domingo, 15 de septiembre de 2013

10 - VEINTE AÑOS


La soledad causa espanto
el silencio causa horror
ese continuo terror
es el tormento más duro
y en un presidio siguro
está de más tal rigor.

Martín Fierro


Al descender del colectivo se sintió un poco mejor, como si respirara aire puro, diferente al que venía respirando todos los días. Hacía un poco de calor pero todavía usaba el uniforme de invierno. Pronto llegaría la primavera. De su hombro derecho colgaba un bolso de tela azul casi vacío. A simple vista se diría que no llevaba nada en él. Se desabrochó el botón dorado que le ajustaba el cuello y miró su reloj: las cuatro de la tarde.
Punta Alta estaba casi vacía. Recién comenzaban a abrirse los pocos negocios que había sobre la calle Yrigoyen. No había ni un árbol como para decir que el paisaje era variado en la calle principal. El sol estaba débil pero igual molestaba al que no estuviera resguardado. Una ciudad chata, sin edificios. Una ciudad triste que durante los trescientos sesenta y cinco días del año veía pasar a miles de jóvenes uniformados buscando hacer algo para no aburrirse en los días libres.
Él era uno de ellos, uno de los tantos que conocen Punta Alta sin desearlo. El uniforme le molestaba, transpiraba y, sin pensarlo demasiado, caminó algunas cuadras hasta llegar a la plaza. Cada vez que llegaba allí se preguntaba lo mismo acerca del monumento que se alzaba en el centro de la misma: ¿Qué es eso? ¿Qué representa? Un cartel que indicaba la prohibición de pisar el césped lo hizo detener y pensar... Pero no mucho. De inmediato se sentó debajo de un árbol que proporcionaba una gran sombra y encima del césped prohibido.
Suspiró muy fuerte y se recostó sin pensar en que ensuciaría su ropa. Tenía los ojos muy abiertos, extraviados en el cielo que poco a poco se iba cubriendo de nubes grises y amenazadoras. A pocos metros de él, sentados en un banco, una pareja de novios manifestaba públicamente su amor, en silencio, con un largo beso. Más atrás, cuatro chicos que estaban jugando al fútbol, corrían riendo, escapando del placero que los perseguía. Se sintió solo y pensó que no era la primera vez.
Tengo que festejar, pensó. No me puedo quedar acá tirado. Se levantó y se dirigió a un almacén: con una cerveza y un sándwich de mortadela le alcanzaría para no sentirse tan solo. Volvió a la plaza, al mismo lugar de antes. Se sentó contra el tronco del árbol y comenzó a comer y a beber. Tengo que festejar. Se imaginó que a su lado estaban todos sus amigos, su familia y hasta su perro. No podía hablar con ellos, pero él tenía la solución. Abrió el bolso azul, sacó unas diez cartas y, de a una, las empezó a leer. Tengo que festejar... y quiero que ustedes me hablen, dijo dirigiéndose a las cartas. Quería escuchar las voces lejanas, quería recordar todo lo bueno que había pasado ese mismo día pero el año anterior, allá en su casa.
En la primera carta que abrió, su madre le decía que aunque no estés con nosotros, tené la seguridad de que nosotros estamos junto a vos, y quiera Dios que pronto estemos todos juntos... Cerró los ojos y se le fruncieron hasta las uñas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Estaba solo en una plaza triste, a más de mil kilómetros de su casa, leyendo cartas, soñando rostros, escuchando palabras.
Terminó de comer el sándwich con dificultad, tenía un nudo en la garganta que apenas lo dejaba respirar. ¡Cómo hubiese querido salir corriendo, subir a un colectivo y no parar hasta llegar a Santa Fe! Y no volver más a ese sitio horrible. Un trago de cerveza le ayudó a digerir el pedazo de sándwich atragantado. Tomó otra carta al azar y leyó en el remitente Valeria. Una sonrisa brotó en su rostro al pensar en la Negra, al traer a su mente el rostro de su amiga. Le temblaban las manos y tardó un buen rato entre abrir el sobre, sacar la carta, acomodar su trasero en el césped y ponerse a leer. La sonrisa que segundos atrás había brotado en su rostro poco a poco fue desapareciendo, y sin darse cuenta sacó de su bolsillo un pañuelo y lo apretó bien fuerte con el puño. Che, Negro, no te vas a amargar el 1º, pensá que todos los que te queremos vamos a estar con vos ese día... No alcanzó a usar el pañuelo. Un fuerte suspiro le hizo aflojar tensiones y se tranquilizó un poco.
El cielo poco a poco se iba apagando pero no porque la tarde caía: inmensas nubes negras llegaban del sur con su amenaza de lluvia. Los truenos comenzaron a escucharse. Terminó la botella de cerveza de un solo trago y sosteniéndola en lo alto exclamó: ¡Salud! Antes de abrir otra carta se recostó. Cerró los ojos y, pensando en mil cosas a la vez, tarareó una canción.
De repente se levantó y, tomando una carta, se dijo nuevamente: Tengo que festejar. La abrió sin fijarse en el remitente y al empezar a leerla, reconoció la letra. Era de Fabio: Espero que la pases todo lo bien que puedas ahí; acá nos vamos a tomar algo y vamos a brindar por vos... Ahora sí que estaba flojo. Flojo y tensionado a la vez. Flojo de espíritu y tensionado de cuerpo. Y justo cuando comenzaban a caer las primeras gotas de la inminente tormenta, cayó por su rostro una lágrima, la primera del día... pero no la última. Le dolía el alma, le dolía el cuerpo y le dolía volver a encerrarse en el lugar que tanto odiaba.
Al instante de su primera lágrima vio aproximarse al placero. Venía serio y se dirigía a él. La botella estaba tirada en el césped y algunas migas afeaban el sitio.
—¡Oiga, usted!
—¿...?
—¿No vio el cartelito? Pro-hi-bi-do-pi-sar-el-cés-ped, por si no sabe leer.
Mientras el placero gruñía, él fue levantando la vista hasta encontrarse con los ojos de la autoridad de la plaza. Se miraron varios segundos fijamente, sin hablar. La lluvia empezó a ser cada vez más fuerte y los dos se empezaron a mojar. ¿Cómo le explico a este viejo que estoy de festejo?, pensó. El placero cambió su rostro duro por un gesto más cordial y le preguntó:
—¿Está llorando o es la lluvia, soldado?
—Estoy festejando mi cumpleaños... —pudo contestar.
El viejo hizo un gesto, comprendiendo, y, retrocediendo lentamente y sin sacar la vista del cuerpo, le dijo:
—Bueno... Feliz cumpleaños... Que la pases bien...
Fue el único saludo que escuchó aquel día. Y el viejo se alejó despacio bajo la lluvia, rumbo quizás a su casa, pensando en ese cuerpo sentado que festejaba su cumpleaños en una plaza, solo.
Siguió sobre el césped. Guardó las cartas en el bolso y miraba caer la lluvia. Su cuerpo empezó a empaparse pero de ahí no se movía. No quería volver a encerrarse, prefería mojarse y sentirse un rato libre. No quería pensar tampoco en su festejo solitario. Solamente quería saber si las gotas que recorrían sus mejillas hasta llegar a sus labios, eran simplemente de la lluvia o verdaderas lágrimas prófugas de su espíritu.

Vas a tener que cambiar. Sí, sos otro. No sos el que tiempo atrás conocí. Vas a tener que dejar de lado todo el odio que hoy tenés dentro tuyo. Vas a tener que escupir la rabia que brota de tu corazón. Vas a tener que tirar al chiquero todas las miserias que hoy están estropeando tu alma. Vas a tener que saber ignorar lo que hoy te pasa. No seas boludo, todavía tenés mucho por andar. Vas a tener que volver a tus viejos tiempos, ¿te acordás? Por favor, ignorá el presente, mirá adelante, confiá, creé, yo sé que vos podés. Te pido que vuelvas a ser el que fuiste tiempo atrás. Aquel que siempre tenía una sonrisa para dar. Aquel que siempre tenía un poquito de buen humor. Aquel que quería vivir, soñar, volar, reír... Yo sé que vos podés, sé que vos podés volver, sé que podés reír, sé que podés acordarte de todo lo que fuiste, que podés ser nuevamente. ¿Sabés cómo? Pensá... recordá... ¿Te acordás de tus amigos, de tu familia, de todos los que te quieren? ¿Sí? ¿Y? Bueno, ¿por qué llorás? ¡Vos podés! Vas a tener que cambiar...

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