viernes, 21 de noviembre de 2014

LOCO DE AMOR

Salvador Dalí
(Paranoia, 1944)
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Nunca pensé que me haría algo así. Ella siempre fue conmigo una buena mina, pero no tenía derecho a hacerme eso. Él mismo me lo dijo, con una frialdad que me asombró. ¿Cómo podría hablarme así de mi propia novia? Era obvio que dieciséis años atrás las cosas habían sido diferentes. La pasión nos unía y también ese espíritu aventurero que nos llevó a recorrer a dedo todo el país. Hace dieciséis años estábamos muy enamorados y a pesar de que con el tiempo nuestro noviazgo se fue enfriando, yo creía que ella me seguía queriendo como entonces. ¿Por qué este imbécil vino y me lo contó? ¿Qué quiso? ¿Que yo la dejara para que la ganase él? ¡Qué idiota! Justamente a mí me va a patear la mina... Lo miré con una sonrisa irónica y no le dije nada. Al otro día la encaré: era cierto. Ella me dijo lo mismo. Yo ya estaba preparado para eso, así que tomé coraje y la corté ahí mismo. 
Esa noche lo invité a tomar una cerveza y, curiosamente, aceptó. Le dije que yo ya no la vería más, que me había defraudado y que le agradecía que me lo haya dicho así, de frente, de hombre a hombre. Él fingió condolencia hacia mí pero en realidad sé que se alegró. Saqué la cuchilla todavía ensangrentada, se la mostré y, aliviado, le dije que a pesar de todo no la olvidaría jamás.

HACIENDO LA COLA

"Negro y violeta"
Wassily Kandinsky
(Rusia, 1966/Francia, 1944).
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Cuando ingresé al banco que lleva el nombre de mi provincia, la Invencible, me quedé un poco sorprendido. A pesar de estar en pleno invierno, en Santa Fe se sentía una pesadez muy particular, sobre todo adentro de un banco, el día de vencimientos, a última hora. Apenas traspasé la puerta, me detuve y no supe dónde ir. Fue en 1987. Estaba estudiando en la facultad, pero ayudaba a mi viejo con su laburo. Debía abonar todos los impuestos que sus clientes le encomendaban, a cambio de… de que me siguiera manteniendo sin laburar. No era la primera vez que lo hacía, podía decirse que ya estaba canchero en esos menesteres, y por eso mismo, a pesar de mi mal humor al ver tanta gente haciendo cola en las cajas, iba preparado: un buen libro y a otra cosa. Me relajé, tomé coraje y elegí una de las cuatro cajas habilitadas. A mi parecer, la que menos gente la formaba. Me había puesto en puntas de pie para ver por encima de la gente que se amontonaba desprolijamente y a pesar de saber que cualquiera de las colas me sería indistinta, por esas cuestiones del momento y porque uno actúa sin pensar, interrogué a una señora mayor, la última de la cola por mí elegida.
—Disculpe, señora. ¿Esta es la cola para pagar impuestos?
—Ah, no sé mijito, yo no sé. Yo acá siempre pago la luz.
—Entonces sí, acá cobran los imp…
—¡No sé, no sé! —me interrumpió la ahora vieja— Pregunte en la caja.
Preguntar en la caja… Se me presentaban algunos problemitas. Primero, apenas divisaba a una de las cuatro que estaban habilitadas; segundo, llegar me acarrearía varios pisotones y empujones, me podrían quemar la campera de nailon con un cigarrillo —en el 87 todavía se fumaba donde a uno se le antojaba—, pero sin pensarlo demasiado, me aventuré. Comencé a abrirme paso discretamente entre la gente y, por supuesto, sucedió lo que ya me había imaginado.
—¡Eh, usted! ¡La cola está más atrás! —me dijo un cuarentón de manera no muy amigable.
—¡No sea vivo! —me gritó otro más viejo y más ofuscado todavía—. ¡Todos estamos haciendo la cola! ¡Y no hay una sola! —recalcó.
Fue el principio de un griterío que en poco segundos me dejó como blanco principal de los insultos de cientos de contribuyentes que evidentemente ya hacía un buen tiempo que esperaban resignadamente su turno en la cola. Con timidez y sin muchos ánimos de dar explicaciones, me detuve e intenté una débil defensa:
—Eh… yo solo quería saber si esta es la cola para pagar impuestos…
—¡No! —gritó un irónico—. Estoy acá esperando cobrar la herencia de mi tío de Italia…
—¿No ve usted —me dijo un anciano de manera increíblemente cordial— que tenemos todas las boletas de nuestros impuestos en la mano? ¡Hace ya como dos horas que estoy en este infierno!
—Gracias… Y disculpe…
Eché una mirada a mi alrededor y caí en la cuenta de que el noventa por ciento de las personas que estaban en el interior del banco esperaba pagar sus impuestos antes que yo. Suspiré resignado y volví a evaluar a simple vista cuál de las colas era la más corta. Fue una elección difícil, pero ya en aquel tiempo me pasaba lo que me sigue pasando hoy cuando opto por una cola en el supermercado: elijo siempre la más corta y me voy mucho después de los que se ubicaron en otras cajas después que yo. Siempre delante de mí se ubica alguien que pide factura o que no le anda la tarjeta de crédito o que se olvidó de pesar la verdura o simplemente a la cajera se le termina el papel de la impresora y —oh, casualidad— es nueva y nunca desde que trabaja le había tocado cambiarlo aún, lo que implica el llamado a la encargada para que le explique cómo se hace. No obstante ello, elegí la que me pareció más conveniente. Debo aceptar que jugó un poco también la cara del cajero. A pesar de que estaba lejos, pude ver en su rostro un gesto más aliviado que el de sus otros tres compañeros. Pero no tuve en cuenta que me daba las espaldas una señora de avanzada edad que comenzó a mirarme de manera molesta y constante. Intenté no ponerme nervioso, pero la vieja pudo más.
—Tenemos para rato, ¿no? —le dije sin ganas.
—¡Qué le parece! De acá no nos vamos hasta la noche… —contestó de mal humor y con voz chillona.
Comencé a transpirar, me sequé fastidiado con mi pañuelo la frente y me puse a mirar a mi alrededor. El libro que contenía la veintena de boletas de impuestos a pagar estaba demasiado cerrado y no tuve ganas de abrirlo. Advertí que la gente ya se va preparada y resignada a hacer esas largas colas. No entiendo todavía hoy por qué aceptamos las cosas que no nos gustan y que sabemos que son mejorables. No entiendo por qué bajamos la cabeza y no nos rebelamos de una vez por todas. Pero que yo no lo entienda no quiere decir nada. Vi que muchos no pueden contener su lengua y utilizan a su ocasional compañero de desgracia para aturdirlo durante las dos o tres horas de espera, hasta que llega —al fin— el turno en la caja y el adiós aliviador. A pocos metros de mi posición, un poco más adelante, un muchacho de mi edad leía a Kafka. Elección seguramente demasiado arbitraria para la ocasión. Más allá una señora tejía escarpines celestes para un futuro nieto y, a su lado, un señor de traje, muy bien peinado y con maletín en su mano derecha, cerraba sus ojos para concentrarse en la música proveniente de sus walkman. Estaban también los infaltables lectores de diario y los fumadores empedernidos que encendían un pucho detrás del otro. También enriquecían esas colas aquellos que te improvisan un diálogo o monólogo por el solo hecho que en un determinado momento no tuviste más remedio que mirarlo a los ojos; los babosos de siempre: cuarentones que traspasaban con la mirada a una adolescente bastante bien formada que llevaba minifaldas y era el centro de sus comentarios libidinosos. No faltaban los politiqueros de ocasión que sacaban el cuero hasta el pobre panadero que había aumentado unos centavos el kilo de pan para no trabajar a pérdida. Y por supuesto, la infaltable vecina de ruleros plásticos bien anchos, que comentaba con su circunstancial compañera el último capítulo de la novela de la tarde, de alguna que otra serie norteamericana o de algún programa de chimentos del jet set.
Estaba incómodo. Me dolía la espalda y no soportaba el humo del cigarrillo de mi vecino. Yo fumaba, pero detestaba que me obligaran a aspirar el pucho de otro cuando no tenía ganas y sin la opción de irme libremente a otro lugar. De pronto vi entrar en escena a no de los personajes habituales de la zona bancaria santafesina.
—Señor, cómpreme tres almanaque por un austral…
—No, gracias.
—Pero dele, usted tiene plata…
—No necesito, gracias.
—Dele… Es solo un austral…
—¡No! ¡Gracias!
Al vendedor no le bastaba con ofrecer al montón. Uno por uno le iba ofreciendo su producto, insistiendo ante cada respuesta negativa y creo que ni él entendía por qué nadie le reprochaba estar ofreciendo almanaques a mitad de año.
El tiempo pasaba muy lentamente, pero yo me entretenía bastante observando a mi alrededor. En aquellos años, las puertas de los bancos cerraban a las 13.15. Y así ocurrió. Me di cuenta de que era el último de todos y que solo me salvaría de mi última posición la velocidad del cajero de la cola que momentos antes había elegido. Suspiré con resignación. Ya no llegaría a casa a almorzar y no sabía si en casa encontraría algo para comer a mi regreso. Era consciente de que como mínimo me quedaban aún dos horas de espera. Revisé las boletas que contenía mi libro, la cuenta hecha a máquina por mi viejo con el total a pagar y conté el dinero. Estaba todo perfecto. Eran cerca de veinte boletas y el importe superaba los mil quinientos australes. Era día de vencimiento y debía pagar sí o sí para evitar los recargos. Apreté fuerte el libro debajo de mi brazo y seguí con mi sana diversión de observar el accionar ajeno.
Una joven madre reprendía constantemente a su inquieto hijito que manchaba los pantalones de un viejo jubilado con su paleta de caramelo gigante. El viejito sonreía falsamente y se notaba en su mirada que tenía más ganas de pegarle a la madre que a la inocente criatura.
—¿Qué hora tiene, señor?
—Las dos, señora. ¡Qué largo se hace esto!
Pero lentamente la cola se iba acortando y sentía con entusiasmo que la caja se me acercaba a mí, más que yo acercarme a ella. Estaba cansado de esperar, pero valía la pena. Hasta el mes venidero no volvería a entrar a ese horrible banco para hacer la cola. Me chillaban las tripas por el hambre. Poca gente quedaba en el banco. La adolescente, que, confieso, a mí también me había deleitado con su simple postura de espera, ya se había ido. La vieja tejedora de escarpines ya estaría en su casa cocinando para la familia. El vendedor de almanaques estaría deambulando por bares céntricos o viajando gratis en los colectivos ofreciendo su prescindible producto de venta.
Éramos cinco —yo el último— los que quedábamos en la cola. Me sentía mejor, ya saboreaba el placer de salir del banco a las tres y media de la tarde con la obligación encomendada por mi viejo cumplida. Sus clientes deberían estar tranquilos en su casa sin pensar en que yo, infeliz, les estaba pagando sus impuestos el último día, el del vencimiento. Preparé nuevamente las boletas, reconté el dinero y volví a comprobar que nada había cambiado. Todo seguía en orden. A los cajeros se les notaba el cansancio en el rostro y en la lentitud de sus dedos. Ya casi no coordinaban sus movimientos. Y el que yo había elegido como el que en mejor estado se encontraba, era ahora el más maltrecho.
Y por fin me llegó el turno. Efectivamente, fui el último. Le sonreí al cajero a manera de saludo y le entregué las boletas, bien acomodadas. Dejé a un costado el dinero. El cajero se dispuso a hacer su trabajo, tomó las boletas, las observó detenidamente, una por una, y las dejó caer en el mostrador. Levantó la vista y me miró fijamente. Su rostro reflejaba un estado emotivo en el que no se podía descifrar si lo que deseaba era sonreír, llorar, gritar o salir corriendo de ese espantoso lugar. Ante mi mirada inquisidora, habló. Pero antes se pasó la mano por la frente y sonrió, ahora sí lo advertí, con lástima. Sospeché algo malo.
—Pibe… —me dijo serenamente.
—¿Sí?
El cajero volvió a revisar una por una las boletas, hizo un gesto como diciéndome que él no tenía la culpa, me devolvió las boletas y con un gesto casi burlón, me dijo:
—Estos impuestos se pagan todos en el banco Nación.

EL PACTO

"Niños y perro" /Técnica Grafito
Maritza Álvarez


El estampido los enmudeció. No lo esperaban. No lo deseaban. Pero los tres vieron cómo Elvirita se desplomó en el piso. José arrojó la escopeta al suelo como en un acto reflejo. Pepe y Tato lo miraron con horror. Sintieron el pánico que, lo sabían, los atacaría irremediablemente si algo así llegaba a ocurrir. 
—¡Elvira! ¡Elvira! ¡Elvirita! ¡No, no, por favor! —gritó José sin consuelo y se arrojó de bruces al lado del cuerpito. 
Comprendieron inmediatamente que ese disparo cambiaría de ahora en más su vida. Como ya había pasado con Elvirita, que ahora yacía sobre la gramilla del potrero donde Urretavizcaya hacía pastar a sus mejores caballos. La explosión había hecho que cinco o seis relinchos se mezclaran e interrumpieran el silencio típico de una siesta en la pampa húmeda. Al galope y asustados desaparecieron rumbo al casco de la estancia todos los caballos, incluidos los suyos. El disparo siguió resonando en sus oídos durante seis o siete segundos. No lo dijeron, pero pensaron en lo mismo: seguramente Urretavizcaya había escuchado el disparo. El casco no estaba tan lejos y a caballo no le llevaría más de diez o quince minutos encontrarlos si se lo propusiera. Tenían ahora una urgencia. ¿Qué hacer con Elvirita? ¿Qué hacer con ese frágil cuerpito ahora? ¿Cómo hacer para que nadie se enterara de la desgracia? 
—Te dije, boludo. ¡Tené cuidado! —reprochó Tato. 
José inmediatamente olió sus manos y las refregó en su pantalón de jean. El olor a pólvora denunciaría sin dudas quién había jalado el gatillo. 
—Te lo dijimos, tené cuidado que es muy celosa —casi gritó con desesperación Pepe. 
El rostro de José se deformaba segundo a segundo. No faltaba mucho para el llanto. Venía a su mente la dura imagen de Urretavizcaya, el patrón, pero sobre todo, la de sus padres. ¿Cómo explicaría lo ocurrido? 
—¿Y ahora qué hacemos? —pidió ayuda desconsoladamente a sus hermanos. Tato y Pepe se miraron. José había disparado, no ellos. José había bromeado cuando le apuntó a Elvirita, no ellos. José tenía el estigma de la pólvora, no ellos. Si el delicado cuerpito yacía ahora en el piso, era culpa de José, no de ellos. 
—¡Todavía está viva! —gritó José. Le tomó la cabeza suavemente con su mano derecha y la levantó un poco. Los ojos tristes lo miraban pero los párpados se le cerraban poco a poco. El abdomen subía y bajaba con movimientos bruscos. Pero la herida era muy grande y el final, inevitable. José se largó a llorar con desesperación mientras sostenía la delicada cabecita moribunda. Y pasó lo que indefectiblemente tenía que pasar: Elvirita dejó de respirar. Sus ojitos no llegaron a cerrarse del todo. Esa mirada fija, fría, triste, quedaría grabada en el alma de José por el resto de sus días. La apoyó nuevamente sobre la tierra sin dejar de llorar. Volvió a refregarse las manos en el pantalón. Tato y Pepe observaban a su hermano de pie, sin decir una sola palabra. A Pepe se le escapó una lágrima y sacó un pañuelo. José estaba desesperado. Repetía el movimiento casi instintivo de refregarse las manos en el pantalón y de llevárselas a la nariz para oler, una y otra vez, la pólvora delatora. Tato, quizás el menos afectado emocionalmente de los tres, pensó en Urretavizcaya. Si había escuchado el disparo, tardaría unos pocos minutos en llegar al lugar. 
—Hay que ocultar el cuerpo —sugirió—. ¡Y rápido! 
José, todavía arrodillado al lado del cadáver, levantó la vista y gimió: 
—Pero… ¡la maté! 
Pepe se limpió ahora los mocos. 
—¡Ya está! No podemos hacer nada ahora. Escondamos el cuerpo antes de que llegue el vasco —insistió Tato. 
José no tuvo fuerzas para levantarse. Acarició delicadamente la cabecita muerta y lloró sin consuelo. Tato comenzó a mirar a su alrededor. Puro campo, pampa infinita. El horizonte era tan llano como esa línea imaginaria que separa el cielo del mar. 
—Pero… ¿dónde la escondemos? —inquirió Pepe. 
—Hay que enterrarla. 
—¡Qué! —gritaron a dúo José y Pepe. 
—¡Enterrarla, boludos! ¡Qué otra cosa se les ocurre! 
José y Pepe se miraron intrigados. 
—¿Con qué hacemos el pozo? 
—Con los dientes, si es necesario —dijo Tato y se echó al piso. Extrajo entre sus ropas una pequeña navaja que llevaba siempre consigo, regalo del mismísimo Urretavizcaya, y comenzó a herir la tierra. Pepe se puso a ayudarlo con la vaina servida del cartucho disparado y José se sacó el cinto y colaboró con la hebilla de bronce. La desesperación era más eficiente que las herramientas. Envueltos en un nerviosismo nunca vivido, cavaban y miraban constantemente hacia el sur, en dirección al casco, y rogaban que nadie apareciera. El cuerpo no era pequeño y las herramientas empleadas no eran las adecuadas. José no podía dejar de llorar, sabía que esa muerte lo seguiría de por vida. Enterrar el cadáver y ocultar el crimen no lo libraría de la culpa. El espantoso olor a pólvora no se le desprendía y deseó estar en su casa, tranquilo, sin la pesada mochila que ahora debía llevar a cuestas. 
Dos horas y media después arrojaron el cuerpo de Elvirita al foso. La profundidad alcanzada fue apenas suficiente para su tamaño y la taparon en unos pocos segundos con la tierra. Apisonaron bien el montículo que se asemejaba a un pequeño tacurú y confiaron en que pronto lloviera para que la propia naturaleza terminara el trabajo. Tato se sacudió las manos, Pepe estiró sus piernas, casi dormidas, y José, sentado al lado de la improvisada tumba, dobló sus piernas, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y continuó con su llanto interminable. La noche se acercaba. 
—Volvamos —dijo Tato y alzó la escopeta. No quiso que José la volviera a tocar. 
—¿Así nomás? —preguntó Pepe. Tato lo miró extrañado—. Necesita cristiana sepultura. Hagamos una cruz con dos ramas aunque sea y la clavamos al lado de la tumba —sugirió. 
La reacción de Tato no se hizo esperar: 
—¡¿Sos boludo o te hacés?! Ponele un cartel también que diga “Aquí yace la Elvirita, muerta por el pelotudo de José” —agregó irónicamente. Tendió una mano a José y lo ayudó a incorporarse—. Debemos guardar el secreto. Nadie debe saber que Elvirita murió, si no estamos fritos —dijo seriamente Tato. 
—Yo soy el asesino y me haré responsable —agregó con valentía José. 
—¡No rompás las pelotas! Estamos los tres juntos en esta y seguiremos juntos. Nadie se debe enterar. 
Pepe asintió con la cabeza y José se encogió de hombros. 
—¡Dejá de llorar de una vez, vos! ¡Tenés la cara hinchada. 
Ahora debían volver a pie. 
Llegaron destrozados, física y anímicamente. Sus gestos los delataban. 
—¿Por qué volvieron solos los caballos? —preguntó su madre. 
Se miraron. Recordaron el pacto. 
—Se asustaron con un tiro —dijo Pepe. Tato casi se lo come con la mirada. 
—¡Les dije que no salieran solos con la escopeta! ¡Es peligroso! —recriminó la madre. 
—Le tiramos a una perdiz —dijo Tato para quitarle importancia al hecho. 
—Estuvo el patrón hace un rato. Vino a buscar a papá y se fueron al pueblo. 
Ninguno de los tres hizo un comentario. 
—Preguntó por la Elvira. 
Silencio total. La madre puso la olla con agua al fuego. Se la veía preocupada. Pero les hablaba tranquilamente, como nunca. Sin siquiera mirarse, creyeron que su madre sospechaba algo. 
—¿Ustedes no la vieron, no? 
José, que siempre había sido el más débil de los tres, estuvo a punto de aflojar, de ceder, de abrir la boca. Pero Tato no le permitió romper el pacto y se hizo cargo de la situación. 
—No, no la vimos. Pero no debe preocuparse el patrón. La Elvirita suele irse y volver a los dos o tres días. Nunca se pierde. Es una perra fiel.

NO VA A SERVIR DE NADA...




—¡Aurora! ¡Traeme un lapi y un papel, por favor!
Saúl yace en la cama desde hace varios años. El accidente lo dejó inmóvil de la cintura para abajo. Su cama y su silla de ruedas son su único hábitat. Le duele la espalda y sus quejas son constantes.
—¡Aurora! ¡¿Me escuchá?!
—¡Sí, voy! ¿Qué queré?
—Quiero escribir algo… algo que quiero que quede para después de que yo estire la pata…
—¡Ja! ¿El testamento? A mí dejame el mate y la bombilla, esa de alpaca, que es lo único valioso que tené… ¿Y desde cuándo sabé escribir vo?
—¡Algo sé, che! Para que lo sepa, tengo quinto grado terminado. Dale, traeme un lapi y un papel…
Toma el lápiz para escribir pero no recuerda muy bien cómo hacerlo. Treinta años trabajando como foguista no le permitieron ejercitar la escritura demasiadas veces. Mira el techo. Las chapas muestran su progresivo deterioro. Las moscas no lo dejan tranquilo.
—¡Aurora! Traeme una rama de paraíso…
Mucho tiempo travaje de fueguista asta que el lomo no aguantó mas y me cai, me ice pelota. Fue ese acidente el que me iso quedar aca, todo postrado. Mis piernas nunca volbieron a vivir. Siempre acia lo mismo, siempre. Yo era el que avivava el orno, le daba el fuego que necesitaba, todo con mis brasos, sí, con estos brasos que con el tiempo se fueron quedando sin pelos por la fuerte calor. ¡Caracho! Era imposible asercarse mucho tiempo seguido al fuego… —¡Aurora! ¡La rama!
Yo travaje mas de doce oras por dia. Todos los dias travajaba doce oras por dia o mas. Y siempre vivi asi, en esta miseria. Nunca tube mas que este rancho pulgoso echo con mis propias manos. ¡Aaa!, pero mio… Nadie va a benir a sacarme de aca, del rancho de la familia, de la Aurora y de mis sei chango. Lo que ganava apena me alcansava para darle de comer. No. No fue felis la vida. —Tomá, Saúl. Y dejá de hinchar por un rato…
—Esperá, ayudá a levantarme un poquito… Así… La almuada un poquito ma arriba… Así… Así está bien. Gracia.
Siempre nos explotaron. Nunca fuimo ombres. Nos basurearon. Los que trabajávamo en el cecadero nunca pudimo abrir la jeta para defender nuestros derechos. No tubimo nunca una organización sindical. ¡Qué íbamo a tener! Al que insinuava ser un poco re… —¡Aurora! ¿Rebelde es con be alta?
—¡Qué sé yo…!
—Y bue… lo pongo así.
…belde, lo rajavan. ¡Ai, ai! No nos dejaban hablar, ni comer juntos nos dejavan. El dia que el viejo Velasque se cayo redondito porque se le paro el bobo, todo muerto, se hicieron los estupido los del cecadero. A la viuda solo le dieron el pesame y nada má. ¡Desgraciados! Ni siquiera lo que havia travajado el ultimo mes le pagaron.
—Saúl, ¿queré mate?
—Bueno, pero amargo, por favor. No ese almíbar que tomá vo.
—Pa amarga ta la vida, dicen…
—Con azúca no la vai a mejorar…
Siempre ice trabajos duros, porque siempre fui juerte, pero este, como fueguista, fue el pior. Si el acidente no me uviese paralisado, igualmente ora taría tirado, fuera de servisio, por el desgaste. Ni ambre me daba en esa doce oras manejando la pala. Tenía que tomar mucha agua. En el verano se acia imposible, pero…
—Tomá, Saúl. Decime si le falta.
—No, ta güeno, bien calentito. Pero no me interrumpá.
—¿Qué caracho tai escriviendo?
—¡Shhhhh!
En el cecadero nunca se descansaba, pasara lo que pasara. Nunca. Mientras abia yerba, abia que cecarla. No le tengo miedo a la muerte. Que le voy a tener miedo si eso era el mismisimo infierno… —Dame otro mate, Aurora… ¿Pa qué mierda escribo esto?
—Si no sabé vo… Tomá.
—Ya está frío… ¡La pucha!
—¿Qué te pasa? ¿Por qué chiyás? ¿Por qué rompé el papel?
—Porque quería escribir una… ¡¿Pa qué?! No va a servir de nada…

CON EL CHE


A Rosita Fasolís

Cuenta Rosita Fasolís que su amigo Alberto Campazas, escritor rosarino, fue a Cuba en tiempos del Che Guevara junto con otros camaradas y que a su regreso, como exclusividad, le confió la historia.
A la hora de la siesta el Che recibió a los visitantes en su oficina. Luego de escuchar al Comandante durante un par de horas hablar apasionadamente sobre su actividad en la isla y sobre el futuro de la revolución —como era su costumbre, mate en mano—, Alberto arriesgó unas palabras. Usted dijo, Comandante, alguna vez, que la observación del crecimiento, del desarrollo de la revolución año tras año por parte de un revolucionario, es una de las tareas más gratas… Campazas y sus camaradas habían llegado desde Rosario a visitar al Che, a su coterráneo, a esa persona inmensa y tantas veces idealizada y admirada. Sin duda, amigo, sin duda. La revolución se va fortaleciendo con el tiempo y las masas comprenden que el trabajo diario y sin flojeras de ninguna índole es el camino que lleva a la victoria. Y eso a un verdadero revolucionario lo gratifica. Algunos papeles y carpetas y dos o tres libros ocupaban desordenadamente el escritorio inmenso, pero modesto, que separaba al Che de Alberto y sus compañeros. La Revolución es joven y como sabemos, los errores de juventud existen. Hay que romper paradigmas, hay que abrir nuestra mente hacia la construcción de una sociedad nueva, de un Hombre Nuevo. Y nos cuesta porque estamos aprendiendo sobre la marcha. Pero como verdaderos revolucionarios, tenemos que tomar esta tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo. El silencio de los visitantes era realmente la expresión de una admiración suprema. La mano derecha del Comandante no se desprendía del mate. Cuando callaba, tomaba la pava que estaba apoyada sobre un libro rojo y servía. Chupaba la bombilla suave y lentamente, sin hacer ruido. Uno de los camaradas de Alberto observó, sin disimulo, una carabina que estaba apoyada sobre la pared. El Che lo advirtió y sin decir una sola palabra, como comprendiendo la curiosidad, se levantó, la buscó y la apoyó sobre la mesa. Es la que utilicé en Sierra Maestra. Estaba impecable. De caño grueso, más que una carabina parecía una escopeta. Relató, con una sonrisa seria, que conseguir armas no había sido fácil. No solo por el aislamiento geográfico sino por una renuencia de parte de los civiles para entregarlas a la guerrilla. Pero el constante crecimiento de las fuerzas revolucionarias había hecho que poco a poco el campesinado cubano se les fuera uniendo y de esa manera comenzaron a fortalecerse en todo sentido. Alberto sentía que ese hombre que estaba detrás del escritorio con el mate en la mano y acariciando la carabina era un ser superior que estaba poseído por una causa, como diría luego Rodolfo Walsh. Las horas habían pasado a una velocidad increíble. El Che se puso de pie y los visitantes comprendieron que la charla había llegado a su fin. Estaban conmovidos, felices por haber compartido un valioso tiempo de su vida con el Comandante. Un fuerte apretón de manos sirvió como saludo de despedida. Alguno hasta se atrevió a abrazarlo. Si quedó alguna duda, pregunten nomás…, dijo con un gesto amable el Che. Dice Rosita que Alberto, que se había quedado rezagado a propósito, quizás para disfrutar unos segundos más de tan inmensa presencia, se animó a soltar unas palabras que, al principio, creyó imprudentes. Comandante, me extraña que usted no nos haya convidado con un mate. No es de gauchos dejar sin mate a los que acompañan… El Che sonrió a medias, y luego de una suave palmada en la espalda de Alberto, se volvió al escritorio, tomó el mate, lo acercó y lo mostró. Alberto lo miró sorprendido y escuchó las palabras casi cómicas: Si no tengo yerba, amigo Campazas… Y hace tanto tiempo que no tengo…
Rememora Rosita con los ojos extraviados en el recuerdo de su amigo que “ya se fue”, que sin dudas los hechos ocurrieron y que ahora Alberto y el Che estarán seguramente allá por las alturas discutiendo cómo podrían haber sido las cosas.

miércoles, 4 de junio de 2014

13 - EL BAILE


Y digo a cuantos inoran
el rigor de aquellas penas
yo que sufrí las cadenas
del destino y su inclemencia:
que aprovechen la esperencia,
del mal en cabeza agena.

Martín Fierro



—¡Arriba, abajo!... ¡Arriba, abajo!...

Sentía sus piernas crujir. Sus muslos parecían querer explotar. Sus rodillas ya no coordinaban sus movimientos. Hacía cuarenta minutos que estaban sobre el cemento caliente realizando ejercicios de castigo. Un teniente era el que les ordenaba a gritos los movimientos. Tres cabos supervisaban la correcta realización de los ejercicios de los cincuenta o sesenta conscriptos castigados. ¿Castigados por qué? Por el solo hecho de estar próximos a la baja.
—¡Arriba, abajo!... ¡Arriba, abajo!...
De vez en cuando cerraba los ojos y suspiraba profundamente. Aguantá, aguantá, se decía. Son los últimos días, son las últimas horas. La transpiración recorría todo su cuerpo cansado. Su poco cabello parecía recién mojado. El uniforme estaba adherido a su piel.
–¡Atención! —los conscriptos de un salto quedaron en posición de firmes—. ¡Cuerpo a tierra! ¡Flexiones de brazos! ¡Uno, dos, tres!...
¡Cómo quería gritar! Quería preguntar por qué tanta idiotez, quería comprender la razón de esa vida y no podía. ¿Qué ganarían con eso? Nada... Nada... Se sentía impotente ante toda esa farsa, ante todo ese circo lleno de domadores de ovejas. ¡Qué bosta de gente! Seguro que en sus casas sus respectivas esposas los tienen cagando. Parecían gozar viendo cómo esos jóvenes se rompían el alma obedeciendo sus órdenes. Gritaban sonriendo irónicamente, sintiéndose grandes, poderosos, insuperables.
–¡Carrera mar alrededor mío!
Se sentían el centro del universo, el eje del cual dependían todos sus súbditos, todos esos infelices que sin protestar, sin levantar la voz, corrían a su alrededor, saltaban como ellos querían, se tiraban al piso ante sus órdenes, sonreían ante sus chistes y sufrían ante su hipocresía.
—¡Atención! —una pausa muy silenciosa sucedió a ese grito—. Ya casi cumplieron con su deber... Ya casi tienen los catorce meses, ¿no? Muy bien... ¿Y qué piensan? ¿Aprovecharon este tiempo?
Por supuesto que nadie contestaba. Sabían que esas preguntas no debían ser contestadas. Sabían que esas preguntas retóricas formaban parte de un monólogo que no se podía interrumpir.
—Espero que los nenes de mamá hayan aprendido a valorar lo bueno. Tienen diecinueve o veinte años y están cansados por dos o tres flexiones... ¿No son hombres acaso? ¡Cuerpo a tierra! ¡Flexiones! ¡Uno, dos!...
¿Cómo comprender eso? No entendía nada. Solo cerraba los ojos y seguía los movimientos mecánicamente. No pensaba, no quería hacerlo. ¿Para qué? Demasiado había pensado ya en esos trece meses que habían pasado. Ya se iría, dentro de muy poco, y después... ¿Y después? ¡Qué importaba! Lo más importante era irse de una buena vez por todas, cuanto antes mejor. Por eso obedecía, por eso no se quejaba, quería ver su documento nuevamente con una firma que certificara que había cumplido con esa estúpida ley nacional. Seguía con el sudor en la frente, ese sudor que había corrido casi permanentemente por su rostro no solo por el sufrimiento físico: el dolor interior también hacía fluir de sus poros gotitas de odio, de impotencia, de desesperación.
—¡Felicitaciones, reclutas! Ya se van a sus hogares. ¡Qué felices deben sentirse! Nunca más el uniforme militar... Nunca más bajar la cabeza y obedecer, ¿no? Pero todavía están acá y con el uniforme puesto... ¡Carrera mar alrededor mío!
Fueron casi noventa minutos de torturantes ejercicios físicos y síquicos que hacían crecer su odio hacia esa casta de gente incomprensible, repudiable. Todo estaba terminando, ese período negro de su vida iba llegando a su final, pero en vez de sentirse más aliviado, sentía un gran peso en su alma, un gran peso al que tenía que descargar sea como sea, no sabía cómo, pero tenía que quedar bien interiormente, sentirse libre de todo eso que estaba viviendo.
El castigo llegó a su fin y todos quedaron sentados sobre el duro piso de la Plaza de Armas. Nadie hablaba porque ninguno tenía el aire suficiente como para hacerlo. Algunos se acostaron y cerraron los ojos, olvidándose durante algunos segundos del presente. Otros dirigieron la vista al infinito celeste preguntándose el porqué de todo eso, pregunta que encajaba en todas las situaciones allí vividas, a toda hora, en todo lugar, y que jamás encontró una respuesta lógica.
El teniente —con apellido de lodo— y los cabos quedaron reunidos a un costado, conversando de cualquier cosa, sonriendo, fumando y mirando de vez en cuando esos cuerpos que yacían en silencio a sus pies.
Permaneció sentado, agachó la cabeza y la apretó fuertemente entre sus piernas. Cerró los ojos y respirando profunda pero lentamente, quiso pensar en algo diferente, quiso olvidarse de todo eso, quiso dejar de lado todo ese odio que le brotaba para pensar en el mañana... Pero no pudo, había algo que no lo dejaba pensar en otra cosa que no sea esa triste realidad. Ese algo era ganas de desahogo, ganas de gritar a los cuatro vientos su bronca y su coraje reprimido de una vez por todas. Ya habían pasado casi catorce meses de estar viviendo en silencio, sin poder opinar, sin tener la libertad mínima como para mear cuando tuviese ganas. Eran casi catorce meses de bronca acumulada, de actitudes sin sentido, de órdenes gritadas, de comprendidos incomprensibles. Ya había llegado a un límite que no podía ser superado, la estupidez no podía ir más allá. Todo tenía que terminar. ¿Pero cuándo?, murmuró con rabia entre sus piernas. ¿Cuándo, cuándo?, y la bronca iba creciendo cada vez más.
—¡Atención!
Todos, en un movimiento justo, calculado, saltaron a un mismo tiempo y quedaron en posición de firmes. Nadie hablaba. El silencio parecía eterno. Las sonrisas en el teniente se habían transformado en seriedad temible. Su cara expresaba asco, lo mismo que sentían los conscriptos hacia él.
—Irán a las duchas. En quince minutos los quiero nuevamente acá formados. ¿Comprendido?
Se escuchó a coro un fuerte y unísono comprendido, señor teniente. Comprendido... Comprendido... ¿Comprendido qué?
—Y espero que los próximos civiles hayan aprendido la lección...
Nadie abrió la boca. Todos tenían una respuesta pero la callaron. Habían aprendido mucho en esos trece meses. Demasiado. Sí, aprendimos la lección —pensó para sí—, la enseñanza es una sola: odio, y a ese odio lo tengo que descargar, de una forma u otra lo tengo que descargar... ¡Hijos de puta!

miércoles, 16 de abril de 2014

CRECER CON SPINETTA


Fue duro escuchar que se había ido. Pero nos había dejado la música y la poesía. Recuerdos y sentimientos encontrados poblaron mi cabeza y escuché por enésima vez la Cantata...
—Te debe haber afectado como cuando murió Borges...
Apenas sonreí y contesté:
—Crecí escuchando a Spinetta, no leyendo a Borges.

miércoles, 26 de febrero de 2014

12 - FONDEADOS


Inora uno si de allí
saldrá pa la sepoltura
el que se halla en desventura
busca a su lado otro ser;
pues siempre es bueno tener
compañeros de amargura.

Martín Fierro





El mate seguía la ronda lentamente. Eran cuatro. Cada uno sentado en una silla, estiradas las piernas, el cuerpo flojo. Era una hora en la que podían ponerse a charlar, cebarse unos amargos, jugar a los naipes, pero a escondidas. Estaban fondeados en la Repostería del Departamento Secretaría de la Base. Los cuatro estaban vestidos de igual forma: uniforme camuflado y botas. Hacía calor. Eran las tres de la tarde y en toda la Base no se escuchaba un solo ruido. Todo estaba tranquilo. Por las calles solo se veían algunos conscriptos barriendo o cortando el césped.
—¡Dale, que no es mamadera! —le gritaron al mendocino.
—¡Ya va, sanjuanino jetón!...
Siempre había un clima alegre cuando se sentaban a compartir los ratos libres. Nadie lo había propuesto, pero sabían que si se llevaban bien, el tiempo pasaría más rápido. Generalmente era el sanjuanino el que vivía con la risa en la boca, siempre con un chiste o una broma en su mente. Incansable hablador. Era él en esos momentos el encargado de cebar los mates.
—Tomá, Anteojito —dijo extendiéndole el mate al porteño.
El mendocino cortaba el pan que había conseguido en la cocina. Siempre era él el que conseguía comida para llenar el estómago y así aguantar hasta la hora de la cena. Ese día había conseguido mermelada de durazno y todos esperaban su turno para servirse.
El santafesino era el más callado, estaba recostado contra la pared con un lápiz en la boca y un cigarrillo en su mano izquierda. Extendió el brazo derecho con un papel con un dibujo que estaba haciendo en su mano. Lo observó a la distancia. Era un callejón sin salida, con las paredes muy deterioradas, una columna con luz de mercurio, el sol que se asomaba detrás del muro y, dentro de un tacho de basura, una paloma muerta. En el suelo, un papel pisoteado con la palabra PAZ. El santafesino miraba su dibujo como queriéndolo retocar, borrar o romper... Dejó el lápiz en la mesa y pidió un mate.
—Tomá, Lombriz, y a ver si comés porque cada día estás más flaco.
—Loco, ¿ustedes se pusieron a pensar —preguntó el santafesino—, pero a pensar en serio, qué función cumplimos acá adentro? Hacemos horario de oficina por la mañana y por la tarde estamos al repedo...
—Yo no puedo pensar y tomar mates al mismo tiempo —dijo el sanjuanino largando una carcajada.
—Estamos al servicio de ellos —dijo el mendocino.
—Lo bueno sería armar una revolución acá adentro —agregó el porteño—. Pero pacífica. ¿Qué pasaría si todos los colimbas nos negáramos a obedecer órdenes?
Hubo un silencio largo y solamente se sintió el ruido que el santafesino hizo al finalizar el mate.
—¡Qué va a pasar! ¿Cómo hacés para que más de mil monos se pongan de acuerdo? —intervino el mendocino—. Siempre hay alguno que se borra. Y con que se borre uno solo es suficiente para que todo fracase.
El mate siguió dando vueltas. Los cuatro jóvenes masticaban sin hablar. Siempre surgían los mismos temas: encierro, obediencia, cansancio, odio, melancolías...
—¿Qué estará haciendo mi Rosita? —suspiró el sanjuanino.
—Seguro que anda con otro. ¿O te creés que está pensando en vos? —le contestaron.
Hubo risas, contestaciones, cargadas. Siempre a las preguntas melancólicas le seguían cargadas, bromas, risas. ¿Para qué amargarse? Ya demasiado se amarga uno cuando está solo, ¿no nos vamos a amargar todos juntos, no?, era el pensamiento del mendocino. La ley era evadirse, pero eso no era fácil de lograr. El mendocino siempre contaba anécdotas de Alvear, de sus estudios de Enología. El santafesino con sus poesías y con sus dibujos protestaba constantemente. El porteño se volaba con su música y su poesía. Y el sanjuanino, con su Rosita. Los cuatro, sin querer, volvían a su tierra natal. Todos llevaban un poquito de melancolía en su interior y necesitaban exteriorizarla. Tenía cada uno algo que decir, que maldecir. Ninguno soportaba la idea de la pérdida de tiempo, el desperdicio de un trozo de vida.
—Ni siquiera nos enseñan a manejar un fusil... —protestó el sanjuanino.
—¡Mejor! ¿Para qué querés usarlo? ¿A quién querés matar? —dijo el porteño enojado.
—Haya paz, haya paz...
—¡Sí, bárbaro! Haya paz... —exclamó el mendocino—. Pero no somos nosotros los que decidimos si hay o no hay paz. ¡Son ellos, la puta madre, son ellos! No nos enseñan a manejar un arma y luego inventan una guerra como Malvinas... Sí, haya paz, pero...
—¡Loco, pará! Aquí estamos cayendo en un error —explicó el porteño—. La paz tiene que existir para el que la desea, y el que no, que se joda y que vaya al frente. Ya lo decía el gran John: Si un hombre no tiene deseos de luchar, debe tener el derecho de no ingresar al ejército.
—Sí, loco, mucho idealismo, pero sucede que acá, en este bendito país, la colimba es una obligación avalada por una ley nacional —dijo irónicamente el santafesino—. Entonces no nos queda otra que seguir protestando como unos boludos y nada va a cambiar.
—¡Paren, paren! Entonces —concluyó el sanjuanino— la paz es imposible porque no depende de nosotros sino de ellos...
—¡¡¡Bien!!! —gritaron todos juntos aplaudiendo a modo de burla.
—Eso es lo que estuvimos hablando hasta recién —dijo el mendocino—. ¡Qué rápido sos! —y las risas continuaron por unos segundos hasta que escucharon un ruido en la puerta de entrada de la Secretaría.
—¿Quién es el oficial de guardia hoy? —preguntó con miedo el mendocino.
—El gordo choto de Castellano —contestó el porteño.
Castellano era teniente de navío, gorila y con cara de perro. Ya había firmado treinta días de castigo antes de Navidad para el santafesino por quedarse dormido en una guardia imaginaria, y otros tantos para el porteño y el mendocino por jugar al truco en una oficina, fuera del horario de trabajo. El santafesino instintivamente cerró los ojos y se aferró a su lápiz y su dibujo.
Se quedaron callados. El teniente Castellano era uno de los oficiales más severos con los conscriptos. Estaba de guardia y ellos estaban fondeados. En silencio quisieron acomodar todo, limpiar, pero ¿qué excusa darían ante la inminente explicación que requeriría el teniente? Todo fue en vano. Los pasos se sintieron muy cerca y no tuvieron tiempo para disimular el desorden.
—¿Qué hacen ustedes acá? —gritó el oficial.
Los cuatro conscriptos se pusieron automáticamente de pie, en posición de firmes, y se quedaron inmóviles. El teniente había aparecido imponente, con la radio en la mano y la tira amarilla que lo identificaba como oficial de guardia; se paraba siempre a lo malevo, exhibiendo su cuerpo inmenso como símbolo de autoridad. Los jóvenes parecieron disminuir su tamaño.
—Parece que están bien instalados... Mate, pan, mermelada, cigarrillos... ¿Ustedes no están haciendo el servicio militar, según se puede comprobar, no?
Nadie hablaba. Todos tenían ganas de contestarle que tenía razón, que la colimba no era verdaderamente eso, pero no se animaron. Ya estaban pensando en diez días de arresto, en flexiones de brazos, de piernas, y cualquier otro castigo de los que se valían ahí adentro.
—Bueno, parece que están mudos. Siéntense. A ver, vos —dirigiéndose al sanjuanino—, parece que sos el cebador, dame un amargo.
Se miraron, no entendieron nada. Observaron cómo tomaba mate sin decir nada, sin dictar ningún castigo, y hasta comiendo un pedazo de pan con mermelada.
—¿De qué estaban hablando?
—De lo que vamos a hacer cuando nos den la baja —se apuró a contestar el santafesino.
—¿Ah, sí? ¿Y qué van a hacer?
—Yo, estudiar. Tengo que terminar todavía la secundaria.
—¿Y vos? —le preguntó al sanjuanino.
—Quiero hacer la primaria. Quiero aprender a leer y a escribir...
—¿Nunca escribís a tu casa?
—Sí, ellos escriben las cartas. Yo les dicto lo que quiero...
—¿Qué es esto? —preguntó el teniente tomando el dibujo del santafesino—. ¿Quién lo hizo?
—Yo.
—¿Y qué significa?
—No significa nada. Cada uno le da la interpretación que quiere.
Nadie más habló. El teniente se quedó mirando el dibujo. No decía nada. Solo se oía el respiro fuerte que producían sus fosas nasales. Los jóvenes se miraron entre ellos y ya con un poco más de confianza arriesgaron una sonrisa.
—Paz... ¿Vos la proclamás?
—La deseo... ¿Qué sé yo? Quisiera que... Soy idealista, por eso...
—Yo les tengo miedo a los que proclaman paz —agregó el teniente—. Porque son ustedes los que la perturban.
—¿Por qué? —preguntó casi gritando el porteño.
—¿Vos también? Muchos dicen que nosotros somos lo peor. Pero ustedes, cuando están allá afuera con sus pelos largos y sus medallones, típico de vagos, son todavía más peligrosos que nosotros.
El ambiente había cambiado. Ya podía notarse un leve nerviosismo en los gestos del teniente y un poco de bronca en la expresión de los conscriptos. El mate ya no pasaba de mano en mano. Estaba sobre una mesa, enfriándose. Había una mentalidad contra cuatro. La del poder contra las de la obediencia. Obviamente, la última palabra la tuvo el poder. La obediencia cumplió con su papel: cerró la boca. ¿Miedo? Sí, miedo a la sanción, miedo al castigo físico, miedo a opinar en un sitio y en una época en los que nada era fácil. El teniente suspiró, dio media vuelta y antes de salir, agregó:
—Arreglen esta mugre y cada uno se va a su puesto de trabajo. Y a ver si en vez de pensar idioteces se dedican a construir el país.
—¡Comprendido, señor teniente! —contestaron los conscriptos a coro y poniéndose de pie automáticamente.
Cerró la puerta y se fue. Hubo cuatro sonrisas producidas simultáneamente. Cuatro sonrisas que expresaban bronca. Cuatro sonrisas que no podían comprender que existiera gente que no aceptaba ni permitía la felicidad.

miércoles, 15 de enero de 2014

GELMAN: 1930/2014


El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura. Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron. En lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: ¡Yo no te maté, yo no te maté! Y me he preguntado: ¿Si Dios existe, por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?

Eduardo Galeano
(Uruguay, 1940)
de "El libro de los abrazos")

lunes, 13 de enero de 2014

JACKAROE


La guerra terminó, sí, pero...
¿Quién despertará a los muertos llorados en los pueblos?
¿Quién devolverá a las madres el beso del hijo
que no ha de regresar más o la esperanza a una novia
que aguarda en vano?