viernes, 11 de mayo de 2012

CONTRASTES ONÍRICOS


Siete menos cuarto de la tarde. La movilización había sido convocada para las siete. Ensimismado en una de las tantas lecturas que tenía atrasadas, se me había hecho tarde. Los vagos llegaron en la Ranger y me apuraron a bocinazos. 1987 estaba difícil y el presupuesto no alcanzaba. Docentes, no docentes y alumnos universitarios queríamos hacernos oír. Movilizar era la consigna. Me vestí lo más rápido que pude y salí de casa corriendo, sin avisar a nadie. Hacía frío. El otoño se estaba yendo y los últimos días del mes de junio se estaban poniendo bravos. Al cerrar la puerta de casa observé que en la camioneta mis compañeros llevaban grandes carteles: Mayor presupuesto ya, No al pago de la deuda, Por una Universidad científica, mayor presupuesto, y otros más que no alcancé a leer. A los gritos me apuraban. En la chata de la camioneta iba sentado uno de los profesores de la facultad y me alegró verlo ahí, junto con sus alumnos. La camioneta arrancó sin esperarme, lentamente: la broma de siempre. Debería correr unos cuantos metros detrás hasta alcanzarla y subirme en movimiento. Me sumé al juego y corrí. Sabía que terminarían aminorando la marcha para que pudiera, al fin, subirme. El andar de la camioneta se hizo cada vez más rápido y corrí desesperadamente tras ella. Mis amigos se fueron alejando poco a poco pero seguí corriendo a igual velocidad y, a pesar del frío, comencé a sudar. Sin mirar a los costados, mi vista estaba fija en la camioneta cada vez más lejana. Las casas, edificios y los árboles de la vereda iban quedando atrás muy velozmente, más rápido quizás de lo que yo corría. Comencé a sentir una extraña sensación en mis pies: las zapatillas comenzaron a gastarse y se destruían lentamente hasta que las perdí definitivamente. Había entrado en calor. Me saqué la campera de jean y la tiré al piso. Seguí corriendo intentando alcanzar la camioneta, que ya era un punto diminuto en el horizonte. El calor era sofocante. No sé cómo ocurrió pero de repente me vi sin pantalones ni camisa. Solo los calzoncillos me quedaban puestos. Seguí corriendo por el medio de la calle sin prestar atención a los autos ni a la gente que me cruzaba. Supe que era inútil seguir pensando en la camioneta, seguramente mis amigos ya estarían llegando al lugar de concentración, y seguí corriendo desesperado, semidesnudo. Pero la gente no me miraba. No reparaba en mí. Dos o tres cuadras antes de llegar, dejé de correr. Continué a paso lento, jadeando. Advertí que ahora ni siquiera tenía puestos los calzoncillos. Curiosamente, no sentí vergüenza y seguí caminando como si todo estuviese en orden, como si todo fuese normal. Ahora no tenía frío… no tenía calor. Solo quería encontrar la camioneta, a mis amigos.
La concentración era frente a las puertas del Rectorado de la Universidad, sobre bulevar Pellegrini. Me extrañó no escuchar canciones ni bombos ni discursos. La gente estaba en silencio. Y de pronto, sirenas. Dos ambulancias aparecieron velozmente y se internaron entre la multitud. Varios enfermeros descendieron y se dirigieron corriendo hacia la puerta del edificio. Mi absurda desnudez no era advertida por nadie entre la gente allí reunida. Fui abriéndome paso a empujones. Quería saber qué pasaba. Tropezaba, empujaba, me empujaban, me pisaban, pero yo seguía avanzando, seguía introduciéndome en esa masa compuesta de camperas, pulóveres, bufandas y guantes, carpetas y carteras. Era uno más, pero desnudo. Hasta que pude acercarme más y observar lo que estaba pasando: me quedé inmóvil. Nadie hablaba, todos dejaron actuar a los enfermeros. Tres criaturas, tres niños que no habrán tenido más de dos años, estaban tirados en el piso frío, desnudos, con sus ojitos abiertos pero sin lágrimas. Les costaba respirar y estaban muy flacos. Desnutridos, quizás. Se los notaba tristes. Los cubrieron con unas cobijas y se los llevaron. Estaban a punto de morirse de hambre y de frío, y nos miraban como queriendo decir algo. De pronto, un grupo de estudiantes rompió el silencio entonando una canción que nada tenía que ver con la lógica del momento, ni con los tres niños, ni con la movilización. Nuevamente se escucharon las sirenas, que ahora se alejaban, y lentamente los carteles que hasta el momento habían permanecidos escondidos, fueron elevándose: Mayor presupuesto ya para la Universidad.
La gente siguió sin advertir mi desnudez. Su actitud cambió radicalmente cuando las ambulancias y el ulular de las sirenas desaparecieron. Ahora sí comenzaron a sonar los bombos y a escucharse las canciones de protesta y reclamo. La gente bailaba, saltaba y hasta reía. Convencidos estaban de que la unidad era la única forma de lograr el objetivo propuesto. Me sentí un loco suelto entre la multitud. Corría desesperadamente de un lado a otro buscando a mis amigos, dando y recibiendo empujones, patadas, puteadas. Ahora sí me sentí observado, pero no por mi falta de ropa sino por mi actitud, mi desesperación, mi accionar agresivo hacia toda esa gente.
Por fin los ubiqué. Allí estaban, todos juntos, cantando y bailando. Se divertían. Ninguno reparó en mí. Me acerqué y les grité. Se rieron y me gastaron algunas bromas, pero ninguna fue por mi desnudez sino porque me habían hecho correr detrás de la camioneta. Cada vez más gente llegaba al lugar, nadie se iba. La movilización era un verdadero éxito. La esperanza de que el gobierno accediera a aumentar el presupuesto universitario estaba latente. Comencé a no soportar mi estado y sentí la necesidad de volver a mi casa para vestirme. La gente comenzó a mirarme de manera extraña, como si no comprendiera mi absurda presencia en el lugar. Me puse más nervioso todavía. Traté de olvidarme de la movilización y me retumbó en los oídos el sonido de las sirenas de las ambulancias.
Luego de caminar durante tres o cuatro cuadras me encontré con un grupo de chicos y chicas de mi edad que estaban en la vereda conversando alegremente. Escuchaban música muy fuerte. A medida que me iba acercando a ellos, comencé a advertir los colores chillones de sus ropas, el humo de los cigarrillos, el olor a alcohol. Se divertían sin cansancio a las siete y media de la tarde en la puerta de una confitería bailable ubicada en una calle oscura. En la vereda de enfrente, unos cuantos hombres con trajes negros miraban a los jóvenes. Fumaban y hacían comentarios silenciosamente. Había también mujeres, jóvenes y viejas, con sacones negros, tapados de piel, todas muy elegantes y serias. Ver esos dos grupos enfrentados, separados por una calle oscura que ocasionalmente era transitada por algún auto, era casi un delirio. De un lado los colores bailaban, saltaban; del otro, la seriedad no se inmutaba, la oscuridad observaba con los ojos tristes. Tres o cuatro coches negros llegaron al lugar. Tres o cuatro hombres descendieron de ellos. Trajes negros, bigotes y anteojos ahumados, a pesar de la oscuridad. De pronto, de la casa, también oscura, sacaron lenta y cuidadosamente un ataúd, varias coronas y ramos de flores. Y yo parado ahí, en el medio de los colores y la oscuridad, entre la alegría y la tristeza. Mi desnudez era cada vez más estúpida y sentí mucho frío. Continué el camino de regreso a casa.
Llegué varios minutos después. El frío ya no se hacía sentir. Apenas traspasé la puerta de ingreso, me vi con los pantalones puestos, la camisa bien abrochada, la campera en la mano y las zapatillas con los cordones bien atados. Apareció mi viejo y me preguntó de dónde venía. No le contesté. No supe qué decirle. No sabía verdaderamente dónde había estado. Entré en mi habitación y me senté en la cama. Agaché la cabeza y me tapé los oídos con fuerza. Estaba aturdido. Cerré los ojos y tuve ganas de llorar. En mi mente se mezclaban los pequeños desnudos y los carteles de protesta, los cantos y las sirenas, los colores y la oscuridad, la música y el silencio…

LA CONFESIÓN


El once de julio del año dos mil doce tuve que ir a los tribunales, señora Presidenta. Y usted lo sabe muy bien porque yo ya se lo comuniqué. El dos de julio me tomé el atrevimiento de mandarle una carta certificada con aviso de retorno para que usted tomara conocimiento de lo que a mí me está ocurriendo desde hace ya un buen tiempo. Me citaron bajo apercibimientos de ley a prestar declaración indagatoria en una causa por Daño Calificado. Me acusan de haber provocado la muerte de tres árboles que estaban frente a mi vivienda con la utilización de un taladro y gasoil. Y es cierto, así lo hice. Pero ya le explicaré por qué.
Fui al juzgado con la mayor tranquilidad. Luego de anunciarme en la Mesa de Entradas ante una mujer pequeña, morocha y antipática, me hizo pasar al viejo juzgado una persona que habrá tenido mi edad, un poco más, un poco menos, qué más da. Alto como yo, pero más delgado, barba tupida, cabello entrecano, camisa blanca, corbata bordó, pulóver bremer negro, blazer azul. Muy prolijo, muy correcto. Me extendió la mano y acepté su saludo, mencionó un apellido que no recuerdo en estos momentos (estoy seguro de que no era oriundo de Rafaela, mi ciudad), pero cuando le pregunté si era el juez, se apuró a contestarme que no, que era el sumariante encargado de la investigación de mi causa y que el juez leería mi declaración por la tarde. Hasta ese momento, señora Presidenta, yo creí que quien interrogaba a las personas que declaraban en los tribunales era un juez…
Me explicó este señor con mucha celeridad la razón por la cual yo me encontraba frente suyo a punto de declarar, me dijo que en virtud de mi condición de imputado (en ese momento comencé a sentirme un delincuente, un criminal) tenía derecho de no declarar y que eso no implicaría nada en mi contra y, por sobre todas las cosas, me informó que tenía el derecho de nombrar un abogado defensor y declarar cuando él estuviera presente. Yo le agradecí mucho sus palabras, le dije que no tenía dinero para abonar los honorarios de un abogado particular, lo que por otra parte era cierto, y con la amabilidad que caracterizaba a este señor, me dijo que no me preocupara, que me nombrarían de oficio (término que todavía no entiendo) a un Defensor General del Poder Judicial, que me defendería como cualquier otro abogado del Foro y que era totalmente gratuito. No hice objeción alguna y mientras observaba cómo el sumariante escribía en la computadora a una velocidad increíble y sin mirar el teclado, esperé sus preguntas.
Luego de solicitarme mi documento y los datos de filiación completos, me preguntó qué tenía que decir al respecto de la imputación que se me había hecho conocer y ahí aproveché para preguntar yo: ¿De cuánto tiempo dispone? Del que usted necesite, me contestó muy gentil y creo que hasta el día de hoy se debe estar arrepintiendo de haberme dicho eso. Intenté a partir de ese momento demostrarle la teoría que sostenía un director de Hollywood: la realidad supera a cualquier ficción. Y que muchas cosas no son tan casuales.
Señora Presidenta: le contaré a usted aproximadamente lo que se volcó en el papel de mi declaración y que, por supuesto, como se lo dije antes, usted ya está al tanto de toda la historia porque seguramente habrá leído mi carta del dos de julio, aunque todavía no haya recibido en mi domicilio el aviso de retorno.
Debía justificar el porqué de mi accionar, por qué maté los tres árboles que yo mismo había plantado frente a mi vivienda y a una lindera (también de mi propiedad). Y era menester que el juez, a través del sumariante, se enterara de lo que me venía ocurriendo en los últimos tiempos.
Soy soltero, vivo solo y no tengo trabajo. Subsisto gracias a la renta de la vivienda lindante a la mía que heredé de mis padres y por suerte no debo abonar alquiler por mi casa. Cuando uno vivió ya medio siglo y se encuentra sin trabajo, se las tiene que ingeniar para poder sobrevivir. Es así que decidí capacitarme (considero que es la única manera de superación personal) y comencé a concurrir a un curso de gasista por las noches en una escuela técnica de mi ciudad. Así comenzó mi padecimiento. En una oportunidad, aproximadamente a las veintitrés horas, cuando salí de la escuela, me dirigí al estacionamiento de motos donde había dejado la mía y grande fue mi sorpresa cuando no la encontré en dicho lugar. Luego de preguntar a quien pudiera saber algo, usé mi lógica y me dirigí a la comisaría más cercana para dar aviso de la novedad. Pero no llegué. A casi dos cuadras del lugar me encontré con mi moto tirada en la calle, partida prolijamente por la mitad, corte hecho seguramente con una sierra eléctrica. Un corte perfecto. ¿Un aviso? Creí que no iba a ser necesario hacer la denuncia policial.
Días después, nuevamente en horas de la noche, luego de concurrir al curso de gasista, volví a mi domicilio (ahora en mi vieja bicicleta, comprenderá usted que no estoy en condiciones de comprar una nueva moto ni de arreglar la que tengo dividida en dos) y luego de ingresar a mi domicilio con total normalidad, como era costumbre, me dirigí hacia la cocina para hacerme un café. Pero ya una rara sensación me invadió sin saber por qué. Al ir a lavar la taza, encuentro que en la bacha de la mesada alguien había depositado varias piedras de diferente tamaño. ¿Quién había ingresado a mi casa sin dejar ningún tipo de rastro? Todas las puertas estaban cerradas con llave como yo las había dejado al irme. Ninguna ventana se veía violentada, ningún acceso posible había a mi intimidad hogareña. ¿Otro aviso? ¿Me estaban vigilando? ¿Estaba siendo controlado por alguien, o por algo?
Esta situación se fue reiterando en el tiempo. Si no eran piedras en la bacha, eran las sillas corridas, o la bañera del baño llena de agua, o simplemente una hornalla prendida. Imagínese usted, señora Presidenta, el temor que tenía (y tengo) al sentirme vigilado de tal manera, tan misteriosamente. Por supuesto que busqué una posible solución a esta extrañeza. Seguramente mis vecinos habrían visto quién ingresaba a mi domicilio y cómo lo hacía. No había muchas más posibilidades de hacerlo que por la puerta principal del frente o por el portón, a los que yo dejaba perfectamente cerrados con llave. Alguien de alguna u otra forma se las habría ingeniado para conseguir un duplicado de mis llaves o alguna ganzúa para no dejar rastro alguno. Y tomé la decisión de golpear todas las puertas de los vecinos de mi cuadra. Por supuesto, nadie había visto nada. Adujeron que en el horario en que yo me ausentaba de mi casa, ya era hora de estar adentro, de cenar e irse a dormir, por lo que nada podrían haber visto. Además, a esa hora, la luz artificial no es mucha en el lugar, dijeron.
Esto me llevaba a confirmar que mis vecinos, sin excepción, estaban confabulados con mis controladores y el único fin era volverme loco. Pero todo tiene una explicación, señora Presidenta, a esta persecución de la que estoy siendo objeto. Siempre me preocupé por combatir la injusticia y luché en favor de los más desprotegidos. Promoví la defensa del cooperativismo y creo que la deuda externa fue la principal causa de la triste historia económica de nuestro país desde los años 70 hasta la actualidad. Mi avidez por saber y encontrar las causas del default en nuestro país me llevó a contactarme con la BBC de Londres, con la Internacional Socialista (que tenía su sede también en Londres), con la Nathional Geografic, con el señor Hugo Chávez, presidente de Venezuela (ya que este país había tomado participación en la firma SanCor, aquí cerca, en Sunchales) y con todo tipo de biblioteca pública o privada a mi alcance. Fueron de suma importancia tres discos compactos llamados “Memoria Abierta” del diario Página 12 también. Todo esto hizo que también intente obtener mi doble nacionalidad (italiana) a través de la Unión Europea para poder viajar e investigar en el viejo continente, pero la negativa de este organismo internacional hizo que me tuviera que conformar con los datos de los que disponía y con una computadora de muy baja tecnología conectada a internet para poder seguir mi investigación.
¿No le parece, señora Presidenta, un poco extraño que una persona como yo, que se preocupa por los demás y además se contacta con organismos tan importantes, sea vigilado en su propia casa de manera tan descarada?
Atento a las manifestaciones de mis vecinos de no ver ni oír nada cuando seres anónimos visitan mi domicilio en mi ausencia, ideé un mecanismo para que nadie pudiera dejar de enterarse quién concurre a mi casa en horas de la noche, cuando el curso de gasista ocupa mi tiempo. Durante el día (que me encuentro siempre en el interior de mi casa) nadie, pero nadie, pasa a tocar el timbre ni siquiera para pedir limosna. Pero cuando yo no estoy, parece que concurren, tocan el timbre y cuando advierten mi ausencia, aprovechan para entrar sin mi permiso. Entonces, conecté el timbre de mi casa para que suene y se trabe hasta que yo lo desconectase, así, si no me encuentro en mi casa en ese momento, el ruido ensordecedor y molesto llamaría la atención de mis vecinos, que no podrían dejar de salir a la calle para ver quién era la persona que tan impacientemente quería verme. Y así ocurrió que una de las noches al regresar del curso e ingresar a mi domicilio, todo estaba en su lugar, nadie había aparentemente ingresado sin permiso, pero algo “olía mal”. Un olor extraño comenzó a invadir mis narices y sospeché que había ocurrido lo que a los pocos segundos comprobé: el timbre se había quemado de tanto sonar sin que nadie lo detuviese. Por un lado lamenté haber inutilizado el timbre, pero por el otro me puse contento ya que seguramente mis vecinos habrían podido comprobar quién lo había accionado. Nuevamente mis preguntas al vecindario obtuvieron cero respuesta positiva. Nadie escuchó el timbre que, seguramente, debió haber sonado no menos de media hora sin parar antes de quemarse. La explicación fue siempre la misma: es muy tarde, hay poca luz artificial, no se ve nada, no se escucha nada.
Cuando decidí cortar por lo sano y radicar la denuncia policial con el fin de que se disponga frente a mi domicilio una guardia permanente, tampoco obtuve una solución. La policía nunca me escuchó, aunque sí, pero no me tuvieron la paciencia que me tuvo el sumariante del Juzgado. El oficial que me atendió en la comisaría Seccional Primera que corresponde por jurisdicción a mi domicilio, luego de escuchar algo de mi historia, me recomendó muy amablemente concurrir al hospital local para hablar con la sicóloga. Al principio lo tomé de mala manera, pero luego de unos días pensé que quizás el oficial tuviera razón. La sicóloga seguramente me diría si en realidad estaba o no procediendo bien en busca de una solución a mi problema. Y hacia allí fui. Tres veces. Nunca logré que me atendiera.
Y me planteo desde ese momento: ¿estoy fuera de la realidad? Los propios integrantes de mi familia creo que confabulan en mi contra. Un día me dicen una cosa y al otro día me dicen exactamente lo contrario y, cuando se los hago saber, niegan a rajatablas haberme dicho algo diferente a lo que ahora afirman. Mis amigos, o los que alguna vez lo fueron, me recuerdan ahora algunos hechos que vivimos en la adolescencia o la juventud y me recriminan cosas pasadas como nunca lo habían hecho. Todo esto me llevó a concurrir a la oficina de Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, en la Universidad Nacional del Litoral de la ciudad de Santa Fe, para presentar documentación en la que se me acusaba de tener memoria revanchista. Además concurrí a la oficina de Derechos Humanos, también en la ciudad de Santa Fe. De ambos organismos recibí respuestas evasivas y me solicitaron que presentara dicha documentación en la ciudad de Rafaela. Pero toda esta trama en mi contra se acrecentó aún más: cuando solicité a dichos organismos la devolución de la documentación que presenté, me dijeron sin tapujos que la habían extraviado. Y como si eso fuera poco, señora Presidenta, al buscar las copias de dicha documentación en mi casa, descubrí que ya no estaban, que la caja donde yo guardaba los papeles importantes de mi vida había desaparecido.
Se imaginará, señora Presidenta, la cara del sumariante que me escuchaba con un forzado respeto a esta altura de la declaración: mi monólogo llevaba dos horas y media. Le pregunté si seguía mi historia, si me entendía, y titubeando me dijo que sí, pero que quería que fuera redondeando la idea. Entonces me apiadé de él y le dije: Pregunte, no más. Y suspiró aliviado, el pobre. Y, como rogándome, suplicándome, me preguntó: Pero dígame concretamente, ¿por qué quemó los árboles? Evidentemente, no me escuchaba, no me entendía o solo quería cerrar su investigación y lograr mi confesión, sin tener en cuenta la historia de mi vida, que en definitiva fue la que me llevó a matar a esas malditas plantas.
 Y bueno, se lo expliqué nuevamente, pero de manera más breve y clara. Como seguían sucediendo cosas raras en mi casa y al no poder instalar un sistema de seguridad por su alto costo ni poder cambiar las cerraduras de las puertas por otras más sofisticadas, decidí ayudar a mis vecinos para que pudieran observar quiénes iban a mi casa cuando yo no me encontraba, cuando yo me dirigía a realizar el curso de gasista para asegurar el poco futuro que me queda, y para que la noche cerrada no les impidiera la visión en esa boca de lobo en que se había convertido el frente de mi domicilio debido a la poca iluminación, problema que se acentuaba por las tupidas copas de los árboles que yo mismo había plantado frente a mi casa. La única forma de solucionar ese inconveniente, ese problema,  fue secando los árboles.
El sumariante por fin se puso a escribir a la velocidad de un viento huracanado, como si hubiese descubierto la fórmula de la inmortalidad. Creo que hasta sonrió de satisfacción al haber logrado mi confesión, el hecho de que yo asumiera mi condición de delincuente común.
Quiero terminar esta carta, señora Presidenta, con todo el respeto que usted se merece, diciéndole que se cuide, que no deje de defender los intereses de nuestra gloriosa nación como lo viene haciendo hasta ahora y como lo hizo su extinto marido cuando fue nuestro presidente. Todos sabemos que en nuestra América Latina los grupos dominantes (con presencia en todos los estamentos sociales) utilizan la parte ejecutiva represiva que son las fuerzas de seguridad. Esta forma de extorsión y golpe de estado, no solo económico sino también político, la han sufrido ya los presidentes Zelaya en Honduras, Correa en Colombia y Chávez en Venezuela. Esto nos demuestra que siguen pensando en volver para revertir lo poco o mucho que se hizo. Yo conozco sus principios, señora Presidenta, y la manera en que los está haciendo cumplir con su mandato es el camino que nos llevará hacia un futuro mucho mejor para todos los argentinos.
Sepa disculpar esta molestia. Le agradezco su atención y la saludo muy atentamente.

Santiago Bianchi

2012