viernes, 7 de octubre de 2022

FIN DE UNA ETAPA


Nos sentamos en un banco de la plaza. No lo convenimos previamente, pero elegimos ese porque estaba alejado de las grandes farolas. Al menos eso pensé yo. Junio empezaba a entristecer aún más las noches ya entristecidas por mayo. El cielo estaba cubierto. No garuaba, pero casi. Eran las once de la noche de un insignificante jueves cualquiera. El paso lento y elegante de un galgo muy flaco interrumpió la quietud del lugar. Intenté pasar mi brazo derecho por su espalda pero un movimiento de rechazo veloz, instintivo diría, me lo impidió. Supe comprender. O no.
Minutos antes me había dicho que no estaba bien. «¿Estás descompuesta?», reaccioné de inmediato. Su mirada fue fulminante. Evidentemente, no lo estaba. No dije más nada, caminamos en silencio e ingresamos al corazón de la plaza. La humedad era mucha. Antes de que se sentara, sequé con la manga derecha de mi campera la parte del banco donde apoyaría sus pantalones blancos. Literalmente, se dejó caer y yo me senté a su lado. La humedad de las tablas se hizo sentir en mis nalgas. Después de mi intento de abrazo fallido, la miré de reojo. No me animé a hablarle. Tenía la vista fija en el galgo, o en el prócer sentado sobre su caballo de bronce, o en la nada… Sí, era ahí, en la nada. Fueron varios minutos de silencio los que interrumpió el ruido del camión barredor de hojas que pasó muy lentamente por la parte sur de la plaza. Eso pareció despertarla.
«Hace mucho que estamos juntos…». Estampó sus palabras secas en mi cara húmeda. No la entendí. Nunca la entendía cuando decía cosas que no tenían que ver con el hilo del discurso que veníamos sosteniendo antes de los prolongados silencios, que seguramente los aprovechaba para pensar y preparar sus palabras. Pero comprendí a los pocos segundos que era cierto: habíamos compartido ya varios años.
«…Pero me siento sola», remató la idea sin mirarme. Sentí el frío en mi cuerpo que hasta ese momento no había advertido ni me había molestado. Su perfil perfecto dirigido a la nada semejaba una estatua de mármol: brilloso, frío, duro…
Sus palabras fueron crueles. Un cross a la mandíbula, diría Arlt. Pero enseguida comprendí que la situación era lógica. El tiempo que llevábamos juntos fue enfriando poco a poco la relación. Lo sentí desde antes de que me lo hiciera saber con sus propias palabras. Pero debo confesar que no me las esperaba. Suspiró profundo y cerró los ojos. No sé qué habrá pensado de mí en esos segundos y reaccioné con lo primero que me vino a la mente… o al corazón.
«Vamos», le dije tomándola de la mano.
Caminamos en silencio hasta su casa. Antes de abrir la puerta e ingresar nos miramos por unos segundos. No necesitamos las palabras. Ambos supimos que algo se había roto, que algo había llegado a su fin.
Su mirada reflejaba pena y no supo seguramente qué decir. Retumbaban en mi mente sus últimas palabras: «Me siento sola». No nos dimos el beso de despedida como lo hacíamos siempre. Me dio la espalda, ingresó a su casa, cerró la puerta y el giro de la llave cerró para siempre una etapa.
Sentí que había fracasado, sin dudas. Me alejé caminando despacito bajo una incipiente garúa, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Intenté silbar la melodía de una canción pero no pude. No fui a mi casa. Caminé sin rumbo por la ciudad oscura y silenciosa.
No la volví a ver. Ella merecía vencer su soledad.

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