miércoles, 4 de junio de 2014

13 - EL BAILE


Y digo a cuantos inoran
el rigor de aquellas penas
yo que sufrí las cadenas
del destino y su inclemencia:
que aprovechen la esperencia,
del mal en cabeza agena.

Martín Fierro



—¡Arriba, abajo!... ¡Arriba, abajo!...

Sentía sus piernas crujir. Sus muslos parecían querer explotar. Sus rodillas ya no coordinaban sus movimientos. Hacía cuarenta minutos que estaban sobre el cemento caliente realizando ejercicios de castigo. Un teniente era el que les ordenaba a gritos los movimientos. Tres cabos supervisaban la correcta realización de los ejercicios de los cincuenta o sesenta conscriptos castigados. ¿Castigados por qué? Por el solo hecho de estar próximos a la baja.
—¡Arriba, abajo!... ¡Arriba, abajo!...
De vez en cuando cerraba los ojos y suspiraba profundamente. Aguantá, aguantá, se decía. Son los últimos días, son las últimas horas. La transpiración recorría todo su cuerpo cansado. Su poco cabello parecía recién mojado. El uniforme estaba adherido a su piel.
–¡Atención! —los conscriptos de un salto quedaron en posición de firmes—. ¡Cuerpo a tierra! ¡Flexiones de brazos! ¡Uno, dos, tres!...
¡Cómo quería gritar! Quería preguntar por qué tanta idiotez, quería comprender la razón de esa vida y no podía. ¿Qué ganarían con eso? Nada... Nada... Se sentía impotente ante toda esa farsa, ante todo ese circo lleno de domadores de ovejas. ¡Qué bosta de gente! Seguro que en sus casas sus respectivas esposas los tienen cagando. Parecían gozar viendo cómo esos jóvenes se rompían el alma obedeciendo sus órdenes. Gritaban sonriendo irónicamente, sintiéndose grandes, poderosos, insuperables.
–¡Carrera mar alrededor mío!
Se sentían el centro del universo, el eje del cual dependían todos sus súbditos, todos esos infelices que sin protestar, sin levantar la voz, corrían a su alrededor, saltaban como ellos querían, se tiraban al piso ante sus órdenes, sonreían ante sus chistes y sufrían ante su hipocresía.
—¡Atención! —una pausa muy silenciosa sucedió a ese grito—. Ya casi cumplieron con su deber... Ya casi tienen los catorce meses, ¿no? Muy bien... ¿Y qué piensan? ¿Aprovecharon este tiempo?
Por supuesto que nadie contestaba. Sabían que esas preguntas no debían ser contestadas. Sabían que esas preguntas retóricas formaban parte de un monólogo que no se podía interrumpir.
—Espero que los nenes de mamá hayan aprendido a valorar lo bueno. Tienen diecinueve o veinte años y están cansados por dos o tres flexiones... ¿No son hombres acaso? ¡Cuerpo a tierra! ¡Flexiones! ¡Uno, dos!...
¿Cómo comprender eso? No entendía nada. Solo cerraba los ojos y seguía los movimientos mecánicamente. No pensaba, no quería hacerlo. ¿Para qué? Demasiado había pensado ya en esos trece meses que habían pasado. Ya se iría, dentro de muy poco, y después... ¿Y después? ¡Qué importaba! Lo más importante era irse de una buena vez por todas, cuanto antes mejor. Por eso obedecía, por eso no se quejaba, quería ver su documento nuevamente con una firma que certificara que había cumplido con esa estúpida ley nacional. Seguía con el sudor en la frente, ese sudor que había corrido casi permanentemente por su rostro no solo por el sufrimiento físico: el dolor interior también hacía fluir de sus poros gotitas de odio, de impotencia, de desesperación.
—¡Felicitaciones, reclutas! Ya se van a sus hogares. ¡Qué felices deben sentirse! Nunca más el uniforme militar... Nunca más bajar la cabeza y obedecer, ¿no? Pero todavía están acá y con el uniforme puesto... ¡Carrera mar alrededor mío!
Fueron casi noventa minutos de torturantes ejercicios físicos y síquicos que hacían crecer su odio hacia esa casta de gente incomprensible, repudiable. Todo estaba terminando, ese período negro de su vida iba llegando a su final, pero en vez de sentirse más aliviado, sentía un gran peso en su alma, un gran peso al que tenía que descargar sea como sea, no sabía cómo, pero tenía que quedar bien interiormente, sentirse libre de todo eso que estaba viviendo.
El castigo llegó a su fin y todos quedaron sentados sobre el duro piso de la Plaza de Armas. Nadie hablaba porque ninguno tenía el aire suficiente como para hacerlo. Algunos se acostaron y cerraron los ojos, olvidándose durante algunos segundos del presente. Otros dirigieron la vista al infinito celeste preguntándose el porqué de todo eso, pregunta que encajaba en todas las situaciones allí vividas, a toda hora, en todo lugar, y que jamás encontró una respuesta lógica.
El teniente —con apellido de lodo— y los cabos quedaron reunidos a un costado, conversando de cualquier cosa, sonriendo, fumando y mirando de vez en cuando esos cuerpos que yacían en silencio a sus pies.
Permaneció sentado, agachó la cabeza y la apretó fuertemente entre sus piernas. Cerró los ojos y respirando profunda pero lentamente, quiso pensar en algo diferente, quiso olvidarse de todo eso, quiso dejar de lado todo ese odio que le brotaba para pensar en el mañana... Pero no pudo, había algo que no lo dejaba pensar en otra cosa que no sea esa triste realidad. Ese algo era ganas de desahogo, ganas de gritar a los cuatro vientos su bronca y su coraje reprimido de una vez por todas. Ya habían pasado casi catorce meses de estar viviendo en silencio, sin poder opinar, sin tener la libertad mínima como para mear cuando tuviese ganas. Eran casi catorce meses de bronca acumulada, de actitudes sin sentido, de órdenes gritadas, de comprendidos incomprensibles. Ya había llegado a un límite que no podía ser superado, la estupidez no podía ir más allá. Todo tenía que terminar. ¿Pero cuándo?, murmuró con rabia entre sus piernas. ¿Cuándo, cuándo?, y la bronca iba creciendo cada vez más.
—¡Atención!
Todos, en un movimiento justo, calculado, saltaron a un mismo tiempo y quedaron en posición de firmes. Nadie hablaba. El silencio parecía eterno. Las sonrisas en el teniente se habían transformado en seriedad temible. Su cara expresaba asco, lo mismo que sentían los conscriptos hacia él.
—Irán a las duchas. En quince minutos los quiero nuevamente acá formados. ¿Comprendido?
Se escuchó a coro un fuerte y unísono comprendido, señor teniente. Comprendido... Comprendido... ¿Comprendido qué?
—Y espero que los próximos civiles hayan aprendido la lección...
Nadie abrió la boca. Todos tenían una respuesta pero la callaron. Habían aprendido mucho en esos trece meses. Demasiado. Sí, aprendimos la lección —pensó para sí—, la enseñanza es una sola: odio, y a ese odio lo tengo que descargar, de una forma u otra lo tengo que descargar... ¡Hijos de puta!