempo  
creciendo para separarnos?  

Por qué no morimos los dos  
cuando mi infancia se murió?  

Y si el alma se me cayó  
por qué me sigue el esqueleto? 

(Chile, 1904/1973)

lunes, 12 de noviembre de 2012

7 - AÑO NUEVO... ¿VIDA NUEVA?



Sin poder decir palabra
sufre en silencio sus males
y uno en condiciones tales
se convierte en animal,
privao del don principal
que Dios hizo a los mortales.

Martín Fierro
  
Estaba sentado en una de las sillas de la oficina con los pies apoyados sobre el escritorio, fumaba un cigarrillo y sostenía en su mano derecha la planilla de castigos. Estaba solo, la puerta cerrada con llaves, las persianas bajas, bien cerradas, y la luz apagada. Afuera se escuchaban voces y pasos pesados; las voces de siempre, los pasos de siempre. El día estaba terminando pero él no podía observar cómo, muy lentamente, la tarde se iba apagando. Ahí, entre cuatro frías paredes y debajo de un techo, apenas divisaba las máquinas de escribir y el archivo; ni siquiera podía leer los nombres de los desertores que figuraban en un gran cuadro de vidrio, colgado de la pared que estaba frente a él. Hacía varias horas que se había autoaislado en la oficina para estar así, solo, pensando y en silencio. Siempre había buscado la soledad. En ese lugar no había encontrado a nadie que fuera como él. Estaba tan solo en ese momento como cuando estaba reunido con sus ocasionales compañeros. No quería pensar absolutamente en nada, pero ese papel que contenía su propio castigo lo hacía pensar en el porqué, en lo absurdo de todo lo que ahí decía. Leyó mil veces su apellido mal escrito, otras mil leyó la causa del castigo y muchas veces más leyó los treinta días que noches atrás había escuchado en boca de un sucio suboficial y que todavía hacía latir su corazón aceleradamente. Habían pasado varios días desde aquel grito que ahora se había transformado en palabras escritas, imborrables palabras visadas por firmas de nombres con autoridad, por un rengo guardiamarina retirado y por un gorila teniente de navío con cara de perro y cuerpo de oso, una pinturita de ser humano. Pero no quiso pensar en ellos, ni en esa maldita planilla, ni en ese indeseable lugar donde se encontraba. Ahora su mente se ocupaba de otras personas, de otros lugares, de recuerdos gratos, de sonrisas sinceras, de manos amigas, de palabras dulces. Ya no le preocupaba escuchar a lo lejos, fuera de la oficina, gritos sin sentido; ya no le prestaba atención al ruido de las pesadas botas que al lado de la ventana se escuchaba. ¡Qué mierda le importaba a él el presente! Él solo quería viajar a través del tiempo y del espacio, y el único vehículo que poseía era su mente. Cerraba sus ojos, anulaba su audición y se iba. Sonreía al verse donde realmente quería estar. Una pitada de su cigarrillo era un recuerdo de las siestas materas que compartía con su inseparable amigo Daniel; el tarareo de una canción le recordaba noches vividas con sus amigos y amigas sobre la alfombra de algún living. Con un suspiro traía a su mente miles de suspiros emitidos por alguna amiga querida cerca de sus oídos. Pero con el solo abrir y cerrar de ojos volvía a esa oscura oficina, a esa vida absurda de la cual él escapaba cuando podía.
Soy un desertor en sueños, decía en voz baja como si estuviera hablando con alguien. Pero no tengo los huevos suficientes como para irme como hicieron ellos, protestaba al mirar el cuadro de vidrio que pendía de la pared con la nómina de los desertores de la Base.
Se seguían escuchando los gritos y eran cada vez más frecuentes. El movimiento en la Base crecía a medida que la noche se acercaba. De pronto escuchó pasos cerca de la puerta y a través del vidrio opaco vio una sombra que se aproximaba. Se quedó quieto en la silla sin hacer ruido. Escondió el cigarrillo porque desde afuera podría verse la brasa encendida. Escuchó cinco golpes secos y suaves en la puerta, hubo una pausa y escuchó dos golpes más. Se tranquilizó al reconocer la contraseña. Vio cómo la sombra se alejó y terminó de fumar el cigarrillo. El mensaje significaba que tenía que salir de ahí. La hora de formación se acercaba y tenían que concurrir a la misa preparada en medio de la Plaza de Armas. No podía soportar tanta burla. Nuevamente tendría que escuchar las palabras de ese milico idiota que decía hablar en nombre de Dios. ¿Qué dios?, le había preguntado con bronca a un compañero en una discusión sobre la misma Navidad. Ellos deben tener un dios aparte, argumentaba con más bronca. No quería salir de su escondite, no quería volver a ser uno más en el montón, uno más disfrazado de verde, uno más manejado por la ignorancia de personas que poseían una tirita en el brazo que los identificaba como superiores. ¿Superiores de quién? ¿Superiores en qué?
Al salir y cerrar la puerta de la oficina comprobó que ya era de noche. Pocas horas faltaban para que culminara el año, ese 1982 que había venido con cara de muerte. Esa muerte que el cura capitán de fragata se encargaría de recordar en su invariable sermón minutos más tarde, bajo el cielo estrellado del último día de diciembre. Respiró el aire fresco proveniente del mar y no supo si se sintió mejor o peor. Con las manos en los bolsillos y cabizbajo, caminó lentamente hacia la Plaza de Armas a incorporarse a la formación. Luego de unos cuantos gritos vio llegar al cura sonriente y disfrazado con una sotana verde...

Bostezó profundamente. Hacía calor y algunas moscas lo molestaban constantemente al posarse en sus piernas desnudas. La luz todavía estaba prendida y sus compañeros, con mucho bullicio, terminaban de acostarse. Estaba tendido sobre su cama boca arriba, con las manos en la nuca, las piernas extendidas y destapado totalmente. El techo era tan insignificante como la vida que estaba viviendo en esos momentos. Todavía no había terminado el año, eran las once de la noche y ya estaban acostados. La misa había sido tremendamente pesada, tan estúpida como la que había escuchado el veinticuatro a la noche, pero esta vez no le había prestado demasiada atención. La cena había sido rápida. Menú especial: ensalada rusa con mortadela, pollo y de postre, pan dulce con sidra. Una cena inusual donde todos —incluido él— habían descargado tensiones. Cantos, golpes de jarros contra la mesa, corchos de sidra volando de mesa en mesa. Hasta unos cuantos pedazos de pan dulce conocieron el don de volar. Nadie dijo nada. No se escucharon gritos pidiendo orden. Él vio cómo el subjefe de la Base, capitán de fragata él, con cara muy familiar, hizo el brindis de fin de año. El subjefe levantó su copa de cristal y los conscriptos sus jarros de aluminio que segundos antes se habían llenado de sidra.
Eran las once de la noche y ya estaba acostado. El año nuevo se hacía esperar. Cuando apagaron todas las luces suspiró profundamente. Hasta el año que viene, se autosaludó. Cerró los ojos y se dispuso a escapar nuevamente de ese lugar.

—Che, loco, despertate...
—¿Eh?
—Despertate... Ya son las doce.
—La puta madre...
Con estas tres palabras dio la bienvenida a un nuevo año en su vida. Había dormido apenas una hora y el año nuevo lo sorprendía ahora despierto.
—¡Feliz año nuevo! —le deseó su compañero.
—Gracias —contestó de mal humor—. Ah, igualmente —dijo más cordialmente al pensar en un segundo que ese colimba, compañero de desventuras, había sido el primero que lo había saludado en 1983.
Su compañero sonrió porque lo comprendía. Comprendía la bronca que él sentía al tener que empezar el año, justo a la hora de las sirenas que no se escuchaban, con el bastón de goma nuevamente en su cintura, el casco blanco sobre su cabeza y el miedo de volver a quedarse dormido. Fue al baño, se lavó la cara, mojó su cabeza, encendió un cigarrillo y lo fumó tranquilamente. No quería permanecer allí encerrado y salió al aire libre. Afuera todo estaba tranquilo y oscuro. Se sentó en el piso y apoyó su espalda contra una pared. Trajo a su mente la cena de horas atrás, la alegría nerviosa que él y sus compañeros habían manifestado, las caras de sus superiores tomando sidra en copas de cristal, la ausencia inesperada del cura capellán... Todo le parecía una farsa. Miró su reloj: habían pasado veinte minutos desde el comienzo de 1983. Pensó en su familia, en sus amigos.
—¡Me cago en el nuevo año! —murmuró pensando que todavía tendría que estar once meses más lejos de Santa Fe.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Amantes y borrachos...



Que amantes y borrachos irán a los infiernos,
no puede ser verdad, creerlo es imposible;
si van a los infiernos amantes y borrachos,
quedará el paraíso desierto y despoblado.

Omar Jayyama, Persia, s. XI

sábado, 8 de septiembre de 2012

LEÓN GIEGO: UN DÍA BALTASAR


Dice Baltasar que tiene que cuidar
cien gallinas, diez caballos,
treinta vacas y sembrar...

Dice Baltasar: "¿Por qué trabajo tanto,
si al final me estoy muriendo
de tanto trabajar?".

Pero un día Baltasar escribió sobre un galpón
unas frases muy cortitas
que decían lo siguiente:

"Las tierras deben ser del que las siembra,
porque yo estoy dando todo
y hay quien se lo lleva.
Esto es para usted, señor patrón,
y cómo va a conocer su campo
si está sentado en un sillón con su esposa
mirando televisión".

Pero un día Baltasar se fue sin avisar
y cuando estaba ya muy lejos
se dio vuelta, por mirar,
porque escuchaba un ruido extraño
y no sabía que podía ser,
y eran todos los caballos, todas las gallinas,
mariposas blancas, los gorriones y las vacas
que seguían por detrás a Baltazar...


León Gieco
(de "La banda de los caballos cansados", 1974)


Pensar en el Baltasar de la historia de León Gieco sería equivalente a pensar en todos los trabajadores rurales –dependientes- que existen en el mundo entero. La visión sobre el trabajo rural que se refleja en esta canción da cuenta de la ideología de su autor, como así también de parte de su historia personal ligada al campo, donde nació y vivió en los años más importantes de la vida de un hombre: la infancia. 
El hecho de plantearse el porqué de “trabajar tanto para nada” muestra a Baltasar como poseedor de una idea revolucionaria ligada a la política de izquierda en boga en los años 60 y 70, y basada en los fundamentos de la Reforma Agraria. El reparto de las tierras debía ser equitativa para trabajarlas, y quien las trabajara con sus propias manos tenía el derecho de ser el dueño de las mismas de participar de las ganancias. En contra del latifundio, se denuncia en la canción la explotación de los pobres por parte de los poderosos o terratenientes, quienes aumentaban sus riquezas con el trabajo de los demás. 
Pero Baltasar –hombre trabajador y digno- opta por otra cosa. Se siente explotado por su patrón y decide abandonarlo en busca de una mejor oportunidad. No sin antes hacérselo saber por escrito, sobre las paredes de un galpón. Las palabras escritas por Baltasar son un verdadero grito de justicia y libertad. 
El texto tiene un final emotivo: la partida de Baltasar tiene un doble efecto: para él una recompensa –no material sino espiritual- y para su patrón un castigo –material y espiritual-. Todos los animales del campo siguen a quien consideraron siempre su verdadero dueño, quien los atendió, cuidó y vivió por ellos. 
El texto –simple y hermoso- refleja un mensaje comprometido con el trabajo del hombre y contra la explotación por el propio hombre. Es un verdadero reclamo, una denuncia, que sin decirlo explícitamente –y en eso radica su verdadero valor-, es un canto a la igualdad y a la dignidad del hombre.

sábado, 25 de agosto de 2012

6 - ¡FELIZ NAVIDAD!



Aquel que ha vivido libre
de cruzar por donde quiera,
se aflige y se desespera
de encontrarse allí cautivo;
es un tormento muy vivo
que abate la alma mas fiera.

Martín Fierro

Hermanos: nadie está aquí presente en vano. El Señor, como siempre, nos reunió una vez más en su casa para brindarnos su amor. Y hoy es un día muy especial para nosotros, los cristianos. Esta noche nuevamente nacerá Jesús en cada uno de los hombres que habitan el mundo, fieles o no, creyentes o ateos. Hoy es Nochebuena y mañana, Navidad. Muchos de ustedes están lejos de su ciudad, muchos de ustedes sufren por no poder estar hoy con sus familias, con sus amigos o con su novia... Pero no es razón para ponerse tristes, el Señor los acompaña...

La noche estaba llegando lentamente y el cielo poco a poco iba tomando un color negruzco. Empezaban a brillar las primeras estrellas. La luna, todavía opaca, dejaba ver su bello cuerpo ovoidal allá, en el sur celestial. El día había sido pesado para todos los allí presentes, en esa misa improvisada al aire libre pero con un lujoso altar. No todos estaban con el mismo estado de ánimo. Algunos sonreían, otros permanecían serios, otros, sin ganas, observaban al sacerdote sin prestarle atención.

Tienen que tener en cuenta, hermanos, que no están aquí sin razón; están prestando un servicio valiosísimo, que no muchos tienen el orgullo de hacerlo. Hoy les toca a ustedes servir a la Patria lejos de sus hogares en el día de Navidad. Algunos quizás esta noche, cuando sean las doce, estarán sosteniendo el fusil; otros, quizás, estén durmiendo. Pero háganlo con la frente alta, siéntanse orgullosos de ustedes mismos al pensar que aquí adentro están defendiendo la soberanía de nuestra tierra, de nuestra hermosa tierra argentina que hoy, terminando el año 1982, vive una época de paz y bienaventuranza gracias a estos años de reconstrucción que nuestro actual gobierno supo conseguir, combatiendo las fuerzas del mal con ahínco, fortaleza y justicia...

Todos sabían que debajo de esa sotana, sobre esos hombros de sacerdote, se escondían jinetas que lo identificaban como Capitán de Fragata. Todos, oficiales, suboficiales y conscriptos, todos sabían que era un cura militar, que hoy trataba de hablar en nombre de Dios; que hoy trataba de festejar una Navidad diferente para muchos, habitual para otros; que trataba de hacer florecer esperanza en corazones que solo latían porque sus organismos lo disponían.

Piensen que hoy sus padres estarán orgullosos de ustedes; sí, de ustedes, sus hijos que aquí están cumpliendo con una ley nacional. Orgullosas deben estar sus amigas o novias, al sentirlos cerca, espiritualmente cerca. Orgullosos sus hermanos, entrañables hermanos que seguramente hoy rezarán una oración al Señor por ustedes. Orgullosos todos los seres queridos que hoy al levantar sus copas a las doce de la noche, brindarán con felicidad por cada uno de ustedes, por cada uno de sus hijos, novios, hermanos que no están presentes. Y por sobre todas las cosas, los que tienen que estar orgullosos son ustedes mismos, hermanos. Ustedes que con gran hombría pueden sobrellevar el dolor de la distancia, y que con esa misma hombría tienen el valor de cuidar y defender a su querida Patria, tal como lo hicieron otros hijos y hermanos en Malvinas meses atrás...

Muchos se miraron seriamente, sin pronunciar una sola palabra. Sus gestos expresaban lo suficiente como para saber y comprender lo que pensaban. Muchos de los presentes habrán pensado en sus familias, en las doce de la noche, en una copa de cristal con espumante sidra fría. Seguramente alguno, para no dejar caer una lágrima por su mejilla, tuvo que hacer un gran esfuerzo interior; no se podía llorar en público, las risas se desatarían indudablemente al ver esa lágrima recorrer lentamente el rostro frío de algunos de los presentes.

Hoy, hermanos, tenemos que hacer fuerza todos juntos para que este, nuestro gran país, siga avanzando como lo viene haciendo hacia el mañana que todos esperamos, un mañana de paz y felicidad. Hoy, hermanos, tenemos que pensar que el futuro es nuestro y que mientras sigamos aplicando nuestros ideales en forma digna y justa, seguramente lograremos salir adelante. Hoy pediremos al Señor por nuestras familias, por nuestros amigos, por todo el mundo, para que esta Navidad llegue a todos los hogares con el amor, con la prosperidad y con la fe que la caracteriza. Hoy pediremos por nuestros difuntos, por su esperanza en la resurrección. No nos podemos olvidar de nuestros hermanos que, con gran valor, defendieron la soberanía de nuestras islas, y que hoy descansan en el sueño eterno bajo la tierra fría de nuestra Patria. Como así tampoco debemos olvidarnos de todos nuestros hermanos que cayeron en la lucha contra el terrorismo satánico que se implantó en Argentina, a  la que quisieron destruir inculcando ideas contrarias a la moral e ideología cristiana, ideas de una izquierda que lucha para lograr la deshumanización del hombre en nombre de quién sabe qué objetivo oscuro y maligno que desean imponer. Hermanos, agradezcamos al Señor por esta vida tan hermosa que nos ha brindado, por este pueblo argentino orgulloso de su país, por esta nueva Navidad que El quiso que pasemos aquí, lejos de los nuestros; por su gran misericordia y su eterno perdón...

Ya estaba oscuro totalmente. La noche había llegado. Las estrellas eran innumerables y la luna ahora brillaba fantásticamente en lo alto. Una brisa fría corrió por los cuerpos inmóviles de los concurrentes a misa. A trescientos metros de allí, el mar llegaba manso a las playas vírgenes de un lugar extraño. A lo lejos se divisaban tres o cuatro buques inmóviles, con sus luces encendidas, brillantes y pequeñas. La iluminación artificial apenas alcanzaba para ver no más allá del altar.

No olvidemos, hermanos, que el Señor es sabio y todopoderoso. Cada uno tiene justificada la existencia y cada uno de nosotros está aquí porque El lo quiso. Les pido que piensen en sus futuros hijos (Yo ya tengo dos —pensó uno de los colimbas), piensen cuando les cuenten sus experiencias vividas aquí, en el servicio militar. ¡Cuántas anécdotas para contar! Piensen en el entusiasmo con que sus hijos escucharán sus relatos. Piensen que quizás el día de mañana les tocará a ellos estar en el lugar en que ahora están ustedes (¡La boca se te haga a un lado y se te llene de mierda! —pensó otro). Hermanos, las Fuerzas Armadas de la Nación están orgullosas de ustedes, de todos los ciudadanos argentinos que con orgullo cumplen con su obligación. Gracias a ustedes hoy el país puede seguir luchando por sus derechos... Hermanos, ha llegado el momento de marchar. Espero que pasen una Navidad feliz a pesar de la distancia. Recuerden: el Señor está con nosotros en cada momento, sea bueno o malo... Hermanos, el Señor esté con vosotros (Y con tu espíritu). En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Amén). Hermanos, podéis ir en paz (Demos gracias al Señor).

El murmullo comenzó poco a poco a flotar en el aire hasta que se hizo una conversación en voz normal y confundida. Comentarios y opiniones comenzaron a pasar de boca en boca. Un leve desorden se notó en la formación. Los gritos se precipitaron: ¡Atención! La inmovilidad fue instantánea; salvo los oficiales y suboficiales, todos permanecieron quietos y en silencio. ¡A formar! La rapidez de los conscriptos no dejaba divisar perfectamente el movimiento de sus botas. ¡Fir - mes! Ya estaban todos en perfecta formación, respondiendo como títeres a la voz de mando. Irían a cenar (¿pollo al horno con papas?, ¿cerdo asado?, ¿ensalada rusa?, ¿vino blanco?). A las doce quizás algunos estarían durmiendo y otros despiertos con un fusil al hombro. ¡De frente... mar! El golpe de las botas contra el piso fue rotundo y uniforme, como máquinas marcaban el paso los conscriptos rumbo al comedor. ¡Izquier, dos, tres, cuatro, izquierda, derecha, izquierda! Todos callados, vista al frente, sacando pecho, moviendo rítmicamente el brazo derecho y la mano hacia la hebilla, e inmóvil el izquierdo tomado del cinto de combate. Uno de los conscriptos pensó en su familia, en sus amigos. Miró el cielo estrellado y vio la luna enorme e implacable. Miró a sus compañeros y volvió la vista al mar. ¿Demos gracias al Señor?, se preguntó.

lunes, 6 de agosto de 2012

SOBRE LA INMORTALIDAD





Somos todos inmortales. Ni Gilgamesh, sabio entre los sabios, pastor de Uruk, se lo hubiese imaginado. Si lo hubiese sabido no habría viajado hasta el fin del mundo en busca de Utnapishtim para conocer los secretos de la inmortalidad. Si dejamos a un lado la cuestión religiosa, podemos decir que el Hombre muere en cuerpo y alma, pero hay algo que queda, una esencia, algo nuestro que cuando partimos se va a esperar su turno a un punto indefinido de la galaxia, a un lugar etéreo, o a una estrella, quizás. A un camarín, digamos,  donde esperamos regresar a este mundo material para continuar con la larga historia de la humanidad.
Platón, Heráclito, Tácito y otros tantos intentaron convencer al Hombre con sus teorías. No es este planteo un intento de superación a semejantes sabios, pero tengo mi humilde opinión.
La Tierra es un teatro donde Alguien se divierte haciéndonos actuar. Somos miles de millones de personajes que existimos desde siempre, desde que uno de nosotros tuvo la suerte —¿o desgracia?— de ser el primero. Somos un elenco estable que salimos al mundo a vivir, a actuar, a cumplir una cierta misión, más o menos valiosa, pero una misión al fin. No hace falta que todos seamos genios u hombres ilustres. Si lo fuéramos, sería un caos. La cuestión es que a cada uno le llega su turno, su hora de salir a escena, su papel protagónico.
A ver si se entiende: un día nació —entró en escena—, por ejemplo, Platón. Cuerpo y alma unidos se pusieron a pensar y dejaron un mensaje a toda la humanidad. ¿Mensaje superado? Quién sabe si no fue el mismo Platón —renacido en quién sabe qué otro personaje— el que más tarde se encargó de perfeccionar sus propias ideas… Pero un día Platón murió. Murió para su época, para sus parientes y amigos, y se fue a esperar su turno para volver a uno de los tantos camarines que existen en el universo. Y seguramente volvió, con otro cuerpo, con otra alma, a cumplir un papel diferente. Quizás en este nuevo papel tuvo la oportunidad de leer sus propios pensamientos y se asombró… o no los comprendió y los desechó. Porque cuando volvemos no tenemos memoria de nuestra vida anterior, no sabemos quiénes fuimos… Y pensándolo bien, en buena hora que no lo sepamos.
Por eso sostengo que siempre fuimos unas cuantas miles de millones de almas que hemos sido creadas para formar parte del gran espectáculo mundial. Mientras al principio salieron a escena unos pocos para empezar la historia en determinados envases, nuestro Director de Escena fue advirtiendo que hacían falta más personajes para ir perfeccionando su historia, pero ¡pobre! No advirtió que sus creaturas eran muy peligrosas y difíciles de controlar. Porque los que terminaban su ciclo y se morían (salían de escena), no querían quedarse mucho tiempo en los camarines esperando un nuevo turno. Por eso al Director de Escena se le quemaron los papeles y el libreto debió sufrir grandes cambios. Cuando se vio desbordado por tantos actores, quiso solicitar ayuda, pero a su alrededor solo tenía a sus creaturas. Debió confiar en algunas de ellas para que lo ayudasen, para que sean sus asistentes. Pero pagó caro su propia mezquindad. Al no querer hacerlos perfectos, sus asistentes fueron fácilmente sobornados y dejaron ingresar al mundo a los que más les convenían. Por eso al principio la humanidad era escasa y ahora ya casi ni cabe en el planeta. Nuestro Director de Escena nunca quiso hacer actuar a tantos juntos, sabía que iba a ser difícil de controlar y ahora se defiende como puede.
Me pone la piel de gallina imaginarme en una de las tantas estrellas esperando mi turno. ¿Habré estado esperando junto con Homero, o Nerón, o Napoleón, o Aristóteles, o junto con algún labriego de la Edad Media? ¿Habré sido alguno de ellos en alguna vida anterior? ¿Habré sido famoso y adinerado o un hombre sencillo que solamente quiso ser feliz? ¿O un verdugo de hacha en mano haciendo rodar cabezas o un asaltante de diligencias en el lejano oeste? ¿Habré descubierto la pólvora o algún virus? ¿Habré liberado países, o descubierto continentes, o gobernado reinos en algún remoto lugar del mundo? ¿Habré luchado por la paz o colaborado en destruirla? ¿Habré sido un animal, un lobo o una oveja?
Poca importancia tiene saber qué fui, quién fui. Saberlo le quitaría misterio a la historia. De lo que puedo estar seguro es que en mi otra vida -u otras vidas- debí desempeñar un papel muy importante, protagónico, digamos. Debo haber sido un ser muy influyente en la historia de la humanidad. Debo haber trabajado muchísimo. Si no, ¿cómo interpretar la decisión del Director de Escena de darme descanso con este humilde papel de oficinista de repartición pública que hoy ostento?

jueves, 26 de julio de 2012

Ingeniero químico, jubilado y FILÓSOFO



HAROLD SCHLUMBERG. Ingeniero químico jubilado




“Muchos me preguntan qué hacen los ancianos después de jubilados… Bueno, yo tengo la suerte de ser graduado en ingeniería química y una de las cosas que más me gusta hacer es transformar cervezas, vinos y otras bebidas alcohólicas en orina, al cabo de un simple metabolismo renal”.

martes, 17 de julio de 2012

LA RENGA: BALADA DEL DIABLO Y LA MUERTE



Estaba el Diablo mal parado
en la esquina de mi barrio,
ahí donde dobla el viento
y se cruzan los atajos.


Al lado de él estaba la Muerte
con una botella en la mano,
me miraban de reojo
y se reían por lo bajo.


Y yo que esperaba no sé a quién,
al otro lado de la calle del otoño
una noche de bufanda
que me encontró desvelado.


Entre dientes, oí a la Muerte
que decía así:


Cuántas veces se habrá escapado,
como laucha por tirante
y esta noche que no cuesta nada,
ni siquiera fatigarme,
podemos llevarnos un cordero,
con solo cruzar la calle.


Yo me escondí tras la niebla
y miré al infinito,
a ver si llegaba Ese
que nunca iba a venir.


Estaba el Diablo mal parado,
en la esquina de mi barrio,
al lado de él estaba la Muerte,
con una botella en la mano.



Y temblando como una hoja,
me crucé para encararlos,
y les dije: Me parece que esta vez
me dejaron bien plantado.


Les pedí fuego y del bolsillo
saqué una rama pa' convidarlos,
y bajo un árbol del otoño
nos quedamos chamuyando.


Me contaron de sus vidas,
sus triunfos y sus fracasos,
de que el mundo andaba loco
y hasta el cielo fue comprado,
y más miedo que ellos dos,
me daba el propio ser humano.


Y yo ya no esperaba a nadie,
y entre las risas del aquelarre
el Diablo y la Muerte
se me fueron amigando,
ahí donde dobla el viento
y se cruzan los atajos,
ahí donde brinda la vida,
en la esquina de mi barrio.




Siempre escuché decir de la “Balada…” que es un tema que hace apología del consumo de drogas (“saqué una rama pa’ convidarlos”). Creo que quienes lo dicen —inclusive muchos jóvenes— nunca se detuvieron a analizar tranquilamente sus versos, sus metáforas, el significado connotativo que tiene esta canción. Cansa un poco escuchar que porque en una canción suenen palabras como "porro", "faso", "merca", "rama", "yuyo" o directamente cocaína o marihuana, se está invitando a toda la juventud a probar, a consumir. Pienso exactamente alrevés de los que así opinan. Intentaré explicar por qué.


El barrio es uno de los elementos más sensibles del rock nacional, sobre todo en aquellos grupos que se formaron y crecieron en él (los que al principio fueron llamados “under”, cuando no habían llegado todavía a ser medianamente conocidos).
El barrio es el lugar donde se desarrolla la historia de la “Balada...”, en una esquina cualquiera (“ahí donde dobla el viento / y se cruzan los atajos”), indeterminada, pero tan importante como cualquier otra. En calles por las cuales la voz poética espera su destino, desorientado, una noche fría, de insomnio. Esta primera persona podría representar sin mayores esfuerzos de imaginación a todos aquellos jóvenes –y otros no tanto- que atraviesan momentos de incertidumbre y deambulan por la calle –por la vida– buscando su propia identidad. Y no es casual que en esas circunstancias se “encuentre” con estos dos personajes por de más simbólicos.
Cada oyente de la canción –cada lector de su letra– podrá imaginarse una escena muy particular, parecida o diferente a la que imaginó quien la escribió, o a la de otro oyente –o lector–. Se podrá imaginar un escenario: una esquina cualquiera de barrio en una noche fría de otoño, con neblina, en horas de la madrugada –esto significa solitaria, silenciosa, oscura, sin movimiento– (“una noche de bufanda / que me encontró desvelado”). Se podrá imaginar también al personaje que narra la historia de mil maneras diferentes, una por cada oyente o lector, caminando solo, con sus manos en los bolsillos, cabizbajo, meditabundo, cuestionándose sobre su presente, sobre su futuro, sobre la incertidumbre de su propia vida.
¿Y por qué hablar de cuestionamientos interiores acerca de su propio ser? ¿Quién es ese “Alguien” a quien está esperando cuando de pronto se le aparecen el Diablo y la Muerte? (“Y yo que esperaba no sé a quién”), ¿quién es “Ese” al que espera ya casi sin esperanza? (“a ver si llegaba “Ese / que nunca iba a venir”), ¿quién no concurrió a su encuentro? (“me parece que esta vez / me dejaron bien plantado”), ¿por qué en ningún momento lo nombra?
El encuentro con el Diablo y la Muerte no es casual. Bien hubiese podido encontrarse con un amigo, con la policía, con un borracho o con una patota. Pero se encontró con estos personajes, contraposición segura de aquel a quien estaba esperando: quién otro sino alguien que lo salvara de su incertidumbre pasajera (o no). ¿Por qué aparecen justamente el Diablo y la Muerte, típicos conceptos religiosos, en una canción de rock? Porque la mística siempre ha formado —y forma— parte de la mente joven. El Diablo es el Mal y se presenta como la antítesis del Bien; y “al lado de él estaba la Muerte”, concepto que contraponemos a Vida, como si la muerte fuera peligrosa, como si no fuera algo natural.
Esa noche seguramente no era una noche optimista para el protagonista. A la espera de "Alguien”, se le aparecieron de repente dos personajes asociados a las tinieblas —recordemos que la acción transcurre de noche, hace frío y la soledad es total—. ¿Se los hubiese encontrado un día de sol, en momentos en que en la calle la gente abunda, o si hubiese estado acompañado de algún amigo y en estado de tranquilidad con su alma? Seguramente que no. Los estados de ánimo nos llevan a pensar de determinada manera, a imaginarnos en determinado lugar y a encontrarnos con determinados personajes.
La idiosincrasia de la primera persona hace que al principio se sienta incómoda, temerosa. Como se dijo, el Diablo y la Muerte se asocian a la idea del Mal, y escuchó a la Muerte hablar con el Diablo sobre él: estaba indefenso (“podemos llevarnos un cordero”). Sintió miedo, desesperación. Deseó que llegara “quien debía llegar” y se escondió. Pero tal presencia nefasta le hizo recobrar confianza, perder el miedo, y ante la imposibilidad de evitarlos, los enfrentó: compartió con ellos un cigarro (la famosa “rama”) y comenzaron a conversar.
El Diablo y la Muerte se brindaron a nuestro personaje con confianza y seguridad. Le plantearon su visión sobre la realidad del mundo, la del hombre, la de ellos mismos. Fue una estrategia inteligente. Poco a poco el miedo se fue perdiendo y se convirtió en confianza, en comprensión, en afinidad. Y en esa misma esquina de barrio, donde al principio el Diablo estaba “mal parado”, ahora nuestro personaje se une a ellos en la creencia de haber encontrado el sentido de la vida, lejos de los hombres, lejos de Aquel que nunca llegó, que nunca lo escuchó, que nunca se interesó por él.

Tranquilamente se puede atribuir a esta canción un significado simbólico: El hombre, en un estado de incertidumbre, de debilidad sentimental, busca nuevos caminos, busca una razón de vida, y lo hace donde puede hacerlo, en el lugar que tiene más a mano, a la hora que puede y como puede. Dependerá de diferentes factores el resultado que obtendrá.
Y aquí radica mi planteo por el cual rechazo que este muy buen tema de nuestro rock pueda llegar a tomarse como una incitación al consumo de drogas: ¿si hubiese encontrado a alguien de confianza, a un amigo, a un pariente, a alguien que lo salvara de la soledad, se hubiese encontrado con el Diablo y la Muerte?

domingo, 8 de julio de 2012

TRABAJO INDIGNO


"Lustrabotas", Carlos Alonso

Pocos años vividos para hacerse merecedor de semejante trato. Maneja el cepillo como un maestro y el betún brilla como sus ojos. No levanta la vista para no apreciar la indiferencia. Sentado en su banquito de madera, gana el peso y el desprecio:
—¡Dale, pibe, apurate que cierra el banco!

viernes, 22 de junio de 2012

Dejen que entre el brillo del sol



Viajaron muchos kilómetros para verlo, para encontrarlo, para que se reencuentren.
Sheila, la rubia acomodada, se había enamorado de Claudio, el rubio campesino que se había alistado para ir a pelear a Vietnam. Los amigos, incondicionales, hicieron todo lo posible como para que se pudieran ver antes de la partida. ¿Pero cómo entrar al cuartel? ¿Cómo llegar a ese soldado que ya no podía volver sus pasos atrás?
Viajaron muchos kilómetros, cantando, felices, cabellos largos, muy largos, al viento. Y se la ingeniaron. Sheila simuló conquistar a un oficial del glorioso ejército yanqui  y le robó el uniforme, mientras Berger sacrificaba sus largos cabellos por la noble causa: ingresar al cuartel disfrazado de oficial y permitir así que Claudio abandone por un rato la milicia y pueda despedirse de Sheila.
Pero los militares —no solo los yanquis— son impredecibles. Berger, contento y orgulloso de ayudar a su amigo, ocupaba el puesto de Claudio cuando alistaron a la compañía para partir al infierno. No volvió a tiempo Claudio para ocupar su lugar y devolver a Berger a su mundo natural.
El avión partió.
El final es emocionante. Los amigos de Berger, incluido Claudio, lo despiden cantando “let the sunshine in” ante un cementerio de miles de lápidas blancas, con una placa con nombre equivocado, con cuerpo cambiado.
Un verdadero canto a la amistad y a la paz.



jueves, 14 de junio de 2012

5 - GUARDIA IMAGINARIA



Ningún consuelo penetra
detrás de aquellas murallas,
el varón de más agallas,
aunque más duro que un perno,
metido en aquel infierno
sufre, gime, llora y calla.

Martín Fierro


Eran las dos de la mañana y se sentía mal. Quería dormir y no podía hacerlo. Parado, caminando por los pasillos, pensaba en cómo matar el tiempo. Le molestaba el casco blanco sobre su cabeza húmeda de transpiración. De su cintura colgaba un duro bastón de goma que debería usar en caso de indisciplina. Él sabía muy bien que jamás lo haría. ¿Qué hacer? Todos dormían. ¿Con quién hablar? ¿Cómo matar el aburrimiento a esa hora de la noche? Se dirigió hasta la cama del sanjuanino Chirino casi sin hacer ruido.
—Camilo... Camilo... —susurraba mientras sacudía suavemente el cuerpo dormido—. Che, Camilo, despertate.
—¿Eh? ¿Quién es?
—Yo, loco. Prestame la radio, porque si no me duermo.
Camilo lo miró seriamente tratando de despertarse.
—¡La puta madre! ¿No había otro a quien pedírsela?
—¡Dale, che! Si es por las pilas, te las pago...
—No, no es eso... ¡Estoy durmiendo! ¿No ves?
—Sí, veo...
—¿No me digás que estás de imaginaria? —preguntó Camilo largando una carcajada que se confundía con un bostezo.
—Sí, loco. Estoy cuidando que el enemigo no ataque la cuadra y nos afane las botas. Dicen estos milicos que los ingleses acostumbran a atacar por la noche y se ponen de acuerdo con la guerrilla armada para hacerlo sorpresivamente —dijo irónicamente—. Y parece que buscan a los sanjuaninos putos...
—Ay, entonces cuidame mucho, mucho, mucho... —afeminó la voz.
Un chistido se escuchó en el fondo de la cuadra. Camilo, entredormido y de mal humor, abrió la taquilla y tomando la radio portátil, se la dio a su compañero.
—Tomá y dejame de romper las bolas.
Cuando el imaginaria le quiso dar las gracias, Camilo ya estaba dormido. Encendió la radio y se sorprendió al escuchar un tema de Sui Géneris. Será algún jovato romántico, se dijo pensando en el conductor del programa. Caminaba incesantemente para no dormirse, solo tenía que esperar hasta las cuatro y lo relevarían. Fue al baño y se sacó el casco. El calor era sofocante. Diciembre se estaba yendo y se despedía calurosamente.
Abrió una canilla y puso su cabeza debajo del chorro de agua fría. Pensó que así se despabilaría un poco. Se peinó los pocos pelos que tenía y volvió a andar por los oscuros pasillos.
¿Qué harán mis amigos en Santa Fe?, pensaba. Deben estar de joda... Aunque allá a esta hora debe estar casi todo muerto, ni un alma en la calle... pero cómo me gustaría estar con ellos...
Sostenía la radio pegada a su oreja izquierda, mientras que con la mano derecha jugaba con el bastón de goma. Sus piernas estaban cansadas y el sueño no se iba. Estaba contento porque por la radio pasaban la música que a él le gustaba, esa música que le traía recuerdos de mates siesteros y reuniones nocturnas en la casa de alguna amiga. Recuerdos con los que viajaba a cientos de kilómetros con un abrir y cerrar de ojos, recuerdos que no eran suficientes como para alejar el sueño.
Se sentó en una de las tantas camas vacías que había en ese oscuro lugar y, apoyando su codo derecho sobre su pierna, recostó su cabeza en su mano extendida. No me tengo que dormir, pensó. Eran las tres y media de la mañana, media hora más y lo reemplazarían. La música se mezclaba en su mente con los recuerdos pasados, haciendo un solo sueño, sueño hermoso, loco, destructor...
Viajó sin darse cuenta por espacios infinitos. Corría por el aire y daba vueltas sintiendo nuevamente en él su castrada libertad. De pronto se encontró parado sobre una calle de adoquines y no vio a nadie, estaba completamente solo. Quería gritar pero pensó que era totalmente inútil, nadie lo escucharía, nadie acudiría a su llamado. La calle era larga, no podía divisar el final de la misma ya que el mismo horizonte la cortaba. Caminaba lentamente buscando un lugar adonde ir. A los costados de la calle solo se levantaban dos muros inmensos y no vio otra salida que seguir caminando. Luego de varios minutos de andar, el paisaje no variaba: dos muros enormes y la calle sin fin. Entró a inquietarse y caminó más rápido, cada vez más hasta llegar a correr como un loco, desesperadamente. Era para él como estar corriendo sobre una esfera gigantesca, a la que hacía rodar sin avanzar, como lo hacen los osos en el circo sobre una pelota o sobre un gran cilindro acostado. Sin saber en qué momento ni por qué, se vio tirado en el suelo, dolorido y ensangrentado, sus piernas débiles le temblaban, sus ojos mirando hacia arriba se extraviaban, su boca sonreía y sentía cómo todo su ser se iba. Vio una luz. Una luz cegadora frente a sus ojos, insoportablemente poderosa, que no lo dejaba ver qué pasaba. Al fin pudo divisar imágenes oscuras, indescifrables. Miró su cuerpo y no sangraba, estaba sentado sobre una cama, con la radio apretada en su oreja izquierda, su casco puesto y el bastón de goma tirado en el piso.
Ya no soñaba, ya no dormía. Una luz maligna lo había despertado. Tardó algunos segundos en reaccionar. Se paró y pensó en lo peor. Una sombra se alejaba por el pasillo con una linterna en la mano... y lo había descubierto dormido. Casi con rabia pensó que solo faltaban seis días para la Navidad y que ya tenía el permiso de sus superiores para viajar a su ciudad. Hizo fuerzas inhumanas para no dejar escapar una lágrima y maldijo la hora en que se había quedado dormido. Apagó la radio y la escondió debajo de un colchón. Luego se acomodó el uniforme y se quedó parado, inmóvil, esperando el regreso de la sombra.
Nuevamente vio la luz en el fondo del pasillo. Se aproximaba el momento que él no hubiese querido vivir nunca. Quiero irme a Santa Fe, se decía en silencio. Rogaba para que la sombra pasara de largo, para que lo ignorara, pero sabía que no sería así. Cuando la sombra estuvo cerca, la identificó. Era un hombre alto, canoso y delgado. En su brazo brillaba un brazalete rojo que lo identificaba como suboficial de guardia. Él seguía inmóvil, ahora en posición de firme y saludó a su superior militarmente.
—¡Buenas noches, suboficial! —dijo con voz fuerte y segura.
En suboficial se detuvo frente a él y lo miró, serio y aterrador. Estuvieron mirándose tres o cuatro segundos. Solo se escucharon ronquidos lejanos y el ruido de las ramas de un árbol que golpeaban una ventana. Eran las tres y cuarenta y cinco, quince minutos antes del relevo. El suboficial no contestó el saludo y con voz ronca murmuró:
—¡Treinta días!

viernes, 11 de mayo de 2012

CONTRASTES ONÍRICOS


Siete menos cuarto de la tarde. La movilización había sido convocada para las siete. Ensimismado en una de las tantas lecturas que tenía atrasadas, se me había hecho tarde. Los vagos llegaron en la Ranger y me apuraron a bocinazos. 1987 estaba difícil y el presupuesto no alcanzaba. Docentes, no docentes y alumnos universitarios queríamos hacernos oír. Movilizar era la consigna. Me vestí lo más rápido que pude y salí de casa corriendo, sin avisar a nadie. Hacía frío. El otoño se estaba yendo y los últimos días del mes de junio se estaban poniendo bravos. Al cerrar la puerta de casa observé que en la camioneta mis compañeros llevaban grandes carteles: Mayor presupuesto ya, No al pago de la deuda, Por una Universidad científica, mayor presupuesto, y otros más que no alcancé a leer. A los gritos me apuraban. En la chata de la camioneta iba sentado uno de los profesores de la facultad y me alegró verlo ahí, junto con sus alumnos. La camioneta arrancó sin esperarme, lentamente: la broma de siempre. Debería correr unos cuantos metros detrás hasta alcanzarla y subirme en movimiento. Me sumé al juego y corrí. Sabía que terminarían aminorando la marcha para que pudiera, al fin, subirme. El andar de la camioneta se hizo cada vez más rápido y corrí desesperadamente tras ella. Mis amigos se fueron alejando poco a poco pero seguí corriendo a igual velocidad y, a pesar del frío, comencé a sudar. Sin mirar a los costados, mi vista estaba fija en la camioneta cada vez más lejana. Las casas, edificios y los árboles de la vereda iban quedando atrás muy velozmente, más rápido quizás de lo que yo corría. Comencé a sentir una extraña sensación en mis pies: las zapatillas comenzaron a gastarse y se destruían lentamente hasta que las perdí definitivamente. Había entrado en calor. Me saqué la campera de jean y la tiré al piso. Seguí corriendo intentando alcanzar la camioneta, que ya era un punto diminuto en el horizonte. El calor era sofocante. No sé cómo ocurrió pero de repente me vi sin pantalones ni camisa. Solo los calzoncillos me quedaban puestos. Seguí corriendo por el medio de la calle sin prestar atención a los autos ni a la gente que me cruzaba. Supe que era inútil seguir pensando en la camioneta, seguramente mis amigos ya estarían llegando al lugar de concentración, y seguí corriendo desesperado, semidesnudo. Pero la gente no me miraba. No reparaba en mí. Dos o tres cuadras antes de llegar, dejé de correr. Continué a paso lento, jadeando. Advertí que ahora ni siquiera tenía puestos los calzoncillos. Curiosamente, no sentí vergüenza y seguí caminando como si todo estuviese en orden, como si todo fuese normal. Ahora no tenía frío… no tenía calor. Solo quería encontrar la camioneta, a mis amigos.
La concentración era frente a las puertas del Rectorado de la Universidad, sobre bulevar Pellegrini. Me extrañó no escuchar canciones ni bombos ni discursos. La gente estaba en silencio. Y de pronto, sirenas. Dos ambulancias aparecieron velozmente y se internaron entre la multitud. Varios enfermeros descendieron y se dirigieron corriendo hacia la puerta del edificio. Mi absurda desnudez no era advertida por nadie entre la gente allí reunida. Fui abriéndome paso a empujones. Quería saber qué pasaba. Tropezaba, empujaba, me empujaban, me pisaban, pero yo seguía avanzando, seguía introduciéndome en esa masa compuesta de camperas, pulóveres, bufandas y guantes, carpetas y carteras. Era uno más, pero desnudo. Hasta que pude acercarme más y observar lo que estaba pasando: me quedé inmóvil. Nadie hablaba, todos dejaron actuar a los enfermeros. Tres criaturas, tres niños que no habrán tenido más de dos años, estaban tirados en el piso frío, desnudos, con sus ojitos abiertos pero sin lágrimas. Les costaba respirar y estaban muy flacos. Desnutridos, quizás. Se los notaba tristes. Los cubrieron con unas cobijas y se los llevaron. Estaban a punto de morirse de hambre y de frío, y nos miraban como queriendo decir algo. De pronto, un grupo de estudiantes rompió el silencio entonando una canción que nada tenía que ver con la lógica del momento, ni con los tres niños, ni con la movilización. Nuevamente se escucharon las sirenas, que ahora se alejaban, y lentamente los carteles que hasta el momento habían permanecidos escondidos, fueron elevándose: Mayor presupuesto ya para la Universidad.
La gente siguió sin advertir mi desnudez. Su actitud cambió radicalmente cuando las ambulancias y el ulular de las sirenas desaparecieron. Ahora sí comenzaron a sonar los bombos y a escucharse las canciones de protesta y reclamo. La gente bailaba, saltaba y hasta reía. Convencidos estaban de que la unidad era la única forma de lograr el objetivo propuesto. Me sentí un loco suelto entre la multitud. Corría desesperadamente de un lado a otro buscando a mis amigos, dando y recibiendo empujones, patadas, puteadas. Ahora sí me sentí observado, pero no por mi falta de ropa sino por mi actitud, mi desesperación, mi accionar agresivo hacia toda esa gente.
Por fin los ubiqué. Allí estaban, todos juntos, cantando y bailando. Se divertían. Ninguno reparó en mí. Me acerqué y les grité. Se rieron y me gastaron algunas bromas, pero ninguna fue por mi desnudez sino porque me habían hecho correr detrás de la camioneta. Cada vez más gente llegaba al lugar, nadie se iba. La movilización era un verdadero éxito. La esperanza de que el gobierno accediera a aumentar el presupuesto universitario estaba latente. Comencé a no soportar mi estado y sentí la necesidad de volver a mi casa para vestirme. La gente comenzó a mirarme de manera extraña, como si no comprendiera mi absurda presencia en el lugar. Me puse más nervioso todavía. Traté de olvidarme de la movilización y me retumbó en los oídos el sonido de las sirenas de las ambulancias.
Luego de caminar durante tres o cuatro cuadras me encontré con un grupo de chicos y chicas de mi edad que estaban en la vereda conversando alegremente. Escuchaban música muy fuerte. A medida que me iba acercando a ellos, comencé a advertir los colores chillones de sus ropas, el humo de los cigarrillos, el olor a alcohol. Se divertían sin cansancio a las siete y media de la tarde en la puerta de una confitería bailable ubicada en una calle oscura. En la vereda de enfrente, unos cuantos hombres con trajes negros miraban a los jóvenes. Fumaban y hacían comentarios silenciosamente. Había también mujeres, jóvenes y viejas, con sacones negros, tapados de piel, todas muy elegantes y serias. Ver esos dos grupos enfrentados, separados por una calle oscura que ocasionalmente era transitada por algún auto, era casi un delirio. De un lado los colores bailaban, saltaban; del otro, la seriedad no se inmutaba, la oscuridad observaba con los ojos tristes. Tres o cuatro coches negros llegaron al lugar. Tres o cuatro hombres descendieron de ellos. Trajes negros, bigotes y anteojos ahumados, a pesar de la oscuridad. De pronto, de la casa, también oscura, sacaron lenta y cuidadosamente un ataúd, varias coronas y ramos de flores. Y yo parado ahí, en el medio de los colores y la oscuridad, entre la alegría y la tristeza. Mi desnudez era cada vez más estúpida y sentí mucho frío. Continué el camino de regreso a casa.
Llegué varios minutos después. El frío ya no se hacía sentir. Apenas traspasé la puerta de ingreso, me vi con los pantalones puestos, la camisa bien abrochada, la campera en la mano y las zapatillas con los cordones bien atados. Apareció mi viejo y me preguntó de dónde venía. No le contesté. No supe qué decirle. No sabía verdaderamente dónde había estado. Entré en mi habitación y me senté en la cama. Agaché la cabeza y me tapé los oídos con fuerza. Estaba aturdido. Cerré los ojos y tuve ganas de llorar. En mi mente se mezclaban los pequeños desnudos y los carteles de protesta, los cantos y las sirenas, los colores y la oscuridad, la música y el silencio…

LA CONFESIÓN


El once de julio del año dos mil doce tuve que ir a los tribunales, señora Presidenta. Y usted lo sabe muy bien porque yo ya se lo comuniqué. El dos de julio me tomé el atrevimiento de mandarle una carta certificada con aviso de retorno para que usted tomara conocimiento de lo que a mí me está ocurriendo desde hace ya un buen tiempo. Me citaron bajo apercibimientos de ley a prestar declaración indagatoria en una causa por Daño Calificado. Me acusan de haber provocado la muerte de tres árboles que estaban frente a mi vivienda con la utilización de un taladro y gasoil. Y es cierto, así lo hice. Pero ya le explicaré por qué.
Fui al juzgado con la mayor tranquilidad. Luego de anunciarme en la Mesa de Entradas ante una mujer pequeña, morocha y antipática, me hizo pasar al viejo juzgado una persona que habrá tenido mi edad, un poco más, un poco menos, qué más da. Alto como yo, pero más delgado, barba tupida, cabello entrecano, camisa blanca, corbata bordó, pulóver bremer negro, blazer azul. Muy prolijo, muy correcto. Me extendió la mano y acepté su saludo, mencionó un apellido que no recuerdo en estos momentos (estoy seguro de que no era oriundo de Rafaela, mi ciudad), pero cuando le pregunté si era el juez, se apuró a contestarme que no, que era el sumariante encargado de la investigación de mi causa y que el juez leería mi declaración por la tarde. Hasta ese momento, señora Presidenta, yo creí que quien interrogaba a las personas que declaraban en los tribunales era un juez…
Me explicó este señor con mucha celeridad la razón por la cual yo me encontraba frente suyo a punto de declarar, me dijo que en virtud de mi condición de imputado (en ese momento comencé a sentirme un delincuente, un criminal) tenía derecho de no declarar y que eso no implicaría nada en mi contra y, por sobre todas las cosas, me informó que tenía el derecho de nombrar un abogado defensor y declarar cuando él estuviera presente. Yo le agradecí mucho sus palabras, le dije que no tenía dinero para abonar los honorarios de un abogado particular, lo que por otra parte era cierto, y con la amabilidad que caracterizaba a este señor, me dijo que no me preocupara, que me nombrarían de oficio (término que todavía no entiendo) a un Defensor General del Poder Judicial, que me defendería como cualquier otro abogado del Foro y que era totalmente gratuito. No hice objeción alguna y mientras observaba cómo el sumariante escribía en la computadora a una velocidad increíble y sin mirar el teclado, esperé sus preguntas.
Luego de solicitarme mi documento y los datos de filiación completos, me preguntó qué tenía que decir al respecto de la imputación que se me había hecho conocer y ahí aproveché para preguntar yo: ¿De cuánto tiempo dispone? Del que usted necesite, me contestó muy gentil y creo que hasta el día de hoy se debe estar arrepintiendo de haberme dicho eso. Intenté a partir de ese momento demostrarle la teoría que sostenía un director de Hollywood: la realidad supera a cualquier ficción. Y que muchas cosas no son tan casuales.
Señora Presidenta: le contaré a usted aproximadamente lo que se volcó en el papel de mi declaración y que, por supuesto, como se lo dije antes, usted ya está al tanto de toda la historia porque seguramente habrá leído mi carta del dos de julio, aunque todavía no haya recibido en mi domicilio el aviso de retorno.
Debía justificar el porqué de mi accionar, por qué maté los tres árboles que yo mismo había plantado frente a mi vivienda y a una lindera (también de mi propiedad). Y era menester que el juez, a través del sumariante, se enterara de lo que me venía ocurriendo en los últimos tiempos.
Soy soltero, vivo solo y no tengo trabajo. Subsisto gracias a la renta de la vivienda lindante a la mía que heredé de mis padres y por suerte no debo abonar alquiler por mi casa. Cuando uno vivió ya medio siglo y se encuentra sin trabajo, se las tiene que ingeniar para poder sobrevivir. Es así que decidí capacitarme (considero que es la única manera de superación personal) y comencé a concurrir a un curso de gasista por las noches en una escuela técnica de mi ciudad. Así comenzó mi padecimiento. En una oportunidad, aproximadamente a las veintitrés horas, cuando salí de la escuela, me dirigí al estacionamiento de motos donde había dejado la mía y grande fue mi sorpresa cuando no la encontré en dicho lugar. Luego de preguntar a quien pudiera saber algo, usé mi lógica y me dirigí a la comisaría más cercana para dar aviso de la novedad. Pero no llegué. A casi dos cuadras del lugar me encontré con mi moto tirada en la calle, partida prolijamente por la mitad, corte hecho seguramente con una sierra eléctrica. Un corte perfecto. ¿Un aviso? Creí que no iba a ser necesario hacer la denuncia policial.
Días después, nuevamente en horas de la noche, luego de concurrir al curso de gasista, volví a mi domicilio (ahora en mi vieja bicicleta, comprenderá usted que no estoy en condiciones de comprar una nueva moto ni de arreglar la que tengo dividida en dos) y luego de ingresar a mi domicilio con total normalidad, como era costumbre, me dirigí hacia la cocina para hacerme un café. Pero ya una rara sensación me invadió sin saber por qué. Al ir a lavar la taza, encuentro que en la bacha de la mesada alguien había depositado varias piedras de diferente tamaño. ¿Quién había ingresado a mi casa sin dejar ningún tipo de rastro? Todas las puertas estaban cerradas con llave como yo las había dejado al irme. Ninguna ventana se veía violentada, ningún acceso posible había a mi intimidad hogareña. ¿Otro aviso? ¿Me estaban vigilando? ¿Estaba siendo controlado por alguien, o por algo?
Esta situación se fue reiterando en el tiempo. Si no eran piedras en la bacha, eran las sillas corridas, o la bañera del baño llena de agua, o simplemente una hornalla prendida. Imagínese usted, señora Presidenta, el temor que tenía (y tengo) al sentirme vigilado de tal manera, tan misteriosamente. Por supuesto que busqué una posible solución a esta extrañeza. Seguramente mis vecinos habrían visto quién ingresaba a mi domicilio y cómo lo hacía. No había muchas más posibilidades de hacerlo que por la puerta principal del frente o por el portón, a los que yo dejaba perfectamente cerrados con llave. Alguien de alguna u otra forma se las habría ingeniado para conseguir un duplicado de mis llaves o alguna ganzúa para no dejar rastro alguno. Y tomé la decisión de golpear todas las puertas de los vecinos de mi cuadra. Por supuesto, nadie había visto nada. Adujeron que en el horario en que yo me ausentaba de mi casa, ya era hora de estar adentro, de cenar e irse a dormir, por lo que nada podrían haber visto. Además, a esa hora, la luz artificial no es mucha en el lugar, dijeron.
Esto me llevaba a confirmar que mis vecinos, sin excepción, estaban confabulados con mis controladores y el único fin era volverme loco. Pero todo tiene una explicación, señora Presidenta, a esta persecución de la que estoy siendo objeto. Siempre me preocupé por combatir la injusticia y luché en favor de los más desprotegidos. Promoví la defensa del cooperativismo y creo que la deuda externa fue la principal causa de la triste historia económica de nuestro país desde los años 70 hasta la actualidad. Mi avidez por saber y encontrar las causas del default en nuestro país me llevó a contactarme con la BBC de Londres, con la Internacional Socialista (que tenía su sede también en Londres), con la Nathional Geografic, con el señor Hugo Chávez, presidente de Venezuela (ya que este país había tomado participación en la firma SanCor, aquí cerca, en Sunchales) y con todo tipo de biblioteca pública o privada a mi alcance. Fueron de suma importancia tres discos compactos llamados “Memoria Abierta” del diario Página 12 también. Todo esto hizo que también intente obtener mi doble nacionalidad (italiana) a través de la Unión Europea para poder viajar e investigar en el viejo continente, pero la negativa de este organismo internacional hizo que me tuviera que conformar con los datos de los que disponía y con una computadora de muy baja tecnología conectada a internet para poder seguir mi investigación.
¿No le parece, señora Presidenta, un poco extraño que una persona como yo, que se preocupa por los demás y además se contacta con organismos tan importantes, sea vigilado en su propia casa de manera tan descarada?
Atento a las manifestaciones de mis vecinos de no ver ni oír nada cuando seres anónimos visitan mi domicilio en mi ausencia, ideé un mecanismo para que nadie pudiera dejar de enterarse quién concurre a mi casa en horas de la noche, cuando el curso de gasista ocupa mi tiempo. Durante el día (que me encuentro siempre en el interior de mi casa) nadie, pero nadie, pasa a tocar el timbre ni siquiera para pedir limosna. Pero cuando yo no estoy, parece que concurren, tocan el timbre y cuando advierten mi ausencia, aprovechan para entrar sin mi permiso. Entonces, conecté el timbre de mi casa para que suene y se trabe hasta que yo lo desconectase, así, si no me encuentro en mi casa en ese momento, el ruido ensordecedor y molesto llamaría la atención de mis vecinos, que no podrían dejar de salir a la calle para ver quién era la persona que tan impacientemente quería verme. Y así ocurrió que una de las noches al regresar del curso e ingresar a mi domicilio, todo estaba en su lugar, nadie había aparentemente ingresado sin permiso, pero algo “olía mal”. Un olor extraño comenzó a invadir mis narices y sospeché que había ocurrido lo que a los pocos segundos comprobé: el timbre se había quemado de tanto sonar sin que nadie lo detuviese. Por un lado lamenté haber inutilizado el timbre, pero por el otro me puse contento ya que seguramente mis vecinos habrían podido comprobar quién lo había accionado. Nuevamente mis preguntas al vecindario obtuvieron cero respuesta positiva. Nadie escuchó el timbre que, seguramente, debió haber sonado no menos de media hora sin parar antes de quemarse. La explicación fue siempre la misma: es muy tarde, hay poca luz artificial, no se ve nada, no se escucha nada.
Cuando decidí cortar por lo sano y radicar la denuncia policial con el fin de que se disponga frente a mi domicilio una guardia permanente, tampoco obtuve una solución. La policía nunca me escuchó, aunque sí, pero no me tuvieron la paciencia que me tuvo el sumariante del Juzgado. El oficial que me atendió en la comisaría Seccional Primera que corresponde por jurisdicción a mi domicilio, luego de escuchar algo de mi historia, me recomendó muy amablemente concurrir al hospital local para hablar con la sicóloga. Al principio lo tomé de mala manera, pero luego de unos días pensé que quizás el oficial tuviera razón. La sicóloga seguramente me diría si en realidad estaba o no procediendo bien en busca de una solución a mi problema. Y hacia allí fui. Tres veces. Nunca logré que me atendiera.
Y me planteo desde ese momento: ¿estoy fuera de la realidad? Los propios integrantes de mi familia creo que confabulan en mi contra. Un día me dicen una cosa y al otro día me dicen exactamente lo contrario y, cuando se los hago saber, niegan a rajatablas haberme dicho algo diferente a lo que ahora afirman. Mis amigos, o los que alguna vez lo fueron, me recuerdan ahora algunos hechos que vivimos en la adolescencia o la juventud y me recriminan cosas pasadas como nunca lo habían hecho. Todo esto me llevó a concurrir a la oficina de Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, en la Universidad Nacional del Litoral de la ciudad de Santa Fe, para presentar documentación en la que se me acusaba de tener memoria revanchista. Además concurrí a la oficina de Derechos Humanos, también en la ciudad de Santa Fe. De ambos organismos recibí respuestas evasivas y me solicitaron que presentara dicha documentación en la ciudad de Rafaela. Pero toda esta trama en mi contra se acrecentó aún más: cuando solicité a dichos organismos la devolución de la documentación que presenté, me dijeron sin tapujos que la habían extraviado. Y como si eso fuera poco, señora Presidenta, al buscar las copias de dicha documentación en mi casa, descubrí que ya no estaban, que la caja donde yo guardaba los papeles importantes de mi vida había desaparecido.
Se imaginará, señora Presidenta, la cara del sumariante que me escuchaba con un forzado respeto a esta altura de la declaración: mi monólogo llevaba dos horas y media. Le pregunté si seguía mi historia, si me entendía, y titubeando me dijo que sí, pero que quería que fuera redondeando la idea. Entonces me apiadé de él y le dije: Pregunte, no más. Y suspiró aliviado, el pobre. Y, como rogándome, suplicándome, me preguntó: Pero dígame concretamente, ¿por qué quemó los árboles? Evidentemente, no me escuchaba, no me entendía o solo quería cerrar su investigación y lograr mi confesión, sin tener en cuenta la historia de mi vida, que en definitiva fue la que me llevó a matar a esas malditas plantas.
 Y bueno, se lo expliqué nuevamente, pero de manera más breve y clara. Como seguían sucediendo cosas raras en mi casa y al no poder instalar un sistema de seguridad por su alto costo ni poder cambiar las cerraduras de las puertas por otras más sofisticadas, decidí ayudar a mis vecinos para que pudieran observar quiénes iban a mi casa cuando yo no me encontraba, cuando yo me dirigía a realizar el curso de gasista para asegurar el poco futuro que me queda, y para que la noche cerrada no les impidiera la visión en esa boca de lobo en que se había convertido el frente de mi domicilio debido a la poca iluminación, problema que se acentuaba por las tupidas copas de los árboles que yo mismo había plantado frente a mi casa. La única forma de solucionar ese inconveniente, ese problema,  fue secando los árboles.
El sumariante por fin se puso a escribir a la velocidad de un viento huracanado, como si hubiese descubierto la fórmula de la inmortalidad. Creo que hasta sonrió de satisfacción al haber logrado mi confesión, el hecho de que yo asumiera mi condición de delincuente común.
Quiero terminar esta carta, señora Presidenta, con todo el respeto que usted se merece, diciéndole que se cuide, que no deje de defender los intereses de nuestra gloriosa nación como lo viene haciendo hasta ahora y como lo hizo su extinto marido cuando fue nuestro presidente. Todos sabemos que en nuestra América Latina los grupos dominantes (con presencia en todos los estamentos sociales) utilizan la parte ejecutiva represiva que son las fuerzas de seguridad. Esta forma de extorsión y golpe de estado, no solo económico sino también político, la han sufrido ya los presidentes Zelaya en Honduras, Correa en Colombia y Chávez en Venezuela. Esto nos demuestra que siguen pensando en volver para revertir lo poco o mucho que se hizo. Yo conozco sus principios, señora Presidenta, y la manera en que los está haciendo cumplir con su mandato es el camino que nos llevará hacia un futuro mucho mejor para todos los argentinos.
Sepa disculpar esta molestia. Le agradezco su atención y la saludo muy atentamente.

Santiago Bianchi

2012