viernes, 13 de mayo de 2011

1- EL SOBRE MARRÓN

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Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del Cielo,
no hago ruido en este suelo
ande tanto hay que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remuento el vuelo.

Martín Fierro
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Cuando regresó a su casa, una leve llovizna caía sobre la ciudad. Era la hora del almuerzo y no encontró a su familia. El día estaba oscuro y el aire pesado, el viento no se hacía sentir. Al abrir la puerta de calle y entrar al zaguán, había pisado por descuido una tarjeta rosada que habían tirado por debajo de la puerta. En letras minúsculas y grandes decía: encotel. Se alegró al ver que en el correo había una carta que estaba dirigida a él, pero no podía adivinar quién podría escribirle; nadie lo hacía habitualmente. Dejó la tarjeta en el escritorio y pensando en retirar la carta del correo por la tarde, se puso a cocinar. Tenía hambre y no quiso esperar a su familia.
¿Quién le escribiría? Sus ansias por saberlo se hacían cada vez más insoportables. Casi nunca recibía cartas, pero en aquel agosto de mil novecientos ochenta y dos alguien se había acordado de él; aquel último día del octavo mes del año había recibido una carta. ¿De quién?, pensó y pensó, pero a nadie tenía en la lista de los posibles remitentes. Será una amiga de aquí, de Santa Fe, o uno de los chicos, quizás..., meditó un instante. Quería saber quién era: un amigo, una amiga, algún pariente... No, jamás se había escrito con sus familiares. ¿Y quién era el remitente, entonces? La carne estaba casi lista. Puso a cocinar dos huevos en la sartén y enseguida comenzó a comer, solo. La casa estaba en silencio, cosa no muy común, y su única compañía era Júpiter, su caniche negro, que movía la cola esperando un pedazo de carne a un costado de su silla. Esperaba ansiosamente que el tiempo pasara y que llegara la hora de ir al correo. No lavó después de comer, dejó el plato sucio, el vaso con un poco de vino blanco y en el piso quedaron algunas migas de pan desparramadas.
Estaba inquieto. Fue a su pieza, puso música y siguió con la lectura de un libro que había abandonado hacía algunos días, acostado en su cama. La novela no era de las más entretenidas y a los pocos minutos se le empezaron a cerrar los ojos. Dejó el libro y se puso a pensar en la carta. Al rato gritó riendo: ¡Qué boludo! ¡Si mañana es mi cumpleaños!... Siguió riendo al pensar en su olvido y se tranquilizó un poco al deducir que, sin dudas, sería carta de algún amigo la que estaba en el correo. Cerró los ojos y mil cosas pasaron por su mente —como siempre— antes de dormirse.
Cuando despertó miró su reloj y pensó que ya era hora de ir a retirar la carta. Se levantó de un salto y se vistió. Su familia ya había regresado; su padre estaba en el living escribiendo a máquina y los demás dormían. Tomó la tarjeta rosada y salió. Llovía un poco más fuerte que al mediodía; el colectivo tardó unos quince minutos en llegar al correo. Entró casi corriendo, desesperado y con una incertidumbre tal que su corazón latía muy fuerte. Detrás del mostrador había un hombrecito viejo, de cabellos blancos, flaco, que le sonreía. Lo saludó y mostrándole la tarjeta rosada, le explicó que quería retirar su carta. El viejo seguía sonriendo y le dijo que esperara un momento. Mientras esperaba, pasó por su mente la idea de que esa carta cambiaría un poco su vida. Pensó también en su cumpleaños número diecinueve. El viejo tardaba y un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando lo vio acercarse. Traía en su mano un sobre marrón y sospechó que no se lo mandaba ni un amigo ni una amiga ni un pariente. Era la carta del fantasma que nunca quiso que llegara. Ni siquiera se animaba a pensar en él, pero sabía que tarde o temprano tenía que llegar. El viejito, con su permanente sonrisa —ahora más irónica—, le entregó el sobre y le deseó suerte. Quiso agradecerle, sonreír, pero no pudo. Tomó el sobre marrón, vio su nombre en el anverso y sin abrirlo volvió a su casa. En el camino pensó mucho. Pensó en su hogar, en su ropa, en su ciudad, en su familia, en sus amigos, en su habitación, en todo lo que le esperaba. Siempre cabizbajo, decidió volver caminando bajo esa llovizna que apenas mojaba su campera de jean. Se reflejaba en los charcos y, al verse, se decía: ¡Ahora te quiero ver! Estaba deprimido pero se reía, sentía un malestar placentero que lo ponía en la duda de si tenía ganas de reír o de llorar. Sonreía al pensar qué lejos estaba el verdadero remitente de ser aquel o aquellos que él había imaginado. Se habían acordado de él... pero no le causó ningún placer. Una nube de ideas daba vueltas en su cabeza mientras seguía caminando rumbo a su casa. ¿Y ahora qué hago?, gruñó.
Se detuvo en el “Valencia”, un bar de calle San Martín, a tomar un café. Allí donde tantas siestas había compartido la mesa con sus amigos, ahora estaba solo frente a un nefasto sobre marrón. A pesar de que antes de abrir el sobre ya sabía lo que decía, se dispuso a leerlo. ¡Feliz cumpleaños!, pensó irónicamente. Al acercarse el mozo, lo saludó y le preguntó qué deseaba beber. Sin pensarlo, casi automáticamente, respondió al saludo y le pidió un café. Miró al mozo y lo vio sonreír, igual que el viejito canoso del correo. ¿De qué se reirán todos? Tuvo la sensación de ser el único imbécil que se sentía así en todo el mundo, pero sabía que eso no era cierto, que lamentablemente había más de uno que se sentía así o peor. A través del vidrio se veía la calle mojada y los autos que pasaban con los limpiaparabrisas en marcha. El bar estaba vacío, solo el mozo que lo atendía estaba allí, detrás del mostrador, cerca de los baños mugrientos, mirándolo y sonriendo. Él estaba inquieto. Sacó de uno de sus bolsillos la lapicera estilográfica que siempre llevaba consigo. Su estado de ánimo lo hizo volcar sus pensamientos en varias servilletas que, una por una, fue sacando del servilletero que tenía la inscripción de la marca de cerveza de su ciudad. Las letras se agrandaban sobre el papel al ser estampadas.

Deseando compartir mis momentos libres con alguien, me encuentro en este bar, solo, esperando algo... Parece que alguien quiso nublar mi vista, quiso tapar mis oídos, quiso cerrar mi boca, quiso dejarme solo, y lo logró. ¿Quién es? Creo que no lo sé. Quisiera estar contento, con una sonrisa en mis labios, pero no puedo, todo lo lindo de lo pasado, por desgracia, ya pasó, y yo aquí, sentado en esta mesita en una tarde lluviosa escribiendo esto. ¿De qué me servirá? No sé, pero me hace bien. No me interesa que lo lea alguien, no me importa, lo único que quiero es que se me pase todo esto, todo esto que creo tiene un maldito nombre: soledad. Sí, me siento solo y me revienta, me deprime, me dan ganas de que algo importante haga cambiar mi vida, un viaje largo, una hermosa sorpresa, un enorme regalo. ¿Qué sé yo? Un regalo que quiero para mí...
Son las seis de la tarde, no importa el día. ¿Y qué importa la hora? Si todos los días a cualquier hora para mí son siempre lo mismo. Lo que me preocupa es mi estado de ánimo. Está tan abajo que ya ni lo veo. Soy feliz, por suerte, porque tengo todo lo que una persona necesita para ser feliz: una familia y amigos, y agradezco a quien sea que me los dio, por tenerlos, pero no sé, me falta algo...
Ya no me acuerdo del extraño sonido del timbre de mi antiguo teléfono, ya no me acuerdo de las palabras alentadoras de un amigo, ya no recuerdo lo que es tener una amiga entre mis brazos, ya no me acuerdo de nada... Creo que mis ánimos me están haciendo exagerar todo. ¡Cómo no me voy a acordar de todo eso! ¡Cómo me voy a olvidar del día en que por primera vez besé a una chica! Nunca olvidaré los momentos más felices de mi vida, nunca, aunque la ocasión me haga escapar una lágrima. Me siento solo y estoy en mi casa. No quiero pensar cómo me voy a sentir dentro de poco cuando ya no esté, cuando esté lejos de mi familia, cuando esté lejos de mis amigos, cuando la distancia me separe de todo lo que yo más quiero. Ahí sí que voy a valorar todo lo mío, todo lo que poseo, todo lo que voy a extrañar. Y creo que por más fuerzas que tenga, por más hombría que quiera tener, no voy a poder evitar llorar...

Tapó lentamente la estilográfica mientras miraba la calle mojada y desierta. Terminó el café —ya estaba helado—, dejó el dinero debajo del pocillo vacío, se levantó, tomó el sobre marrón y salió apresurado. No quería volver a ver la sonrisa de aquel mozo. Las cinco o seis servilletas recién escritas quedaron sobre la mesa. Minutos después serían abolladas por el mozo que, sin leerlas, las tiraría a la basura.
La lluvia había cesado y una brisa fría soplaba entre los edificios. Caminaba siempre mirando al piso como quien busca dinero o desea encontrar su destino sobre las baldosas. Ya no pensaba; ahora se concentraba en mantener el equilibrio caminando sobre una hilera de baldosas, sin pisar las demás. Se imaginaba que las otras eran un abismo infernal y que moriría si las pisaba. Cuando perdió el equilibrio, sonrió y se dijo estás muerto. Siguió caminando, acarició un perro vagabundo que lo siguió moviendo su larga cola. Los rasgos del perro lo asemejaban a una hiena. Le gustaba caminar por las calles de la ciudad, con el viento frío y la llovizna en la cara, las manos en los bolsillos o sosteniendo un cigarrillo y tarareando o silbando la melodía de una canción. Las calles se le hacían largas y eso le agradaba. Se dirigía a su casa pero no quería llegar. Se imaginaba la cara de su madre al recibir la noticia del sobre marrón. Sintió deseos de fumar pero no tenía más cigarrillos. Compró un atado de Particulares 30, encendió uno y continuó con su lenta caminata por las calles mojadas de su ciudad, de su país, de su mundo. Pensó que seguiría conociendo el mundo meses después, quién sabía dónde. Para él, el mundo conocido eran su ciudad y algunas otras ciudades argentinas por las cuales había tenido oportunidad de caminar con su mochila al hombro.
El perro seguía sus pasos moviendo la cola, contento también como el mozo y el viejo empleado del correo. Pero por más que se pareciera a una hiena, no se reía. Lo miraba con sus grandes ojos, su boca abierta y su larga lengua chorreando saliva espesa y blancuzca. A medida que se acercaba a su casa, las calles se le acortaban, como se irían acortando los días de ahí en más. Estaba desganado y quiso mejorar. Vamos, loco —se dijo—, la cara alegre que no es la muerte. No se lo creyó. Para él era como la misma muerte, lacrada en un sobre marrón. Al remitente no lo conocía ni el remitente lo conocía a él. Sería un viaje a lo desconocido, con gente desconocida, futuro desconocido.
Al llegar a su casa y abrir la puerta, percibió ese aroma que caracteriza a todos y cada uno de los hogares del mundo entero; lo sintió extraño y le agradó más que nunca. Ahora, no sabía por qué, lo percibía dulcemente. Y no solamente ese clima de hogar; también veía de un modo diferente las paredes, los muebles, las arañas colgantes con las lamparitas quemadas, el piso lustrado, el color de las puertas, el largo de las cortinas. Hasta la presencia de sus padres y sus hermanos sentía diferente, más necesaria que nunca. Júpiter fue a recibirlo con saltos y ladridos. También su perro le haría falta meses después. Sus padres tomaban mate en la cocina. Les iba a mostrar el sobre marrón pero no quiso hacerlo en esos momentos, no sabía por qué. Los veía sonrientes y no quería convertir esa felicidad en tristeza, en caras largas, que seguramente pondrían al recibir la noticia. Fue a su cuarto. Perón lo miraba desde su hogar rectangular, colgado de la pared, mientras Don Quijote, enjaulado en otro cuadro, le pedía ayuda a Sancho a través de las rejas. Carlitos miraba cariñosamente a un perro blanco y, en su escritorio, dos o tres libros desordenados esperaban ser leídos. Se acostó y siguió imaginándose un futuro no muy lejano. Se tocó el pelo y pensó que estaba demasiado largo. Rió al imaginarse con el pelo cortísimo. ¿Cómo sería? De repente le asaltó la ansiedad de dar la noticia a sus padres. Se levantó, tomó el sobre marrón y fue hacia la cocina.
—¿Adónde fuiste? —preguntó su madre.
Al correo.
—¿A qué?
No sabía cómo decirlo. Les mostró el sobre en sus manos. Se le hizo un nudo en la garganta y no le salieron las palabras. Júpiter lamía las zapatillas sucias. Quiso decirles que dentro de unos días tenía que partir, pero no sabía cómo, con qué palabras hacerlo. De pronto arrojó el sobre marrón sobre la mesa y volvió a su cuarto sin decir una sola palabra.
Su madre abrió el sobre y lo leyó. Miró a su esposo, inexpresiva, y comentó:
—Una carta de la Armada no es un buen regalo de cumpleaños...