lunes, 3 de agosto de 2020

OTRA MAÑANA



Sintió fiaca, como todos los miércoles, jueves y viernes a esa hora. Manoteó el reloj despertador y lo calló. Sin embargo, no lo odiaba. No podía odiar a una cosa, a un aparatito metálico inventado por el hombre para cumplir horarios establecidos por el propio hombre. Lo miró y perdió toda esperanza de que la máquina se hubiese equivocado: eran, indefectiblemente, las cinco de la mañana. Tomó coraje y comenzó a levantarse. Le costaba, pero no quedaba otra opción. ¿Qué hacer si no? Escuchó un grito proveniente de la pieza contigua:
—¡Negri! ¡Las cinco!
—Ya estoy despierto… —murmuró sin importarle si en la otra pieza lo escuchaban.
Una vez sentado en la cama, encendió la luz. Murmuró algunas palabras que ni siquiera él comprendió y comenzó con los movimientos mecánicos, sin pensar demasiado, para vestirse. Camisa blanca, pantalón negro de gabardina, medias negras y zapatos del mismo color. La mañana estaba fresca y se puso un pulóver gris escote en ve. A la corbata la dejó para lo último, segundos antes de salir. No terminaba de acostumbrarse a usarla. Con sus ojos aun semicerrados se dirigió al baño, lugar donde se terminaba de despertar por completo. Estaba todo calculado: se lavaba la cara, se mojaba el cabello, se cepillaba los dientes y se sentaba en el inodoro a leer. Un libro sobre el Che lo entretenía en sus momentos íntimos. Una página o dos por día eran suficientes y ayudaba el trabajo intestinal.
Ya con la taza de café en manos abrió un libro de Bioy y continuó la lectura comenzada días atrás. Hacía todo pendiente del reloj. A las seis menos veinte acostumbraba a salir caminando rumbo a la terminal de colectivos pero a veces el estómago le jugaba una mala pasada. A los apurones tenía que sentarse nuevamente en el inodoro y hacer todo contra reloj. Por supuesto que en estos apuros el Che no se hacía muchas ilusiones de ser leído. No obstante los imprevistos, siempre tenía tiempo suficiente como para llegar con tranquilidad a la boletería.
Ese día no había sufrido contratiempos y salió con carpetas y libros bajo el brazo, con mucha parsimonia, hacia la calle todavía oscura. No tenía demasiadas ganas de ir a dar clases pero las obligaciones laborales no podían eludirse con tanta facilidad. La humedad era insoportable. Había una neblina muy espesa y no podía ver más allá de media cuadra. Linda mañanita para seguir durmiendo, pensó bostezando. Caminaba como sonámbulo por las calles vacías, húmedas y patinosas.
Una vez sentado en su butaca a la espera del horario de salida, miró a su alrededor y notó —como nunca lo había hecho— que no era el único imbécil que se levantaba a esa hora, que no era el único que se disfrazaba así. Vio ojos semicerrados que se subían al colectivo y se iban acomodando en silencio en sus asientos. Vio al diariero de todos los días balbuceando la palabra «diario» en su propio dialecto y también escuchó los comentarios de los más despiertos sobre los últimos anuncios del ministro de Economía. No advirtió en qué momento se puso en marcha el motor, pero cuando el colectivo se puso en movimiento sintió una paz interior que lo desbordó. Se acomodó bien y esperó ansioso que el guarda retirara los pasajes. Tenía unos cuantos minutos por delante para relajarse y cerrar los ojos antes de llegar a Nuevo Torino.

Abrió la carpeta y con la lapicera fuente en su mano derecha releyó por enésima vez los escritos. Había mandado los originales a un concurso literario nacional y los resultados todavía no habían sido dados a conocer. No se tenía fe, pero todo aquel que participa en un concurso no deja de hacerse ilusiones hasta que se entera de que el ganador fue otro. No le parecía un mal cuento. No se consideraba un Borges ni un Cortázar pero su obra no le disgustaba. Corregía sus escritos constantemente: era un eterno revisar y modificar hasta la más insulsa coma que le parecía inapropiada. Siempre encontraba algo que cambiar. Apretó el play del grabador que estaba a su lado y sintió nostalgias por épocas pasadas. Muchacha ojos de papel era una de sus preferidas. Y los viejos recuerdos venían a su mente con aquellos amargos compartidos en su pieza con sus amigos de la secundaria. Viejos amigos… ¿dónde están?... Fue a la cocina a preparar esos mates de siempre aunque no tuviera con quién compartirlos. Sus viejos los tomaban dulce y siempre le criticaban los suyos. El timbre se mezcló con Spinetta y no le dio importancia, alguien atendería el llamado. Pensó que sería una gran experiencia recibir aunque sea una mención. ¿Se darían menciones en esos concursos?... Estaba bien. Hacía lo que le gustaba. Amaba. Era feliz al pensar que todavía creía en el amor. Y si a veces se sentía un bicho raro ante cierta gente, le importaba un rábano. ¿Habrán participado muchos? Che, para vos…, dijo su madre mientras le entregaba un sobre marrón del correo. Leyó el remitente y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¡De tanto pensar se me hizo! Rompió el sobre con violencia y nerviosismo. Se fijó ahora en el destinatario, por las dudas... y sí, era para él. Se quedó mudo con la carta en la mano. Miró el reloj de pared y no supo explicarse por qué lo hizo. No tenía apuro para nada. Dobló el papel y se sentó. Su cara ahora era inexpresiva. Por fin murmuró: ¿Gané? No lo podía creer. Se preguntaba si había participado solo. ¡Pero qué estaba diciendo! Le comunicaban que había ganado, que había sacado el primer premio, y no era capaz de esbozar una sonrisa. ¿Gané? Iba tomando conciencia. Las dudas se disipaban poco a poco. Sí, era para él. Y dentro de quince días le entregarían el premio en un acto… Seguramente tendría que decir algo, preparar unas palabras, pero ¿qué? ¿Un discurso? ¿O solo palabras de agradecimiento? Sentía ahora vergüenza por haber mostrado sus escritos, era la primera vez que lo hacía… Seguramente los imprimirían, comenzaría su obra a recorrer el mundo, la leería mucha gente. Recordó las palabras de Hemingway cuando decía algo así como que publicar es echarse a los perros. ¿Y si no gusta? ¿Qué dirían sus conocidos que ni siquiera sabían que él escribía? ¿Cuántas cosas tendría que aguantar a partir de esta situación? ¿Qué es?, preguntó su madre. La miró y olvidándose de todos sus cuestionamientos se levantó, le dio un gran beso en la mejilla y gritó: ¡Gané!

De pronto la luz del interior del colectivo se encendió y lo encandiló. Se sintió perdido. No supo qué hacer y un par de manotazos lo ayudaron a reaccionar. Sus libros y carpetas estaban a punto de caerse. El colectivo había aminorado la marcha y escuchó el grito del chofer: ¡Nuevo Torino! Allí debía hacer el trasbordo a otro colectivo que lo llevaría a Pilar. Sonrió. Pensó en sus alumnos del Instituto Santa Marta. Ellos formaban ahora parte de una realidad que era ineludible. Una realidad que de vez en cuando lo dejaba irse a otros mundos inciertos que también eran necesarios para poder seguir sintiéndose vivo.
1991

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