Mi querida Mamá, definitivamente
eres la gallina
que empolló a un famoso
pato.
H.T.L.
Adèle acariciaba suavemente sus cabellos oscuros, con compasión, con tristeza, con indescriptible ternura. Meneaba la cabeza como diciendo por qué, por qué no pudo ser de otra manera. Los ojos de Henri, a pesar del cansancio por tanto ver, apenas se mantenían entreabiertos porque la belleza de quien lo acariciaba a esa hora, a esa altura de su vida, en esos momentos de desconsuelo silencioso, era demasiada y no querían perderse un solo segundo ese espectáculo. Ella sabía que las cosas hubiesen podido ser diferentes pero el sino trágico era la herencia familiar y, por lo tanto, se convertía en inevitable, irreversible. Un terrible sentimiento de culpa la hacía odiarse sin medida. Sentía que era ella y no otra persona la responsable de que la vida de Henri a los treinta y seis años se estuviera apagando lentamente, minuto a minuto, segundo a segundo. Era cierto que él no había hecho nada por estar mejor, ya que había vivido su vida como había querido: sin escuchar a los demás ni importarle que las costumbres de la sociedad no fueran justamente iguales a las suyas. Así como alguna vez sus padres habían ignorado los consejos y las advertencias no solo familiares sino de la sociedad toda, también él cerró sus oídos a los demás. Si el calvario físico que debió afrontar durante toda su vida fue producto de las prematuras caídas en su infancia o de la endogamia, era historia pasada, no podía volver el tiempo atrás y por lo tanto no le importaba demasiado. Henri observaba dificultosamente cómo, de vez en cuando, Adèle dejaba escapar una lágrima que recorría de manera desprolija su mejilla. Quería secársela dulcemente con sus manos, pero no estaba en condiciones más que para esbozar una tenue sonrisa y dejarse llevar por esas caricias por años esperadas. Pensó que sería una buena idea retratarla nuevamente, pero con colores brillantes para realzar la tristeza que en esos momentos reflejaba ese rostro con un hilo de sal que dividía la mejilla izquierda… Un retrato más de los tantos que ya le había dedicado.
Del mismo modo que al juntarse uno con un amigo o un familiar que hace muchos años que no ve, inmediatamente Henri, bajo la influencia de las caricias de Adèle, comenzó a rememorar el pasado —para nada tranquilo— como buscando una respuesta, una causa a esta consecuencia que estaba ahora penosamente sobreviviendo. Jamás le había faltado nada. De sus padres no guardaba muchas imágenes de una vida en común. Se habían separado luego de la muerte de Richard, su hermano, cuando él tenía apenas cuatro años. Pensaba ahora cómo le hubiese gustado haber pateado más pelotas con su padre que haber ido tantas veces al museo con su madre. Pero quizás esa pelota nunca hubiese podido ser pateada por Henri. Una deformidad congénita sumada a dos graves accidentes en su infancia le impidieron caminar normalmente y sus piernas se desarrollaron apenas como para sostener débilmente un tronco desproporcionado. No recordaba una infancia feliz. En realidad, no tenía presente en su mente haber sido niño algún día, aunque a veces emergían imágenes de un circo, así como destellos, en las que sonreía ante un payaso tonto o un trapecista o un tigre de bengala sin dientes.
Ella ahora pasaba la yema de sus dedos suavemente por la frente de Henri. Acariciaba sus párpados, que se cerraban al mínimo contacto pero que se reabrían lentamente para no perder de vista el bello rostro de Adèle. Varias veces le había pedido que se afeitara la barba. A ella no le gustaba y rechazaba los argumentos de Henri cuando este le aseguraba que se la dejaba para cubrirse el rostro, al que consideraba terriblemente feo, o que no se afeitaba como una manera de demostrar la rebeldía que le nacía del rechazo constante del que era víctima por parte del sexo opuesto. Pero a pesar del desagrado que la barba tupida le causaba a Adèle, se la acarició y peinó como nunca lo había hecho hasta ahora. La mirada de Henri estaba fija en el rostro de esa bella mujer. El silencio que los rodeaba era el preludio de una despedida inevitable.
Nunca había tenido Henri la necesidad de trabajar para poder vivir. La buena posición económica de su familia le había permitido viajar y darse gustos poco comunes. Como con una especie de indulgencia, su madre quiso que a su hijo no le faltara nada. Y lo consintió en todos los aspectos. Henri sabía que podía aprovechar esa circunstancia y lo hizo sin siquiera sentir el menor remordimiento. Y con tantas libertades llegaron irremediablemente los desenfrenos que con el paso del tiempo se tornaron incontrolables. El exceso en el consumo de absenta y la adicción a la cocaína poco a poco fueron llevando a Henri a ese lecho desde el que ahora miraba con dolor y pocas fuerzas a Adèle.
Suzanne fue una buena mujer. Cuando estaba con él era un amor. Pero Henri sabía que no la había encontrado en la casa de unos padres protectores que deseaban para su hija lo mejor en la vida. La conoció en la casa de Aristide, el dueño del prostíbulo principal de la ciudad. Suzanne era atractiva. Las bondades de su juventud todavía podían ser aprovechadas para cobrar a sus clientes un poco mejor que sus más experimentadas compañeras. Y si bien Henri nunca decía estar enamorado, sentía una atracción muy particular hacia aquella mujer mundana, la única, quizás, que se había fijado en él seriamente. Fueron varios los meses que vivió con ella en esa casa de citas, en un pequeño cuchitril en el que su pincel reflejó coloridamente ese ámbito tantas veces. Era consciente Henri en estos momentos en que Adèle lo acompañaba llorosa, de que esa vida intrincada entre prostitutas, cocaína y alcohol era la verdadera razón de su situación actual. Incluso el contagio de sífilis años atrás le acarreaba todavía consecuencias nefastas. Pero Suzanne no estaba al lado de su lecho ahora. Era Adèle quien lo acompañaba y consolaba.
Intentó con un esfuerzo sobrehumano pedirle que llamara a Gabrielle, pero sus labios apenas pudieron separarse para dejar escapar un sonido débil e ininteligible. Gabrielle siempre había estado a su lado, incondicionalmente, a pesar de que Henri lo menospreciaba por contrastar en todo sentido con su persona, tanto física como moralmente. Gabrielle fue su mejor amigo, a quien a menudo insultaba y lo ponía en ridículo ante los demás. Sentía en ese momento la necesidad de disculparse, o mejor aún, de justificarse, porque siempre se había sentido un ser infame al lado de Gabrielle, tan paciente y taciturno, y esa perfección de persona que veía en su amigo lo hacía reaccionar agresivamente. A pesar de todo, Henri jamás había sido objeto de reproche alguno por parte de su incondicional compañero de vida.
Hacía varios meses que estaba encerrado entre esas paredes frías y varios días que no se levantaba de la cama. Y ahora, ni siquiera podía hablar. Henri había dejado de responder a la realidad luego de haberse puesto cada vez más nervioso y tiránico debido al excesivo consumo de alcohol. La ironía había pasado a ser su característica sobresaliente, por lo que había comenzado a alejarse paulatinamente de esa sociedad en la que siempre había estado inmerso como un intruso. Suzanne, víctima de sus maltratos, se alejó sin demasiadas explicaciones y sus familiares y los pocos amigos que le quedaban, incluido el incondicional Gabrielle, hicieron todo lo posible para internarlo en la clínica neurosiquiátrica, que ahora lo veía apagarse lentamente.
Sabía, a pesar de todo, en esos momentos de dulzura extrema en que los dedos de Adèle recorrían su rostro con suavidad, que ya nada podía hacer para volver el tiempo atrás. Nada lo hacía arrepentir de la vida que había llevado adelante y que, paradójicamente, terminó llevándoselo por delante a él. Nunca le había gustado estar solo y ahora deseaba que ese mundanal ruido que lo acompañó durante la mayor parte de su vida apareciera de golpe y lo ayudara a despedirse alegre y en paz.
Y de pronto el rostro de Adèle se fue transformando en el de Suzanne, que le susurraba palabras de amor. Y escuchó una música de fondo que lo remontó a uno de esos locales nocturnos que tanto había frecuentado, donde el bullicio, el humo y el alcohol conformaban un marco de libertad en el que las bailarinas deleitaban a un público que no hacía distingos entre nobles y burgueses. Cerró los ojos y comenzó a sentirse cada vez mejor. Escuchó la voz de Gabrielle que sonreía y lo saludaba. Vio —o creyó ver— a su padre, o a su silueta, que lo tomaba de la mano y lo llevaba nuevamente al circo. Y cuando quiso reaccionar, levantarse y abrir los ojos para decir basta, voy a cambiar, a ponerme bien, escuchó el llanto desconsolado de Adèle, su madre, que advertía que en ese preciso instante dejaba de respirar.
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