viernes, 7 de octubre de 2022

COMO UNA PALOMA BLANCA


Cuando en aquella tarde de mayo de no me acuerdo qué año me dijo que algún día iba a llorar su partida, no le di demasiada importancia. Siempre me lo decía, pero la primera vez fue cuando más me impactaron sus palabras. Un tonito misterioso hizo aún más hermosa esa sentencia. Pero con el paso del tiempo fue perdiendo importancia para mí. Y cuánto lo lamento ahora. En realidad, no sé si Alejandra era una mina de carne y hueso o pertenecía a otra dimensión.
La conocí en el colegio. Era un año más chica que yo. Cuando ingresó al primer año de esa secundaria todos los chicos, de todos los cursos, no pudieron evitar mirarla con la boca abierta. Era realmente hermosa. Era el tipo de chica que a mí me gustaba. Y así como todos trataron de conquistarla desde un primer momento, yo ni siquiera me acercaba a ella. Mi timidez para entonces era ya exagerada. Siempre que alguna chica me gustaba, le daba la espalda. ¿Por qué? Todavía no lo sé... Miedo, vergüenza, estupidez... Lo cierto es que el noventa por ciento de los chicos del colegio estaba atrás de Alejandra durante los recreos y más de una trompada se repartió por su culpa. Lo asombroso era que ella ni siquiera les sonreía. Era antipática con todos los que se le acercaban y hasta los maltrataba. Y ese mal trato no desalentaba las esperanzas de ninguno. Al contrario. Y yo, al ver todo lo que pasaba a mi alrededor, ni siquiera me animaba a mirarla. Si no les daba bolilla a quienes eran mucho más atractivos que yo, ¿qué esperanza me quedaba? Yo era un flaquito, cabezón, que siempre estaba vestido al revés de todos los que estaban a la moda... Y así fue que Alejandra para mí en esos días no fue más que una chica como las otras. Qué me iba a imaginar que hoy me iba a sentir como me siento...
Ese mismo año —yo tenía dieciséis recién cumplidos— me habló por primera vez. Fue durante el recreo largo. Tenía una medialuna en mi boca cuando olí el perfume a savia de sus cabellos y escuché su voz, dulcísima, de la que inmediatamente me enamoré. Me sonrió con un «hola» en sus labios y casi me ahogué con mi desayuno. No pude contestarle sino hasta después de haber tragado todo ese mazacote, y creo que habrán pasado siglos. A pesar de ser físicamente más grande, me sentí insignificante a su lado. Alfileres y clavos me traspasaban: no había un solo chico en el colegio que no me estuviese mirando. Debo confesar que me habló durante todo el recreo y que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo. Ese día nació nuestra amistad.
Se me eriza la piel cada vez que la recuerdo, su cara muy cerca de la mía, diciéndome en voz baja: «Algún día vas a llorar mi partida». Qué extraña era Alejandra. Hubo momentos en los que sentí miedo. No era una chica como las demás. Era enigmática y con un carácter muy dulce y podrido a la vez. Creía a veces que en los momentos en que estaba enojada por algo y se la agarraba conmigo no era sino para que me fuera de su lado y la dejara en paz. Pero si yo me iba, al otro día aparecía con su voz más dulce y me invitaba a caminar. Algo de todo eso me atraía, y mucho. Fue por eso que estuvimos juntos hasta aquel día en que la lloré.
Nunca llegamos a ser novios, pero qué lindo era estar con Alejandra, verla llorar, reír, callar... Recuerdo la época de esa secundaria como una de las mejores de mi vida, sobre todo, los momentos que compartí con ella. Por suerte esa amistad tan fuerte que nos unía no nos prohibió tener nuestro grupo de amigos y amigas en común. Los chicos me envidiaban por esa amistad y me preguntaban qué estaba esperando para atracármela. En realidad, nuestros momentos amorosos habíamos tenido, pero ninguno de los dos los habíamos tomado como un compromiso demasiado serio. Y así pasaron los años y yo llegué a mi quinto año Perito Mercantil. A duras penas, pero llegué. Un lindo año, quizás el mejor. Con Alejandra había una onda fantástica y ella seguía repitiéndome, cada vez más seguido, la frase enigmática. Yo sentía miedo cada vez que lo hacía. Miedo en todo sentido. Por su voz extraña, por su mirada profunda, por un futuro incierto. Y le hablé. Tenía que hacerlo porque yo quería llegar con ella más allá de una simple amistad. Recuerdo todavía sus palabras, que en ese momento no comprendí... o no quise comprender:
—Escuchame, Quique, todo lo que te digo va a ocurrir. Y es inevitable. Yo algún día me voy a ir... qué sé yo a dónde. No me lo preguntés. Hoy somos felices, pero la felicidad no es eterna. La dicha eterna es falsa. Y además no es buena. No sé si me entendés. Los dos tenemos mucho por vivir y pienso que sería fantástico que cada uno lo haga por su lado. Aprendimos muchas cosas juntos, ¿no creés? Recordá la canción que siempre escuchamos juntos —y cantó, siempre con esa dulce voz—:

Llorarás, amigo,
y me buscarás.
Será cuando yo me haya ido
a prepararte un lugar.
Pasará un poco de tiempo
y ya no me verás.
Y otra vez pasará el tiempo
y a verme volverás...

—Te quiero mucho, Quique. De eso no te olvides nunca. Te quiero mucho y siempre te querré.
Esa noche lloré mucho y no fue porque Alejandra me hubiese abandonado —todavía no lo había hecho— sino porque algún día, indefectiblemente, lo iba a hacer y no podía entender que alguien que te quiera tanto te pueda abandonar así porque sí. Luego de ese día ella comenzó a decirme que se iría feliz, volando por las nubes, como siempre le hubiese gustado andar por el mundo. Feliz por mí, feliz por ella.
A la fiesta de graduación, por supuesto, fui acompañado por Alejandra. Estaba como nunca. Brillaba. Hasta me daba bronca que mis compañeros se dieran vuelta al pasar para mirarla. Fue una noche estupenda, la mejor que pasamos juntos. Pero lamentablemente, la última. Cuando la fiesta terminó, me tomó muy fuerte del brazo y me invitó a caminar. Fuimos a la costanera y caminamos tomados de la mano por el puente colgante, que las furiosas aguas años después se encargarían de arrastrarlo hasta el fondo de la laguna. Hablamos poco y nos miramos mucho. Presentí que el final llegaba. El silencio nos comunicaba. Me preguntó si la quería y mi respuesta fue inmediata y obvia, le dije que sí, se lo repetí mil veces, lo grité a los cuatro vientos y creí que toda la ciudad había escuchado mis gritos. Ella también me dijo que me quería. Estaba nervioso y ella parecía feliz. En un momento que no advertí se subió a la baranda del puente y yo, muerto de miedo, le grité y la tomé de la mano.
—Soltame —me pidió con la misma voz dulce y tranquila de siempre—. No me olvides nunca. Te quiero mucho.
Yo veía desesperadamente cómo corrían las aguas barrosas bajo el puente y no sabía qué hacer ni qué decir. Y saltó. Grité muy fuerte, con desesperación, miedo y bronca a la vez. Vi a Alejandra caer en cámara lenta, envuelta en su vestido blanco y su cabello rubio. Las lágrimas habían comenzado a brotar de mis ojos y vi cómo ese cuerpo delicado se convertía en una pequeña nube de donde, luego de un suave estallido, salió volando con todas sus fuerzas y ganas una hermosa paloma blanca, que se dirigió hacia el horizonte todavía oscuro.

Ya no me importa saber quién —o qué— fue Alejandra. Solo sé que hoy debe ser feliz por haberse dado el gusto de volar. Y yo, aunque triste por su ausencia, estoy también contento por saber que, al menos, hubo alguien en la vida que me quiso de verdad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario