martes, 5 de enero de 2016

LA VENTANA


Esquina de 9 de Julio y Santiago del Estero (Santa Fe) 01/01/2016

Cuando la vi, vinieron a mi mente —escalofrío mediante—, las imágenes que tenía guardadas de Alejandra y de Martín. No sé por qué, o sí, lo sé: esa pared gastada, muy vieja, olvidada, color sepia —sin la ayuda de tecnología alguna—, me hizo pensar en el mirador de la vieja casa de Barracas. Las persianas herrumbradas y entreabiertas, la reja trabajada como ya no se las hace más, también oxidada, descuidada, enmohecida. Las hojas de la puertaventana con los vidrios repartidos y sucios, alguno más viejo que otro, la banderola en la parte superior y su moldura de estilo. Debo haber dado una imagen sospechosa al haberme quedado parado frente a esa casa, con el cuello inclinado a cuarenta y cinco grados y la mirada absorta, perdida en esa vieja ventana, pero no en su imagen, en esa cerrazón que no impidió que mi imaginación volara y penetrara muros infranqueables.
El interior se veía oscuro y no pude dejar de imaginarme a una muchacha recostada en su cama, los ojos cerrados pero que supe hermosos, cabellos negros con reflejos rojizos, con sus piernas largas encogidas, descansando profundamente; y un pibe inocente, aparentemente menor que ella, sentado a su lado, mirándola, deseándola como una bestia desesperada, pero sabiendo que ella es un ser divino inalcanzable. Imaginé que yo era Martín y que Alejandra era un sueño loco y peligroso que estaba dispuesto a enfrentar. Sentí en pleno verano santafesino el frío húmedo del otoño, como si una llovizna acariciara mi barba entrecana y contemplé esa imagen hermosa de dos seres casi juntos, en la misma cama, pero tan lejanos a la vez. Escuché en el interior de la casa, quizás en la habitación contigua o en un comedor de la planta baja, el lamento de un clarinete: notas desarticuladas y obsesivas. Imaginé a un viejo centenario de ojos vidriosos balbuceando palabras casi ininteligibles que recordaban a la Legión huyendo hacia el norte con el cadáver hediondo de Lavalle, pudriéndose… La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de una vela a punto de acabarse, y caminé lentamente por sus pisos gastados. Al intentar salir de la habitación observé una escalera caracol metálica que me conduciría seguramente hacia el autor de la triste melodía, pero dudé en ir en su búsqueda. Estaba en muy mal estado y con varios escalones rotos. Además, la escena de Martín y Alejandra me deslumbraba, nunca había visto una imagen tan desgarradora y amorosa a la vez. Como un cuadro expresionista. Ella, de apariencia tan angelical, inmersa en sueños que imaginé tenebrosos; y él, lánguido, triste, observándola, esperanzado en un amor que no podía ser.

El bocinazo de un colectivo de la línea 2 me hizo volver a la realidad y me sentí ridículo, allí parado, inmóvil, sobre la vereda de calle 9 de Julio, frente a la esquina con Santiago del Estero, observando la ventana de una vieja casa que había advertido segundos antes, al mirar sin saber por qué hacia arriba, al azar.

1 comentario:

  1. La descripción precisa, poética a veces, alcanza el clímax del relato que luego se deshace en la simple forma de lo imaginado. Excelente.

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