viernes, 7 de octubre de 2022

EN EL BAR DE LA FLACA


Hacía mucho que no me pasaba. Pero esa noche hacía calor, estaba aburrido y decidí salir a tomar aire. O alcohol, daba lo mismo. Había estado todo el día lidiando en casa con insignificantes asuntos hogareños que lograron moverme de mi tranquilidad habitual. Y como mi estado de ánimo natural lejos está del nerviosismo, decidí salir a respirar un poco de paz. Apenas si me cambié la remera, me puse una de Led Zeppelin y estuve listo para olvidarme de todo. Caminé lento por esas calles adoquinadas apenas iluminadas que separaban mi casa del bar de la Flaca. Manos en los bolsillos —siempre elegí mis pantalones por la capacidad de sus bolsillos: mis manos deberían estar cómodas—, vista al frente sin mirar y una canción del Flaco dando vueltas en mi cabeza.
El bar es hermoso, tanto como su dueña. Al entrar me encontré con solo tres mesas ocupadas. En una, una pareja mucho más joven que yo se disputaba la última aceituna de una especial con morrones; en otra, un gordo pelado y mal vestido, con los ojos cerrados, sostenía en una de sus manos una copa de vino tinto; y en la otra, Mariana. Ninguno de ellos advirtió mi ingreso. Solo la Flaca, desde atrás de la barra, mientras secaba con extremada lentitud un vaso de vidrio, me hizo un ademán de bienvenida con su cabeza.
Tuve que mirar fijo a Mariana para asegurarme de que era ella. Un vaso con limonada y un tostado de jamón y queso sin tocar ocupaban su mesa. Miraba con interés extremo la pantalla de su celular. Me acomodé en una mesa al lado del ventanal que daba a la calle. Siempre que podía me sentaba en el mismo sitio. Ver a través del vidrio pasar la gente era uno de mis entretenimientos preferidos mientras en mi cabeza se mezclaban los pensamientos más insólitos, de esos que uno desea que ocurran sabiendo que jamás sucederán. Además, en esta ocasión, la ubicación me permitiría mirar a Mariana con solo alzar la vista.
Estaba metida en su celular y sola. Al igual que yo. Pero… ¿estaría sola? Las otras tres sillas de su mesa no evidenciaban la presencia de un presunto (o presunta) acompañante que, momentáneamente, podría haber ido al baño. Levanté el brazo para llamar a la Flaca con la esperanza de interrumpir aunque sea por un segundo la atención que Mariana prestaba a su mundo y que reparara en mí para poder saludarla, pero solo la Flaca advirtió mi intención.
No hacía mucho tiempo que la conocía. Trabajábamos juntos pero no sabía demasiado sobre Mariana. Vivía sola y en los pocos diálogos que habíamos mantenido, jamás había hecho referencia a su situación sentimental. Tenía una belleza especial y una sonrisa enamorable. Tenía el pelo peinado con media cola, como a mí me gustaba. No pasaba desapercibida por más que lo intentara.
La Flaca se acercó y le pedí una cerveza. Pensé en ir a sentarme a la mesa de Mariana. Dos soledades podrían verse aliviadas por una compañía agradable. Ella para mí lo sería, seguramente, pero ¿sería yo para ella mejor compañía que su móvil?
Mariana era un enigma para mí. Nunca la había considerado más que una buena compañera de trabajo. Pero en ese momento, verla en el bar, sola, metida en su mundo e imaginándola —no sé por qué— aburrida, hizo que la mirara con otros ojos. Empecé a darme cuenta de que me gustaba y no era por esa situación solamente.
La Flaca trajo la cerveza y mientras me servía un poco en el vaso que yo sostenía inclinado para que no hiciera tanta espuma, me preguntó si me gustaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa y la miré como pidiendo una explicación. «¿Te gusta la piba?», repitió mientras me señalaba con la vista a Mariana. Sentí vergüenza. ¿Tan alevoso habría sido al mirarla que la Flaca advirtió que estaba pensando en ella? Solo sonreí y bajé la vista. «Parece muy entretenida», comenté. «O muy aburrida…», sugirió la Flaca. Apoyó la botella de cerveza en la mesa y se retiró a la barra.
Bebí el contenido del vaso sin respirar y cuando me decidí y estuve a punto de ir a sentarme a la mesa de Mariana, guardó el teléfono en su bolso y se levantó para ir a abonar la consumición. Hablaron con la Flaca unos minutos, como si se conocieran de siempre, y las escuché reír, quizás porque el tostado y el vaso de limonada en la mesa de Mariana estaban todavía intactos. Creo que hubo un segundo en que entre risas Mariana se dio vuelta y me miró, pero justo en ese momento yo estaba sirviéndome más cerveza. Nunca me caractericé por estar atento a las oportunidades. Al salir, pasó a mi lado. «¡Ey, Silvio! ¿Cómo andás?». Le sonreí y arriesgué un tímido pero sincero «Muy bien ¿y vos?». Me dio un beso en la mejilla pero no se detuvo. «Nos vemos mañana», dijo, y salió del bar.
Me serví más cerveza y por la ventana la miré irse. Caminaba decidida, espléndida. Y en ningún momento —aunque lo deseé fervientemente— volvió la vista al bar.

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