viernes, 4 de noviembre de 2022

LA VENGANZA



Si yo decía que era él, si yo le decía al fiscal que él fue el hijoeputa que mató a la Vero, no hubiese podido vengarme. No sé si me entiende…

Lo metieron en cana porque yo les dije a los de Investigaciones que había sido él, que yo había visto con mis propios ojos cómo ese guanaco le había pegado con el fierro en la cabeza a la Vero, a mi pobre angelito que se estaba resistiendo a las asquerosidades de ese chancho. Me dijeron que lo agarraron al ratito nomás, en su casa, donde se había escondido como un cobarde… pero los milicos no encontraron el fierro. No sé, además, si lo buscaron. Me dijeron que tampoco encontraron huellas —eso pasa solo en las series yanquis— ni más testigos que puedan decir como yo que ese malnacido había matado a mi pobre Vero. Yo no sabía ni cómo se llamaba el desgraciado y lo habré visto apenas un par de veces, no más, por el barrio. Me lo hicieron describir. Era alto, pelo rubio o teñido, no sé, porque la piel era bastante oscurita, con corte a lo Kun Agüero, como todos los jugadores de fútbol, rapado atrás pero más largo arriba. Llevaba una remera de fútbol, qué sé yo de qué equipo, bermudas floreadas y ojotas, aunque si me pongo a pensar bien creo que estaba en patas. Me preguntaron si tenía señas particulares y los miré como diciendo de qué me hablan. ¡Tatuajes, pircins, lunares!, me gritaron y les dije que la noche estaba oscura, que no me fijé en esas cosas, que estaba desesperada con la Vero en el piso agonizando y tratando de que no se me vaya. ¿Él la vio, señora? ¡Qué sé yo! Cuando le grité qué hacés, hijoeputa, y salí corriendo hacia la Vero, se fue corriendo con el fierro en la mano, sin mirar para atrás, y se perdió por las vías. Al otro día me llamó el fiscal y me dijo que la única invidencia —que no sé qué carajo es— que había en contra de ese guacho era mi declaración y que teníamos que hacer un reconocimiento de personas para fortalecerla. Lo miré sin saber qué decirle. Es necesario que usted lo reconozca, señora, porque si no, se nos cae el caso. No entendí. Que si no lo reconoce, señora, lo tenemos que largar. No tenemos nada en contra de Osuna. Ahí abrí bien los ojos. No sabía cómo se llamaba pero el fiscal me lo dijo. ¡Era el hijo malparido de la Tota Osuna! ¡La benefactora! ¡La que colabora con el merendero del barrio y le da de comer a chicos ajenos en vez de criar bien a los propios! ¿Y si lo reconozco? ¿Lo van a dejar adentro? El fiscal no contestó enseguida. Bajó la vista unos segundos y me miró como resignado. No se lo puedo asegurar, señora. Haremos lo posible, pero si usted no lo reconoce, sí o sí lo tenemos que largar. En realidad, yo no lo quería preso. Si lo dejaban adentro iba a tener techo y comida gratis. Y no soportaría que la Tota Osuna siga su vida como si nada le hubiese pasado a mi Vero. Me dijeron que fuera a las seis de la tarde a la oficina de Investigaciones. Cuando llegué, el fiscal todavía no había llegado y un policía —creo que era policía porque uniformado no estaba— me llevó a los apurones hacia una oficina del fondo de un largo pasillo porque me dijo que no me tenían que ver. No le pregunté quién no me tenía que ver y me dejé llevar. Las paredes de la oficina estaban pintadas de anaranjado fuerte. Había dos escritorios, uno con una computadora y una impresora y el otro con muchos papeles desparramados arriba. Me senté en una silla plástica, de esas blancas que todos tenemos, y esperé pacientemente durante media hora la llegada del fiscal. Mientras esperaba sola en esa deprimente oficina, afuera se escuchaban risas, gritos, corridas. Por fin llegó el fiscal —vestía jean y campera— con un muchacho de saco y corbata. Habrá tenido unos veinticinco o treinta años. Me dieron la mano e inmediatamente después ingresó a la oficina una mujer rubia, cuarentona, medio encorvada y me la presentaron como la abogada del imputado. Por mi cabeza pasaron muchas cosas para preguntarle a esa abogada, pero solo una le haría: ¿No tenés hijos, vos? Me limité a sonreírle falsamente. Hablaron entre ellos de varias cosas que no entendí hasta que el muchacho de corbata, sentado frente a la computadora me pidió que describa a quien yo decía que había matado a mi hija. Ya se lo dije a la policía el otro día, contesté. El fiscal intervino y me dijo que era necesario que lo volviera a hacer, sobre todo para que me escuchara la abogada defensora. Suspiré malhumorada y repetí como un loro toda la descripción hecha el día anterior y antes de que me lo preguntaran le dije al empleado que pusiera que no le vi señas particulares porque estaba muy oscuro y no me puse en detalles en ese momento. Inmediatamente después el fiscal comenzó a explicarme el procedimiento. Recién en ese momento advertí que en una de las paredes había como una ventanita muy pequeña de vidrio. Me dijo que debería mirar por ahí, que del otro lado había varias personas paradas y de frente, una al lado de la otra, con números arriba, sobre la pared; que debería estar muy tranquila porque quienes estaban del otro lado de la ventanita no podían verme y que luego de observarlos le dijera si entre esas personas estaba el hijoeputa de Osuna. En realidad, no me lo dijo así, sino que lo llamó como “quien yo había visto agredir a mi hija en la noche del hecho”. Cerré los ojos y suspiré. Me aproximé a la ventanita y antes de que mirara, el fiscal me dijo que si necesitaba verlos de costado o de espaldas, que se lo dijera. Ahora sí, con los ojos bien abiertos observé del otro lado de la ventanita. Eran cinco y no hizo falta mirar a los otros cuatro. A pesar de que todos tenían características físicas muy parecidas, el hijo de la Tota se destacaba. Jamás me olvidaría de esa cara. Advertí que definitivamente no era rubio: estaba teñido. Sonreía mientras miraba a la ventanita y me sentí observaba a pesar de la aclaración del fiscal de que no podrían verme. Tenía un gesto sobrador como diciendo la maté yo, ¿y qué? Sacaba pecho y levantaba un poco la pera. En ningún momento miré a los otros, no me importaban ni quería verlos. Un abrir y cerrar de ojos me hubiese bastado para identificar a esa rata aunque hubiese estado en medio de la hinchada de Sportivo Norte. Lo miré durante varios segundos y le dije con el pensamiento: si te identifico, capaz que quedás preso, hijoemilputas. Arriba de la cabeza de Osuna estaba estampado el número cuatro. Creo que estuve una eternidad mirándole la cara sobradora a ese malparido mientras seguramente la abogada defensora, el fiscal y el empleado esperaban impacientes que yo abriera la boca. ¿Necesita que se pongan de costado, señora?, me preguntó el fiscal. Cerré los ojos, suspiré y retrocedí. No, gracias, es suficiente con eso… Me miraron con mucha expectativa. El empleado ya estaba preparado con sus dedos sobre el teclado de la computadora para escribir el número que yo diría. ¿Entonces? ¿Es alguno de los que está en la rueda de personas, señora? Si es así, identifíquelo con el número que tiene arriba de su cabeza. Miré al fiscal e inmediatamente después, a la defensora. No, no es ninguno de ellos. Quien agredió a mi Vero no está ahí. Advertí un leve gesto de alegría en la defensora, y el Fiscal, meneando su cabeza, le hizo un gesto al empleado que comenzó a escribir. ¿Segura, señora? Sí, me limité a decir.

Entiéndame: si yo decía que era el número cuatro, si yo le hubiese dicho al fiscal que ese que se sonreía con malicia había sido el hijoeputa que mató a mi Vero, no hubiese podido vengarme. Y ahora estoy acá, contándole a usted, que me tiene una paciencia bárbara, no sé por qué, la verdadera historia. Discúlpeme, pero yo no hubiese soportado mucho tiempo que la Tota tuviese a su hijo vivo, viviendo y comiendo de arriba, mientras que yo a mi Vero solo la iba a tener en el cementerio. Si le metí el balazo al desgraciado ese en la frente, delante de la Tota, fue justamente para que se diera cuenta lo que significa perder un hijo y ver cómo te lo matan delante de tus ojos… ¿Si me siento bien? Podría estar peor…

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