martes, 4 de octubre de 2022

CHARLA




Javier estaba decidido a llevar adelante su plan. Hacía ya un tiempo que en su mente, atrapados como en una telaraña, sus pensamientos se mezclaban y lo inquietaban cada vez más. Se lo había propuesto, no podía flaquear.
El día del encuentro inesperado fue un martes y llovía muy despacito. Javier había aprovechado para salir a caminar, para despejarse un rato a pesar del clima hostil. Eran las dos de la tarde y se dirigió hacia cualquier lugar. Compró un diario, lo dobló, lo colocó bajo el brazo izquierdo y con las manos en los bolsillos siguió su caminata. Esperó hasta llegar a un bar cualquiera para abrir el diario. Café de por medio leyó sin ganas los títulos, miró algunas fotos y terminó en los chistes de la última página, que le parecieron estúpidos.
Miró a través del ventanal a la calle y vio correr el agua de lluvia cada vez con más intensidad. Su inquietud se debía a que tenía que prepararse muy bien para llevar a cabo el objetivo y sabía que no estaba actuando con la seriedad que el caso requería. Debía ponerse ya, sin pérdida de tiempo, a desarrollar un plan viable y posible. Pensó que hubiese sido bueno hacerlo con alguien, de a dos. Se podrían advertir con más facilidad las posibles debilidades y buscar las mejores opciones para actuar. Pero estaba solo. Angélica no lo hubiese acompañado, estaba seguro. La conocía muy bien. Debía planear un crimen para él justiciero y no debía pensar nada más que en eso. Cerró las grandes páginas del diario y fijó su vista en la calle pero con la mirada perdida. No observaba nada en particular.
Se le nubló la vista, pestañeó un par de veces y sacudió suavemente la cabeza. Entre el gris de la calle y la cortina de agua, advirtió la presencia de un joven de unos veinticinco años en la vereda del bar, parado —ventanal de por medio— frente a él. Lo miraba con detenimiento y lo incomodó un poco. Era flaco, alto, cuerpo erguido, cabellos claros y profundos ojos negros. No obstante, su aspecto era de dejadez, mejor dicho, de pobreza. Tenía barba de unos tres o cuatro días y fumaba. Javier lo miró por un instante y bajó la vista. Simuló estar leyendo el diario. A los pocos segundos vio cómo el extraño ingresaba al bar y se dirigía a su mesa. La incomodidad de Javier se acrecentó. Cuando lo tuvo frente a él notó que además de su aspecto andrajoso, vestía de una manera absurda.
—¿Puedo sentarme? —preguntó con voz ronca.
Javier lo miró e intentó reconocerlo. No abrió —no pudo hacerlo— la boca.
—No me conocés —dijo el joven mientras se acomodaba en una de las sillas, la que daba espaldas a la calle—. Yo tampoco te conozco, pero creo que te puedo llegar a ser útil.
Llamó al mozo y pidió un vaso de vodka. Javier doblaba y desdoblaba el diario mostrando su evidente nerviosismo. ¿Quién era ese descolgado? Se mostraba como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y actuaba con gran naturalidad. Javier notó que sacaba de su sacón viejo un atado de cigarrillos. Le ofreció uno. No, gracias, al fin abrió la boca. No conocía la marca de los cigarrillos que fumaba. Eran importados, sin duda, y la etiqueta estaba escrita en un idioma que desconocía. Encendió uno, chupó profundamente y despidió el humo con gran ímpetu hacia el techo. Le trajeron la medida de vodka y la bebió de un trago. ¡Ah! A esta hora viene bárbaro, comentó. Javier no dejaba de mirarlo con desconcierto.
—Vos no me conocés… ¡Bah! No sé si no me conocés. Es cierto que es la primera vez que nos vemos… —sonrió irónicamente—. Sé que si te doy mil posibilidades para que adivinés quién soy, no te alcanzarían.
—¿Y quién sos? —se decidió al fin preguntar de mala gana Javier.
—Es difícil decírtelo así, de una sola vez. No me creerías.
—¿Y por qué no voy a creerte? Si ni siquiera te conozco… Decime que te llamás Juan de las Pelotas y te voy a creer.
—¡Ja! —pitó ahora suavemente y con tranquilidad.
—¿Y? ¿Quién sos?
—¿Querés que te lo diga? —preguntó ahora con seriedad, frunciendo el ceño y con su ronca voz de fumador.
Javier recién ahora comenzaba a advertir algo de misterioso en el desconocido. Pensaba que era algún trasnochado que no tenía nada que hacer y se había a sentado a hablar un rato. Era un tipo intrigante. Y el nerviosismo que sintió al principio, poco a poco se fue transformando en miedo.
—¿Quién soy? ¿Querés que te lo diga? Está bien, pero antes dejame decirte que estoy esperando a un amigo…
—Hay varias mesas desocupadas… —le dijo Javier con cara de qué me importa.
—No. Nos sentaremos acá, con vos, en esta misma mesa. Trataremos de conversar largo y tendido —dijo mientras sacaba un reloj de bolsillo antiguo—. ¡Cómo se demora! Somos dos tipos con una gran experiencia.
—¿Experiencia? ¿Experiencia en qué?
—Ya lo sabrás…
—¡Loco, cortala con tus intrigas! ¡¿Quién sos y qué carajo querés?!
—Comprendo tu malestar. Estoy siendo un poco tedioso, ¿no? Me estoy dando cuenta. Me voy a presentar y espero no ver una mueca de sonrisa en tu cara: soy Rodión Romanovich.
—¡¿Quién?!
—Rodión Romanovich. O Raskólnikov, como más te guste.
—¡Ajá! En versión argentina y después de la gripe… —contestó irónicamente Javier.
—Al menos veo que conocés mi nombre, que no soy un desconocido para vos. Sabía que lo tomarías de esta forma. Pero no estoy para bromas. Esta cita fue acordada con la mayor seriedad que el caso requiere.
Javier escuchó estas últimas palabras con un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. No alcanzó a comprender muy bien y, con ahora una incipiente timidez, preguntó:
—¿Cita?
—Sí, todo estaba preparado para reunirnos los tres, hoy, a esta hora y en este bar.
¿Los tres? ¿Raskólnikov? ¿Quién era el otro? Muchos eran los interrogantes que Javier se planteaba y no podía dejar de mirar con gran intriga a ese hombre extraño. Ya dejó de considerarlo un joven.
—¿Cómo que está preparada la cita si yo no sabía nada? —le cuestionó al tiempo que pensaba que hacía como diez años que no iba a ese bar y había entrado al mismo por casualidad.
—¿Te parece que no lo sabías? Sí, Javier, lo sabías. Si no, ¿qué hacés acá? De una u otra manera nos arreglamos para avisarte. ¡Pero cómo tarda!
Javier pensaba que no podía ser real lo que estaba viviendo. ¿Cómo todavía estaba escuchando a ese delirante sin decirle al menos…? ¿Sin decirle qué? ¿A quién estaba esperando? Pensó en pagar el café e irse. Llamó al mozo.
—Espero que no estés pensando en irte. Te puedo asegurar que no te conviene. Además, no te voy a dejar ir —dijo Raskólnikov, ahora con voz amenazante.
—¡¿Pero quién te creés que sos?! Si se me canta, me voy y chau. ¡Mozo!
—Te doy un consejo: no te vayas. Nosotros te podemos ayudar.
—¿Sí? —preguntó el mozo a Javier mientras se le acercaba.
—Eh… Tráigame otro café —dijo Javier sintiéndose derrotado y esperando la sonrisa burlona del presunto Raskólnikov que nunca llegó. Seguía expresando una seriedad absoluta.
—¿Ayudarme a qué? ¿Qué mierda querés? ¿A quién carajo estás esperando? —casi gritó Javier.
—Nosotros podemos ayudarte. Sabemos que estás planeando algo muy serio y no podemos dejarte solo.
—¡Pará! ¡Pará! Primero: ¿por qué hablás en plural? Segundo: ¿qué sabés vos si yo estoy planeando algo? Tercero…
—¡Ahí viene! —exclamó Raskólnikov interrumpiendo a Javier—. ¡Por fin!
Raskólnikov se corrió a otra silla para dejarle la suya al recién llegado. Era un hombre diez o quince años mayor que Raskólnikov. Un poco más bajo pero más robusto. Vestía modestamente. No parecía tan abandonado como su amigo. No sonreía. Estaba muy serio. Su proceder era muy duro.
—Rakólnikov… —pronunció el nombre de su amigo a manera de saludo y se sentó.
—Juan Pablo… —contestó Raskólnikov cordialmente pero siempre con gran respeto y distancia.
¿Juan Pablo?, pensó Javier. Espero que no sea un Papa, siguió con sus pensamientos, pero serio, sin esbozar una sonrisa, ya que podría ser tomada como una insolencia y parecía ser que el horno no estaba para bollos. Pero qué estúpido se sentía allí sentado entre dos chiflados que no sabía qué pretendían.
—Javier, él es Juan Pablo —dijo Raskólnikov a manera de presentación y el recién llegado hizo un gesto cordial con su cabeza.
—¿Juan Pablo qué?
—Juan Pablo Castel —dijo serenamente el nuevo integrante de la mesa—. El pintor que mató a María Iribarne.
Por más esfuerzo que hizo, Javier no pudo evitar la reacción y largó una gran carcajada:
—¡Ja! ¿No estaremos esperando ahora a Don Quijote y Sancho Panza, no?
Castel lo miró con gran disgusto y recriminó:
—¡Espero que a esa risa burlona no la utilices mientras elaborás proyectos serios!
Javier se contuvo ante el enojo de Castel. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo tomar con seriedad a esos dos tipos tan ridículos como inexistentes? ¿Qué estaba esperando para irse? El mozo trajo el café a Javier y Castel hizo su pedido.
—Ginebra, por favor.
Javier revolvía su café mecánicamente, sin pensar en tomarlo, como cuando uno se rasca la cabeza sin motivo alguno, como esperando que suceda algo imprevisto. No sabía cómo actuar ni qué decir. Se trataría seguramente de una broma. Además, ¿de qué proyecto hablaban? Él jamás había hecho el menor comentario a nadie. ¿Y entonces?
—Sabemos de tu proyecto —dijo Raskólnikov.
—¿Qué proyecto?
Javier los miraba intrigado y con un miedo cada vez más atroz.
—Lo conocemos y por eso decidimos reunirnos con vos, para charlar muy bien sobre todas tus ideas y tus planes —explicó Raskólnikov—. Sabemos que tenés un temperamento bastante impulsivo y eso te puede llevar a la perdición.
—Exactamente —continuó Castel—. Los hechos, cuando se precipitan alocadamente, pueden ser funestos. No hablamos solamente de terminar en la cárcel después de cometido el crimen, porque como vos sabrás, Raskólnikov y yo terminamos adentro por propia voluntad y no porque nos hayan descubierto. Hablamos de no cometer el crimen y que encima te encierren.
—Creemos que tu mente está un poco excitada y no hay nada peor que eso para proceder. Sangre fría. Si no lográs tener sangre fría en tus venas, no podrás hacer las cosas como se debe.
—Raskólnikov tiene razón. Mientras sientas hervir la sangre en tus venas, no hagas nada riesgoso. La pasión y el instinto son demasiado peligrosos. Hay que usar la cabeza.
—Yo creo, Juan Pablo, que tendríamos que convencer a Javier de que esto que está viviendo, más allá de lo que él piense, es cierto. Mirale la cara, cree que somos unos farsantes.
—No te preocupés por eso, ya se le va a pasar. Más allá de su cara, creo que nos está escuchando con mucha atención. Lo importante es decirle lo que pensamos. Somos conscientes de que no podemos evitar nada, por lo tanto, nuestra voluntad es solo advertir. Es él quien en definitiva va a cometer el crimen.
—Totalmente de acuerdo. Espero, Javier, que nos hayas prestado atención, ¿no?
Javier asintió con la cabeza, no pudo hablar. No sabía si en realidad estaba escuchando a esos dos locos o si trataba de averiguar qué estaba pasando realmente.
—Nosotros estamos muy de acuerdo con las causas que te impulsan a matar —dijo Raskólnikov—. Yo también sentía odio hacia esa vieja usurera y la maté pensando en los demás, no solo en mí. No podía permitir que siguiera lucrando con el hambre de los pobres. Y la maté. Pero a sangre fría. Un hachazo en la cabeza y listo. Lo pensé y pensé mil veces. Es cierto que me daba miedo pero cuando me decidí a hacerlo, dejé los temores archivados en mi pequeño cuchitril. ¿Entendés?
Javier continuaba asintiendo con la cabeza, sin abrir la boca, clavando sus ojos en los de sus ocasionales compañeros de mesa mientras hablaban.
—No tenés que pensar en ningún momento en las consecuencias. O sí, pero para tratar de evitarlas. Que ellas no te hagan flaquear. Yo también tuve mis razones para matar a María y creo que cada uno siempre tiene —o busca— razones suficientes, justas o no, para obrar como le parezca. La decisión y la frialdad son buenas compañeras y difícilmente te harán fracasar.
—No te convocamos para sermonearte, para evitar un crimen ni para inducirte a cometerlo. Solo lo hicimos para que tomés la decisión con fuerza y coraje. Si vas a matar: frialdad, cálculo, precisión. Si no: coraje y valentía. Acordate: los héroes no nacen…
—Además —interrumpió Castel—, tené en cuenta esto: ni Raskólnikov ni yo nos arrepentimos de haber matado a nuestras víctimas. Una vez que lo hiciste, empezás a buscar justificaciones y te vas dando cuenta con el tiempo de que encontrás más de las que te imaginás.
—¡Tu causa es justa! —gritó Raskólnikov con el puño en alto.
Javier sintió un sacudón en todo su cuerpo. ¡Tu causa es justa!, le gritaba ahora una voz de ultratumba. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa! Y sentía los sacudones constantes acompañados de gritos lejanos e ininteligibles. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa!
Un frío intenso recorrió de pronto todo su cuerpo y un sacudón final terminó por hacerlo reaccionar.
—¡Javier! ¡Levantate! —le gritaba Angélica mientras lo sacudía y le sacaba la cobija de encima—. Son las once. ¿Hasta cuándo pensás dormir?
Javier la miró como pudo, sin poder abrir los ojos completamente. Tuvo que sacar la fuerza que no tenía de su alma para incorporarse. Maldijo por dentro y se sentó en la cama. Angélica le dio un mate.
—Tu vieja me dijo que desde las ocho te está llamando. ¿Te acostaste tarde?
Javier no contestó. Sorbió el mate hasta el ronquido final y comenzó a vestirse mientras trataba de ordenar su mente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario