martes, 3 de junio de 2025

EN EL HOSPICIO


Me habla, me mira fijamente a los ojos y mueve los labios con lentitud. Yo entiendo. Pero no, no entiendo. Ella dice que yo me llamo así pero no sé realmente cómo me llamo. No sé desde cuándo estoy acá, con toda esta gente. No somos muchos, pero nos llevamos bien.
—Guillermo —me dice que me llamo—. Gui-ller-mo. ¿Entendés?
Le sonrío pero no entiendo quién es Guillermo. Meneo la cabeza y sacudo un poco mi cuerpo como festejando mientras ella silabea ese nombre. Tengo frío. Siempre tuve frío en este lugar aunque tengo puesta ropa de abrigo: pantalón largo y pulóver. Quizás andar descalzo no sea lo recomendable.
—¿Entendés, Guillermo? Yo soy Marina y te estoy cuidando.
Asiento con la cabeza y le sonrío. No entiendo pero quiero que vaya a hablar con otro. Que me deje tranquilo un rato. ¿Quién carajo será Guillermo? ¿Y por qué Marina me cuida?
Con mi indiferencia logro que se aleje un rato. Ahora se dirige hacia una mujer que vive con nosotros. Mirta se llama. Tiene cara de sufrida. Yo de vez en cuando hablo con todos y ellos me cuentan sus vidas. No sé si dicen la verdad o no. Me parece que a ninguno le funciona bien el mecanismo acá adentro y seguramente mienten. Pero no lo hacen por malditos, lo hacen para divertirse. Y me divierto. Para colmo yo casi ni hablo. Si ni sé cómo me llamo y no me acuerdo mucho de mi vida ni por qué estoy acá. Guillermo dice esta mujer que me llamo, pero no sé.
Con Mirta no hablo mucho, pero la primera vez que lo hice me contó su historia. Y la repite cada vez que estoy con ella. Pobre… No la debe haber pasado bien. Al menos ella me dijo que sufrió mucho cuando el Juan Carlos cayó en cana. Ella sabía que andaba en algo raro pero nunca le había preguntado. Lo confirmó cuando lo agarraron y lo metieron preso. No me acuerdo qué hizo, pero Mirta me dijo que estuvo tres años a la sombra. Lo recuerdo bien. Yo la miraba sin pestañear y no le decía nada. «¡Preso! ¡Estuvo preso!», me dijo casi gritando porque yo no hacía un solo gesto. Entonces le sonreí. Y me dijo que ella sola no podía vivir y que al año y medio de que al Juan Carlos lo encanaron, se metió con Francisco. Debe haber sido linda Mirta en su juventud. Yo la seguía mirando, esperando que continuara la historia. «¿Y sabés qué?», me dijo. «Volvió». Pero me dijo que ella ya estaba con Francisco y lo mandó a pasear al Juan Carlos. Se fue amargado y cree que siguió en la joda, porque seguía choreando. Francisco no conocía el pasado de Mirta y cuando lo supo, la dejó. Ella, como yo, tampoco sabe por qué está acá.
Estamos todos ahora en un salón grande, blanco, frío. Las ventanas dan a un jardín. Es de día y el sol afuera brilla sobre los naranjos. Creo que son naranjos. O mandarinos. ¿O serán toronjas esas pelotas anaranjadas que cuelgan de las ramas? Miro apoyando la nariz contra el vidrio que se empaña.
—Guillermo…
Alguien habla a mi espalda. Una voz dulce de mujer. Me doy vuelta sin estar seguro de que me habla a mí y se presenta: «Soy Ana». Le sonrío y vuelvo mi cuerpo hacia el salón. Ella, un poco acelerada, me dice que quiere bailar. Yo no sé bailar. Nunca bailé. Ana empieza a dar vueltas sobre sí misma, sonriendo y alzando los brazos. Yo siempre la veo sola, pero feliz. «Soy un hada», me dice y me toma de las manos. Quiere que baile con ella. Me quedo duro. «Juguemos entonces». Me lleva hacia el centro del salón y se sienta sobre una alfombra donde hay unos cubos plásticos. Coloca uno arriba del otro y se encierra en sí misma. «Hoy tampoco quiero dormir…», escucho que murmura mientras me alejo lentamente hacia una de las puertas que da al patio.
La puerta está abierta a pesar del frío. Quien quiera pasear por el jardín, puede hacerlo. Aprovecho que Ana se olvidó que querer bailar conmigo y salgo. Arranco del árbol una naranja… o mandarina… o toronja, ¿qué se yo qué es? Decido comerla y empiezo a sacarle la cáscara con la mano. No es tan fácil. Se me acerca un gordo petiso un poco mayor que yo. Lo intuyo porque está muy desmejorado. Yo hace mucho que no me veo en el espejo pero creo que tengo mejor aspecto que él. Me apunta con su dedo índice y levanta el pulgar, simulando tener un revólver.
—¡Pum! Estás muerto —me dice mientras lo festeja. En la otra mano lleva un cigarrillo encendido que no fuma.
No sé cómo reaccionar y me paralizo. Muerto no estoy. Pero él cree que me mató. ¿Me tendré que tirar al piso y fingir para que no se enfade?
—Si no mueres, te arrancaré de a una las uñas de las manos.
Instintivamente convertí mis manos en puños y me dio un escalofrío horrible al pensar en el dolor. No suelo ver a este hombrecito muy seguido, quizás no vaya a ese lugar todos los días. No sé cómo se llama. Tiene mala cara. Pero no porque él esté mal sino porque seguramente hace o hizo alguna vez el mal.
—O te pondré una bolsa de nailon en la cabeza…
Retrocedo mientras se me viene encima.
—O puedo quemarte con mi cigarrillo… ¿Qué preferís? —me increpa casi gritando.
Sigo retrocediendo ahora más asustado, trastabillo y me caigo de culo. El hombrecito se me aproxima lentamente con el cigarrillo encendido dispuesto a clavármelo en alguna parte del cuerpo. Mi cara y mis manos son las únicas partes libres que tengo. Con una de mis manos sostengo la naranja a medio pelar. Me tapo la cara con la otra con desesperación porque lo tengo casi encima.
—¡Juan! ¿Pero qué hace, Juan? ¿Está loco? —dice Francisca mientras lo toma por la espalda y lo aleja de mí hacia otro lado del jardín.
—¡Quiero morir! ¡Quiero morirme! —grita Juan mientras es arrastrado por Francisca. Me reincorporo rápidamente y decido ir adentro a bailar con Ana. Es preferible. Pero Francisca me llama con un grito. Acaba de dejar sentado a Juan en uno de los sillones de plástico que hay en el jardín y se me acerca a paso ligero.
—Discúlpelo, Guillermo. Pero Juan tuvo una vida un tanto complicada.
Me dijo Guillermo, como Marina, que me quiere hacer comprender que me llamo así.
—Aparentemente hizo mucho mal durante su vida y ahora no ve otra salida que matarse. Nadie lo quiere acá. Y afuera tampoco. Hay que temerle, es medio loco.
Le sonrío y sigo pelando la naranja. Francisca está parada a mi lado y me observa. Yo de reojo la miro a ella y me parece una linda mujer. No es joven. Nadie es joven acá adentro, pero se ve que alguna vez fue linda. Termino de pelar la naranja, la parto y le ofrezco la mitad a Francisca como un modo de agradecerle que me haya sacado de encima a Juan. La acepta y ambos nos llevamos las mitades a la boca. Al mismo tiempo escupimos y nos quejamos por el asco que nos dio. «¡Son toronjas!», dijo ella y nos largamos a reír con ganas.
Me tomó de la mano y caminamos por el jardín. En silencio. Yo no hablaba casi nunca y ella parecía respetar mi silencio. Me hizo un ademán con una sonrisa cómplice para que mirase al costado. Un hombrecito diminuto, vestido con pantalones muy anchos, camisa estrafalaria y galera intentaba sacar algún sonido de un viejo saxo en mal estado.
—Se llama Gaby. Cree que vive en un circo —me dijo Francisca.
—Pierrot… —murmuré sin ánimos de que me escuchara.
—Sí, un payaso… Y a veces cree que es invisible.
Seguimos caminando de la mano rumbo a ningún lado. Francisca era una dulce compañía y no sé si me hablaba a mí o pensaba en voz alta circunstancias de su vida pasada. Decía que los hombres eran todos iguales pero que los peores eran los viejos. «¡Viejos verdes!», se quejaba. Yo no entendía pero no decía nada. Meneaba la cabeza y seguía su rezo en voz muy baja. «A mi hijita le gustaba correr por el monte y juntar flores en su canastita». Tenía la vista perdida en el infinito. Clavada en el cielo. O en su alma. De repente alzó la voz: «¡Deje quietas sus manos de una vez, señor!» e hizo un ademán como para sacarse de encima a alguien. Después dijo entredientes algo que no entendí muy bien pero fue algo así como que el dinero hacía falta para ser feliz con su hijita, por eso trabajaba. Pero no los lunes. Los lunes se divertía. Yo solo la miraba porque no sabía si me hablaba a mí o si estaba rezando. Y recordaba que me había dicho Guillermo. Yo no soy Guillermo… ¿O sí?
Luego de dos o tres minutos de caminar en círculo alrededor de una fuente que no funcionaba, pasaron corriendo dos hombres desaforadamente. Uno pedía auxilio y miraba desesperado a su perseguidor que le gritaba «¡Amigo! ¡Amigo! ¡No te vayas!». Lloraba desconsoladamente y llevaba una flor en su mano. Francisca soltó mi mano y se fue sin decir nada hacia el salón. Me quedé mirando a los dos hombres que no dejaban de correr ni de gritar. Estaba absorto.
—Estos dos están locos —me dijo una mujer menuda, rubia, de ojos saltones y labios muy pintados mientras se me acercaba.
Mi única respuesta, como siempre, fue una sonrisa. La mujercita se paró a mi lado y continuó su monólogo:
—El de adelante, Sebastián, se cree Jesús. No sé. Siempre anda mostrando sus manos y dice que las heridas sangrantes que tiene se las provocaron cuando lo crucificaron en la cruz. Nunca nadie le vio las heridas…
La mujercita no me miraba. Hablaba como si se estuviese dirigiendo a un auditorio inexistente, con voz afectada.
—Y el que lo corre es Pototo. Dice que tiene miedo de quedarse solo y por eso lo sigue constantemente. Sebastián huye y pide ayuda. Pototo lo sigue y le dice que sean amigos, que no lo deje solo. Todos los días es así. Siempre igual…
Me animé a interrumpir su relato.
—¿Le quiere regalar una flor?
La mujer meneó la cabeza y me dijo que para Pototo la flor era vida y que se la quería dar a Sebastián como un símbolo de paz y amistad. Dijo que Pototo estaba loco porque aseguraba que si los amigos se separaban, la soledad era inevitable. Y sin amigos prefería morir.
—¿Y por qué se escapa Sebastián entonces? —insinué.
—Porque no quieren que lo sacrifiquen otra vez. Se ve que alguien lo traicionó alguna vez y se lavó las manos. Se quiere salvar de una nueva traición. Quizás piense que Pototo lo traicionará.
Me invitó a caminar a la par. A diferencia de Francisca, no me tomó de la mano. Alicia. Me dijo que se llamaba Alicia y que siempre había vivido al revés del mundo. «Quizás por eso estoy aquí», dudó.
—Yo vine por propia voluntad acá. Acá me cuidan. Afuera está el peligro. Allá quieren volver los que van a acabar con el mundo. Hay que estar preparados y prender velas para que la suerte nos ilumine. No nos pueden vencer.
Yo no entendía de qué me estaba hablando y le pregunté:
—¿Quiénes quieren acabar con el mundo?
—¡Ellos! —me gritó—. Ya se acabó esa vida de cuentos en la que fingíamos ser felices… —dio media vuelta y se fue dejándome confundido.
No supe qué hacer. Nunca supe por qué razón yo estaba entre toda esa gente que parecía no estar en su sano juicio. Cada uno tenía su historia, incomprensibles algunas, otras no tanto. Yo les conocía sus nombres pero a mí me decían Guillermo y no tengo idea si soy o no soy Guillermo. ¿Y si no quién soy?
Se me acercó Marina.
—¿Disfrutando el fresco y el aire libre, Guillermo?
Le sonreí. Me invitó a ingresar al salón. Seguramente vio que comenzaba a temblar y se imaginó que yo tenía frío. En realidad, desde que estoy acá, que no recuerdo cuánto hace, nunca dejé de tener frío. Es como si viviera eternamente adentro de una cámara frigorífica. Marina pasó su brazo izquierdo por mi espalda y apoyó su mano en mi hombro derecho. Me dirigía. Se nos acercó una mujer muy linda, de unos cincuenta años más o menos. Balbuceaba y aparentemente le quería decir algo a Marina. No se le entendía nada a la pobre y vi cómo le comenzó a colgar un hilo de baba de su boca.
—Ella es Ludmila —me dijo Marina—. En su vida se entregó al amor sin reparos, ciegamente, casi irresponsablemente, y lo sufrió. Terminó sola y abandonada la pobre…
Un flaco alto y canoso daba vueltas en el medio del salón con los brazos extendidos. Como si estuviera volando. Supuse que era feliz o que intentaba serlo. Se lo señalé a Marina con un gesto.
Fermín, él es Fermín. Es feliz dando vueltas y más vueltas. Cree que vuela y que al final de su vida lo vendrá a buscar un pájaro, una gaviota dice, que lo llevará a descansar al mar.
Marina acercó una silla a una mesa donde se encontraban sentados dos hombres, aparentemente cada uno en su mundo. Me invitó a sentarse allí y se fue hacia otro sector del salón.
El que parecía ser mayor en edad era robusto y vestía un enterito de jean al estilo jardinero. Tenía puesto un sombrero de paja de ala ancha. Le observé sus manos grandes, callosas. Imaginé que en su vida pasada esas manos habían sido un instrumento fundamental de supervivencia.
Baltazar —me dijo mientras me extendía la mano derecha a modo de saludo.
Se la estreché devolviendo el gesto y sentí un apretón fuerte de una mano gigantesca y pesada al lado de la mía, y muy áspera. No supe cómo presentarme y le dije lo que me pareció más conveniente en ese momento y en ese lugar:
—Guillermo… Un gusto.
—Disculpe usted si mis amigos lo molestan.
No entendí. Miré al otro hombre y parecía estar durmiendo. Nadie cerca nuestro interrumpía nuestra tranquilidad.
—Ellos siempre están conmigo. Desde que abandoné el campo del patrón, ellos me siguieron. Estos caballos, estas vacas —decía mientras movía sus brazos como mostrándome algo que yo no alcanzaba a ver—, las gallinas, los gorriones y las mariposas blancas son quienes le dan sentido a mi vida. Sin ellos no podría seguir.
Me encogí de hombros y no dije nada. No creí conveniente preguntarle dónde estaba toda esa fauna. De repente, el segundo hombre pareció despertarse de un sueño profundo. Me miró y me tomó fuerte de mi brazo derecho.
—¿Sabe usted por qué dicen que estoy loco?
Sus ojos querían salirse de órbita. Su mirada era fulminante.
—La sociedad me hizo así. No fue mi culpa. Yo siempre fui un buen tipo, bonachón, demasiado. Siempre viví pensando en los demás, en hacer feliz al otro, en dar todo lo mío sin pretender nada a cambio. ¿Y cómo me pagaron?
Yo no sabía si realmente estaba esperando una respuesta de mi parte o hablaba de esa manera para darle fuerza a sus palabras. Estuve a punto de decirle que nadie estaba loco en ese lugar pero siguió hablándome, creo que sin mirarme.
—«Miguel, te volviste loco», me decían constantemente. Yo no entendía qué era lo que estaba haciendo mal. Mis padres me enseñaron que debía ser generoso y no negar el amor a nadie… ¿Pero sabe qué? ¡Me lo creí! ¡Sí, me lo creí y me despellejaron!
Mientras hablaba apretaba cada vez más fuerte mi brazo y luego de terminar su discurso, aflojó. Me compadecí de Miguel, sentí pena. Y para que no se sintiera solo le conté que yo podía seguir viviendo ahí gracias al amor de mi vida. «Cadenet», le dije y está siempre a mi lado.
—Quizás usted no la vea. Incluso yo muchas veces no la veo. Pero está conmigo cuando yo quiero, cuando la deseo. Se despierta a mi lado, desayunamos juntos, hablamos mucho. ¿Vio los animalitos que acompañan a Baltazar? Bueno, yo tengo a Cadenet.
Marina se paró en el medio del salón, pidió atención con un par de aplausos y con su voz tranquila y maternal anunció que el horario de recreación había terminado. Se me acercó y me extendió su mano suave. Me paré lentamente y sonreí a mis compañeros de mesa que me saludaron con un ademán. Marina me dio un vaso y puso una pastilla sobre mi lengua. La tragué y bebí el agua natural. Lentamente fui abandonando el salón frío mientras el bullicio de los demás iba desapareciendo de mis oídos. Marina me ayudó a ingresar a la pieza, blanca, más fría que el salón, me acostó sobre una cama y me tapó hasta el cuello. Luego de un «buenas noches, que descanse, Guillermo», apagó la luz. Salió de la pieza y cerró la puerta con llave.

lunes, 26 de mayo de 2025

UNA VIDA SIN AMOR

  

Nunca nadie supo por qué terminó de esa manera con su vida. Era una chica excepcional: buena, inteligente, sencilla y muy linda, quizás demasiado. Leía mucho. La lectura para ella era algo que no podía evitar. Un vicio hermoso que no podía ni quería dejar. Y fue la lectura la que la llevó a conocer a Quique, muchos años mayor que ella.
Irene pertenecía a una familia de clase media y era la hija menor de un matrimonio de los que se dicen «bien constituido». Toda su infancia, no tan lejana, la había pasado de maravillas. Le daban todos los gustos, nunca le faltó nada. Además, era la mimada de toda la familia justamente por ser la menor y también por su natural belleza. Había vivido la escuela secundaria como en una nube. No era muy sociable y eso la mantuvo un poco alejada de sus compañeras del colegio de monjas, lugar donde había aprendido a rezar sin ganas. Sus quince años habían pasado —a diferencia de las demás chicas de su edad— desapercibidos. Fue un día más, un cumpleaños más, nada especial. Sus padres le habían ofrecido hacer una fiesta o viajar a Disney pero Irene se había negado terminantemente. «No desperdicien guita», les había dicho. Ya hacia fines de la secundaria fue abriéndose un poquito más al mundo y así comenzó a acercarse a sus compañeras para terminar haciéndose amiga de casi todas. Pero nunca llegó a tener esa amiga íntima, esa «mejor amiga» que todas las chicas de su edad tenían. Pero en realidad su acercamiento obedecía más a una cuestión de supervivencia: no podía seguir manteniéndose alejada del mundo y había decidido conocer más a la gente. Y pensó por un tiempo que era feliz. Lo bueno fue que se lo creyó y disfrutó ese estado de felicidad típico en las chicas de su edad. Comenzó a mirar a los chicos de otra forma, menos indiferente de como lo había hecho hasta el momento. Nunca se había enamorado de ninguno y quizás ello fue determinante para comprender su forma de actuar en los últimos momentos de su vida.
Le habían temblado las piernas cuando escuchó las palabras de Ignacio. La había invitado para que sea su compañera en la fiesta de promoción de quinto año. Si bien Irene no estaba interesada en su amigo sentimentalmente, no pudo evitar ese temblequeo en sus piernas, ese erizamiento de piel que sintió en una décima de segundo por todo su cuerpo. Sonrió como una chiquilina y sonrojándose dijo un «sí» sincero y dulce.
Los días previos a la fiesta fueron terribles. ¿Qué se iba a poner? Tendría que comprarse algún vestido o hacérselo hacer con una modista… ¿Y qué modelo? ¿De qué color? No tenía la más mínima idea sobre moda y, obviamente, consultó con sus compañeras. La orientaron y sin pensarlo demasiado les hizo caso. Su madre y sus hermanas se reían y se ponían contentas a la vez al ver cómo Irene —tan poco detallista hasta entonces—dejaba de ser esa chiquilina divertida y descuidada para convertirse poco a poco en una mujer bella y elegante. Seguramente daría mucho que hablar a todos en la fiesta, sobre todo a sus compañeros varones.
La noche de la fiesta fue hermosa. Horas antes de que Ignacio la pasara a buscar tuvo que ir dos o tres veces al baño porque su estómago no la dejaba tranquila. Sin dudas, eran los nervios. Sentía en todo su cuerpo un malestar hermoso que la hacía temblar de pies a cabeza. Y la pasó muy bien. Demasiado bien. Esa noche sintió en sus labios por primera vez los de un hombre. Los de Ignacio, que estaba enamoradísimo de Irene y la besó con toda su pasión creyendo que su compañera también lo había hecho de esa forma. Por supuesto que Irene en ningún momento lo rechazó, al contrario. Pero lo aceptó porque era algo nuevo, extraño, que la hizo sentir bien, distinta, importante, atractiva, querida. Después de esa noche Ignacio visitó casi todos los días a Irene y poco a poco fue sintiendo una frialdad extraña en la relación. Irene nunca lo había llegado a considerar su novio, como obviamente él lo había creído, y eso le cayó mal.
—Escuchame, Irene. Creo que tenemos que hablar sobre lo nuestro.
—¿Lo nuestro?
—Sí, no me das ni bolilla cuando estamos juntos. Me siento como uno más…
—¿Uno más de qué? Sos mi amigo y te quiero. Creo que no te trato tan mal como para que me vengas a decir esto.
—¿Solo «amigo»? ¿Y lo de la noche de la promoción qué fue?
—Fue una noche hermosa…
—¿Nada más?
—¿Qué más querés que te diga, Ignacio?
—¿No somos novios? —preguntó casi con vergüenza.
—¡¿Novios?! —gritó y rio sincera y naturalmente, lo que provocó que Ignacio no volviera nunca más a su casa. Fue su primera experiencia amorosa de la que ella no había alcanzado a darse cuenta. Y justamente por eso no la afectó en lo más mínimo.
Su padre una vez habló con ella porque advertía que no actuaba como una chica de su edad. Fue una de las pocas veces que le habló así, de padre a hija. ¿Qué era eso de andar caminando como una loca por las calles de la ciudad sin rumbo fijo? ¿A qué se debía su actitud de ir a la costa y estar sentada en la arena frente al mar horas y horas sin moverse? ¿Y por qué no saludaba a la gente conocida cuando iba caminando? ¡Y para colmo la habían visto fumando! Irene escuchó a su padre con mucha atención y tranquilidad. Cuando advirtió que los reproches habían terminado, sus palabras fueron tan sinceras como contundentes: «¿Qué? ¿No puedo?».
Con su madre tampoco había tenido tanta comunicación de mujer a mujer. Todo lo que ella vivía con su cuerpo lo había aprendido a sobrellevar gracias a sus amigas. Jamás había escuchado palabras o consejos al respecto. En el colegio era poco lo que le enseñaban y así creció sola, llevando las particularidades de su sexo a cuestas.
Un día se enojó mucho con sus padres por una conversación que se produjo en la mesa a la hora del almuerzo culpa de su prima Alicia: estaba embarazada. Su padre gruñía criticando a los padres de su sobrina: seguramente ellos tendrían la culpa. «¿Sabés lo que le haría yo, no?», amenazaba. Su madre, indignada, agregaba: «Siempre fue un tiro al aire…». Irene no terminaba de entender. ¡Solo hizo el amor!, pensaba.
—No es para tanto, che —dijo con confianza.
—¿Cómo que no es para tanto? ¡Veinte años! ¡Veinte años y se arruinó la vida!
—¡Ay, papá, no seas tan cruel! Va a tener un hijo. ¿No es lindo eso?
—¡Sí, pero en situaciones normales! —comentó irritada su madre.
—A mí me encantaría tener un hijo… Como ustedes. ¿O qué somos nosotros?
—¿Por qué no te dejás de decir pavadas y comés, eh?
Estuvo un tiempo más o menos largo después de haber terminado la escuela secundaria enamorada, enamoradísima, pero sin nadie al lado con quien disfrutar ese amor. Ella fingía indiferencia ante los muchachos amigos y aparentaba estar más allá de todos ellos. Pero en su interior la sangre hervía y no podía dejar de mirarlos con doble intención. Así, poco a poco se fue convirtiendo entre sus amigos en una mujer inalcanzable. Su extremada belleza junto con su indiferencia aparente hacia el sexo opuesto provocaba que los hombres perdieran con ella toda esperanza. Y se fue quedando sola. No perdió a sus amigos pero sí fue perdiendo sus posibilidades de amar. Y qué mal se sentía cuando le gustaba algún chico y este no le prestaba la menor atención. Su orgullo le impedía manifestar sus sentimientos. No podía entregarse al amor tan fácilmente. Sentía que ese alguien que le gustaba no podía sentirse halagado por su simpatía. Pero un día no aguantó más y se propuso cambiar del todo… O más o menos.
A Federico lo conoció porque vivía al lado de su casa. Hacía un mes y medio que había llegado desde un pueblo vecino a ese pequeño departamento a vivir con dos amigos. Los tres habían comenzado a estudiar ingeniería química. Los estudiantes acostumbraban a sentarse en el umbral del departamento a tomar mates a la tardecita y cuando Irene pasaba caminando frente a ellos ni siquiera los miraba. Lo hacía bien erguida, dura, indiferente y seria. A veces escuchaba algún piropo que la hacía sonrojar y sonreír por dentro. Pero un día aflojó su actitud y al pasar frente a los muchachos los miró y los saludó con una sonrisa. Ese mismo día advirtió que el flaco de cabellos largos y ojos marrones la había mirado fijamente. Y a ella ese gesto le había gustado. A partir de ese momento, los saludos se convirtieron en costumbre. Irene comenzó a salir a la vereda de su casa con cualquier excusa, desde barrer a hacer los mandados, actividades que nunca antes había hecho, al menos con ganas. Lo que quería era cruzarse con el flaco melenudo.
Al principio no sabía cómo se llamaba pero no le costó mucho averiguarlo. Había tomado una decisión rotunda, tenía que ganarse esa amistad al precio que sea. Pero lo debía hacer con precaución. Se pasaba el tiempo tramando en su mente las diferentes formas de poder entablar un diálogo con ese flaco. Imaginaba cientos de episodios ridículos y cómicos, algunos verosímiles y otros fantásticos. Se reía de sí misma pero estaba cada vez más convencida de que tenía que ganar esa amistad. Ya lo había comentado con sus amigas que comenzaron a visitarla más seguido para conocer al misterioso estudiante. Todas aprobaron al candidato, era fundamental tener la opinión de sus amigas, y eso la entusiasmó todavía más. Ya no estaría sola para pensar en cómo acercársele. La idea de Patricia no fue mala: cuando los tres estudiantes estuviesen en la vereda tomando mates, ellas harían lo mismo en el umbral de la casa de Irene. Y la relación se daría sin mayores esfuerzos. La propuesta fue aceptada con algarabía como si hubiese sido una de las ideas más brillantes del siglo. Todo pasó como estaba planeado. A las seis de la tarde los estudiantes vecinos estaban en la vereda tomando mates y a las seis y cuarto Irene y tres amigas más se instalaron en la vereda de su casa. Conversaciones en voz alta para que sean escuchadas en el otro bando, miradas fugitivas y sonrisitas que poco a poco se fueron convirtiendo en carcajadas fueron provocando la cercanía de ambos grupos hasta que terminaron indefectiblemente compartiendo los amargos los siete juntos. En ese primer encuentro Irene se enteró de que el flaco melenudo se llamaba Federico.
Sufrió un poco al principio Irene al notar que Federico hablaba demasiado con Patricia. Pero su amiga, cómplice, advirtió esa incomodidad. Hablaron como siempre lo hacían y le aseguró que jamás intentaría algo con Federico simplemente porque no le gustaban los pelilargos.
Y así fue que un día fueron juntos a la carnicería, otro día al almacén, hasta que terminaron yendo juntos al cine. No pasó mucho tiempo para que Federico se animara a acariciarle el cabello ni para que ella encontrara siempre alguna buena ocasión para tomarlo de la mano o pasarle su brazo sobre el hombro. Sonrisitas y miradas sugestivas nunca faltaban y esa amistad tan rápida pero profunda que fueron alimentando no tardó en convertirse en un largo y profundo beso. Y ocurrió una noche, al regresar del cine. Irene ya estaba cansada de tantas insinuaciones y cuando se estaban por dar el típico y tradicional beso en la mejilla, desvió la dirección de sus labios hasta encontrar los de Federico que, obviamente, no lo evitó. Por primera vez Irene sintió en su piel un escalofrío desesperante que la hizo suspirar con fuerza.
Esa noche fue fundamental. Su cara cambió. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados y no hacía otra cosa que pensar en Federico e incluirlo en todos sus proyectos para el futuro. Su belleza se acrecentó aún más y su instinto de mujer pareció nacer al fin. Qué ganas de estar con Federico a toda hora, en cada momento, a solas. Y a solas, lo que se dice verdaderamente a solas, estuvieron a los seis días del primer beso, en la casa de Irene, en el living, cuando ni sus padres ni sus hermanas estaban. Sintió lo que nunca había sentido. Caricias nuevas por debajo de la ropa, sobre su cuerpo desnudo, besos y más besos sobre su piel erizada y un éxtasis total al sentirse acariciada en lo más íntimo de su sexualidad. Fueron momentos hermosos que se repitieron cada vez con más frecuencia y se hacían necesarios. Federico nunca se lo había pedido pero sentía terror porque el momento en que se acostaría con él se acercaba. Pero ella estaba bien así, disfrutando las caricias y los momentos que estaba con Federico a solas, besándose y acariciándose mutuamente. Estaba realmente enamorada. Era la primera vez que se sentía así y era la primera vez también que hacía todo lo que estaba haciendo con un hombre. Y para mejor, con el que estaba profundamente enamorada.
Pero ocurrió algo que no se lo esperaba. Así como el primer beso marcó un día fundamental en su vida, el día que Federico le confesó que tenía novia desde hacía tres años y medio, allá en su pueblo, la marcó aún más para el resto de la poca vida que le quedaba. Sintió que su mundo se derrumbaba, creyó no poder soportarlo. ¿Cómo llegar a entender la actitud de Federico? ¿Por qué le había ocultado su verdadera vida de tal manera? Pero lo que peor le hacía a Irene era pensar en cómo la había hecho ilusionar. ¿Cómo un hombre podía fingir tanto sentimiento hacia una mujer? ¿Cómo se podía llegar a tener tanta hipocresía dentro del corazón? ¡Cómo se arrepentía Irene de haberse enamorado de ese desgraciado y haber hecho todo lo que hizo, ella sí, por amor! ¡Qué asco sentía ahora al recordar los momentos que había pasado a su lado! Seguramente, esos fines de semana que se volvía a su pueblo era para estar con su novia «oficial». Se indignó muchísimo y le escribió una carta manifestando todo lo que sentía en esos momentos en que la furia y el odio se habían acumulado inesperadamente. La escribió en caliente y no tuvo tiempo de releerla antes de entregársela en sus propias manos. A partir de ese día no lo saludó nunca más.
Ese ingrato episodio fue el que la hizo decidir su futuro. Tenía que actuar lo más rápido posible para intentar olvidarse del tiempo vivido y sufrido al lado de Federico. Y fue así que decidió «internarse» en la lectura de los pocos libros que había en su casa. Poco a poco fue encontrando un camino posible. Comenzó a apasionarse con el mundo de las letras y el primer libro seleccionado para comenzar a olvidar fue «Madame Bovary».
Ese muevo mundo en el que solo leía y leía sin pausa comenzó a serle insuficiente y no tuvo mejor idea que ingresar a la facultad. Fue como entrar a un mundo diferente, muy distinto al que estaba acostumbrada a vivir día a día. Entendió que la vida universitaria no era igual a la que había vivido en su adolescencia, en la escuela secundaria. Nunca había estado rodeada en un curso de tanta gente de su edad, inclusive más chicos y más grandes que ellas, hombres y mujeres. ¡Y con qué buena onda y libertad! No había monjas castradoras ni preceptoras con cara de limón cuidando el orden y las buenas costumbres. La primera vez que ingresó a ese edificio, miró todo lo que la rodeaba con mucho asombro. Mucha gente, humo de cigarrillo, jóvenes en la cantina compartiendo alegres un café o una gaseosa, inclusive mates, carteles del centro de estudiantes colgados en todas las paredes, profesores compartiendo esas mismas mesas con sus alumnos. Demasiadas cosas desconocidas para Irene. Le gustó. Pensó que por fin había encontrado su lugar en el mundo. Seguramente en ese ambiente, los amigos no le faltarían.
Hizo una carrera excepcional. Una de las mejores alumnas, poseedora de uno de los promedios más altos. Recibió su título de profesora muy joven y sus padres se sintieron orgullosos. ¿Qué más podían esperar de su hija? Era una pregunta a la que por fin le habían encontrado una respuesta: que su hija fuera feliz.
El estudio intenso la había tenido un poco alejada del mundo y quienes estaban a su lado notaron que no salía como antes, que prefería quedarse en su cuarto leyendo un libro a salir con sus amigos a divertirse. Pero sí sabían que había tenido de vez en cuando un compañero de estudio: Quique. «Es un viejo», contestaba cuando le preguntaban por él. Y era un poco cierto ya que tenía varios años más que ella, quizás la edad de sus padres. Solía decir que iba a su casa a buscar apuntes o a hacer algún trabajo para la facultad, a lo que su madre un día le advirtió que tuviera cuidado con ese hombre.
—Ay, mamá. Quique es casado y tiene hijos —mintió para no preocuparla.
Ya después de haberse recibido de profesora, Irene sintió nuevamente la necesidad de tener a su lado un compañero. Aunque recordaba con un poco de bronca a Federico, le traía recuerdos de una época en la que había sido plenamente feliz, aunque esa felicidad haya durado muy poco. No estaba arrepentida de haber vivido esos momentos porque los había disfrutado intensamente. Cuánto daría ahora por tener a su lado al hombre soñado para volver a sentir todo lo bueno que vivió en aquellos momentos o mejor todavía.
Irene siguió viéndose con el «viejo» Quique aún después de recibidos y cuando él ya había conseguido un reemplazo por unas pocas horas en una escuela secundaria de la ciudad. Sabía que no era oriundo de su ciudad pero nunca le preguntó dónde había nacido o dónde había vivido antes. Los mates que habían compartido en la época de estudiantes, para Irene habían sido mucho más que un simple compartir el estudio. Quique le había contado muchas anécdotas de su vida pasada y ella lo escuchaba extasiada. Seguramente su compañero era dueño de un pasado muy interesante y sabía que muchas cosas no se las contaría jamás. Quizás había estado casado, quizás tendría hijos. El pasado de Quique era un misterio para Irene y justamente por eso lo escuchaba con tanta atención. Las historias que le contaban, lo sabía, estaban cargadas de realidad pero también de mucha fantasía. Y Quique era un gran contador de historias.
Algunas de las tardes que ahora pasaba Irene en la pensión de Quique las atravesaba con un profundo silencio acordado. Irene leía a Neruda sentada en la cama mientras Quique preparaba con entusiasmo las clases que debería dar al otro día.
La compañía de Quique se estaba convirtiendo para Irene en una costumbre hermosa. Volvía solamente a su casa cuando Quique daba clases o a la noche, para dormir. Sus padres le hablaron seriamente pero ella ignoró absolutamente todo lo que le dijeron. Pero además, Quique comenzó a sentirse incómodo. Esa jovencita que se pasaba casi todo el día en su pieza de pensión no hacía más que preocuparlo. ¿Qué pretendía? Imaginaba que Irene no iba a su pieza solo a leer y tomar mates y no quería ponerse a pensar en lo que estaba sospechando porque sería imposible. Tan imposible como que ella pretendiera que le contara todo su pasado. Trataba de evadirse, quería evitarla de cualquier manera pero no podía. Una noche lo intentó de la mejor manera que encontró:
—Irene, mañana no vengas porque no voy a estar en todo el día.
—¿No puedo venir a leer?
—El dueño de la pensión no te va a dejar entrar…
—Yo lo convenzo.
—No, Irene. Mejor no vengas. No quiero problemas con don José.
—Quizás me dé una vuelta igual.
Al otro día Quique no tenía clases y no salió. Y a la tarde, a la hora de siempre, llegó Irene. Tuvo que inventar una suspensión imprevista de una supuesta reunión de profesores que tenía, poner cara de cansado y tratar de demostrarle a su visita que lo estaba molestando. Pero  Irene no se dio por aludida. Ella tomaba mates mientras continuaba leyendo «Cien sonetos de amor». Hasta que un día Quique no aguantó más y trató de explicarle a Irene, a esa chiquilina, que él no podía permitir que siguiera perdiendo el tiempo en su cuarto porque ella era joven y tenía que aprovechar la vida compartiendo momentos con gente de su edad, salir con sus amigas, distraerse en otras cosas. ¡Inclusive ponerse a buscar horas en alguna escuela para dar clases! Ella no podía estar todo el día metida en la pieza con él perdiendo el tiempo. Además, de manera muy delicada, le recalcó que la diferencia de edad que había entre ambos marcaba una cierta distancia de debían guardar. Irene lo miró, sonrió y se le tiró encima, sobre la cama, y lo besó en la boca con una pasión desesperada. Irene volvía a sentir en su cuerpo de mujer la aproximación del cuerpo de un hombre y ese escalofrío que tanto extrañaba. Al contrario, Quique no sintió absolutamente nada. O sí, se indignó porque nunca llegó a pensar que Irene sería capaz de esas cosas y trató de sacársela de encima.
—¿Te gustó? —preguntó ella.
—Irene, esto no puede ser…
Pero ella insistió. Y tras darle un nuevo beso empezó a desvestirlo. Al principio Quique se negó, luego no supo qué hacer hasta que también comenzó a sentir en su cuerpo algo que hacía mucho no le pasaba. A los diez minutos ambos daban vueltas desnudos y entrelazados sobre la cama desarmada.
—¿Me querés? —preguntó ella mientras encendía un cigarrillo, desnuda al lado de Quique.
No contestó enseguida. Al rato se animó a murmurar:
—Es que no te quiero…
—Ya me vas a querer… —dijo Irene ilusionándose.
Las visitas de Irene se fueron haciendo costumbre hasta que un día pasó lo que no tenía que pasar. Irene estaba en su casa, bañándose, y sintió una descompostura. Vomitó mucho y se tuvo que sentar en la bañadera para no caerse. Estuvo bajo la ducha de agua fría durante aproximadamente media hora. Al darse cuenta de lo que le podría estar pasando, se desesperó. Recordó que hacía varios días tendría que haberse indispuesto y la conclusión no podría haber sido otra: estaba embarazada. Estuvo a punto de gritar, de llorar. El ataque de nervios no estaba lejos. Recordó las palabras de Quique: «Es que no te quiero…». Se indignó al pensar que la primera vez él ni se dio cuenta de que era virgen. Pero tuvo la suficiente tranquilidad como para recomponerse, vestirse, entrar al dormitorio de sus padres, abrir la puerta del ropero y sacar un bulto envuelto en una gamuza. Sin perder tiempo, se dirigió a la pensión de Quique. Estaba como ida y su andar no demostraba justamente tranquilidad. El dueño de la pensión la vio entrar llevándose todo por delante. Ni lo miró y eso lo extrañó porque si algo caracterizaba a Irene cuando llegaba a la pensión era la amabilidad con la que lo saludaba. Hasta hubo días en que compartió mates con él antes de ingresar a la pieza de Quique. Pero don José no le dio mayor importancia y continuó dándole de comer al canario.
A los pocos segundos escuchó un par de gritos y luego una explosión. Fue corriendo en dirección a la pieza y al ingresar se encontró con un cuadro desesperante. Quique estaba tirado en su cama, inmóvil, e Irene yacía en el piso con la cabeza llena de sangre. Las paredes, el piso, las sábanas, una silla, todo estaba salpicado con la sangre todavía caliente de Irene.
Quique declaró al otro día en la policía cuando logró reponerse del shock. Se había desmayado al ver cómo Irene, luego de apuntarle a la cabeza con un revólver que sostenía en su mano derecha con una gamuza y decirle que estaba embarazada, que sus padres la iban a matar, se llevó el arma a la boca y apretó el gatillo sin pensarlo un segundo. A cada momento Quique repetía que era inocente pero no le creyeron. Sobre todo porque luego de practicarle la autopsia a Irene, el forense determinó que no estaba embarazada.
Quique falleció varios años después en el hospital Psiquiátrico de Bahía Blanca como consecuencia del progresivo deterioro de su sistema nervioso, según el informe oficial del nosocomio.

jueves, 8 de mayo de 2025

La mano

 


Estoy acostado en mi cama, solo.
A las 11 de la noche, después de relajarme y poner mi mente en blanco, me dormí profundamente.
Hace más de diez años que vivo sin compañía y la más terrible soledad inunda mi casa todas las noches. Por eso me aseguro de cerrar puertas y ventanas con la máxima seguridad antes de ir a dormir.
Son las tres de la mañana y me desperté sobresaltado.
Una mano, que no es la mía, acaba de apoyarse sobre mi hombro.

martes, 9 de julio de 2024

LA VENGANZA


Si yo decía que era él, si yo le decía al fiscal que él fue el hijoeputa que mató a la Vero, no hubiese podido vengarme. No sé si me entiende…

Lo metieron en cana porque yo les dije a los de Investigaciones que había sido él, que yo había visto con mis propios ojos cómo ese guanaco le había pegado con el fierro en la cabeza a la Vero, a mi pobre angelito que se estaba resistiendo a las asquerosidades de ese cerdo. Me dijeron que lo agarraron al ratito nomás, en su casa, donde se había escondido como un cobarde… pero los milicos no encontraron el fierro. No sé, además, si lo buscaron. Me dijeron que tampoco encontraron huellas —eso pasa solo en las series yanquis— ni más testigos que puedan decir como yo que ese malnacido había matado a mi pobre Vero. Yo no sabía ni cómo se llamaba el desgraciado y lo habré visto apenas un par de veces, no más, por el barrio. Me lo hicieron describir. Era alto, pelo rubio o teñido, no sé, porque la piel era bastante oscurita, con corte a lo Kun Agüero, como todos los jugadores de fútbol, rapado atrás y a los costados, pero más largo arriba. Llevaba puesta una remera de fútbol, qué sé yo de qué equipo, bermudas floreadas y ojotas, aunque si me pongo a pensar bien creo que estaba en patas. Me preguntaron si tenía señas particulares y los miré como diciendo de qué me hablan. ¡Tatuajes, pircins, lunares!, me gritaron y les dije que la noche estaba oscura, que no me fijé en esas cosas, que estaba desesperada con la Vero en el piso agonizando y tratando de que no se me vaya. ¿Él la vio, señora? ¡Qué sé yo! Cuando le grité qué hacés, hijoeputa, y salí corriendo hacia la Vero, se fue corriendo con el fierro en la mano, sin mirar para atrás, y se perdió por las vías. Al otro día me llamó el fiscal y me dijo que la única invidencia —que no sé qué carajo es eso— que había en contra de ese guacho era mi declaración y que teníamos que hacer un reconocimiento de personas para fortalecerla. Lo miré sin saber qué decirle. Es necesario que usted lo reconozca, señora, porque si no, se nos cae el caso. No entendí. Que si no lo reconoce, señora, lo tenemos que largar. No tenemos nada en contra de Osuna. Ahí abrí bien los ojos. No sabía cómo se llamaba pero el fiscal me lo dijo. ¡Era el hijo malparido de la Tota Osuna! ¡La benefactora! ¡La que colabora con el merendero del barrio y le da de comer a chicos ajenos en vez de criar bien a los propios! ¿Y si lo reconozco? ¿Lo van a dejar adentro? El fiscal no contestó enseguida. Bajó la vista unos segundos y me miró como resignado. No se lo puedo asegurar, señora. Haremos lo posible, pero si usted no lo reconoce, sí o sí lo vamos a tener que largar. En realidad, yo no lo quería preso. Si lo dejaban adentro iba a tener techo y comida gratis. Y no soportaría que la Tota Osuna siga su vida como si nada le hubiese pasado a mi Vero. Me dijeron que fuera a las seis de la tarde a la oficina de Investigaciones. Cuando llegué, el fiscal todavía no había llegado y un policía —creo que era policía porque uniformado no estaba— me llevó a los apurones hacia una oficina del fondo de un largo pasillo porque me dijo que no me tenían que ver. No le pregunté quién no me tenía que ver y me dejé llevar. Las paredes de la oficina estaban pintadas de anaranjado fuerte. Había dos escritorios, uno con una computadora y una impresora y el otro con muchos papeles desparramados arriba. Me senté en una silla plástica, de esas blancas que todos tenemos, y esperé pacientemente durante media hora la llegada del fiscal. Mientras esperaba sola en esa deprimente oficina, afuera se escuchaban risas, gritos, corridas. Por fin llegó el fiscal —vestía jean y campera— con un muchacho de saco y corbata. Habrá tenido unos veinticinco o treinta años. Me dieron la mano e inmediatamente después ingresó a la oficina una mujer rubia, cuarentona, medio encorvada y me la presentaron como la abogada del imputado. Por mi cabeza pasaron muchas cosas para preguntarle a esa abogada, pero solo una le haría: ¿No tenés hijos, vos? Me limité a sonreírle falsamente. Hablaron entre ellos de varias cosas que no entendí hasta que el muchacho de corbata, sentado frente a la computadora me pidió que describa a quien yo decía que había matado a mi hija. Ya se lo dije a la policía el otro día, contesté. El fiscal intervino y me dijo que era necesario que lo volviera a hacer, sobre todo para que me escuchara la abogada defensora. Suspiré malhumorada y repetí como un loro toda la descripción hecha el día anterior y antes de que me lo preguntaran le dije al empleado que pusiera que no le vi señas particulares porque estaba muy oscuro y no me puse en detalles en ese momento. Inmediatamente después el fiscal comenzó a explicarme el procedimiento. Recién en ese momento advertí que en una de las paredes había como una ventanita muy pequeña de vidrio. Me dijo que debería mirar por ahí, que del otro lado había varias personas paradas y de frente, una al lado de la otra, con números arriba, sobre la pared; que debería estar muy tranquila porque quienes estaban del otro lado de la ventanita no podían verme y que luego de observarlos le dijera si entre esas personas estaba el hijoeputa de Osuna. En realidad, no me lo dijo así, sino que lo llamó como “quien yo había visto agredir a mi hija en la noche del hecho”. Cerré los ojos y suspiré. Me aproximé a la ventanita y antes de que mirara, el fiscal me dijo que si necesitaba verlos de costado o de espaldas, que se lo dijera. Ahora sí, con los ojos bien abiertos observé del otro lado de la ventanita. Eran cinco y no hizo falta mirar a los otros cuatro. A pesar de que todos tenían características físicas muy parecidas, el hijo de la Tota se destacaba. Jamás me olvidaría de esa cara. Advertí que definitivamente no era rubio: estaba teñido. Sonreía mientras miraba a la ventanita y me sentí observaba a pesar de la aclaración del fiscal de que no podrían verme. Tenía un gesto sobrador como diciendo la maté yo, ¿y qué? Sacaba pecho y levantaba un poco la pera. En ningún momento miré a los otros, no me importaban ni quería verlos. Un abrir y cerrar de ojos me hubiese bastado para identificar a esa rata aunque hubiese estado en medio de la hinchada de Sportivo Norte. Lo miré durante varios segundos y le dije con el pensamiento: si te identifico, capaz que quedás preso, hijoemilputas. Arriba de la cabeza de Osuna estaba estampado el número cuatro. Creo que estuve una eternidad mirándole la cara sobradora a ese malparido mientras seguramente la abogada defensora, el fiscal y el empleado esperaban impacientes que yo abriera la boca. ¿Necesita que se pongan de costado, señora?, me preguntó el fiscal. Cerré los ojos, suspiré y retrocedí. No, gracias, es suficiente con eso… Me miraron con mucha expectativa. El empleado ya estaba preparado con sus dedos sobre el teclado de la computadora para escribir el número que yo diría. ¿Entonces? ¿Es alguno de los que está en la rueda de personas, señora? Si es así, identifíquelo con el número que tiene arriba de su cabeza. Miré al fiscal e inmediatamente después, a la defensora. No, no es ninguno de ellos. Quien agredió a mi Vero no está ahí. Advertí un leve gesto de tranquilidad o alegría en la defensora, y el Fiscal, meneando su cabeza, le hizo un gesto al empleado que comenzó a escribir. ¿Segura, señora? Sí, me limité a decir.

Entiéndame, señor juez: si yo decía que era el número cuatro, si yo le hubiese dicho al fiscal que ese que se sonreía con malicia había sido el hijoeputa que mató a mi Vero, no hubiese podido vengarme. Y ahora estoy acá, contándole a usted, que me tiene una paciencia bárbara no sé por qué, la verdadera historia. Discúlpeme, pero yo no hubiese soportado mucho tiempo que la Tota tuviese a su hijo vivo, viviendo y comiendo de arriba, mientras que yo a mi Vero solo la iba a tener en el cementerio. Si le metí el balazo al desgraciado ese en la frente, delante de la Tota, fue justamente para que se diera cuenta lo que significa perder un hijo y ver cómo te lo matan delante de tus ojos… ¿Si me siento bien? Podría estar peor…


DISPAROS


A la memoria de H.Q. 

No sé muy bien por qué estoy acá, si todo fue un accidente... Todavía los oídos me palpitan por la explosión. Federico me había apuntado sin querer mientras le pasaba el trapo al cañón. Le dije que tuviera cuidado, que no apuntara, y me contestó riendo: ¡Cagón! ¡Está descargada!... Por las noches todavía escucho los disparos y me despierto sobresaltado. Los escucho de día también. Sus rostros se me aparecen en los espejos, a través de las paredes. A mi padre lo conozco por el retrato pintado que siempre estuvo colgado en la pared de la sala. Lo imagino bajando de la canoa con esa escopeta. Y escucho una y otra vez el disparo. Y me veo dentro de unos años con la misma escopeta en mis manos... Yo no le disparé a propósito a Federico. Primero, a la escopeta la tenía él. Él era el que le estaba pasando el trapo por el cañón. Yo limpiaba la funda y acomodaba los cartuchos en la caja. Pero se la saqué. Ya me había apuntado varias veces sin querer y no me había gustado nada. Mi madre tampoco tuvo la culpa del ataque de apoplejía de Ascencio, mi padrastro. Y menos yo, que lo encontré ahí, recién muerto por propia voluntad. ¿Por qué me dejan solo? Y ahora vos, Federico. Te dije: a las armas las carga el diablo, y te me reíste en la cara. Cagón, me dijiste. Te sacudí para que me dijeras que estabas bien, pero tamaña herida y el hilo de sangre que bajó de tus labios fueron suficientemente expresivos. El olor a pólvora y el charco de sangre me descompusieron. Tuve ganas de vomitar e intenté salir corriendo, pero una mano en la frente me lo impidió. Disparos y más disparos. Me pregunto cómo será morir de un tiro en la cabeza. Me pregunto si el cianuro no será menos violento, menos doloroso, más romántico... A Federico se le dieron vuelta los ojos y yo le grité: ¡¿Estás bien?! ¡Contestame! Pero todo fue inútil. Todavía nadie me preguntó nada. Solo me trajeron a los empujones hasta aquí sin escuchar mis explicaciones. Maldita escopeta. Mi madre la tendría que haber tirado o regalado cuando lo de mi padre. Pero no. El destino funesto de ese cañón no me va a dejar dormir más. Las detonaciones me persiguen. No soporto más estar acá encerrado. ¿A quién le digo que fue un accidente? ¿Cuándo me van a escuchar? Federico me apuntó... Y me dijo que el diablo nada sabe de armas. Y se la saqué. Tironeé con él y escuché el disparo. No gritó. Ni siquiera gimió. Como si se hubiera dado cuenta de que no fue culpa mía. Solo se desplomó en el suelo y yo alejé la escopeta de Federico... pensando quizás que él hubiese querido vengarse, dispararme... Y cuando sentí en la boca mis entrañas, la gente de la casa comenzó a llegar. Todo sucedió tan rápido que no sé si lo voy a poder explicar. Los disparos siguen sonando en el aire y mi padre, mi padrastro y Federico me miran a través de las rejas. Pasan unos segundos y se van diluyendo en las penumbras, se van alejando, me van abandonando definitivamente. Estoy solo como siempre lo estuve y quizás siempre lo estaré. No quiero escuchar nunca más disparos de escopeta. ¡Por favor, que alguien venga y me diga: Oiga, Quiroga, ¿qué fue lo que pasó?!

FIN DE HISTORIA

Daniel Estebe
(Argentina, 1959)

—¿Sergio? 

No me gustó que me llamara directamente por mi nombre. Estaba allí parado sin permiso y ni siquiera sabía quién era. 

—Fassanelli —corregí. 

—Mucho gusto, Sergio… Fassanelli. Encantado de conocerlo. Soy Nasal. Felis Nasal. 

—¿Félix Nasal? 

—No, no. Felis, así como suena: grave y con ese. Ignorancia del empleado del Registro Civil, ¿vio? 

No me caía bien su tonito confianzudo. Había llegado a mi oficina sin avisar y había golpeado la puerta sin anunciarse primero con Sofía, mi secretaria. Cinco golpes secos pero con ritmo me habían despabilado. La lectura de uno de los tantos contratos que tenía que controlar había provocado mi adormecimiento. 

—¡Sofía! ¿Qué pasa? —procuré una respuesta por el intercomunicador pero mi fiel secretaria no contestó. 

Me levanté y con un poco de mal humor recorrí los diez metros que separaban mi escritorio de la puerta. La abrí violentamente como para llamar la atención de Sofía —ella sabía que estaba ocupado y que no debía molestarme— pero no era ella la que golpeaba. Estaba ahí parado, alto, barba de varios días, mal vestido y me sonreía como si me conociera desde hacía muchos años. 

—¿Sergio? —preguntó extendiendo su mano. 

Minutos más tarde, sin ánimo alguno, lo escuchaba desde mi silla, escritorio y contratos de por medio. 

—Hace dos días llegué de España. Viajé especialmente para hablar con usted. 

No tenía acento español ni extranjero, debía ser argentino no más. Pero en ese momento solo pensé que hacía dos días yo también había llegado de España, donde estuve cerrando negocios pendientes de mi compañía en Madrid. 

—Un amigo suyo me dijo que usted podría ayudarme. 

Pensé inmediatamente en Ruy. Otro amigo en España, que yo supiera, no tenía. Solo conocidos con quienes me unía una relación comercial. 

—Necesito leerle unos escritos… 

Calló y bajó la cabeza. Buscó algo en su bolso. Me intrigaba. No sabía quién era ni qué quería. Me preguntaba qué hacía con ese extraño en mi oficina. ¿Por qué Ruy me lo habría mandado justo a mí, teniendo tantos amigos y familiares en Santa Fe? 

—Lo escucho. 

Levantó la vista e inclinó un poco su cuerpo hacia el escritorio. Sacó del bolso un sobre marrón, tamaño oficio, y del sobre sacó unos papeles escritos a máquina, de esas viejas que ya no se fabrican más. Recordé la letra de mi vieja Olivetti negra italiana que guardaba celosamente en el altillo de casa como uno de los pocos recuerdos materiales de mi viejo. 

Leyó.                           

No sé si servirá de algo decir que todo empezó en el año 1963… 

Me llamó la atención el año. El año en que yo nací. Pero en ese momento no le di demasiada importancia. 

Marcelo y Emilia recibieron —dicen— con alegría la llegada de su tercer hijo…

Sentí un escalofrío. Me acomodé en mi silla y miré con sorpresa e intriga a mi desconocido interlocutor. 

Continuó la lectura en forma lenta, se lo veía tranquilo, y para mi asombro, las palabras de ese narrador en primera persona reflejaban la historia de mi propia vida. Lugares, personas, situaciones… 

—¿De dónde sacó esos papeles? ¿Quién se los dio? 

Solo me miró. 

—¡¿Quién escribió eso?! —casi grité. 

Felis Nasal continuó la lectura sin contestar. 

Cuando me casé con María Luisa…

No podía ser verdad. Advertí que los papeles que leía estaban amarillos, eran viejos, y cualquiera que me conociera personalmente podría darse cuenta de que esos escritos hablaban de mí y pensar que yo mismo los había escrito. 

Siguió la lectura durante casi media hora ante mi pasividad e impotencia para reaccionar. Escuché atentamente cada palabra, observé cada gesto de Felis Nasal cuando hacía alusión a los distintos aspectos de esa vida narrada, mi propia vida, incluso había datos que solo yo sabía que habían ocurrido y formaban parte de mis más íntimos secretos. 

Intenté interrumpirlo en varias ocasiones pero mi interés por seguir escuchando la historia y no sé qué otra fuerza interior me impedían hacerlo. Escuché cómo el narrador relataba el nacimiento de cada uno de sus tres hijos, Luisina, Josefina y Pedro, desde adentro de la sala de parto; lo que había sentido al abandonar su empleo público y la docencia después de tantos años; y todos los negociados que tuvo que hacer en tan poco tiempo para construir la empresa que ahora dirigía con tanto éxito, revelando ciertos hechos oscuros que eran sus secretos… y también los míos. 

—¡¿Qué es lo que quiere!? ¡¿Quién carajo es usted?! —grité desesperado—. ¡Sofía!

Felis Nasal levantó la vista y con suma tranquilidad intentó apaciguar mis nervios. 

—Queda solo un párrafo… 

No sé por qué no me levanté y lo agarré del cuello y lo saqué a los empujones de mi oficina. Comencé a transpirar y presentí el significado de las últimas palabras. Y no me equivoqué. Segundos después Felis Nasal se incorporó tranquilamente, sacó de su cintura un 38, me apuntó, gatilló y luego de un estampido sordo y seco observé cómo, en cámara lenta, la primera bala se dirigía hacia mi frente.

lunes, 8 de julio de 2024

A DOS PUNTAS



Te hacés mi amiga si estás conmigo /
pero cuando estás con otro /
me deshacés, siempre…
(Serú Girán)

La tarde era oscura a pesar del horario. Estaba nublado, lloviznaba de a ratos y el frío se hacía sentir. Laura me había invitado a tomar un café en el viejo bar donde íbamos casi siempre en grupo. Sospechaba el motivo de la cita y por eso fui de mala gana. Cuando llegué, cinco minutos antes de lo pactado, ella ya estaba ubicada en una mesa al lado de la gran vidriera que daba a calle San Martín. Estaba hermosa. La saludé con un beso en la mejilla y le dije un hola frío como la tarde mientras dejaba caer mi cuerpo pesadamente sobre la silla de madera de estilo vienés. Apenas murmuró una respuesta y pidió al mozo que se acercaba dos cafés.
Luego de varios minutos de no mirarnos ni abrir la boca, Laura decidió romper el silencio. Levantó la vista, miró cómo me comía las uñas con la mirada perdida en el cartel del hotel de la vereda del frente, o más bien perdida en la nada, y me pegó suavemente en la mano.
—¡Dejá de hacer eso, boludo! ¡Te vas a hacer mal! —y me sonrió, como para que me aflojara.
Esbocé una sonrisa. Me gustó su gesto y dejé mis uñas para después. Revolví lo que quedaba de café, ya frío, y lo terminé de un trago. Afuera ahora llovía con ganas y el frío era cada vez más intenso. La ciudad a través del vidrio se veía triste y desolada.
—¿Podemos hablar? —ahora perdió la sonrisa esbozada segundos antes—. ¿No vas a abrir la boca en toda la tarde?
—¿Querés otro café? —la invité y llamé al mozo.
—Mejor sería que pidieras una cerveza. Cuando tomás alcohol hablás más…
—No es mala la idea —el mozo se acercó—. Dos cafés más, por favor.
Días atrás me había escrito una carta. Me la había dado en medio de una reunión de amigos. Laura se había confesado como nunca. La palabra escrita evidentemente le resultaba más cómoda, como a mí, pero cuando advirtió que mi reacción se demoraba, comenzó a sospechar que mi respuesta no le llegaría jamás. Por eso me invitó a tomar un café.
—Creí que ibas a contestar mi carta… —estaba seria; sus ojos, tristes, y sus palabras, entrecortadas—. Hoy me siento una tarada por todo lo que te escribí —silencio por varios segundos, interminables—. Pero me salió de adentro, lo escribí de corazón y pensé que te iba a movilizar un poquito… —clavó su hermosa mirada en la mía. Sus ojos brillaban más que nunca.
En su carta me decía, entre otras cosas, que cuando estaba a mi lado era feliz, que me quería mucho, que yo la hacía sentir segura, conforme y muy tranquila. No soy insensible, pero sinceramente, no la entendí. ¿Acaso me consideraba su guardaespaldas? Me confesó que en un tiempo no tan lejano yo le interesé mucho, más que como un amigo, pero que no entendía por qué yo me había encerrado en mí mismo, por qué le había negado el acceso a mi vida. Me dijo que ella quería saber más de mí, conocer mis deseos, mis ideas, mis aspiraciones, mis dudas, mis miedos, mis penas, mis alegrías… Y que deseaba que yo me interesara por ella…
—Leí tu carta… Pensaba contestarte —le dije con mi característica tranquilidad—. Quería meditar muy bien la respuesta.
A Laura ahora sí se le escaparon algunas lágrimas y me reprochó con bronca pero en voz baja:
—¡Pero creo que te confesé cosas que no se tienen que pensar demasiado!
Era cierto. Me pidió casi por favor que me interesara por ella, me dijo que estaba pasando momentos difíciles en la escuela y que sus padres estaban muy enojados por sus calificaciones. Me confesó que necesitaba alguien en quien confiar, un amigo, un apoyo, alguien que la abrazara con sinceridad en esos momentos de llanto imposible de evitar.
Tenía razón, sin dudas. Cualquier adolescente —como lo era yo en esa época— al que una amiga le escribía semejantes palabras, no podía dejar de actuar en consecuencia. Y para colmo lo había escrito, lo había plasmado en un papel. Y la palabra escrita es sagrada. Una persona antes de entregar sus sentimientos que sabe que quedarán inmortalizados en un papel, los lee y relee hasta el infinito. Sabe que sus palabras quedarán escritas hasta que el destinatario decida eliminarlas, inmediatamente… o nunca…
La miré, dispuesto por fin a abrir la boca. Nunca quise que ese momento llegara, pero Laura lo buscó. Su cara reflejaba tristeza y hermosura a la vez. Laura era hermosa. Laura me gustaba…
—¿Te acordás del momento en que me diste la carta? —le pregunté mirándola seriamente a la cara—. ¿Te acordás qué hiciste inmediatamente después?
Laura se mostró sorprendida. Evidentemente, no esperaba esas preguntas.
—Ay… no me acuerdo… ¿Por qué?
Me suplicaba en su carta que volviésemos a los viejos tiempos, cuando nuestros diálogos eran frecuentes y casi siempre pesimistas —en concordancia con nuestros pensamientos adolescentes—; pero el hecho de estar juntos, mirarnos a la cara y decirnos nuestra verdad sin ningún reparo, nos hacía felices. En eso tenía razón. Meses atrás habíamos sido muy compinches, nos sincerábamos mucho, me decía en la cara que yo era el amigo más perfecto que había conocido. Y yo la miraba a la cara y quería comérmela a besos… Pero esa sensación, inexplicablemente, desaparecía a los pocos segundos.
—¿Por qué me preguntás eso? —me preguntó con voz llorosa.
“Te quiero, te quiero mucho y siempre fuiste alguien muy especial para mí, ya que en mi vida en un tiempo significaste mucho, fuiste muy importante, muy particular…”, me decía en esa carta que todavía conservo, después de… tantos años…
La tomé de las manos sobre la mesa del bar. Las tenía heladas. Su flequillo apenas cubría sus cejas. Sus cabellos rubios y enrulados cubrían la mitad de su espalda. Era hermosa. Lo es.
—¿Por qué me preguntás eso? —insistió, suplicó una respuesta.
Nunca le contesté. No sé por qué… Aunque sí. Lo sé. Estaba seguro de que Laura fingía no recordar y que su memoria no era para nada frágil. Nunca olvidé —ni olvidaré— que después de darme la carta, casi en secreto, se fue del grupo con Francisco, abrazada y a los besos, mientras yo los observaba con la carta en la mano —aún sin leer— y con un nudo en la garganta.

CON LA FRENTE BIEN ALTA

Ante la falta de mayores detalles sobre lo ocurrido según la noticia "Una discusión sobre literatura terminó en asesinato", me permití dejar volar la imaginación:



Ese año, el invierno no había tenido contemplación con los habitantes de Ivrit, en la región de los Urales rusos. Las bajas temperaturas habían provocado que la población se las rebuscara para encontrar calor de las maneras más disímiles. Y en eso estaban la noche del 20 de enero los viejos amigos Dimitri Ivanovich y Mijail Fiodorov.
Dimitri, a los cincuenta y tres años, llevaba ya cinco de vida solitaria en una sencilla pero prolija vivienda de uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad. Luego de separarse de Natascha, su compañera durante veinte años, y como consecuencia de no haber tenido hijos, no hizo más de su vida que seguir dando clases de literatura en una escuela secundaria cercana a su casa y reunirse periódicamente con sus amigos a charlar sobre el pasado bolchevique en común, sobre el presente vertiginoso y sobre el futuro imprevisible.
Por su parte, Mijail, unos cuantos años más grande que su amigo y colega, iba ya por su tercer matrimonio. Su esposa, sus dos ex, sus siete hijos y las clases en la universidad, no le dejaban mucho tiempo libre a su vida, pero se las ingeniaba para compartir, aunque sea una vez a la semana, una botella de vodka con sus amigos. Y esa noche, luego de dictar una pesada clase sobre la novela «Padres e hijos» de Iván Turguénev, decidió no regresar a su casa y tocar el timbre en lo de Dimitri, con una botella de Granenych bajo el brazo, comprado en uno de los tantos bares que había camino a la casa de su amigo.
Los primeros chupitos consumidos transcurrieron entre lastimosos recuerdos de Dimitri sobre su añorada Natascha y las quejas de Mijail sobre la falta de voluntad y entusiasmo de sus alumnos universitarios. Cuando la botella comenzó a vaciarse vertiginosamente, Mijail propuso ir a comprar comida, ya que el vodka comenzaba a hacer efecto y no había consumido sólido alguno desde el mediodía. Una docena de pirozhkí de patatas e hígado serían más que suficientes. Dimitri aprovechó —ante la inminente muerte de la botella llevada por Mijail— para comprar otra Granenych.
Las horas pasaron sin que los amigos se dieran cuenta. Los chupitos se llenaron por última vez porque la segunda botella, indefectiblemente, también había llegado a su fin. Apenas la mitad de una pirozhkí quedó sobre la mesa, junto a la cuchilla de cabo de hueso que la había partido momentos antes. Pero lo que no se terminaba era la conversación. La lengua ya les resbalaba a ambos y de vez en cuando un hilo de baba espesa caía de sus labios, entre risas y golpes de puño en la pesada mesa de roble. Y cuando el alcohol hace mella, lo hace en todos los sentidos y ni la amistad más sólida se encuentra a salvo.
—Che, ¿qué me decías de tus alumnos, vos? ¿Que no te los aguantás más? —preguntó Dimitri.
—No, no es eso. Lo que pasa es que no les ponen ganas a las clases y se hace cuesta arriba hablar frente al curso todo el tiempo sin que nadie te haga una pregunta o te cuestione algún concepto… —explicó Mijail.
Dimitri sonrió como diciendo vos tenés la culpa. Bebió el contenido del chupito de un trago, inclinando su cabeza hacia atrás, apoyó el vaso de un golpe seco sobre la mesa e increpó:
—¡Andá a saber qué estupideces les decís vos en las clases!...
Mijail se asombró ante el ataque inesperado de su amigo e intentó abrir los ojos por completo para mirarlo bien, pero no pudo. Lo vio en una nebulosa. En una situación normal, de charla pasajera, a las palabras de Dimitri las hubiese tomado no solo con calma sino también con gracia. Pero el Granenych pasaba ahora ser parte fundamental de la conversación y de la historia. No obstante, intentó tranquilizarse.
—Les hablo de la mejor narrativa mundial: la nuestra. Turguénev, Dostoyevski, Gogol…
—¡Imbécil! ¡Narrativa! ¡Tenés que dejar la narrativa fría y aburrida de lado en tus clases! ¡Tenés que hacer volar a tus alumnos! ¡Que sueñen! ¡¿Cómo querés que no se aburran cuando le leés kilométricas novelas nacidas de mentes aburridas y perturbadas?!
—¡Ah, bueno!... El profesor Ivanovich ahora está en contra de la narrativa rusa… —dijo irónicamente Mijail— ¡Claro! Seguramente al benemérito profesor Ivanovich le conmueven mucho más las novelas francesas con sus famosas heroínas que se enamoran de otro hombre estando casadas… Eso las hace más divertidas… ¿O será porque anda dando vueltas por el aire una historia similar?
El rostro de Dimitri cambió totalmente de color. Acusó el golpe. Era cierto, Natascha lo había dejado por el malnacido de Alexander Burchenko. Y Mijail lo sabía muy bien… Hizo un gran esfuerzo para no reaccionar violentamente.
—¡No me gustan las novelas francesas! Estoy hablando de poesía, profesor Fiodorov. Yo no necesito —ni quiero— perder horas, días, meses, hablando de novelas inacabables. Yo les leo a mis alumnos poesías, de esas que llegan al alma, a las entrañas. De esas que te hacen enamorar de la vida con solo escuchar su ritmo, su entonación, su musicalidad…
—¡Dejate de joder, Dimitri! Las poesías son para las mujeres que se enamoran hasta de los pajaritos que vuelan por el aire sin sentido… Dejá que a la poesía la canten y reciten felices eunuquitos y hacele razonar a tus alumnos la metafísica de la novela de Dostoyevski, que se cuestionen el porqué de la existencia del ser humano y piensen cuál es su función en el mundo, no solo para enamorar, sino para colaborar, contribuir, crecer como ser social. ¿Dónde quedaron tus ideales de otrora? Pensá en por qué Raskólnikov mató a esa vieja usurera y él mismo se terminó entregando a la Justicia para pagar su crimen, para recibir su castigo… ¡La verdadera literatura está escrita en prosa, Dimitri!
—¡No entendés nada, Mijail! ¡Sos muy tozudo! Amo apasionadamente la lírica y creo que supera ampliamente en valor literario a la prosa. No cualquiera escribe hermosos poemas y cualquier estúpido no solo te cuenta una historia, sino que también la escribe en infinitas páginas aburridas… Y me avergüenza que digas que la poesía es solo para las mujeres enamoradizas. ¿O acaso no te conmueve un poema de Kuzmin, o uno de Ivanov o de Gorotdetski?
El profesor Fiodorov abrió ahora sí muy grandes los ojos:
—¡Ahí está! ¡Esa es la cuestión! ¡Ahí está! ¡¿No lo ves?! ¡Ahora caigo por qué Natascha se fue con Alexander!
Cuando Mijail apenas terminó de pronunciar el nombre del nuevo amor de Natascha, sintió, como una quemazón, el corte de la hoja plateada —aún con restos de pirozhkí— en su pecho. Sentiría el mismo ardor varias veces más en los segundos siguientes. No alcanzó a ver el cabo de hueso del cuchillo no solo por el Granenych que invadía todos sus sentidos sino también porque estaba totalmente tapado por la mano derecha del profesor Ivanovich.
—La poesía es mejor… —murmuró Dimitri mientras miraba desde arriba a su viejo amigo que ya no respiraba y que acababa de dudar de su sexualidad.

domingo, 7 de julio de 2024

LOCA

 


Hay una edad en que la sangre hierve en las venas, tiempo en el que no se razona demasiado en lo que se hace ni se miden las consecuencias —no hay tiempo para ello—, se pierde la noción de realidad y de cordura, y uno se deja llevar como un niño al que le prometen el juguete eternamente deseado. Siempre pensé que eso pasa cuando uno se enamora sin saber siquiera lo que es el amor o lo que ese sentimiento nos deparará en el futuro, mediato o inmediato. Como esos amores locos que aparecen de repente en una noche después de varias copas de alcohol que aceleran el hervor de la sangre mientras viaja por nuestras venas desde el corazón a los pulmones tratando de oxigenarse.
Esa noche, que me depararía sorpresas, me quedé solo en la barra de uno de los tantos bares del bulevar con la copa ya vacía a la que agitaba suavemente tratando de que los últimos trozos de hielo le sacaran un poco más de gusto a la media rodaja de limón que minutos antes había ayudado a darle el toque perfecto a un gintonic. Mis amigos habían querido llevarme con ellos a un boliche bailable de la zona, pero me negué con la fundamentación de siempre: odiaba entrar a esos lugares donde solo se escuchaba música que no me gustaba, odiaba ver gente bailar esa música, odiaba bailar, me sentía un sapo de otro pozo y, por sobre todas las cosas, sabía que jamás encontraría al amor de mi vida adentro de un lugar como esos.
El bar en el que me quedé estaba lleno de gente. Si me quedé un rato más ahí adentro fue porque entre tanto bullicio se podían escuchar canciones de U2, Sting y Phil Collins. Cuando estuve por pedirle al barman el último gintonic que me tomaría esa noche para disfrutar de mi soledad a pesar de tanta gente, sentí un golpe en la espalda. Más que un golpe fue un empujón que casi me hace caer de la banqueta.
—Perdón, perdón… —suplicó a duras penas una morocha que llevaba en su mano izquierda un vaso casi lleno y se apoyó con su codo derecho en la barra. No se la veía bien. Alguien con el suficiente sentido común hubiese advertido, como lo hice yo, que su problema no era más que exceso de alcohol en la sangre… mejor dicho, en todo el organismo.
—¿Estás bien? —vi que no podía mantenerse en pie y le ofrecí gentilmente mi banqueta. Sonrió y apoyó el vaso sobre la barra.
—Es ron… —entendí que quiso decir ya que la lengua se le trabó y le jugó una mala pasada.
Advertí que de pronto quienes estaban sentados a mi alrededor abandonaron sus lugares y nos quedamos con la morocha en la barra un poco más cómodos. Agarré otra banqueta para mí y me pedí el gintonic pendiente.
—Yo también quiero… —me dijo como pudo la morocha mientras sostenía su vaso de ron casi lleno.
—Terminate primero ese y después te invito otro —le dije como para salir del paso.
Mientras el barman acercaba mi nueva copa, la morocha se agachó y previo a tener dos o tres arcadas, vomitó en el piso. Me dio mucho asco no solo por el olor sino también porque sus fluidos mancharon mi pantalón y mis zapatos. Tuve ganas de putearla, de llamar a alguien para que se la llevase de ahí, para que la sacaran del bar, pero tuve un sentimiento que no podría ahora definirlo y la tomé por los hombros, la incorporé sobre sí misma y la llevé hacia la vereda. Supuse que tomar aire fresco le haría bien. Además sabía que en pocos segundos vendrían sus amigas o su novio o alguien a ayudarla. No ocurrió así. Mientras la gente nos abría paso entre risas y muecas de asco, yo llevaba casi arrastrando a la morocha hacia la vereda, ante la mirada absorta del barman que advertía que estaba abandonando mi copa intacta sobre la barra.
—¿Con quién estás? —le pregunté mientras la sentaba en una silla plástica que gentilmente me acercó uno de los que estaba como seguridad en la puerta. Comenzó a reír.
—¡No me traje el vaso, putamadre!…
Alguien me acercó un vaso de agua.
—Tomá, para que se enjuague un poco la boca tu novia. Ah, y este bolso es de ella.
Agarré el vaso, el bolso y cuando intenté explicarle que ni siquiera sabía quién era la morocha, me encontré con que estábamos los dos solos en la vereda.
—Tomá, enjuagate.
La morocha sorbió un poco de agua, hizo un buche y escupió a un costado.
—¡Qué feo que es vomitar! ¿Me buscás mi copa?
A pesar de que yo había tomado bastante, estaba un poquito mejor que la morocha. Le dije que se tranquilizara, que tome un poco de aire, que le iba a hacer bien y después podría volver a entrar a buscar a sus amigas. Rio.
—¿Qué amigas? Estoy sola…
Pensé en ese momento si la morocha no había optado, como yo, quedarse en el bar para escuchar música y beber un trago, antes de terminar en el boliche bailable donde quizás habían ido sus amigas y donde tampoco se sentiría bien. O si realmente estaba sola porque no tenía a nadie en el mudo con quien compartir un momento de diversión. Las soledades complican el alma y más de noche bajo el efecto del alcohol…
Abrió el bolso y sacó un pañuelo. Creí que se iba a largar a llorar. Pero se secó los labios, levantó la vista y me dijo:
—Caminemos un rato. Me va a hacer bien.
Sus ojos eran negros, muy oscuros. Tenía una mirada muy bella. Era una linda mina que habrá tenido mi edad pero parecía más grande. No sé si por sus rasgos o por el estado deplorable en el que se encontraba. Se incorporó a duras penas de la silla, me tomó de la mano y comenzó a caminar arrastrándome y canturreando una canción del Flaco: «Vamos al bosque, nena… Uuuhhh… Vamos al bosque, nena…».
Creo que no hubiese caminado ni dos pasos a su lado si no la hubiese escuchado cantar. Ese fue el embrujo, esa fue la telaraña que me atrapó y que me decidió a seguirle el juego. A una mujer que canturrea a Spinetta no podría haberla catalogado de otra manera que no sea como genial. Fue una sirena que me encantó con su fresca voz… debería haberme tapado los oídos… Caminamos por el cantero central del bulevar rumbo a la costanera. Como podía, caminaba y seguía cantando. Cada tanto, tenía que sostenerla para que no se cayera al piso de boca.
—Deberíamos tomar un café —propuso de repente—. Yo pago.
No me pareció descabellada la idea. Seguramente no la dejaría pagar y acepté la propuesta. Todavía los bares del bulevar estaban abiertos y nos sentamos a la mesa de uno, en la vereda. El mozo se acercó.
—¿Y si en vez de café le damos a la birra? —propuso.
—¡No! —fue mi reacción inmediata—. Traenos dos cafés. Dobles y bien cargados —le dije al mozo.
En cinco minutos me atormentó con su charla. Llegó un momento en que deseé que se callara un poco. Siempre me molestaron las personas ruidosas. Comenzó a dolerme la cabeza. Vestía una camisa negra y desabrochó uno de los botones. No sé por qué. Estará acalorada, pensé. Advertí que sus pechos eran lo suficientemente grandes como para llamar la atención. Cada vez que llevaba la taza de café a sus labios, sus ojos se clavaban en los míos y sonreía. A medida que pasaban los minutos, la morocha iba recobrando la postura. Ya era hora de averiguar aunque sea su nombre.
—Marcela.
Siguió hablando como si nos conociéramos desde la infancia. Yo solo escuchaba y de vez en cuando le dirigía la palabra cuando me preguntaba algo. Pero jamás me preguntó mi nombre. En un momento dado abrió su bolso y comenzó a buscar algo. Revolvió durante unos cuantos segundos mientras sus gestos demostraban preocupación.
—No encuentro mi reloj… ¿Qué hora es?
No le contesté. Solo extendí mi brazo y le mostré mi reloj pulsera para que ella misma viera que eran las dos y media de la mañana. Me tomó la mano y observó casi con admiración mi reloj.
—¡Qué hermoso!
Me hizo un gesto para que se lo prestara, para verlo mejor. No sé por qué se lo di. Estuvo varios segundos mirándolo, alabándolo, y lo apoyó en la mesa. No lo recogí en ese momento, no le di importancia, y la conversación —¿o monólogo?— continuó un buen rato mientras comenzaron mis ganas de ir al baño. Mucho líquido comenzaba a hacer estragos en mi vejiga. El bar estaba lleno; en la vereda también estaban todas las mesas ocupadas e inclusive había gente esperando que se desocupara alguna. De repente Marcela agarró mi reloj, se lo puso en su muñeca izquierda, tomó su bolso, se paró y me dijo «Vamos». Salió casi corriendo en dirección al puente colgante, que estaba a tres o cuatro cuadras.
—¡Pará, loca! ¡Hay que pagar!
—¡Que pague otro! —gritó y siguió su camino apresurada. Si no hubiese tenido mi reloj, juro que me hubiese quedado en el bar a tomarme una cerveza, pero no podía dejar que se lo llevara. Supuse que no me robaría porque era evidente que lo que quería era que la siguiera.
—¿Se van? —me preguntó una chica que esperaba de pie junto con una amiga que se desocupara una mesa.
—Sí —le dije—. Haceme un favor —saqué un par de billetes de mi bolsillo y se lo di a la piba, que me miraba asombrada—. Pagale al mozo los dos cafés. Confío en vos —y salí corriendo detrás de Marcela.
La alcancé como a las dos cuadras. Se reía con ganas y caminaba para atrás dando saltitos. Se sacó el reloj y me lo devolvió.
—Me da mucha adrenalina irme de un bar sin pagar… —dijo entre carcajadas.
Opté por no decirle que había dejado el dinero. Se la veía muy feliz en su papel de pequeña delincuente.
Cuando llegamos a la costanera nos sentamos frente a la laguna, cerca del puente colgante. Me dijo que yo era un tipo lindo, que parecía una buena persona y que tenía onda conmigo. Me insinuó sus pechos y me dio un beso en la mejilla. Yo estaba como inmovilizado, no sabía cómo reaccionar ni qué decir y sentí cada vez más ganas de orinar.
Volvió a revolver en el interior de su bolso y ahora sí sacó algo que no alcancé a ver bien qué era.
—Hagamos un pacto —me dijo.
La miré ahora con un poco de temor. Desenvolvió un pequeño objeto y me lo mostró: una hojita de afeitar.
—Un pacto de sangre…
Estábamos sentados casi tocándonos brazo con brazo y me alejé unos centímetros.
—¿Qué hacés? ¿Estás loca? —le reproché.
—¿Tenés miedo?
—Ni siquiera te conozco, no sabés ni cómo me llamo y me estás invitando a hacer un pacto de sangre. Estás totalmente loca…
Mis ganas de orinar se hacían cada vez más insoportables y sabía que no tendría otra salida que hacerlo ahí, en la laguna, delante de Marcela. No había otra opción. No aguantaba más.
—Yo no tengo miedo. Esto es valor, coraje… —se llevó la hojita de afeitar hacia una de sus muñecas.
—¡Dejá de boludear, ¿querés?!
Comenzó a reír y yo sentía que mi vejiga explotaba. Quería estar en otro lado, en el boliche con mis amigos, bailando la música que no me gustaba entre gente que no me agradaba. Pero no ahí, con esa mina que se quería cortar las venas y me invitaba a hacerlo también. Maldije haberme quedado solo en la barra tomando el gintonic, cosas que uno hace sin pensar, con la sangre en las venas hirviendo. Marcela pasó suavemente el filo de la hojita de afeitar sobre su brazo y apenas se rasguñó. Después se lo llevó a la mejilla y la hundió con más fuerza. No la deslizó pero la apretó fuerte. Vi la sangre. Intenté sacarle la hojita de afeitar y se me escapó un chorro de orina con mi movimiento. Luego el tajo fue en su pecho, en el medio de sus tetas. Ver la sangre en su cara, en su cuerpo, comenzó a descomponerme. Marcela reía a carcajadas mientras la sangre le brotaba en el pecho, en la cara. Yo seguía inmóvil, a punto de orinarme encima. Tenía ganas de salir corriendo pero el esfuerzo haría que me mojara indefectiblemente los pantalones. Se llevó ahora el filo hacia su cuello, hacia la yugular y le grité como loco que parara, que no lo hiciera, y cuando intenté sacarle la hojita de afeitar nuevamente, se me abalanzó para cortar mi cara y ahí sí no aguanté más y me oriné encima. Grité. Grité como un loco mientras sentía una húmeda tibieza recorriendo mis piernas.
Grité tan fuerte y fue tan grande mi desesperación que me desperté. Estaba empapado en transpiración y las sábanas, mojadas y calientes.

30/08/2020 
(después de escuchar 
“Polaroid de locura ordinaria” 
De Fito Páez)