martes, 6 de septiembre de 2022

REUNIÓN IMPROVISADA



El calor brindado por el pequeño calefactor en la sala de guardia apenas lograba calmar el intenso frío que en esos días de julio reinaba en la ciudad. Una leve pero persistente llovizna mojaba la calle totalmente desolada, alumbrada apenas por la luz artificial de una columna de neón, que se dejaba ver a través de la gran puerta de vidrio de la entrada del Centro Cultural. El brillo de los adoquines rememoraba viejas películas de época en las que los carruajes tirados por negros corceles hacían presentir un misterio que debería ser investigado por algún Philip Marlowe vestido con su sombrero detectivesco y su piloto gris, en el que un asesinato o al menos una desaparición forzosa sería el hilo conductor de la historia. Ese escenario indicaba que esa noche no iba a ser una más en la ciudad. A pesar de que en su trabajo estaba a buen resguardo del frío invernal, Antonio llevaba colocada su boina protectora de una más que incipiente calvicie, el sobretodo de pana negra largo hasta las rodillas y un par de guantes mágicos de color lila, que le había pedido prestado a su pequeña hija esa tarde, previendo una noche larga e insoportablemente gélida. Flaco, alto, desgarbado y con la barba de tres días, si se paraba en la mitad de la calle adoquinada en esos momentos, bien podría convertirse en uno de los sospechosos de Marlowe. El mate bien caliente lo ayudaba no solo a calmar el frío sino también a mantener la mente y los sentidos despiertos.
Su turno había comenzado a las veintitrés, varias horas después de que las puertas del Centro Cultural fueran cerradas al público. Gloria, a quien relevó en la guardia, le comentó que, sorpresivamente, el día había sido bastante movido no solo porque había concurrido a la exposición la gente de siempre, sino porque al menos tres o cuatro delegaciones de ruidosos y molestos estudiantes habían llegado con sus docentes a cargo a romper con la tranquilidad del enorme edificio. Antonio pensó ante el comentario de su compañera que prefería mil veces el bullicio de los alumnos eternamente desinteresados por propuestas culturales de todo tipo al silencio sepulcral de las largas noches en soledad.
A las dos de la mañana, sentado en una vieja silla de madera y a punto de quedarse dormido con el diario del día anterior entre las manos, Antonio se quitó los anteojos, tomó un mate tibio y pensó que ya era hora de calentar nuevamente el agua. Se frotó las manos enguantadas, se paró con algo de dificultad —escuchó el crujir de huesos en su pierna derecha—, estiró los brazos hacia atrás, elongó luego las pantorrillas apoyando sus manos en una pequeña mesa de madera y salió de la sala de guardia hacia la galería principal del Centro Cultural. El ambiente estaba mucho más frío que en su refugio y pensó dos veces antes de salir de ese elemental confort. Pero necesitaba estirar las piernas, liberarse un poco de la modorra en la que se sentía inmerso y de paso controlaría que todo estuviese en orden, aunque sabía de antemano y por propia experiencia —ya hacía varios años que trabajaba como sereno en el Centro Cultural— que nunca había pasado nada raro o anormal, ni pasaría jamás. La iluminación era la mínima e indispensable por las noches, por lo que se dirigió al tablero eléctrico y con solo levantar una tecla la galería brilló en toda su extensión.
Sabía que la exposición en esos días se denominaba “Conexión Saer”, título al que no lograba encontrarle sentido alguno y que le significaba lo mismo que la palabra “hebdomadario” que había escuchado días atrás en un programa del canal Encuentro. Recogió de una pequeña mesa al principio de la muestra un tarjetón que en su frente tenía la foto de perfil de un hombre con el río y la isla como fondo. La imagen le provocó recuerdos entrañables no tan lejanos y le dieron ganas de ir a pescar. Inmediatamente pensó en hablarles a los muchachos para ir a la costa el próximo fin de semana largo. Nada más lindo encontraba en sus días de descanso que escaparse a la isla a disfrutar en la naturaleza junto con sus amigos de una buena pesca, comer unos buenos dorados a la parrilla y tomar vino en abundancia lejos del mundanal ruido. Le llamó la atención la cara del hombre de la foto. “Qué fulero…”, pensó. El perfil comenzaba con una prominente nariz aguileña de punta caída, ojos entrecerrados, como protegiéndose del viento de la costa e intentando fijar la vista en un punto que no parecía ser fijo, sino una nada, un horizonte inalcanzable. La frente ancha terminaba casi a mitad de la cabeza, donde unos cabellos enrulados y entrecanos rodeaban la oreja izquierda. Tenía la cara bien afeitada, vestía una camisa a cuadros y saco de vestir. “Parece turco…”, pensó. Dio vuelta el tarjetón y en el reverso leyó: “Lo que es mejor a orillas del Paraná que en París”. Se extasió en la lectura del texto breve aunque tardó unos cuantos minutos más de lo esperado en terminarlo, meneó la cabeza, sonrió, murmuró “tal cual”, y meditó de inmediato, no sin un poco de vergüenza, que no sabía dónde carajo quedaba París. Devolvió el tarjetón a la mesa y comenzó una lenta caminata por la galería donde se extendía la exposición. Leyó sobre una pared blanca, a su izquierda, en letras de imprenta grandes y en minúsculas: “Dicho esto, sí, nací en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Mis padres eran inmigrantes sirios…” y haciendo el ademán típico que hace el que sabe que tiene razón, golpeando con el puño derecho la palma de su mano izquierda, soltó un grito casi sordo que le salió del alma: “¡Qué te dije! Es turco…”. Interrumpió la lectura y pensó que, efectivamente, Saer debería ser el apellido del homenajeado de la muestra. Se levantó las solapas del sobretodo y metió ambas manos en los bolsillos. Era impresionante el frío que hacía en esa extensa galería. El techo con sus enormes cabreadas curvas de hierro debería estar a no menos de siete u ocho metros del piso de cemento alisado gris, sostenido por catorce gruesas columnas de hierro pintadas de blanco. La extensa muestra de textos, fotografías y pinturas se extendía a lo largo de una interminable pared impecablemente pintada de blanco también. A su derecha, grandes paredes de vidrio cubiertas desde adentro por paneles de papel madera y, más adelante, esos inmensos vidrios constituían las paredes de una prolija biblioteca. Antonio había sido advertido sobre una particularidad de la muestra, pero no recordaba cuál era. Metros más adelante, sin proponérselo, recobró la memoria de inmediato con un salto temeroso que lo hizo ponerse en guardia. Una gruesa voz comenzó hablarle desde las alturas: “Vimos con Holmes la lluvia desde el carruaje en la hermosa avenida Brixton…”. De inmediato miró hacia arriba y vio una campana de vidrio transparente, con una especie de micrófono a modo de badajo, desde donde se emitía la voz de un hombre hablando vaya a saber uno de qué. Recordó entonces la advertencia recibida: si una persona pasa por debajo de la campana acústica, se activará el audio de un poema en la propia voz de Saer. Solo de esa manera funcionaba. “Intente no pasar por debajo si no quiere escucharlo”, le recomendaron. Continuó su lenta caminata hasta el final de la galería con la voz de fondo de Saer recitando un poema para él inentendible que retumbaba en todo el Centro Cultural, actividad que hacía más para desvelarse que para verificar que todo estuviera en orden. Apagó las luces y la galería nuevamente quedó en penumbra.
Cinco minutos después, y cuando el recitado de Saer —que se le hizo insoportablemente extenso— ya no se escuchaba en la inmensa galería, se encontraba nuevamente en la sala de guardia, calentando el agua para el mate y disponiéndose a seguir leyendo —o releyendo— el diario del día anterior. El frío apenas había amainado al cambiar de ambiente pero en cuestión de minutos y con unos cuantos mates en el estómago, el calor volvería a su cuerpo.
A las tres y cuarto de la mañana, mientras leía/dormitaba/soñaba sentado en la vieja silla de madera, Antonio sintió un escalofrío de esos que dicen que se dan cuando un espíritu te pasa al lado. Le pareció escuchar un ruido —¿o varios?— como de sillas que se corrían, de un líquido que era volcado en algún recipiente, algún que otro choque de vasos de vidrio acompañados de murmullos y suaves risas. Acomodó su trasero en el asiento de la silla, enderezó la espalda y se inmovilizó completamente por el término de varios segundos. Abrió bien los ojos y sobre todo prestó máxima atención al silencio, ahora absoluto, apuntando con su mejor oído hacia la gran galería, desde donde le había parecido que provenían los ruidos. Pasaron dos o tres minutos de tensión y quietud, en los que Antonio solo escuchaba el suave soplido de las llamas del calefactor a gas que tenía a su lado. Ni siquiera quería apoyar el diario sobre la mesa para no ser él quien rompiera el silencio. Sabía que se había quedado en estado de somnolencia y que quizás los ruidos se habrían debido a alguna alucinación típica del adormecimiento o, por qué no, a algún ruido proveniente del exterior. Intentó tranquilizarse. No obstante, desvió la mirada hacia el pequeño anafe donde estaba apoyada la pava y corroboró que detrás del mismo, apoyado contra la pared, había un palo de escoba viejo, que nunca había sabido ni preguntado por qué o para qué estaba en ese lugar. Suspiró y se distendió nuevamente acomodándose mejor en la silla. Abrió el diario nuevamente pero ya no sintió ganas de leerlo. Se cebó un mate y chupó fuertemente hasta acabarlo y hacer sonar el ronquido final. Escuchó a lo lejos, en el exterior, el paso de una motocicleta con el caño de escape libre e intentó convencerse de que quizás haya sido el paso de esa misma moto minutos atrás lo que lo había despabilado.
Antonio miró su reloj: eran las tres y veinticinco. Comenzó lentamente a cebarse un nuevo mate, procurando no mojar la totalidad de la yerba, solo la que estaba rodeando a la bombilla, pero no pudo porque el pulso le temblaba. Apoyó la pava sobre la mesa de madera, sacudió en el aire violentamente su mano derecha como para calmarla y liberarla de todo nerviosismo infundado, e intentó nuevamente la acción de la cebada. En ese mismo instante algo volvió a sobresaltarlo: “Ráfagas mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios, férrea realidad nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos…”. Tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de que el audio con la voz de Saer solo se activaba si alguien pasaba por debajo de la campana acústica. El escalofrío fue intenso y sin pensarlo demasiado agarró con decisión el viejo palo de escoba que estaba detrás del anafe. Agradeció sin saber a quién el hecho de haberlo dejado en ese lugar. Antonio no era una persona miedosa, pero en ciertas circunstancias, al enfrentarnos a situaciones insólitas, misteriosas o simplemente ilógicas, actuamos y sentimos como nunca nos hubiésemos imaginado hacerlo. Por lo que previo evaluar unos segundos la conveniencia o no de verificar qué estaba pasando en la galería, salió cautelosamente de la sala de guardia con el palo de escoba bien agarrado por su mano derecha desde uno de sus extremos. Intentó mirar a lo largo de la galería, pero la penumbra no le permitió distinguir objetos y menos si alguno de ellos se estaba moviendo. Pensó que definitivamente debía vencer su orgullo y comenzar a usar los anteojos para ver de lejos y no solo los que necesitaba para leer. Se dirigió hacia el tablero eléctrico mientras la voz del poeta seguía recitando: “Ladrillos rojos chorreando agua, hombres borrosos en la lluvia: la luz de gas manchaba la oscuridad matinal...”. La luz iluminó de un pantallazo la galería entera y las catorce columnas de hierro blancas parecieron moverse. Antonio se restregó los ojos e intentó calibrar la vista poniendo en la mira un punto fijo: la campana acústica. Para que se activara, alguien debió haber pasado por abajo, sin dudas. Las puertas vidriadas que daban a otras salas del Centro Cultural estaban cerradas. Probó una por una. Incluso la de la biblioteca. Nadie había adelante suyo por lo que de inmediato elevó la vista a las cabreadas del techo. ¿Un hombre araña? ¿Un gato? ¿Una rata? Tampoco vio nada. Caminó lenta y sigilosamente hasta el final de la galería. El movimiento tembloroso del palo de escoba demostraba, como una paradoja, el nerviosismo del sereno. No había un solo lugar donde una persona podría llegar a ocultarse sin que se lo advirtiese. Ante la imposibilidad de que alguien o algo haya provocado a Saer sus ganas de recitar el poema, sintió la necesidad de pensar en un inesperado desperfecto de la campana acústica. “Honda es nuestra pobre vida en comparación, y benditos nuestro violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra deliberada morfina”. De repente Saer calló. El poema habría terminado, seguramente, por lo que al regresar hacia la sala de guardia pasó lo bastante lejos de la campana para que no se volviera a activar. Pero luego de caminar unos cuantos metros y de haber dejado prudencialmente atrás la campana, el audio se volvió a activar. “¿Nos quedamos a dormir? No. Voy al diario mañana…”. Volvió sobre sí mismo, fijó su vista en la campana y prestó atención ahora a una polifonía de voces. Ya no era Saer recitando su poema. Eran voces distintas. Inclusive escuchó a una mujer que cantaba. “Detrás de mí, detrás de ti no hay más que olvido… Oh, tú que lloras, ¿dónde lloras?”. Evidentemente no era el mismo audio en el que Saer recitaba su poema. Agarró el palo muy fuerte, ahora con sus dos manos, y con paso sigiloso caminó alrededor de la campana, como buscando una explicación a lo que estaba pasando. Diferentes voces se fueron sumando a esa charla confusa e invisible, a esa especie de reunión que Antonio no llegaba a comprender. Le llamó la atención de pronto el olor a asado que había en la galería, un exquisito aroma a achuras cocinándose sobre brazas chisporroteantes. Trató de no desesperarse y decidió volver a la sala de guardia, con los nervios de punta y la esperanza inevitable de que el desperfecto de la campana acústica se solucionaría solo. De todas maneras, al día siguiente no dejaría de comentar lo sucedido a las autoridades del Centro Cultural para que revisaran las cámaras de seguridad del interior de la galería y poder así dilucidar qué fue lo que pasó. Miró nuevamente su reloj: cuatro menos cuarto. Bajó la tecla del tablero, pero la penumbra no impidió que debajo de la campana, como si fuera la parra de la casa de Colastiné, Barco, Renzi, Tomatis, Miri, Pichón Garay, Pocha, Gutiérrez y otros tantos personajes disfrutaran alrededor de una gran mesa junto a Saer un asado reparador con mucho vino y ensaladas. Antonio, resignado y cabizbajo, no pudo —o no supo— ver la reunión organizada a último momento por los viejos amigos luego de una jornada agobiante de bulliciosas visitas escolares al Centro Cultural.

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