Ana me prestó un libro. Ta bueno, te va a gustar, me dijo. Y lo recibí
con gusto en una época del año en la que es un poco difícil encontrar ese par
de horas de soledad en las que se puede encarar una nueva lectura con
tranquilidad. Mi biblioteca —que en realidad son varias, porque ninguna es
capaz de acaparar a todos los libros juntos— es bastante numerosa.
Tengo una relación con los libros muy particular. No sé si el caso es
para estudio pero creo que un sicólogo se haría una fiesta analizando esta
relación. Durante muchos años los tuve forrados con nailon transparente. A
todos, sin excepción. Creía que conservándolos así serían inmortales y podrían
sobrevivir varias generaciones. Hasta que me di cuenta de que un libro
visiblemente gastado, más gordo que cuando fue nuevo, es signo de haber sido
abierto, leído o al menos inspeccionado por alguien. Un libro que se guarda en
una biblioteca, nuevo, y se conserva así durante años, no tiene vida, no cumple
con la finalidad para la cual fue escrito y refleja, a simple vista, que su
dueño no lo leyó y que seguramente lo compró para engrosar el aspecto y magnitud de su biblioteca. Fue
así que un día me propuse no forrar más los libros con nailon transparente. El
tiempo también tiene que pasar para ellos y notarse. Como para los seres
humanos. En vano son las cirugías que se practican para engañar al ojo ajeno.
Las páginas amarillas y tapas ajadas equivalen a nuestras arrugas. ¿Para qué
esconderlas?
Pero no es solo cuidar como tesoros a mis libros lo que me lleva a
plantearme si tengo alguna disfunción mental. Como dije, son varias las
bibliotecas que hay en mi casa —seis— y si me piden que encuentre un libro, lo
hago en un abrir y cerrar de ojos porque los tengo muy bien acomodados. No solo
por países, sino también por autores, por abecedario. En el comedor tengo dos
bibliotecas: una antigua, con dos puertas vidriadas, en la que se alojan todos
los autores argentinos. Y al igual que lo que pasa en las otras cinco, los
estantes ya no son suficientes para apretujar los libros paraditos, uno al lado
del otro, sino que sobre los mismos ya se acomodaron una buena cantidad de
manera horizontal que no encontraron su lugar por haber llegado últimos. A su lado,
una más precaria y sin puertas, aloja a los autores latinoamericanos. Estos
están acomodados por países y, a su vez, por abecedario. En el pasillo que
comunica el living con la cocina, una gran repisa antigua pintada de blanco
guarda entre sus estantes todos los libros con algo especial: antiguos
—algunos del siglo XIX-, con tapa dura, o de cuero, obras completas en edición de lujo... O sea, esta repisa además de albergar palabras de otros, cumple una
función decorativa, “para la vista”. Vamos a la cuarta biblioteca: está al lado
de mi escritorio de trabajo. En ella se alojan dos grandes enciclopedias, la “Historia
de la Literatura Argentina” de Ricardo Rojas, y la colección de tapas duras y
color celeste de la historia mundial de la literatura en nueve tomos del Centro
Editor de América Latina. Con ambas enciclopedias conviven cientos de discos
compactos de rock argentino y varios libros sobre historia del rock nacional.
También hay en esta biblioteca varios libros de texto: Lengua, Literatura, Gramática,
Ortografía, diccionarios… Y las dos restantes bibliotecas que hay en mi casa están —por una cuestión de espacio y para evitar mi expulsión del hogar— en el
garaje. Allí conviven los autores españoles, italianos, franceses, alemanes, rusos,
austríacos, estadounidenses y de demás partes del mundo.
Los libros que tengo, como dije, son muchos y puedo asegurar que si bien no los leí a
todos —no me faltan tantos—, sí a todos los que leí los tengo. Aquí está el
motivo que me llevó a escribir esto: Ana me prestó un libro. Lo leí y me
gustó, tal como ella me lo había pronosticado. Por lo tanto, es hora de
devolverlo. Y como considero que cuando uno lee un libro lo hace suyo y esa
historia pasa a ser parte de su propia vida, me cuesta desprenderme del mismo. Porque
me gusta verlo ahí, en la biblioteca, al lado de tantos otros, como una forma
de recordar por qué otros mundos anduve dando vueltas. ¿Qué libro es? No hace a
esta cuestión. Lo importante es que nunca pensé en no devolverle el libro a
Ana. Así que una vez que lo terminé de leer, fui a la librería y me lo compré.
Me atrevo a decir: uno de tus textos que más me gustó, Sergio. Hermosa si esta descripción se corresponde con la realidad. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Gracias, Lean! Realidad pura, nada inventado. ¡Hasta la foto es verdadera! La biblioteca de autores argentinos...
EliminarHermoso y sensible. Generoso como el dueño de esas bibliotecas! Si los libros no circulan, están muertos. Que la propiedad privada no nos prive de compartir. Y linda linda la foto che
ResponderEliminarGracias, Ana, por el préstamo y tú bondad sin límite. Seguro que tienen que circular! Y en eso andamos....
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