martes, 23 de marzo de 2010

SIN OLVIDO


Frenó de manera brusca inmediatamente después del golpe. La primera reacción fue la de tomar el teléfono celular para pedir ayuda pero en una fracción de segundo decidió no hacerlo. Descendió del auto y corrió hacia el bulto que había quedado tendido varios metros atrás. La visibilidad era escasa. La noche era oscura, estrellada y sin luna. La ruta, completamente desierta. Volvió hacia el auto a buscar la linterna y encendió las balizas. Pensó que lo mejor que le podría ocurrir en los próximos segundos era descubrir que lo que había atropellado fuera un perro o un animal salvaje típico de esa zona despoblada. Pero su deseo se desvaneció casi al instante al advertir que lo que se encontraba tirado sobre la ruta era un cuerpo humano. Se preguntó qué haría una persona en medio de la ruta a esa hora. El cuerpo estaba desparramado, boca abajo, sobre el asfalto, casi sobre la banquina. Era una mujer. Sabía que no debía moverla, pero en ese lugar, a esa hora y sin ayuda, su experiencia le dijo que no había otra cosa por hacer. Más de una vez la vida lo había enfrentado con cuerpos malheridos y hasta con cadáveres, pero nunca en una situación así, como protagonista principal del hecho. Observó que los rasgos de la mujer eran delicados y bellos a pesar de que su rostro insinuaba un gesto de dolor mezclado con asombro. Rubia, tez blanca. Habría tenido entre veintitrés y veinticinco años. La tomó de su muñeca derecha y no sintió las pulsaciones. La golpeó suavemente en las mejillas y no reaccionó. Desabrochó su blusa, apoyó su oreja sobre el pecho: su corazón no latía. No le encontró ningún signo vital. Intentó reanimarla mediante técnicas de primeros auxilios aprendidos en tantos cursos en los últimos años. Empujó fuerte con sus manos sobre el torso en varias oportunidades y no tuvo éxito. Probó con respiración boca a boca y tampoco. Su ciudad era la localidad más cercana y estaba a no menos de dos horas de viaje. A los pocos minutos de intentar la reanimación, asumió que la muerte de la muchacha era un hecho y que llamar a un servicio de emergencia sería totalmente inútil. Se sentó al lado del cuerpo inmóvil y meditó un momento. A esa hora de la noche la ruta estaba totalmente desierta. Miró hacia adelante y hacia atrás con la esperanza de que apareciera un automóvil para recibir ayuda, pero la oscuridad y el particular silencio sonoro del campo fueron la única señal. Se incorporó y buscó lentamente con la luz de su linterna algún rastro, de sangre o de lo que fuera, y comprobó que la ruta estaba tan limpia como después de un día de lluvia. Corrió hacia su auto, unos veinte metros más adelante, y con la luz de la linterna buscó rastros del golpe en el capot, en los guardabarros, en la parrilla frontal. Nada advirtió. Volvió nerviosamente hacia la mujer tendida mientras buscaba rastros de la frenada en el asfalto, pero recordó que no la había visto, que no había tenido tiempo de frenar, que ni siquiera sabía con qué cosa había chocado y nada había podido hacer para evitar el accidente. En su mente daban vueltas mil ideas y el teléfono celular le temblaba en la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía la linterna, con la que se rascaba la parte trasera de su cabeza. Vino a su mente la imagen de alguien barriendo y escondiendo la basura bajo una alfombra. Sabía que si bien había sido un accidente, un hecho involuntario, había matado a una persona y no importaba si había tenido o no la culpa. La ausencia de testigos y el hecho de no haber intentado una maniobra para evitar el golpe seguramente jugarían en su contra. Lo sabía muy bien. Su experiencia se lo indicaba. Pero podría decir que la mujer quiso suicidarse y no pudo hacer nada para evitar la colisión… Guardó el teléfono celular, tomó el cuerpo por las piernas, lo arrastró hasta sacarlo de la ruta y lo dejó sobre la banquina. Lo observó y sintió por primera vez temor. Hasta ese momento sus sentimientos habían sido de desconcierto y nerviosismo. Se convenció de que debía ocultar el cuerpo y callar para siempre lo sucedido. Volvió casi corriendo hacia el auto mirando hacia atrás y adelante por si se acercaba algún vehículo, se subió y lo puso en marcha. No pudo dejar de sentirse un delincuente, un asesino y lo sufrió. Suspiró profundamente, golpeó violentamente el manubrio con ambas manos y apagó el motor. Bajó, se dirigió hacia el cuerpo, lo tomó nuevamente de los pies, lo arrastró campo adentro, como unos cincuenta metros, y lo tapó con ramas y yuyos. Todo lo hacía con la poca luz de su linterna mientras rogaba que no apareciera nadie por la ruta. Corrió hacia el auto y, preso de un terror jamás sentido, lo puso en marcha y siguió su camino. El olvido surgió en él como una necesidad imperiosa.
Jamás había vivido una situación igual. Sabía que había protagonizado un accidente y que no había sido su culpa. O sí. ¿Cómo no había advertido la presencia de esa mujer en el medio de la ruta? ¿Se había quedado dormido? ¿Estaba demasiado distraído? ¿Cansado? ¿Iba demasiado rápido y por eso no había podido evitar el choque? Comenzó ahora sí a sentirse culpable y a inventar una historia salvadora: sí, era cierto que él a esa hora había transitado por la ruta 468 rumbo a su ciudad, pero nada raro había advertido. No había visto ningún cuerpo, ningún rastro de choque o accidente, ninguna frenada; ni siquiera recordaría haberse cruzado con algún automóvil ni haber sobrepasado alguno. Su auto estaba intacto y ningún rastro que lo incriminara tenía… Se sintió mal. Lo correcto era denunciar el hecho, su obligación era hacerlo, lo sabía, pero ya era tarde y era primordial olvidar. Había abandonado un cuerpo, lo había escondido. Se había transformado en un delincuente. Su vida había cambiado en cuestión de minutos. O segundos. Pero nadie se enteraría jamás de lo sucedido. O, al menos, de que él había sido el protagonista principal. No sería difícil fingir inocencia y desconocimiento ante la sociedad… Sabía que borrar esa noche de su mente no sería tarea fácil.
Disminuyó la velocidad que, de repente, advirtió que era muy elevada. Estaba nervioso, intentó tranquilizarse y encendió la radio. No pudo sintonizar ninguna frecuencia. No había llevado música y pensó en ese momento cambiar el auto, sin saber por qué. También sintió unas ganas desesperadas de llegar a su casa y bañarse. La oscuridad era absoluta y la luz del auto descubría a los costados de la ruta un bosque espeso y misterioso. Tenía que sacarse de la mente a esa mujer y olvidar su cobarde actitud. Un accidente de este tipo seguramente haría peligrar su trabajo o frustraría toda posibilidad de ascenso. Intentaba nuevamente ignorar todo, pensar en mañana y en volver a su vida normal y rutinaria, cuando en el medio de la ruta, unos cincuenta metros adelante, observó un movimiento extraño. Aminoró la marcha sin saber si hacía lo correcto y siguió con cautela. Con la mano derecha tanteó su cintura para comprobar que allí estaba la pistola que siempre llevaba consigo. La silueta de una persona comenzó a vislumbrarse ahora en la banquina. Un hombre pedía de manera desesperada auxilio. Eran las tres de la mañana y su presencia, como la de la mujer, no era normal. Sintió temor a pesar del arma que siempre le brindaba seguridad. Cuando estuvo ya cerca del desconocido observó en su rostro un gesto preocupado, mezclado con súplica y sufrimiento. Siempre se había jactado de identificar a gente de mal vivir con solo observarle la cara, la mirada, su forma de vestir o de actuar, pero este hombre no tenía la más mínima apariencia de serlo. Cuando llegó a la par, conducía a una velocidad mínima y no le sacaba la vista de encima. Siguió sin parar y escuchó los gritos suplicantes, ¡por favor, por favor! Se tiró a la banquina unos veinte o veinticinco metros más adelante, frenó pero no paró el motor. Intentó observar por el espejo retrovisor pero la oscuridad se lo impidió. Tomó la linterna y se bajó con mucha cautela. Con su mano izquierda dirigió la luz buscando al hombre mientras con la derecha tocaba la empuñadura de la pistola, debajo de la remera. El hombre se le acercó corriendo y agitado; vociferaba un gracias ahogado y cuando lo tuvo a unos pocos metros le gritó que se detuviera, ahora no solo apuntando con la linterna sino también con la pistola. El desconocido frenó su corrida de inmediato y como si acabara de cometer un delito y se estuviera entregando ante la autoridad, gritó ¡no dispare, no dispare!, mientras sus brazos se elevaban al cielo, desesperados. Su joven rostro reflejaba un pánico pocas veces visto. Una vez que se tranquilizó, al menos un poco, explicó que junto con su novia minutos antes habían subido a un camión que los llevaría a la ciudad y que el camionero, un tipo totalmente desquiciado, había obligado a bajar a su novia unos kilómetros antes y a él lo había hecho bajar allí, o unos kilómetros más adelante, ya que había comenzado a regresar para buscar a su chica. La historia no hubiese sido creíble en situaciones normales pero él sabía de la existencia de la mujer perfectamente. Accedió a llevarlo hasta la ciudad. Bajó la pistola y la acomodó nuevamente en su cintura. Pero el hombre no quería ir a la ciudad. Quería regresar a buscar a su novia. No podía dejarla sola. No vi a nadie en la ruta, afirmó. No puedo volver, es peligroso a esta hora. El hombre insistía, suplicaba desesperadamente y, ante la respuesta negativa, con un movimiento imperceptible el joven desconocido extrajo de entre sus ropas un revólver y le apuntó a la cabeza: ¡Las llaves! Y las llaves se extendieron lentamente hacia el hombre armado, que las tomó, pero sorpresivamente recibió una patada en los testículos que le hizo doblar el cuerpo en dos. Una nueva y rápida patada impactó en el brazo armado que lo hizo gatillar. Se escuchó un estampido seco mientras el cuerpo caía al suelo, con las llaves en la mano izquierda, el revólver humeante en la derecha y un orificio que sangraba en la sien.
Sacó nuevamente su pistola y rápidamente apuntó al hombre caído mientras lo alumbraba con la linterna. No se movía. No respiraba. No gemía. Estaba muerto. Y en su cabeza las ideas eran cada vez más confusas. Dos muertes en unos pocos minutos. Un accidente, una pelea. Protagonista principal en ambos casos. Pero él no había disparado. Se había matado solo. Si no moría uno, moriría el otro. No había otra alternativa y había actuado en defensa propia. Lo sabía y eso jugaba en su favor. Sabía también, y lo sabía muy bien, que si se hacían las pericias correspondientes, se comprobaría claramente quién había gatillado el arma. Tomó su teléfono celular para pedir ayuda y esta vez tampoco lo hizo. La falta de testigos lo perjudicaría. Razonó: si silenciaba el hecho, ¿quién lo iba a acusar de haber estado ahí, ese día, a esa hora? No movió el cuerpo que había quedado tendido en la banquina. Preso de una inminente crisis de nervios, subió al auto y emprendió viaje hacia su ciudad, ahora sí, deliberadamente a una velocidad extremadamente mayor a la que acostumbraba a hacerlo. Solo un camión, pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad, pasó en sentido contrario. Su mente estaba muy confundida: debía olvidar ahora una muerte más.
A las cuatro y media de la mañana llegó a su casa. Guardó el auto en el garaje y con mejor luz comprobó que, efectivamente, en el frente del mismo no habían quedado rastros del golpe contra la mujer. Se desvistió lentamente y tiró la ropa a lavar. Le dolía la cabeza y sintió ganas de vomitar. Se duchó durante veinte minutos, como nunca, y se tiró a descansar. Vivía solo y a nadie tenía que dar explicaciones sobre su estado. Durmió hasta las siete. A las ocho debía entrar a trabajar. Se duchó nuevamente pensando en el trabajo, en sus compañeros, en la gente que debería atender esa mañana. Siguió intentando olvidar, algo que se le tornaba imposible. No sintió ganas de desayunar. Nunca había tomado calmantes y en ese momento sintió la necesidad de tener uno a mano. Se vistió y se dirigió hacia su trabajo. Sabía que sería difícil borrar de la memoria lo ocurrido esa noche, pero seguramente el tiempo y la actividad diaria lo ayudarían a olvidar. El retorno a la vida cotidiana, el encuentro con sus compañeros y el contacto con la gente, con sus innumerables e insólitas historias, serían un buen remedio. Lo prioritario era no pensar más en esa fatídica noche y olvidar... tratar de olvidar... Se sintió seguro de poder hacerlo y poco a poco fue recobrando el bienestar perdido.
Pero la mañana recién empezaba y la pesadilla del recuerdo también.
El comisario Fernández, su jefe, lo recibió ansioso y con los brazos abiertos. Por ser el oficial más eficiente y experimentado, le encomendó hacerse cargo de la investigación de dos muertes ocurridas horas antes en circunstancias muy extrañas en la ruta 468, jurisdicción de la comisaría donde trabajaba.

6 comentarios:

  1. Sumamente atrapante esta historia, Felis, me mantuvo alerta todo el tiempo y me fascinaron las varias vueltas de tuerca que le pusiste. Un relato excelente.
    (Si me permitís el atrevimiento de hacerte una pequeña observación, te diría que en "Preso de una inminente crisis de nervios, subió al auto y emprendió viaje hacia su ciudad, ahora sí, deliberadamente a una velocidad extremadamente mayor a la que acostumbraba a hacerlo." me parece mucho la presencia de esos dos adverbios en la misma frase)

    Cariños!

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  2. Sol, muchísimas gracias. Espectacular lo tuyo. Muchas veces, de tanto leer lo que escribimos, no advertimos esos detalles. Un beso grande.

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  3. Me ha gustado mucho la intensidad del relato. La incertidumbre en la toma de decisiones está muy bien tratada.

    Enhorabuena.

    Un saludo,

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  4. Gracias, César, por tu comentario. Un abrazo

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  5. Ey, ¡hola! Me atrapó la historia. No pude evitar relacionarla con el juez Brusa, cuando dejó abandonado a Pedernera en el medio de la laguna Setúbal. ¡Nos vemos! Beso.

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  6. Muy buena tu comparación/relación, Claudia. Gracias por pasar por este espacio. Un beso

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