martes, 23 de diciembre de 2025

EL ENTRERRIANO (Texto extra)


Se oyeron ruidos sordos y gemidos en todo el subsuelo del edificio. Nadie supo decir de qué sector específico provenían. Pero en un cuarto casi oscuro, había un cuerpo tirado en el piso sucio, retorciéndose de dolor, y de cuya boca —o de cuyas tripas— provenían los gemidos. Un hilo de sangre brotaba de sus labios que se mezclaba con lágrimas y eso colaboraba a que descendiera más rápido hasta el cuello. Apenas podía abrir los ojos y veía muy turbio dos pares de ojos que lo observaban detenidamente.
—Este no va a botonear más —escuchó decir a uno de los dos, no supo cuál.
Recibió una última patada en el estómago de la cual no se quejó, no se pudo quejar, y lo dejaron solo. No sintió ese último golpe porque los anteriores habían sido mucho más fuertes. Escuchó pasos que se iban, murmullo sobre un determinado plan que no alcanzó a entender. No obstante, escuchó la respuesta enérgica de uno de los dos: “¡Comprendido, cabo primero!”.
No tuvo fuerzas para levantarse. No sentía sus piernas, estaba como anestesiado. Quiso gritar pero solo logró vomitar sangre. Perdió el conocimiento.




A las siete y media de la mañana en la Base comenzaba el horario de trabajo habitual. Luego del desayuno y de la rutinaria formación en la Plaza de Armas, todos, desde capitanes a conscriptos, se retiraron a sus puestos de trabajo.
—Bueno… otro día más —dijo el conscripto alto y flaco mientras abría la puerta de la sección Justicia.
—Espero que hoy no haya laburo —agregó el suboficial encargado de la sección—, porque estos últimos días nos tuvieron al jaque.
Entraron los cuatro: el suboficial, el cabo segundo Fernández y los dos conscriptos que trabajaban en la sección: el petiso Luis Vezpa y Felis Nasal, el flaco alto. Era muy temprano como para ponerse a trabajar y Felis Nasal preparó unos mates. Era una oficina chica, aburrida. De sus paredes solo colgaban placas de vidrio con los nombres de los últimos desertores escritos con fibrón negro, gráficos de accidentes y uno o dos gabanes verde oliva que eran sostenidos por un perchero. Luis Vezpa sacó sus apuntes de abogacía y exclamó:
—A mí me van a perdonar, pero yo me pongo a estudiar…
—Si tendrás tiempo para estudiar abogacía acá adentro… —le dijo irónicamente el cabo Fernández.
—No tanto, no tanto —contestó defendiéndose—. El que tiene bastante tiempo acá adentro es usted, cabo. Yo en unos meses me voy a casita…
—Y el suboficial también —agregó sonriendo Felis Nasal—: toda una vida.
—Bueno, bueno, che. ¡A laburar! —dijo el suboficial y puso un poco de orden y de seriedad a la conversación.
Pero nadie le hizo caso. Las máquinas de escribir no es escucharon hasta después de un buen rato. Una vez acabado el diálogo entre los que manejaban los trámites de la Justicia Militar en la Base, se abrió violentamente la puerta de la oficina.
—¡Hay que trabajar! ¡Y mucho! —gritó el teniente de navío Castellanos exponiendo ante los presentes de manera imperativa su voluminoso cuerpo. Era el jefe del Departamento Secretaría del cual dependía la sección Justicia. Ni siquiera saludó.
—¡Buenos días, señor teniente! —gritaron casi a dúo los conscriptos poniéndose de pie en posición de firmes.
—¡¿A quién le importa si son buenos o malos días?! —contestó nerviosamente—. A ver: una hoja en blanco… ¡Rápido!
El suboficial y el cabo segundo Fernández se miraban con cara de asombro y no emitían sonido alguno. El teniente Castellanos comenzó a escribir rápidamente en la hoja cosas ininteligibles. La situación era cómica. Ninguno de los miembros de la sección Justicia se movía, no decían una sola palabra. No sabían qué era lo que pasaba. A Felis Nasal le causó gracia la situación y sonrió.
—¡Esto no es chiste, conscripto! Tome, cabo, haga tres copias y llévemelas a mi despacho enseguida. Y prepárense también para laburar. Tenemos un caso inusual y jodido.
Hizo varios movimientos torpes al guardar su lapicera, dándose vuelta para salir y trastabillando al querer caminar. Las sonrisas fueron generales menos en él, que continuaba serio y furioso. Antes de que se retire, el suboficial arriesgó una pregunta:
—¿De qué se trata, señor?
—Muerte de un conscripto… Muerte dudosa. Todo el papeleo será estrictamente confidencial —agregó—, por lo que no quiero que trabajen en esto los conscriptos, sino ustedes dos. ¿Comprendió, suboficial?
—Perfectamente.
—¿Comprendió, cabo?
—Comprendido, señor teniente.
Y se retiró.
—Ya sé —exclamó Vezpa apenas la puerta se cerró—. No tenemos que decir nada de que al trabajo lo vamos a hacer nosotros a pesar de ser confidencial, ¿no?
—Me gusta porque vas aprendiendo, Vezpa —contestó el cabo.
Fueron pasando los días y el trabajo era cada vez más intenso. Las máquinas de escribir estaban en actividad la mayor parte del día. Cientos de papeles mecanografiados. Otros cientos que había que rehacer. Vezpa y Nasal tenían callos en los dedos y frecuentemente se equivocaban, rompían hojas, volvían a escribir y volvían a romper. El cabo redactaba oficios y memorandos. De vez en cuando agarraba alguna de las máquinas y se ponía a teclear él. Peor aún. No se rompían tantos papeles como cuando él escribía. El suboficial ni siquiera se animaba a escribir a máquina por temor al fracaso. El papeleo era confidencial, pero si no lo hacían los conscriptos se hubiese demorado el triple de tiempo.
A las pocas horas de la muerte del conscripto se había dispuesto el traslado del cuerpo con una comisión especial a su hogar, a Entre Ríos, donde vivían sus padres y hermanos. Partieron en avión un guardiamarina, dos cabos y cuatro conscriptos. Al regresar, el informe del guardiamarina pasó a formar parte del gran papeleo. Según el informe, como se preveía, no fueron recibidos muy cordialmente por los familiares de “El Entrerriano”, como lo llamaban sus compañeros. Hubo grandes discusiones y casi se fueron a las manos. No los había conformado el informe de la Armada. “El Entrerriano”, según sus familiares, no había muerto por causas desconocidas, sino por golpes que había recibido en todo su cuerpo. Los médicos particulares habían descubierto muchos órganos estropeados que solo podrían haber sido producto de golpes. Fue rápida la comisión encargada de entregar el cuerpo y las condolencias. Fue rápida y acompañada por una amenaza de los familiares: recurrirían a la justicia civil para la investigación del caso.
Por su parte, la investigación en la justicia militar no cesaba. Todos los que estuvieron cerca de “El Entrerriano” fueron interrogados. Había declaraciones contradictorias y algunos no sabían —o no querían saber— absolutamente nada. Se sospechó de un cabo primero, quien había sido sancionado y había estado arrestado días atrás porque le había pegado una trompada a “El Entrerriano” y este se había ido a quejar a los superiores. El cabo primero manifestó desconocer las causas del deceso del conscripto. Los compañeros de la víctima declaraban con cierto nerviosismo no saber absolutamente nada del caso. Uno de los conscriptos, al estar declarando, sufrió un ataque de nervios y no pudo aportar demasiados datos.
Ya eran trescientas cuarenta y dos las fojas mecanografiadas y todavía no se sabía absolutamente nada. Pero había muchas sospechas. Era seguro que “El Entrerriano” no había muerto naturalmente. Lo habían golpeado y muy fuerte. ¿Causas desconocidas? Sí, porque nadie hablaba ni decía la verdad. Muchos, o pocos, ocultaban algo. No había una sola prueba. Ya se había investigado todo, o casi todo. Ya no había más pistas que seguir. No había más nada que hacer.
“El Entrerriano” estaba muerto, enterrado en su tierra natal. Sus familiares sabían que había un culpable. Sus padres querían saber el nombre de quien les había quitado a su hijo. Querían algo más que la justicia militar: querían la verdad.
En la base se cerraron las actuaciones con inusual rapidez. Fue ordenada la pronta conclusión de la investigación, su archivo, aunque no se había descubierto nada. Para la justicia militar “El Entrerriano” había fallecido por causas desconocidas que nunca se pudieron o supieron dilucidar. Las actuaciones rezaban una verdad a medias, dudosa. Hubo en la Base rumores de un posible culpable y que sería miembro de la propia Armada. Misterio.
—Cabo, ¿no le parece que terminaron muy rápido con el caso? —preguntó Felis Nasal.
—Y… sí. ¿Qué sé yo?
—¿Será cierto de lo que se dice de ese cabo primero que parece culpable?
—Él sabrá… Además, callate, que esto es confidencial y se supone que ni vos ni Vezpa deben saber nada…
—Sí, cabo, se supone… pero al laburo lo hicimos nosotros…
La historia no terminó allí. La historia es eterna, queda flotando en el aire hasta que algún día se descubra la verdad. La historia sigue con la incógnita, como sigue la vida de un excabo primero luego de haber recibido la baja de las filas de la Armada por razones confidenciales.

Marzo 1987