Valerio
y Simón se encontraron a las tres de la tarde en una de las tantas plazas de su
ciudad. El día era oscuro y frío. Nubes grises cubrían todo el cielo. Una densa
neblina flotaba sobre la ciudad. Valerio maldijo el tiempo y Simón, callado y
con un gesto, asintió la protesta de su amigo.
Los
dos eran callados, de carácter introvertido. El silencio era muchas veces su
único contacto. A pesar de que los dos tenían ocho años, tenían un físico
bastante diferente. Valerio era petiso, rellenito y con cabellos negros y
enrulados. Simón era alto, flaco y usaba su pelo castaño más o menos largo.
Estaban juntos porque siempre lo estaban. Quién sabe cuánto tiempo hacía que
eran amigos... Habían compartido innumerables aventuras callejeras y justamente
ese día, a las tres de la tarde, hora en que toda la ciudad dormía, estaban
aburriéndose.
—¿Qué
hacemos? —preguntó Valerio.
—No
sé... ¿Qué sé yo?
—Nunca
más recuperamos la pelota...
—Ese
viejo es un desgraciado. Le rompería el quiosco a patadas...
Cuando
Simón pronunció estas palabras, a Valerio se le iluminaron sus ojos. Sonrió.
Seguramente una nueva idea se le había ocurrido. ¡Vamos!, le dijo a su amigo tomándolo del brazo y se echaron a
correr hacia el quiosco del viejo que retenía la pelota de goma que una semana
atrás había roto el vidrio de la puerta luego de una serie de cabezazos entre
los amigos. Simón corría detrás de Valerio sin entender muy bien lo que pasaba.
Valerio revoleaba sus piernas desprolijamente, como guiado por una fuerza
desconocida. Simón lo seguía a pesar de todo porque conocía muy bien a su
compañero y sabía que no lo hacía en vano. Eran como dos delincuentes volviendo
inocentemente al lugar del crimen.
—¡Pará!
¡Pará! —gritó de pronto Simón.
—¿Qué
pasa? —contestó Valerio mientras detenía su marcha y jadeaba cansado.
—Explicame
un poquito... ¿Pensás que el viejo nos va a devolver la pelota después de lo
que hicimos?
—No,
gil. Hoy es feriado. El quiosco está cerrado y como está nublado, se me ocurrió
una idea genial...
—No
entiendo nada.
—¡Quiero
ver el sol! —gritó Valerio y volvió a correr.
Simón
dudó unos segundos antes de seguirlo. Se rascó la cabeza. No sabía qué hacer. ¿Quiere ver el sol?, se preguntó a sí
mismo... y la idea no le disgustó. Emprendió también la carrera rumbo al
quiosco, rumbo a lo desconocido, que fue lo que más lo entusiasmó. No sentían
frío por el trote ligero, pero la falta de sol sobre la ciudad era cruel.
—¿Sabés?
—dijo Valerio cuando se detuvo a unos pocos metros del quiosco—. El viejo todavía
no hizo arreglar el vidrio.
—Pero
está tapado...
—Sí,
pero es fácil destaparlo. ¿Te acordás del agujero que hay en el techo del
quiosco?
—Sí,
pero... ¡Aclarame algo!
—El
edificio inmenso que está arriba del quiosco no está terminado y está abandonado...
—¿Y?
—¡Es
fácil! El edificio es altísimo. Si llegamos hasta arriba de todo quizás
superemos las nubes y podamos ver el sol...
Simón
se quedó pensativo. La idea empezaba a interesarle.
—Pero
hay que entrar al quiosco... —ambos se pusieron serios—. ¿Y si nos cachan? Van
a pensar que entramos a robar.
—¡Pero
no, si no hay nadie!...
Se
miraron un instante sin decir nada. Valerio esperaba la respuesta de su amigo.
Simón estaba entusiasmado pero tenía que vencer sus miedos. Al fin tomó coraje
y gritó:
—¡Ma sí!
¡Vamos!
Ahora
fue Valerio el que dudó. No esperaba esa respuesta de Simón, y menos así tan
rápida. Especulaba con la negativa de su amigo y la idea quedaría como un
proyecto irrealizable. Toda la culpa de la frustración recaería sobre Simón,
por su cobardía. Pero la situación había cambiado. Simón era el que ahora tenía
la fuerza y las ganas y Valerio el que debía dejar de lado los temores. ¿Debía
echarse atrás?
—¡Dale,
vamos! —insistió Simón.
—Bueno...
No se
decidía. Pero no podía decir que no, no debía mostrar sus flaquezas. La idea
era buena, al sol lo iban a poder ver fácilmente. El edificio era altísimo y la
neblina borraba los últimos pisos... pero había que pasar por el quiosco...
¿Valía la pena arriesgarse? Sí, claro que
vale la pena, se decía para darse fuerzas. Era una aventura más para
compartir con su mejor amigo, solo debía decidirse. Sentía como si la felicidad
de toda su vida estuviera en la realización de este proyecto.
—¡Ma
sí! ¡Vamos! —gritó al fin Valerio.
Ya
estaban metidos en el juego. No podían echarse atrás. El quiosco estaba ahí,
frente a esas miradas inocentes que observaban que a la puerta le faltaba el
vidrio que días atrás ellos mismos habían roto. Un cartón tapaba el hueco; una
cinta de embalar marrón lo sostenía al marco. Romper esa protección o
simplemente sacarla sería una pavada. Solo debían cuidarse de que nadie los
viera. La calle estaba vacía. Apenas un auto pasaba velozmente. Desde el balcón
de un edificio de la cuadra advirtieron que una mujer los observaba. Una señora
de unos setenta años. Pero hasta ahora nada malo estaban haciendo, se sentaron
en el cordón de la vereda y disimularon su intención. Esperaron varios minutos
sin hablar, nerviosos, esperando ansiosamente que la señora ingresara a su
departamento y los dejara actuar. Temblaban. No sabían si de frío o de miedo.
La neblina no se disipaba pero comenzó a soplar viento sur, fuerte y frío. De
pronto advirtieron que la única testigo había desaparecido, tan inesperadamente
como había surgido el viento. Ya podían actuar libremente. Estaba todo listo
para cruzar la barrera hacia el sol.
De
los dos, era Valerio el que generalmente tomaba las iniciativas, por lo que
dudando primero y venciendo luego el temor, de un manotazo desprendió el cartón
que tapaba el agujero de la puerta. Por ese espacio pasarían tranquilamente. No
volvieron a hablar. Sabían que el silencio era importante y, además, una clave.
Sabían además, a pesar de su corta edad,
que para lograr el objetivo tendrían que medir cada movimiento con mucho
cuidado. Primero pasó Valerio y vio todo en penumbras. Le costó adaptar su
vista al ambiente. Simón cruzó el abismo segundos después, luego de comprobar
que nadie los estaba observando. Tapó desde adentro nuevamente el agujero con
el cartón. Lo logró a medias. La cinta ya no se adhería al marco como antes.
Afuera las hojas de los árboles corrían cada vez más fuerte hacia el norte. El
camino se hacía ahora más difícil debido a la oscuridad.
Un
mundo de fantasía encontraron adentro del quiosco. Chocolates de todo tipo en
una estantería, caramelos de todas clases y marcas en cajones y frascos,
pelotas de goma de todos los tamaños colgaban en redecillas, innumerables
juguetes ocultaban las paredes, cajas y más cajas de las figuritas que ellos
mismos coleccionaban. Todo esto brillaba a pesar de la oscuridad frente a los
ojos inmensos de los chiquilines. No dijeron nada, no movieron un solo dedo,
solo miraban. Parecía mentira. El sueño de todo pibe de estar solo y sin
guardianes adentro de un quiosco era para ellos en esos momentos una realidad.
Se les hacía agua la boca.
—¡El
techo! —gritó Simón.
—Sí,
ahí está el agujero... Tiene una tapa.
—Pero
se puede abrir. ¿Cómo subimos?
—¡Ahí!
La escalera.
Subió
Valerio muy lentamente mientras Simón sostenía la escalera destartalada. La
tapa cedió fácilmente y un oscuro infinito se divisó en lo alto.
—¿Podremos
llegar?
—No
hay más que probar...
Valerio
y Simón estaban poseídos por una fuerza que desconocían: el coraje y la
confianza eran sus aliados. Subió también Simón. Abajo dejaban un quiosco
intacto, inexplorado por dos niños que se dirigían a su destino fundamental: el
sol. Un sol hermoso que imaginaban en la azotea, más allá de la neblina y de
las nubes grises. Les latía el corazón desesperadamente mientras subían por las
escaleras sin terminar del viejo edificio. Todo estaba oscuro. Solo el chillido
de algunas ratas se escuchaba además de los pasitos infantiles. Eran dos ciegos
rumbo a la luz.
—¿Será
cierto que los edificios son más altos que las nubes?
—Mi
papá me dijo que los rascacielos sí son más altos.
—Ojalá,
porque si no, no podremos ver el sol.
—Si
no podemos... si no podemos...
—¡Si
no podemos, por lo menos lo intentamos!
—Sí,
pero... ¿será cierto?
Luego
de varios minutos de subir casi corriendo por las escaleras abandonadas,
llegaron al último piso. Escucharon a esa altura lo fuerte que soplaba el
viento. Se encontraron frente a una puerta metálica cerrada con un alambre.
Abrirla debería ser fácil. Por debajo de la puerta ingresaba una leve claridad
que hacía ilusionar a los niños.
—¡Dale,
dale!
—¡Pará,
que está duro!
El
alambre no cedía. Los corazones se aceleraban cada vez más. Los latidos podían
escucharse en todos los pisos del edificio. Cada ruido que hacían era
respondido por un eco en el vacío. De pronto escucharon una sirena y se
quedaron inmóviles. Se miraron y sin decir una palabra pensaron en el sanatorio
que estaba a pocos metros del edificio.
—Sigamos.
Más
tranquilos, siguieron luchando contra el alambre. En cinco o seis minutos
lograron sacarlo. La puerta quedó liberada y una gran sonrisa adornó el rostro
de Valerio y Simón. Con una leve patada abrieron la puerta. Y el espectáculo
fue total, una maravilla indescriptible. Los rayos del sol encandilaron a los
niños. Fueron felices, habían logrado el objetivo. Ya no tenían duda: ¡era
cierto que los edificios eran más altos que las nubes!
—¡Viste!
¡Viste!
—¡Sí,
el sol! ¡Ahí está! ¿Viste que mi papá tenía razón?
Se
abrazaron sin pensarlo. Casi por un movimiento mecánico, instintivo. No se
dieron cuenta de que era la primera vez desde que se conocían que lo hacían. Un
fuerte abrazo lleno de risas y asombro. La felicidad era infinita, y para
mejor, compartida. El cielo estaba casi despejado. Las nubes corrían
velozmente. El sol brillaba como nunca en lo alto. Hacía frío y todavía el
viento soplaba fuerte, ese mismo que minutos antes comenzó a soplar cuando
decidieron largarse a la aventura. El objetivo estaba cumplido: el sol, ese que
no podían ver desde la calle, ahora estaba ahí, al alcance de sus ojos.
Mientras
el abrazo se hacía eterno y miraban fijo hacia el cielo sin hablar, a través de
la puerta metálica aparecieron violentamente dos policías y el dueño del
quiosco.
Sus
inocentes ocho años no estaban acostumbrados a ser entrevistados por la policía
ni a escuchar los insultos incesantes del viejo que se había quedado con su
pelota de goma. Retrocedieron sorprendidos y atemorizados. No dijeron nada. Los
bajaron del brazo y se dejaron llevar. En la azotea no quedó más nadie, solo el
sol que seguía brillando espléndidamente y a los lejos, hacia el norte, se
divisaban las últimas nubes.
Los
sacaron por la puerta del quiosco, ahora abierta. En la calle los esperaban dos
policías más en un patrullero. Una decena de curiosos miraba a los amigos y
realizaban los más absurdos comentarios. Desde su balcón, la señora los volvió
a observar. Simón miró a Valerio resignado pero ya sin nervios. Valerio sonrió.
El silencio los seguía comunicando. Estaban satisfechos porque se sabían
inocentes. En el quiosco no faltaba un solo caramelo. No estaban arrepentidos.
El viejo comerciante seguía blasfemando. Antes de subir al patrullero, las
sonrisas de Valerio y Simón se convirtieron en carcajadas. Ya no hacía frío. El
sol calentaba toda la ciudad.
1987
No hay comentarios:
Publicar un comentario