lunes, 5 de diciembre de 2022

SIN MOVER UN SOLO MÚSCULO



Se acostó boca arriba y observó las telarañas que había en uno de los rincones del techo. Se propuso limpiarlas, pero en otro momento. En la casa la gente iba y venía por todas las habitaciones, casi todos con un vaso medio lleno en la mano. No había puertas y era difícil diferenciar el living del lavadero o la cocina del dormitorio. Al lado de su cama se escuchaba el funcionamiento del motor de una heladera y más cerca de la ventana que daba al jardín se ubicaba una vieja cocina, pero sin conexión alguna.
Eran las tres de la mañana y la música se seguía escuchando al mismo volumen con el que la venía escuchando desde las seis de la tarde del día anterior. Las risas y corridas por todas las habitaciones eran cada vez más estruendosas. Sintió el cansancio de un día que había comenzado muy temprano y todavía no terminaba. Llegó a sentirse solo entre tanta gente. Siempre había escapado al bullicio, a la muchedumbre, pero ese sábado había sentido la necesidad de agasajar de alguna manera a sus amigos. No sabía por qué, no festejaba nada, pero sentía que la soledad avanzaba inescrupulosamente sobre su vida.
Pero la felicidad apareció de repente. Escuchó pronunciar su nombre en la voz dulce y aguda de una de sus amigas. Fue para él como escuchar un coro de ángeles. Sonrió e intentó levantarse pero ella se lo impidió con un gesto suave. Se recostó a su lado, en silencio, y apoyó su cara de lado sobre su pecho. Suspiró relajadamente. Él besó su frente y ella cruzó el brazo sobre su abdomen. No dijeron una sola palabra, no hubo un solo movimiento de los cuerpos, ahora unidos, que indicara el inicio de un ritual amoroso.
Uno, dos, varios de quienes iban y venían por la casa observaron esa imagen llena de calidez y ternura. Nadie se sorprendió y siguieron su recorrido. Ellos, unidos en un sentimiento hermoso, disfrutaban del calor del otro. No pasaba nada en el mundo que pudiera distraerlos de su felicidad. Ella sentía bajo su rostro cómo latía un corazón cada vez más rápido y él sintió que la respiración de su hermosa compañía no transmitía más que tranquilidad y paz. Hacían el amor sin mover un solo músculo.

LA LLEGADA DE DON MIGUEL

Dibujo y grabado de Miguel de Cervantes
G. Gómez Terraza y Aliena
Valencia, 1877

Cuando abrí la puerta luego de haber escuchado esos tres golpes secos y decididos, lo vi frente a mí, inmóvil, inmenso, todopoderoso, con sus ojos clavados en los míos, fulminantes. No hablaba. Solo me quemaba con su presencia espectacular. Retrocedí unos pasos ante el destello de los pocos dientes que le quedaban. Observé cómo esos labios paspados se iban separando lentamente y supe de inmediato que había venido a decirme, sin vueltas, lo que nunca hubiese querido escuchar.
Sabía que algún día vendría, pero no lo esperaba justo esa tarde en que me encontraba lidiando con los personajes de una novela que intentaba continuar escribiendo de una buena vez por todas. Ya me lo había advertido tiempo atrás, cuando lo soñé tan imponente como lo estaba viendo ahora. En aquella oportunidad, minutos antes de dormirme, había terminado de escribir uno de los que yo considero mis mejores cuentos. En el sueño no había sido tan directo como lo fue esta vez: solo me lo había advertido.
Intenté cerrarle la puerta en la cara, quise gritarle que me dejara en paz, que no lo necesitaba ni quería escucharlo, pero el esplendor de su imagen me inmovilizó, me ató de pies y manos, y ni siquiera tuve fuerzas como para darme vuelta y salir corriendo.
Pensé en cómo continuar mi novela, en qué destino les iba a dar a Laura y a Juan. Sabía que yo no era quién como para disponerlo y sospeché que él me había venido a orientar. ¡Qué lejos estuve entonces de saber la verdad!
Fueron unos pocos segundos, pero me parecieron siglos. Qué incómodo me sentí, nervioso, minúsculo, insignificante. Y aunque ya lo había visto en sueños, personalmente me sorprendió. Su imagen brillaba en ese pasillo apenas iluminado.
Bajé la vista, me aflojé y me resigné a escuchar sus inminentes palabras. Tardó en decirlo. Primero suspiró y lo miré a los ojos. Me pareció que su mirada había cambiado; ahora expresaba algo de lástima. Pensé en Laura, en Juan, en mi novela inconclusa... Y por fin me lo dijo:
—¿No os parece que vuestro destino no es la escritura? —me insinuó, compasivo, don Miguel de Cervantes Saavedra.

domingo, 4 de diciembre de 2022

QUIJOTIZACIÓN



Siempre hay un boludo que te pregunta por qué. Y yo, más boludo aun, pienso y le contesto. Porque me da lástima decirle qué te importa, o directamente mirarlo con autosuficiencia y no decirle nada. Yo quiero que se entere. Quizás le haga un bien… a él o a cualquiera... No es sencillo contar la historia pero intentaré ser lo más claro posible.
Todo empezó porque alguien —ya no importa quién, ya no importan los nombres, ya no hay culpables… ni víctimas— me regaló uno en mi más tierna infancia. Y el tonto, el boludo, lo hizo suyo. Lo terrible fue que me gustó y casi de inmediato hice que me regalaran otro. Pero cuando quise el tercero me palmearon la espalda y me dijeron querido, te lo vas a tener que comprar. El primero te lo regalan… Y caí como un tremendo pelotudo. Me iniciaron… y desde entonces no pude frenar. No hubo nadie a mi lado que hiciera algo para que yo lo abandonara. Todos me miraban de reojo o se hacían sencillamente los giles. Es como si les gustara verme allí, siempre metido en ellos, en mí mismo. Solitario, inofensivo, indefenso. Y lamentablemente no pude parar. Es como realmente te lo dicen los que saben: un vicio. Uno lleva a otro, y otro, y otro… Y ya no hay freno que valga. Te podrán decir pará, te podrán decir vamos a pescar, mirá fútbol, vamos a correr. Mil cosas te van a decir para que te alejes pero cada centímetro de lejanía es un kilómetro de nostalgia. Creo que el primero fue el detonante. Reitero que no sé quién fue ni quiero recordarlo, pero alguien me lo regaló. Y lo hice mío como si fuera mi mayor tesoro.
Nunca pude dejar el vicio hasta que me encerraron acá, hijosdemilputas, y no me dejan ni siquiera mover los brazos. Tengo abstinencia y voy a explotar en cualquier momento. No recuerdo cómo se llamaba, pero no era grande. Era lindo tocarlo, abrirlo y cerrarlo, mirarlo minuciosamente, palparlo, olerlo. Hasta me deban ganas de masticarlo. No tenía muchas páginas pero las pocas que tenía bastaron para enloquecerme. Me tuve que comprar uno porque no me regalaron más. Era necesario tener otro, era necesario llenar espacios y tiempos. Y comprar uno significó comprar dos, tres… y mil, mil quinientos… Los leí a todos sin descanso. Hasta que algo hizo que mermara el fanatismo. La vi un día y me enamoré. Y ya la lectura dejó de ser mi vicio y mi condena. Ella fue más fuerte y me ofreció mucho más de lo que la ficción me brindaba. Y todos esos pasajes leídos en los que el héroe conquistaba a la heroína fueron cobrando colores y calores. Me convertí en ese sujeto que conquistaba a la mujer deseada y sentía por fin entre mis brazos, mis manos, mis dedos, mi piel, mi cuerpo, mi boca, esa ardiente pasión que antes solo quemaba mi imaginación. Y me alejé de los libros por un tiempo, porque de a uno fueron llegando los hijos, y entre noches calientes, de llantos, pañales y mamaderas se me fueron pasando los años. Pero ellos, como espías, me miraban desde la biblioteca, no perdían las esperanzas. Para colmo ese ejército de letras se fue agrandando por nuevos volúmenes que fui comprando y abandonando sistemáticamente en los estantes, bien acomodados al principio, pero luego se fueron amontonando como podían, porque ya no lograban enflaquecer para darle lugar a uno más. Y así se fueron atravesando de costado, lomo arriba o lomo abajo, hasta constituir un verdadero aguantadero de historias conocidas y desconocidas que comenzaron a caer al piso cada vez que alguien de la familia le pasaba cerca. Entonces no solo compré otra biblioteca sino que tuve que construir una habitación especial para guardarlos. Pero no me di cuenta de que construía a la vez mi propia perdición. El tiempo libre comenzó a aparecer cuando los hijos crecieron y empezaron a desenvolverse solos. Entonces comenzó esa picazón que había sentido muchos años atrás, cuando recibí como regalo el primero. Día tras día comencé a ingresar a la habitación-biblioteca y comencé, como en un ritual sadomasoquista, a tomar uno a uno los libros y a acariciarlos. Soplaba el polvillo que se iba amontonando en sus tapas y los abría, pasaba las hojas una a una suavemente, primero sin leerlas, pero luego mis ojos me fueron traicionando y comenzaron por sí solos, sin mi permiso, a captar todo lo que en las páginas de mis libros decía. Las horas que pasaba dentro de la habitación-biblioteca se fueron haciendo cada vez más largas y placenteras, al punto de salir de ella solo para comer e ir a trabajar. Abandoné la vida familiar para meterme en mundos extraños, salvajes, misteriosos, muchos más excitantes de lo que la realidad me ofrecía a diario. Incluso cuando comía y mi esposa e hijos miraban televisión, yo apoyaba uno de mis libros sobre la botella de vino (a la que usaba como atril) y no prestaba atención ni a los gustos de la comida que ingería. En el trabajo comencé a llevarme a escondidas los libros más pequeños para poder leerlos en los ratos libres o simplemente para devorarlos en lugar de trabajar. Incluso comencé a inventar enfermedades y a faltar al trabajo para quedarme a leer en mi casa. Recuerdo que en una oportunidad recibí la visita del médico auditor de mi trabajo y tuve la suerte de que me encontrara justo leyendo El ser y la nada y advirtió no solo que tenía dos líneas de fiebre sino que en virtud de mi estado anímico (producto de esa lectura, seguramente) no podía presentarme a cumplir con mis tareas habituales al otro día. Me dio una semana de reposo que la pasé leyendo desde el amanecer hasta la medianoche sin parar. Mi señora llamó al médico (no al auditor del trabajo sino al mío, al de toda la vida) y decidieron internarme, pero creo que no para curarme de una supuesta enfermedad sino para alejarme un poco de los libros y para que mi familia pudiera estar en el sanatorio, paradójicamente, más cerca mío. Y no lo soporté. Me rehusé a alimentarme -siempre odié la comida del sanatorio- y me colocaron suero. Pero arranqué las agujas que lo conectaban a mi brazo mil veces, cada vez que la enfermera insistía. Tantas veces la puteé... ¡Pobre! Qué culpa tenía ella... Empecé a ver libros en repisas colgantes de las paredes de la fría habitación del sanatorio y se los pedía a mi esposa para que me los alcanzara. Estaban ahí, no entendía por qué no podía alcanzarme uno para que lo leyera y así se me pasara más rápido el tiempo de internación. No hubo caso. Mis hijos deben haber estado confabulados con ella porque tampoco me los querían alcanzar. Decían que no había libros y yo los veía ahí, delante mío. Incluso el médico, si bien no me negaba la existencia de los libros en la habitación, me decía que pronto, cuando me pusiera bien, volvería a casa y podría volver a leer mis libros. Entonces lo agarré de la chaquetilla, lo atraje hacia mí y le pegué tal cabezazo en su rostro que le quebré el tabique. Su sangre manchó toda la sábana de mi cama y creo que se enojó porque nunca más lo volví a ver. A partir de ese día comencé a dormir más de la cuenta. Me colocaron el suero y para que no me lo sacara, me ataron los brazos a los costados de la cama. Pienso que no era necesario que me ataran también las piernas, sin embargo lo hicieron. Y mi esposa y mis hijos también se deben haber enojado porque comenzaron a visitarme día por medio o cada tres días. Luego apareció una médica joven, sonriente, muy simpática. Me trataba como si fuese su padre. No, ni siquiera el padre. Como si fuera su abuelito. Cada vez que ingresaba a la habitación, lo hacía acompañada por un enfermero -ya no enfermera- y yo le decía que me dejara leer uno de los libros de la repisa de la pared. Ella me acariciaba la frente y murmuraba un pobrecito lastimero... Me tomaba la fiebre, controlaba el suero, escribía algo en la historia clínica que llevaba sobre una plancha metálica y me miraba con lástima antes de retirarse.
Ya no sé hace cuánto que estoy acá. Qué importa. Durante todo este tiempo recordé las historias de cada uno de mis libros. Y me divertí mucho. Pero ya me cansé siempre de vivir lo mismo. Necesito conocer nuevos mundos, nuevos amigos, necesito vivir nuevas aventuras, llorar un poco por otra cosa que no sea el olor a enfermo que flota en esta habitación. Me siento impotente en esta cama metálica, atado como un matambre, mientras veo los libros en las repisas de la pared del frente a los que nadie lee. Ya los conté innumerables veces. Hay cuarenta y ocho. Algunos flacos, otros gordos. La mayoría bajitos. Incluso creo que hay un atlas… por el tamaño lo digo. De todos los colores. Muero por saber qué ocurre en el interior de cada uno, de qué color son las imágenes, si tienen tapas duras o tapas blandas… Mi esposa no vino más. Tampoco mis hijos. Solo veo de vez en cuando al enfermero que me trae el té y me lo da con una cucharita, despacio, muy despacio. De vez en cuando me baña y me coloca el papagayo para que orine. No entiendo por qué no me desata al menos para mear y poder sacudirme como lo hacía tiempo atrás. Le digo al enfermero que me alcance uno de los libros de la repisa y sonríe meneando la cabeza. Le digo que al menos me lea uno en voz alta. Prometo no hacer lío ni molestar. Pero siempre me dice después, después… Y yo me duermo de tanto esperar. No vi más a la doctora…
Quiero leer. ¡Quiero leer, enfermero! ¡Hijosdemilputas! ¡Libérenme las manos al menos! ¡Quiero un libro de esos! ¡Suéltenme! ¡Quiero leer!

viernes, 7 de octubre de 2022

DOS MUNDOS


Te sorprenderá verme acá, Marcela, pero sentí la necesidad de volver para hablar seriamente con vos. Hay algo adentro de mí que me lo pide, que me lo exige. Algo que no me hubiese dejado seguir por la vida si no regresaba y te lo decía. Sabés bien que me atrajiste apenas te vi. Fue tu mirada, fue tu cuerpo, fue tu sonrisa, fue tu timidez. Y fueron tu mirada y tu cuerpo los que con el tiempo nos reunieron en una noche inolvidable. Esa última noche que te vi, que te sentí, que fuimos uno, que disfruté tu cuerpo como supongo vos debés haber disfrutado el mío. Fue una noche fantástica en la que no supe interpretar tu entrega y te abandoné. Fueron tres meses y veinte días en los que no pude descansar ni pegar un ojo sin pensar en vos. Tres meses y veinte días, sí, los tengo bien contaditos, porque para mí fueron una eternidad, fueron un calvario del que hoy quiero liberarme para siempre. Por eso volví. Por eso estoy acá y advierto en tu mirada que no entendés nada. ¿Me escuchás, Marcela? Antes de que nos hiciéramos tan compinches, yo creía que nunca podríamos llevarnos bien. No formábamos parte del mismo mundo. El tuyo no iba más allá de tu humilde trabajo, de tus telenovelas siesteras, de la cumbia y de tus lecturas de autoayuda. Yo trabajaba en el diario casi todo el día y el poco tiempo que me quedaba lo aprovechaba para continuar mi novela eternamente inconclusa, para esbozar algún nuevo cuento, para leer y releer literatura rusa del siglo XIX y para escuchar música clásica y rock nacional. Pero esas diferencias para mí no existían cuando pasabas cerca de mi computadora, en la redacción del diario, con el escobillón o con el balde y el detergente entre tus manos, sin siquiera reparar en mí. Pero entre noticias internacionales, bombas de Al Qaeda y globalización, se paseaban tus pantalones de jean ajustados, muy ajustados, gastados, perfectos; tu pelo y tus ojos negros, y tu sonrisa bien natural. Me mirás extrañada y sonreís sin entender. No digas nada. Dejame a mí. Soy yo el que debe hablar y darte una explicación. Reconozco mi error, mi cobardía. Cuando te echaron del diario por reducción de personal, mi trabajo dejó de tener sentido y nació en mí la necesidad de seguir viéndote. Por eso te fui a buscar a tu casa esa tarde y te pregunté si querías limpiar de vez en cuando mi departamento, que no tenía más de cincuenta metros cuadrados y que jamás había necesitado a alguien para que lo limpiase. Si ni comía en él, qué podría ensuciar más que los ceniceros, los vasos y las tazas... Y aceptaste de buena gana, con esa sonrisa de siempre pero con tu típica timidez que a mí me atraía y me hacía sentir cierto poder sobre tu persona. Comenzaste a tocar el timbre tres veces por semana a las siete de la mañana y me obligabas a levantarme a pesar de que hacía pocas horas que me había acostado. Pero lo hacía feliz porque volvía a verte y desde el día anterior ya me ponía de buen humor porque te vería sonreír a mi lado otra vez. Y te cebaba mates mientras limpiabas el departamento, demorando tu tarea a propósito porque no te hubiese llevado más de una hora hacerlo por completo, y te quedabas hasta el mediodía, tomando mate, charlando o leyendo algo que me pedías prestado y yo te invitaba a quedarte y vos aceptabas sin hacerte rogar. Te quejabas de los rusos porque no los entendías y además te asustaba el tamaño de los libros y la letra tan chiquita. Me pedías poemas cursis que yo no tenía y pensaba que nunca los tendría, pero los empecé a comprar para vos, para verte leer en casa, para verte sonreír, suspirar y, a veces, hasta llorar. En fin, una excusa para tenerte a mi lado. Y un día te quedaste a almorzar y otro día te ofreciste para preparar la cena y tu mirada me gustaba cada vez más y tus cabellos negros eran cada vez más negros, al igual que tu mirada, y no sé si te dabas cuenta o no, pero yo advertía que los pantalones de jean ajustados te quedaban cada vez mejor y me empezaba a importar dos pepinos esa diferencia de mundos que vivíamos y que a pesar de todo, compartíamos. Me hacías reír mucho con tus ocurrencias y tus salidas ingenuas ante los problemas del mundo que yo, aburrido, te comentaba como última noticia cuando nos juntábamos a cenar. Pero ahora estoy acá, Marcela, pidiéndote perdón. Fueron tres meses y veinte días los que me hicieron estallar la cabeza pensando en esa última noche en que te acaricié mucho y disfruté mucho tu cuerpo trigueño y bello. Noche en que me perdí en tu mirada oscura y en tu cuerpo infinito, en esa mirada que ahora observo y me gusta cada vez más. Y en esa sonrisa que me hace pensar que me escuchás pero que no me entendés, Marcela. Volví para decirte que estos tres meses y veinte días fueron fundamentales para darme cuenta de todo lo que te necesito. Y de lo que quiero al fruto de nuestro amor. Sí, por más que abras de esa manera tus hermosos ojos negros, quiero decirte que volví para hacerme cargo, para estar con vos para siempre y compartir la felicidad de nuestro hijo. Y te veo delgada como siempre pero sé que debajo de tu camisa seguramente la pancita ya debe estar asomando. Me dijiste esa noche que no te habías cuidado y lo soñé durante los tres meses y veinte días: vas a tener un bebé, nuestro bebé. Por eso, Marcela, estoy de vuelta, para mirar hacia adelante juntos y vivir definitivamente para él... o para ella. ¿Sí?
Su cara había ido cambiando desde el mismo momento en que me vio aparecer. Sus ojos negros fueron agrandándose segundo a segundo hasta casi estallar. Y luego de haberle ofrecido con tanto amor mi reconocimiento de paternidad, me gritó con toda su bella personalidad:
—¡¿Pero qué decí, bolú?! ¡¿De qué guacho me hablá?!

FIN DE UNA ETAPA


Nos sentamos en un banco de la plaza. No lo convenimos previamente, pero elegimos ese porque estaba alejado de las grandes farolas. Al menos eso pensé yo. Junio empezaba a entristecer aún más las noches ya entristecidas por mayo. El cielo estaba cubierto. No garuaba, pero casi. Eran las once de la noche de un insignificante jueves cualquiera. El paso lento y elegante de un galgo muy flaco interrumpió la quietud del lugar. Intenté pasar mi brazo derecho por su espalda pero un movimiento de rechazo veloz, instintivo diría, me lo impidió. Supe comprender. O no.
Minutos antes me había dicho que no estaba bien. «¿Estás descompuesta?», reaccioné de inmediato. Su mirada fue fulminante. Evidentemente, no lo estaba. No dije más nada, caminamos en silencio e ingresamos al corazón de la plaza. La humedad era mucha. Antes de que se sentara, sequé con la manga derecha de mi campera la parte del banco donde apoyaría sus pantalones blancos. Literalmente, se dejó caer y yo me senté a su lado. La humedad de las tablas se hizo sentir en mis nalgas. Después de mi intento de abrazo fallido, la miré de reojo. No me animé a hablarle. Tenía la vista fija en el galgo, o en el prócer sentado sobre su caballo de bronce, o en la nada… Sí, era ahí, en la nada. Fueron varios minutos de silencio los que interrumpió el ruido del camión barredor de hojas que pasó muy lentamente por la parte sur de la plaza. Eso pareció despertarla.
«Hace mucho que estamos juntos…». Estampó sus palabras secas en mi cara húmeda. No la entendí. Nunca la entendía cuando decía cosas que no tenían que ver con el hilo del discurso que veníamos sosteniendo antes de los prolongados silencios, que seguramente los aprovechaba para pensar y preparar sus palabras. Pero comprendí a los pocos segundos que era cierto: habíamos compartido ya varios años.
«…Pero me siento sola», remató la idea sin mirarme. Sentí el frío en mi cuerpo que hasta ese momento no había advertido ni me había molestado. Su perfil perfecto dirigido a la nada semejaba una estatua de mármol: brilloso, frío, duro…
Sus palabras fueron crueles. Un cross a la mandíbula, diría Arlt. Pero enseguida comprendí que la situación era lógica. El tiempo que llevábamos juntos fue enfriando poco a poco la relación. Lo sentí desde antes de que me lo hiciera saber con sus propias palabras. Pero debo confesar que no me las esperaba. Suspiró profundo y cerró los ojos. No sé qué habrá pensado de mí en esos segundos y reaccioné con lo primero que me vino a la mente… o al corazón.
«Vamos», le dije tomándola de la mano.
Caminamos en silencio hasta su casa. Antes de abrir la puerta e ingresar nos miramos por unos segundos. No necesitamos las palabras. Ambos supimos que algo se había roto, que algo había llegado a su fin.
Su mirada reflejaba pena y no supo seguramente qué decir. Retumbaban en mi mente sus últimas palabras: «Me siento sola». No nos dimos el beso de despedida como lo hacíamos siempre. Me dio la espalda, ingresó a su casa, cerró la puerta y el giro de la llave cerró para siempre una etapa.
Sentí que había fracasado, sin dudas. Me alejé caminando despacito bajo una incipiente garúa, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Intenté silbar la melodía de una canción pero no pude. No fui a mi casa. Caminé sin rumbo por la ciudad oscura y silenciosa.
No la volví a ver. Ella merecía vencer su soledad.

COMO UNA PALOMA BLANCA


Cuando en aquella tarde de mayo de no me acuerdo qué año me dijo que algún día iba a llorar su partida, no le di demasiada importancia. Siempre me lo decía, pero la primera vez fue cuando más me impactaron sus palabras. Un tonito misterioso hizo aún más hermosa esa sentencia. Pero con el paso del tiempo fue perdiendo importancia para mí. Y cuánto lo lamento ahora. En realidad, no sé si Alejandra era una mina de carne y hueso o pertenecía a otra dimensión.
La conocí en el colegio. Era un año más chica que yo. Cuando ingresó al primer año de esa secundaria todos los chicos, de todos los cursos, no pudieron evitar mirarla con la boca abierta. Era realmente hermosa. Era el tipo de chica que a mí me gustaba. Y así como todos trataron de conquistarla desde un primer momento, yo ni siquiera me acercaba a ella. Mi timidez para entonces era ya exagerada. Siempre que alguna chica me gustaba, le daba la espalda. ¿Por qué? Todavía no lo sé... Miedo, vergüenza, estupidez... Lo cierto es que el noventa por ciento de los chicos del colegio estaba atrás de Alejandra durante los recreos y más de una trompada se repartió por su culpa. Lo asombroso era que ella ni siquiera les sonreía. Era antipática con todos los que se le acercaban y hasta los maltrataba. Y ese mal trato no desalentaba las esperanzas de ninguno. Al contrario. Y yo, al ver todo lo que pasaba a mi alrededor, ni siquiera me animaba a mirarla. Si no les daba bolilla a quienes eran mucho más atractivos que yo, ¿qué esperanza me quedaba? Yo era un flaquito, cabezón, que siempre estaba vestido al revés de todos los que estaban a la moda... Y así fue que Alejandra para mí en esos días no fue más que una chica como las otras. Qué me iba a imaginar que hoy me iba a sentir como me siento...
Ese mismo año —yo tenía dieciséis recién cumplidos— me habló por primera vez. Fue durante el recreo largo. Tenía una medialuna en mi boca cuando olí el perfume a savia de sus cabellos y escuché su voz, dulcísima, de la que inmediatamente me enamoré. Me sonrió con un «hola» en sus labios y casi me ahogué con mi desayuno. No pude contestarle sino hasta después de haber tragado todo ese mazacote, y creo que habrán pasado siglos. A pesar de ser físicamente más grande, me sentí insignificante a su lado. Alfileres y clavos me traspasaban: no había un solo chico en el colegio que no me estuviese mirando. Debo confesar que me habló durante todo el recreo y que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo. Ese día nació nuestra amistad.
Se me eriza la piel cada vez que la recuerdo, su cara muy cerca de la mía, diciéndome en voz baja: «Algún día vas a llorar mi partida». Qué extraña era Alejandra. Hubo momentos en los que sentí miedo. No era una chica como las demás. Era enigmática y con un carácter muy dulce y podrido a la vez. Creía a veces que en los momentos en que estaba enojada por algo y se la agarraba conmigo no era sino para que me fuera de su lado y la dejara en paz. Pero si yo me iba, al otro día aparecía con su voz más dulce y me invitaba a caminar. Algo de todo eso me atraía, y mucho. Fue por eso que estuvimos juntos hasta aquel día en que la lloré.
Nunca llegamos a ser novios, pero qué lindo era estar con Alejandra, verla llorar, reír, callar... Recuerdo la época de esa secundaria como una de las mejores de mi vida, sobre todo, los momentos que compartí con ella. Por suerte esa amistad tan fuerte que nos unía no nos prohibió tener nuestro grupo de amigos y amigas en común. Los chicos me envidiaban por esa amistad y me preguntaban qué estaba esperando para atracármela. En realidad, nuestros momentos amorosos habíamos tenido, pero ninguno de los dos los habíamos tomado como un compromiso demasiado serio. Y así pasaron los años y yo llegué a mi quinto año Perito Mercantil. A duras penas, pero llegué. Un lindo año, quizás el mejor. Con Alejandra había una onda fantástica y ella seguía repitiéndome, cada vez más seguido, la frase enigmática. Yo sentía miedo cada vez que lo hacía. Miedo en todo sentido. Por su voz extraña, por su mirada profunda, por un futuro incierto. Y le hablé. Tenía que hacerlo porque yo quería llegar con ella más allá de una simple amistad. Recuerdo todavía sus palabras, que en ese momento no comprendí... o no quise comprender:
—Escuchame, Quique, todo lo que te digo va a ocurrir. Y es inevitable. Yo algún día me voy a ir... qué sé yo a dónde. No me lo preguntés. Hoy somos felices, pero la felicidad no es eterna. La dicha eterna es falsa. Y además no es buena. No sé si me entendés. Los dos tenemos mucho por vivir y pienso que sería fantástico que cada uno lo haga por su lado. Aprendimos muchas cosas juntos, ¿no creés? Recordá la canción que siempre escuchamos juntos —y cantó, siempre con esa dulce voz—:

Llorarás, amigo,
y me buscarás.
Será cuando yo me haya ido
a prepararte un lugar.
Pasará un poco de tiempo
y ya no me verás.
Y otra vez pasará el tiempo
y a verme volverás...

—Te quiero mucho, Quique. De eso no te olvides nunca. Te quiero mucho y siempre te querré.
Esa noche lloré mucho y no fue porque Alejandra me hubiese abandonado —todavía no lo había hecho— sino porque algún día, indefectiblemente, lo iba a hacer y no podía entender que alguien que te quiera tanto te pueda abandonar así porque sí. Luego de ese día ella comenzó a decirme que se iría feliz, volando por las nubes, como siempre le hubiese gustado andar por el mundo. Feliz por mí, feliz por ella.
A la fiesta de graduación, por supuesto, fui acompañado por Alejandra. Estaba como nunca. Brillaba. Hasta me daba bronca que mis compañeros se dieran vuelta al pasar para mirarla. Fue una noche estupenda, la mejor que pasamos juntos. Pero lamentablemente, la última. Cuando la fiesta terminó, me tomó muy fuerte del brazo y me invitó a caminar. Fuimos a la costanera y caminamos tomados de la mano por el puente colgante, que las furiosas aguas años después se encargarían de arrastrarlo hasta el fondo de la laguna. Hablamos poco y nos miramos mucho. Presentí que el final llegaba. El silencio nos comunicaba. Me preguntó si la quería y mi respuesta fue inmediata y obvia, le dije que sí, se lo repetí mil veces, lo grité a los cuatro vientos y creí que toda la ciudad había escuchado mis gritos. Ella también me dijo que me quería. Estaba nervioso y ella parecía feliz. En un momento que no advertí se subió a la baranda del puente y yo, muerto de miedo, le grité y la tomé de la mano.
—Soltame —me pidió con la misma voz dulce y tranquila de siempre—. No me olvides nunca. Te quiero mucho.
Yo veía desesperadamente cómo corrían las aguas barrosas bajo el puente y no sabía qué hacer ni qué decir. Y saltó. Grité muy fuerte, con desesperación, miedo y bronca a la vez. Vi a Alejandra caer en cámara lenta, envuelta en su vestido blanco y su cabello rubio. Las lágrimas habían comenzado a brotar de mis ojos y vi cómo ese cuerpo delicado se convertía en una pequeña nube de donde, luego de un suave estallido, salió volando con todas sus fuerzas y ganas una hermosa paloma blanca, que se dirigió hacia el horizonte todavía oscuro.

Ya no me importa saber quién —o qué— fue Alejandra. Solo sé que hoy debe ser feliz por haberse dado el gusto de volar. Y yo, aunque triste por su ausencia, estoy también contento por saber que, al menos, hubo alguien en la vida que me quiso de verdad.

ME EQUIVOQUÉ


 

Creo que los sueños son sucesos creados en el cerebro desinhibido de un individuo mientras duerme, y que son provenientes de un intenso deseo que permanece oculto en lo profundo de su corazón al estar despierto.Un evento en un sueño es un fenómeno extraño que posiblemente no pueda ocurrir en la realidad… y aun así posee sentimientos sensoriales como si fuera una experiencia real. Esto sucede porque el sueño es el fruto del más puro e íntimo deseo humano. En mi opinión, el sueño es el máximo medio de expresión posible de esos deseos íntimos.

Akira Kurosawa



Me desperté feliz. A pesar de que en mi sueño me había rechazado diciéndome «te equivocás», estaba convencido de que no era cierto.
Conocía a Irene desde hacía mucho tiempo pero hacía muy poco que nos habíamos vuelto a ver. El tiempo había pasado y ambos habíamos cambiado. Irene ya no era la niña que había conocido en la infancia, pero conservaba la misma sonrisa, esa sonrisa que me contagiaba desde entonces, esa sonrisa que aún hoy me contagia…
Anoche me abrazó y me dijo que me quería mucho, que nunca había conocido a alguien como yo. También la abracé. Y le dije que era una mina genial, que también yo la quería. Y nos abrazamos muy fuerte, mucho tiempo… y no aguanté. La besé. Fue solo un segundo en que mis labios se apoyaron en los suyos. «Te equivocás», me dijo retrocediendo y le pedí perdón. Pero sabía que si pudiera, volvería a hacerlo una y mil veces.
Siempre creí en mis sueños y tengo la ventaja de recordarlos muy bien. Y a este en especial no podría olvidarlo. Recuerdo segundo a segundo mi abrazo con Irene, y si algún episodio se me borra, lo recreo a mi antojo.
«Te equivocás», me dijo. Pero qué hermoso fue acercar lentamente mi rostro al suyo y tomar esa decisión. El beso duró un pestañeo que en mí será eterno. Creí que su rechazo había sido una reacción lógica ante una actitud inesperada. ¿Haría lo mismo en la realidad?
Más de una vez Irene me dijo que yo era un buen tipo, que me consideraba su mejor amigo. Y hoy por la mañana, en la oficina, me lo repitió. Yo escribía en la computadora una amarga carta ordenada por el jefe, cuando se me acercó y se sentó a mi lado. Disfruté el aroma del perfume de siempre, la miré a los ojos y pensé: ¡Cómo me gustó besarte anoche! Irene sonreía. Me acarició la espalda —siempre lo hacía antes de hablarme— y me dijo:
—Negrito, sabés bien cuánto te quiero y que confío en vos enormemente, ¿no?
Asentí con la cabeza, con una sonrisa, y ante mi mirada asombrada, siguió:
—Te voy a contar un secreto hermoso y quiero que seas el primero en saberlo…
Me acomodé en la silla, me olvidé de la fría carta y la escuché con atención:
—Estoy saliendo con Jorge y estoy reenamorada. ¿No es genial? Quería decírtelo a vos primero porque sos mi mejor amigo…
Irene seguramente esperó mi sonrisa sincera, mi alegría, mis felicitaciones y mis palabras. No pude fingir. Solo sonreí sin ganas y acaricié sus manos suavemente y con bronca a la vez. Mientras retumbaba en mi cabeza ese «sos mi mejor amigo», la felicité falsamente.
Me había equivocado.
Una vez más.

EN EL BAR DE LA FLACA


Hacía mucho que no me pasaba. Pero esa noche hacía calor, estaba aburrido y decidí salir a tomar aire. O alcohol, daba lo mismo. Había estado todo el día lidiando en casa con insignificantes asuntos hogareños que lograron moverme de mi tranquilidad habitual. Y como mi estado de ánimo natural lejos está del nerviosismo, decidí salir a respirar un poco de paz. Apenas si me cambié la remera, me puse una de Led Zeppelin y estuve listo para olvidarme de todo. Caminé lento por esas calles adoquinadas apenas iluminadas que separaban mi casa del bar de la Flaca. Manos en los bolsillos —siempre elegí mis pantalones por la capacidad de sus bolsillos: mis manos deberían estar cómodas—, vista al frente sin mirar y una canción del Flaco dando vueltas en mi cabeza.
El bar es hermoso, tanto como su dueña. Al entrar me encontré con solo tres mesas ocupadas. En una, una pareja mucho más joven que yo se disputaba la última aceituna de una especial con morrones; en otra, un gordo pelado y mal vestido, con los ojos cerrados, sostenía en una de sus manos una copa de vino tinto; y en la otra, Mariana. Ninguno de ellos advirtió mi ingreso. Solo la Flaca, desde atrás de la barra, mientras secaba con extremada lentitud un vaso de vidrio, me hizo un ademán de bienvenida con su cabeza.
Tuve que mirar fijo a Mariana para asegurarme de que era ella. Un vaso con limonada y un tostado de jamón y queso sin tocar ocupaban su mesa. Miraba con interés extremo la pantalla de su celular. Me acomodé en una mesa al lado del ventanal que daba a la calle. Siempre que podía me sentaba en el mismo sitio. Ver a través del vidrio pasar la gente era uno de mis entretenimientos preferidos mientras en mi cabeza se mezclaban los pensamientos más insólitos, de esos que uno desea que ocurran sabiendo que jamás sucederán. Además, en esta ocasión, la ubicación me permitiría mirar a Mariana con solo alzar la vista.
Estaba metida en su celular y sola. Al igual que yo. Pero… ¿estaría sola? Las otras tres sillas de su mesa no evidenciaban la presencia de un presunto (o presunta) acompañante que, momentáneamente, podría haber ido al baño. Levanté el brazo para llamar a la Flaca con la esperanza de interrumpir aunque sea por un segundo la atención que Mariana prestaba a su mundo y que reparara en mí para poder saludarla, pero solo la Flaca advirtió mi intención.
No hacía mucho tiempo que la conocía. Trabajábamos juntos pero no sabía demasiado sobre Mariana. Vivía sola y en los pocos diálogos que habíamos mantenido, jamás había hecho referencia a su situación sentimental. Tenía una belleza especial y una sonrisa enamorable. Tenía el pelo peinado con media cola, como a mí me gustaba. No pasaba desapercibida por más que lo intentara.
La Flaca se acercó y le pedí una cerveza. Pensé en ir a sentarme a la mesa de Mariana. Dos soledades podrían verse aliviadas por una compañía agradable. Ella para mí lo sería, seguramente, pero ¿sería yo para ella mejor compañía que su móvil?
Mariana era un enigma para mí. Nunca la había considerado más que una buena compañera de trabajo. Pero en ese momento, verla en el bar, sola, metida en su mundo e imaginándola —no sé por qué— aburrida, hizo que la mirara con otros ojos. Empecé a darme cuenta de que me gustaba y no era por esa situación solamente.
La Flaca trajo la cerveza y mientras me servía un poco en el vaso que yo sostenía inclinado para que no hiciera tanta espuma, me preguntó si me gustaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa y la miré como pidiendo una explicación. «¿Te gusta la piba?», repitió mientras me señalaba con la vista a Mariana. Sentí vergüenza. ¿Tan alevoso habría sido al mirarla que la Flaca advirtió que estaba pensando en ella? Solo sonreí y bajé la vista. «Parece muy entretenida», comenté. «O muy aburrida…», sugirió la Flaca. Apoyó la botella de cerveza en la mesa y se retiró a la barra.
Bebí el contenido del vaso sin respirar y cuando me decidí y estuve a punto de ir a sentarme a la mesa de Mariana, guardó el teléfono en su bolso y se levantó para ir a abonar la consumición. Hablaron con la Flaca unos minutos, como si se conocieran de siempre, y las escuché reír, quizás porque el tostado y el vaso de limonada en la mesa de Mariana estaban todavía intactos. Creo que hubo un segundo en que entre risas Mariana se dio vuelta y me miró, pero justo en ese momento yo estaba sirviéndome más cerveza. Nunca me caractericé por estar atento a las oportunidades. Al salir, pasó a mi lado. «¡Ey, Silvio! ¿Cómo andás?». Le sonreí y arriesgué un tímido pero sincero «Muy bien ¿y vos?». Me dio un beso en la mejilla pero no se detuvo. «Nos vemos mañana», dijo, y salió del bar.
Me serví más cerveza y por la ventana la miré irse. Caminaba decidida, espléndida. Y en ningún momento —aunque lo deseé fervientemente— volvió la vista al bar.

PREDICATIVO OBLIGATORIO


Desde el último banco del curso tenía una panorámica inmejorable. No solo me gustaba el lugar porque desde allí tenía el control del más mínimo movimiento de mis compañeros sino también porque podía manejar los tiempos respecto del accionar de mis profesores. Cuando veía que alguno se dirigía hacia mi banco, tenía tiempo suficiente como para esconder los dibujos que surgían de mi lápiz como consecuencia de mis eternos aburrimientos en el aula. Pero para ser sincero, lo que más me gustaba de mi ubicación era la perfecta visión que tenía de Verónica, que se sentaba en el primer banco, dos filas a la izquierda de la mía.
Me pasaba horas enteras mirándola. Me apasionaban sus largos cabellos brillosos, castaños, mezclados con un caoba indefinido. Yo era consciente de que en el frente había profesores que se esforzaban por explicar sus materias, pero qué me importaban a mí las ecuaciones, los sujetos y predicados o las cuentas del activo y del pasivo...
Amaba cada uno de los movimientos, todos delicados, de Verónica. Me gustaba verla participar en la clase, levantar su mano pidiendo para pasar a decir la lección, hablar con picardía con Carolina, su compañera de banco. Pero mi mayor felicidad era verla pasar al frente, cuando escribía en el pizarrón. Su guardapolvo siempre estaba impecable, inmaculado y bien planchadito; debajo siempre usaba polleras, nunca pantalón, medias tres cuartas blancas y un par de zapatones negros bien lustrados. Y para colmo siempre tuve la impresión de que al regresar a su banco, antes de sentarse, me miraba por una fracción de segundo, con un poco de vergüenza, como buscándome, y cuando yo reaccionaba ya era tarde; ella ya estaba sentada en su banco prestando nuevamente atención a las explicaciones del profesor. Pero esa fracción de segundo en que me sentía observado bastaba para mantenerme de buen ánimo hasta el final del día. A veces pasaban días en que no advertía que Verónica me mirase y terminaba convenciéndome de que esas fugaces miradas que yo suponía dirigidas a mí, no eran más que producto de la casualidad.
Una mañana como otras tantas, en la hora de Lengua, mientras navegaba con mi imaginación fecunda por entre los hombros y cabecitas de mis compañeros y, sobre todo, los de Verónica, escuché cómo alguien se acordaba de mí:
—Fernández, vuelva al curso y pase a analizar esta oración... —me dijo con voz socarrona la vieja profesora con su eterno peinado de peluquería.
Reaccioné tarde y lo hice gracias a las risas instantáneas de mis compañeros que, al igual que la profesora, advirtieron mi viaje áulico.
Me levanté y lentamente me dirigí hacia el pizarrón. Tuve vergüenza al sentirme observado por todo el curso, pero por sobre todas las cosas, al verme expuesto ante la belleza de Verónica. Agradecí no andar tan mal para el análisis sintáctico y pude sortear los primeros pasos: sin dificultad descubrí inmediatamente el verbo y separé a la perfección el sujeto del predicado. El núcleo del sujeto y sus modificadores no tuvieron secretos para mí, pero al internarme en ese predicado maldito tropecé con mi primer escollo. Clavé los ojos en el pizarrón y me puse a jugar con la tiza en la mano, simulando estar pensando.
—¿Qué clase de verbo es «ser»? —preguntó impaciente la profesora.
Me di vuelta y miré al curso buscando auxilio. No me di cuenta, pero mi cara debió expresar en esos momentos terror. La profesora estaba parada en el fondo del curso, entre los bancos, y vio cómo la mano de Verónica se elevaba solicitando la palabra para contestar. Ante mi evidente ignorancia, la profesora la autorizó.
—Verbo copulativo —contestó orgullosa y todo el curso escuchó el «Muy bien, Verónica» de la docente.
—Entonces, ¿qué función cumple lo que le sigue en la oración, Fernández? —me siguió preguntando la pobre ilusa.
Yo no lo sabía y vi que Verónica amagó levantar la mano para contestar, pero se contuvo. De inmediato me miró, acomodó su cuerpo como para que la profesora no la pudiera ver desde el fondo del aula y haciendo mímica con sus labios me dio a entender la respuesta: «Pre-di-ca-ti-vo-o-bli-ga-to-rio». Sentí un escalofrío hermoso. Disfruté como nunca antes lo había hecho esos tres o cuatro segundos en que Verónica movía sus labios en cámara lenta dándome la respuesta. Le sonreí en agradecimiento y contesté orgulloso, en voz alta y sacando pecho:
—¡Predicativo obligatorio!
—Muy bien, Fernández. Complete la oración en el pizarrón y tome asiento.
Flotaba en el aula mientras con la tiza marcaba en la oración el predicativo obligatorio más hermoso que había resuelto en toda mi vida. Regresé a mi asiento no sin antes expresarle a Verónica con una gran sonrisa todo mi agradecimiento. Al pasar a su lado, me extendió su mano derecha como diciéndome choque esos cinco y de inmediato sentí el contacto de su piel suave con la mía. Nuestras manos se unieron con un delicado golpe cómplice que a pesar de haber durado un abrir y cerrar de ojos para mí fue eterno.
Quedaban aún veinte minutos para el timbre de salida y no hice otra cosa que pensar en ese hermoso e inesperado gesto de Verónica. Mientras, no le sacaba la mirada de encima. Mi mente adolescente de chico de segundo año de escuela secundaria me llevó a plantearme cientos de posibles significados de esa ayuda clandestina. Una, que Verónica, luego de contestar la primera pregunta que estaba dirigida a mí, se sintió mal, por lo que decidió ayudarme a contestar la segunda. Otra, que Verónica me había ayudado al verme titubear, como por lástima. Pero la peor de las interpretaciones que le di a ese gesto fue que Verónica colaboró conmigo como lo hubiese hecho con cualquiera de los otros treinta y cinco compañeros del curso. ¡Pero no! ¡Me había ayudado a mí! Había sido yo el que había disfrutado por unos segundos el movimiento de sus labios dándome la respuesta salvadora. Había sido yo el destinatario de tan sensual gesto. Había sido yo el blanco de la hermosa mirada de Verónica... Había sido yo quien había chocado, casi como una caricia, esa hermosa mano fraternal... ¿fraternal? Obviamente, de inmediato, me hice la película. Pensé que esa ayuda se debía a que ella sentía por mí algo más que ese simple compañerismo de aula. Y volé... Mi cuerpo quería estar en cualquier parte menos ahí adentro, entre esas cuatro paredes horribles y escuchando sujetos, predicados, núcleos y modificadores. Quería irme de ahí, irme con Verónica... Cinco meses habían pasado desde el primer día de clases y durante cinco meses la había observado sin cansarme y sin que ella me diera una señal concreta. Y ahora me la había dado. Verónica al menos sabía que yo estaba allí, que yo existía y que no era uno más del montón. Apoyé los codos en el pupitre y me sostuve la cabeza con ambas manos. Maldije —una vez más en mi vida— mi timidez y me propuse tomar coraje. Aunque sea, tenía que hablar dos palabras con Verónica a la salida. Esos veinte minutos fueron interminables.
El timbre sacudió mi modorra mezclada con ilusión y nerviosismo. Agarré mis carpetas sin dejar de mirar a Verónica, que guardaba sus libros en la mochila. Hice tiempo como para dejar que saliera ella primero y me propuse seguirla unos metros antes de llamarla. ¿Qué le diría? Qué importaba, algo me iba a salir...
Observé primero sus pasos lentos y graciosos. Luego aceleró y apresuré mis pasos tras ella: ya era el momento de darle alcance y hablar. Estaba decidido a todo pero de repente el sueño se esfumó. Debí haber parecido un pobre pibe al pasar frente a semejante cuadro, porque creo que hasta lloré. Los labios que minutos antes me habían soplado un predicativo obligatorio hermoso y salvador, se estrechaban ahora en un beso con los labios de un estúpido alumno de quinto año «A».

AMOR DE ADOLESCENTES


—¿Qué podemos hacer?
No sabía qué contestarle. Yo tenía ganas de hacer tantas cosas con ella que no podía decirle ni siquiera una. Siempre me pasaba lo mismo: no me animaba a hablar. Hasta entonces me había caracterizado por ser medio quedado. Y una vez más me habían faltado las palabras. Mejor dicho, me habían dejado sin palabras. Nancy me gustaba mucho y además la quería mucho también. Era una mina que me daba vuelta, siempre estaba de buen humor, siempre tenía una sonrisa para regalar. Además era provocativa. A veces me decía que era el mejor chico que conocía, que yo era su mejor amigo, que me quería muchísimo y terminaba dándome un beso en la mejilla. Yo quedaba loco y me daban ganas de agarrarla y apretarla, y darle un buen beso, pero en la boca, y gritarle que la quería, que quería que sea mi novia, que no aguantaba más… Pero la historia se repetía: no abría la boca. Me pasaba tardes enteras tirado en la cama con el grabador a todo volumen planeando cómo hacer para animarme. Siempre que estábamos juntos me daba pie como para que yo tomara la decisión y mi gran duda era si me estaba provocando, si lo hacía como un juego en el que solo ella conocía las reglas. Entonces me daban ganas de gritarme «¡Imbécil! ¿No ves que te está esperando?». Y me contestaba sin pensarlo: «¡Ma sí, me tiro!». Y cuando la veía nuevamente era como si me estuvieran agarrando de los pantalones, como si me estuvieran diciendo que no, que se me reiría en la cara. Y ese día la tenía frente a mí, sentada en esa mesa de bar con su cara hermosa, como siempre, mirándome con cariño. Cuando estaba por abrir la boca para decir cualquier idiotez, me tomó de la mano y me sacó casi corriendo de ese bar mugriento rumbo a la calle.
—Caminemos —me dijo.
Y, por supuesto, acepté. Obviamente, habló todo el tiempo ella. Qué sé yo lo que me decía, yo solamente la miraba. Movía los labios de una forma muy dulce, siempre con esa sonrisa en su rostro, y caminaba con una gracia especial. De vez en cuando se me adelantaba unos pasos y caminaba marcha atrás, frente a mí, como jugando. ¡Qué ganas de abrazarla! Me miraba con esos ojos pardos irresistibles y amorosos como diciéndome: abrazame. No sabía qué hacer. A los pocos minutos ella me tomó de la mano y me dijo con una simpleza sin igual que yo era muy dulce. No sé de dónde saqué coraje y la abracé. Mi mano derecha se apoyó en su hombro derecho y caminamos lentamente hacia su casa. Le pregunté si le molestaba mi abrazo.
—No, al contrario. Me siento protegida.
No cabían dudas: estaba muerta conmigo y no podía perderme esa oportunidad. Tenía que actuar rápidamente, sin pensarlo demasiado. Pero antes de que yo atinara a hacer algo, me preguntó si iba a ir al boliche el viernes a la noche. Iba a decirle que sí, pero antes quise asegurarme de que ella iría.
—Por supuesto —fue la respuesta contundente.
Pensé: ¿y si en vez de apurarme ahora, espero hasta el viernes? Seguramente voy a estar más decidido… y con un poco de alcohol encima, seguro que me animo. Además, iba a poder planear todo con mayor serenidad. Y esperé.
El jueves por la tarde falté a clase de gimnasia. Media falta más en el colegio no me haría nada. Decidí salir a caminar por la ciudad. Luego de una hora de deambular, fui a la casa de Esteban a tomar unos mates y le conté lo que me pasaba y todo lo que sentía. Hablé como media hora sin parar y él solo se limitaba a mirarme y escucharme atentamente. Parecía no entender, no escuchar. Se levantó de repente, se dirigió a la ventana de su cuarto y miró hacia la calle.
—Che, ¿qué pasa?
Dio media vuelta y me lo dijo, no muy tranquilo:
—Me pasa lo mismo que a vos con una mina y me estoy haciendo, como vos, mucho el bocho. Siento lo mismo que vos y no sé qué hacer. Ella también me dice esas cosas lindas, estoy seguro de que me quiere y tengo ganas de encararla.
Me alegré, le dije que me parecía bárbaro, que quizás a los dos nos iría bien, y que luego podríamos salir los cuatro juntos. Le dije que cambiara la cara, que entendía que estuviese nervioso, yo también lo estaba, pero que tenía que confiar porque las cosas estaban dadas como para que los dos ganemos, que se dejara de joder.
—¿Quién es, Esteban?
—Nancy —dijo con la voz entrecortada—. Y quedamos en encontrarnos mañana en el boliche…
El viernes nos pasamos la noche con Esteban sentados en el umbral de mi casa fumando, tomando cerveza, mirando hacia la avenida desierta y sin decir una sola palabra.

LA PEATONAL


Siempre me gustó caminar. Considero que es un ejercicio muy efectivo para liberar la mente de la cotidianidad. Además, es un buen ejercicio físico, todo el mundo lo sabe. Los médicos te dan la receta con las soluciones mágicas que le hacen falta a tu salud para estar un poquito mejor, y en otro papelito con membrete de remedio de muestra gratis escriben con letra ilegible cada cuánto las tenés que tomar y, con un poquito más de ganas y prolijidad, anotan al final entre signos de exclamación: «¡Caminar!». Reconozco que nunca lo hice porque el médico me lo recomendase. Lo hago desde siempre. Un día un poco más, otro día un poco menos, pero intento no perder la regularidad. Y recién ahora lo hago para que no se me entumezcan los huesos o para que la espalda no me duela tanto por estar frente a la computadora demasiadas horas por día. Caminar para mí siempre significó despejar la mente. Cuando era joven, los problemas que me rodeaban no eran tantos ni tan graves. Por eso, más que liberar la mente de la realidad diaria, utilizaba las caminatas para soñar. ¿Soñar qué? Que me pasaban las cosas que quería que me sucedieran… así de simple. Eso me hacía sentir un poquito más feliz. O para jugar. ¿A qué? A caminar por una hilera de baldosas, o por el cordón de la vereda, pensando que si pisaba afuera o perdía el equilibrio, caería a un precipicio e indefectiblemente llegaría al final de mis días. Ahora, a mi edad, caminar es casi pura y exclusivamente un ejercicio de evasión, no solo porque lo sigo haciendo solo, como siempre, sino porque me calzo los auriculares y escucho la música que a mí me gusta a volumen diez. Es una linda manera de olvidarme de las obligaciones de todo tipo. Durante una hora, una hora y media, estoy solo en el mundo y nada me puede importar más que tararear canciones mientras camino hacia ninguna parte. ¿Y a qué se debe este palabrerío inútil que a nadie le interesa más que a mí? A que hace un par de semanas volví a recorrer las cuadras de la peatonal de mi ciudad natal, de mi juventud, y me trajo muchos recuerdos. Los más lindos, que por ser tales, se me fueron borrando poco a poco en la mente. Y los otros, tristes y dolorosos, se transformaron en imborrables. Justamente uno de estos últimos se me hace necesario contar, ya que ese día me encontré con Sofía.
No sé si seré preciso en algunos detalles, lo que sí afirmo es que omitiré mencionar nombres verdaderos como una manera de salvaguardar la dignidad de las personas después de unos… treinta y cinco o cuarenta años.
No quedaba cerca mi casa de la peatonal. Sin embargo, jamás tomé un colectivo urbano para llegar. Caminar las cuadras que me separaban de ella era el prólogo necesario para disfrutarla después recorriendo sus cuadras con paso firme pero lento, las manos en los bolsillos holgados de mis pantalones, como disfrutando ese esquivar gente desconocida, indiferente, apurada, ajena a todo lo que la rodeaba. Cosa que me gustaba por lo extraño y normal que era a la vez. Fumaba en aquella época, y los Particulares 30 me daban más seguridad, más confianza, para internarme entre esa muchedumbre. Yo sabía muy bien que esas largas caminatas que terminaban en la peatonal no las hacía por el solo hecho de pasear. Además de ser una forma de perder el tiempo con gusto, también lo aprovechaba para distraerme; pero en realidad, perseguía inexorablemente otro objetivo: encontrarla. La ciudad era muy grande y ella vivía lejos de mi casa. Mucho más lejos de lo que me quedaba la peatonal. Y siempre soñé con cruzármela de frente, entre toda esa gente desconocida. ¡Sofía! —le hubiese dicho— ¡Qué casualidad encontrarte por acá! Demás está decir que por aquellos tiempos nunca me la crucé por la peatonal. Muy de vez en cuando la veía en alguna reunión de amigos pero esos encuentros eran demasiado espaciados, yo era uno más entre tantos y no aguantaba no verla por demasiado tiempo. Por eso iba a la peatonal. A soñar que la encontraba y nos poníamos a charlar. ¿A qué otro lugar que no fuera la peatonal de mi ciudad tendría que ir para encontrarla? Si allí íbamos todos… a caminar, a comprar, a pasear, a perder el tiempo, con nuestros amigos o con nuestros hermanos. Cuando llegaba a la peatonal la recorría de punta a punta cuatro veces. Para mí la peatonal terminaba donde para otros empezaba. Al sur. Por el solo hecho de que yo llegaba caminando desde el norte. Y al sur estaba el teatro municipal con sus grandes escalinatas. Cuando llegaba al teatro, pegaba la vuelta para hacer un nuevo intento de encontrarla. La caminata siempre era lenta y atenta. Miraba para todos lados, deseaba casi con desesperación que ese día ella hubiese decidido ir a la peatonal a pasear o a lo que sea; cada vez que recorría sus calles anhelaba encontrarla. Más de una vez me crucé con algún familiar, o con algún amigo, por lo que terminaba olvidándome de Sofía, de su eterna ausencia, y me distraía con mi nueva compañía. Pero cuando llegaba nuevamente al principio —al norte— de la peatonal, giraba sobre mí mismo y emprendía un nuevo recorrido que terminaba en las escalinatas del teatro municipal, donde me sentaba solo a fumarme un pucho y mirar la gente pasar. Quién me iba a quitar la esperanza de que justo pasara frente al teatro y de que se sentara un ratito, o toda una eternidad, a mi lado para conversar.
Mis caminatas actuales además de servirme como un grato escape del mundo, me ayudan a descontracturarme, a agilizar mis rodillas, a no aumentar el volumen abdominal aún más, a controlar el colesterol. Ahora sí tuve que hacerle caso al médico. Pero le veo el lado bueno: no tuve que esforzarme demasiado.
Quienes me conocen saben que jamás tuve tacto para tratar con las mujeres. Siempre estuve a contramano de mis amigos. Si la moda consistía en usar pantalones bombilla, yo usaba los más anchos que conseguía. Si había que usar el cabello corto, me lo dejaba largo. Si se usaba barbita incipiente, me afeitaba; y cuando se trataba de lucir la tez suave, me dejaba crecer una barba espesa. Si las zapatillas se me rompían, no las tiraba, no las cambiaba: las emparchaba. Ahora, desde la adultez, razono: ¿por qué razón lógica Sofía se hubiese parado o acercado a hablar conmigo, si hubiese pasado frente a la escalinata del teatro, o si me la hubiese cruzado en alguna de las innumerables caminatas por la peatonal?
Este continuo fracaso en mi relación con las mujeres, lo corroboré justamente, semanas atrás, cuando volví a la peatonal y, ¡oh, sorpresa!, me crucé con Sofía. Obviamente, no la esperaba y eso me causó un poco de estupor. Fueron dos o tres minutos de una charla sin sentido y por compromiso. ¿Te casaste?, me preguntó como si eso fuese un paso ineludible en la vida del ser humano. No, contesté. Y no me quedó otra que continuar el diálogo: ¿Y vos? Sí, con Francisco, ¿te acordás? No me acordaba, tampoco me importaba. Creo que me dijo que tenía hijos, o hijas, no sé cuántos. Sofía miraba constantemente hacia los costados, como si la muchedumbre que iba y venía a nuestro lado la molestara, la agobiara. Y lo dijo por fin: Odio la peatonal. Jamás me gustó. Tanta gente me molesta… Empecé a sentir que mi estupidez, no solo adolescente sino de toda la vida, no podía ser mayor e indagué: ¿No venías cuando éramos jóvenes a pasear con tus amigas? ¡Jamás! Me parecía tonto venir a perder el tiempo entre tanta gente indiferente. Para pasear siempre encontraba lugares mucho más lindos e interesantes. ¿Acaso vos venías? Creo que cambié de color, tragué saliva y tartamudeé un mentiroso no, no me gustaba… Intercambiamos dos o tres oraciones más y llegó el beso de despedida en la mejilla.
Mientras Sofía sigue su vida con su marido y sus hijos, yo seguiré caminando hasta el día que me muera, los auriculares puestos con la música a full y la mente perdida en quién sabe qué deseos, o qué recuerdos, o qué mundos inverosímiles que, como siempre, se me ocurrirán. Pero quizás ya sea demasiado tarde para plantearme por qué razón siempre hice lo que no tenía que hacer.

martes, 4 de octubre de 2022

CHARLA




Javier estaba decidido a llevar adelante su plan. Hacía ya un tiempo que en su mente, atrapados como en una telaraña, sus pensamientos se mezclaban y lo inquietaban cada vez más. Se lo había propuesto, no podía flaquear.
El día del encuentro inesperado fue un martes y llovía muy despacito. Javier había aprovechado para salir a caminar, para despejarse un rato a pesar del clima hostil. Eran las dos de la tarde y se dirigió hacia cualquier lugar. Compró un diario, lo dobló, lo colocó bajo el brazo izquierdo y con las manos en los bolsillos siguió su caminata. Esperó hasta llegar a un bar cualquiera para abrir el diario. Café de por medio leyó sin ganas los títulos, miró algunas fotos y terminó en los chistes de la última página, que le parecieron estúpidos.
Miró a través del ventanal a la calle y vio correr el agua de lluvia cada vez con más intensidad. Su inquietud se debía a que tenía que prepararse muy bien para llevar a cabo el objetivo y sabía que no estaba actuando con la seriedad que el caso requería. Debía ponerse ya, sin pérdida de tiempo, a desarrollar un plan viable y posible. Pensó que hubiese sido bueno hacerlo con alguien, de a dos. Se podrían advertir con más facilidad las posibles debilidades y buscar las mejores opciones para actuar. Pero estaba solo. Angélica no lo hubiese acompañado, estaba seguro. La conocía muy bien. Debía planear un crimen para él justiciero y no debía pensar nada más que en eso. Cerró las grandes páginas del diario y fijó su vista en la calle pero con la mirada perdida. No observaba nada en particular.
Se le nubló la vista, pestañeó un par de veces y sacudió suavemente la cabeza. Entre el gris de la calle y la cortina de agua, advirtió la presencia de un joven de unos veinticinco años en la vereda del bar, parado —ventanal de por medio— frente a él. Lo miraba con detenimiento y lo incomodó un poco. Era flaco, alto, cuerpo erguido, cabellos claros y profundos ojos negros. No obstante, su aspecto era de dejadez, mejor dicho, de pobreza. Tenía barba de unos tres o cuatro días y fumaba. Javier lo miró por un instante y bajó la vista. Simuló estar leyendo el diario. A los pocos segundos vio cómo el extraño ingresaba al bar y se dirigía a su mesa. La incomodidad de Javier se acrecentó. Cuando lo tuvo frente a él notó que además de su aspecto andrajoso, vestía de una manera absurda.
—¿Puedo sentarme? —preguntó con voz ronca.
Javier lo miró e intentó reconocerlo. No abrió —no pudo hacerlo— la boca.
—No me conocés —dijo el joven mientras se acomodaba en una de las sillas, la que daba espaldas a la calle—. Yo tampoco te conozco, pero creo que te puedo llegar a ser útil.
Llamó al mozo y pidió un vaso de vodka. Javier doblaba y desdoblaba el diario mostrando su evidente nerviosismo. ¿Quién era ese descolgado? Se mostraba como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y actuaba con gran naturalidad. Javier notó que sacaba de su sacón viejo un atado de cigarrillos. Le ofreció uno. No, gracias, al fin abrió la boca. No conocía la marca de los cigarrillos que fumaba. Eran importados, sin duda, y la etiqueta estaba escrita en un idioma que desconocía. Encendió uno, chupó profundamente y despidió el humo con gran ímpetu hacia el techo. Le trajeron la medida de vodka y la bebió de un trago. ¡Ah! A esta hora viene bárbaro, comentó. Javier no dejaba de mirarlo con desconcierto.
—Vos no me conocés… ¡Bah! No sé si no me conocés. Es cierto que es la primera vez que nos vemos… —sonrió irónicamente—. Sé que si te doy mil posibilidades para que adivinés quién soy, no te alcanzarían.
—¿Y quién sos? —se decidió al fin preguntar de mala gana Javier.
—Es difícil decírtelo así, de una sola vez. No me creerías.
—¿Y por qué no voy a creerte? Si ni siquiera te conozco… Decime que te llamás Juan de las Pelotas y te voy a creer.
—¡Ja! —pitó ahora suavemente y con tranquilidad.
—¿Y? ¿Quién sos?
—¿Querés que te lo diga? —preguntó ahora con seriedad, frunciendo el ceño y con su ronca voz de fumador.
Javier recién ahora comenzaba a advertir algo de misterioso en el desconocido. Pensaba que era algún trasnochado que no tenía nada que hacer y se había a sentado a hablar un rato. Era un tipo intrigante. Y el nerviosismo que sintió al principio, poco a poco se fue transformando en miedo.
—¿Quién soy? ¿Querés que te lo diga? Está bien, pero antes dejame decirte que estoy esperando a un amigo…
—Hay varias mesas desocupadas… —le dijo Javier con cara de qué me importa.
—No. Nos sentaremos acá, con vos, en esta misma mesa. Trataremos de conversar largo y tendido —dijo mientras sacaba un reloj de bolsillo antiguo—. ¡Cómo se demora! Somos dos tipos con una gran experiencia.
—¿Experiencia? ¿Experiencia en qué?
—Ya lo sabrás…
—¡Loco, cortala con tus intrigas! ¡¿Quién sos y qué carajo querés?!
—Comprendo tu malestar. Estoy siendo un poco tedioso, ¿no? Me estoy dando cuenta. Me voy a presentar y espero no ver una mueca de sonrisa en tu cara: soy Rodión Romanovich.
—¡¿Quién?!
—Rodión Romanovich. O Raskólnikov, como más te guste.
—¡Ajá! En versión argentina y después de la gripe… —contestó irónicamente Javier.
—Al menos veo que conocés mi nombre, que no soy un desconocido para vos. Sabía que lo tomarías de esta forma. Pero no estoy para bromas. Esta cita fue acordada con la mayor seriedad que el caso requiere.
Javier escuchó estas últimas palabras con un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. No alcanzó a comprender muy bien y, con ahora una incipiente timidez, preguntó:
—¿Cita?
—Sí, todo estaba preparado para reunirnos los tres, hoy, a esta hora y en este bar.
¿Los tres? ¿Raskólnikov? ¿Quién era el otro? Muchos eran los interrogantes que Javier se planteaba y no podía dejar de mirar con gran intriga a ese hombre extraño. Ya dejó de considerarlo un joven.
—¿Cómo que está preparada la cita si yo no sabía nada? —le cuestionó al tiempo que pensaba que hacía como diez años que no iba a ese bar y había entrado al mismo por casualidad.
—¿Te parece que no lo sabías? Sí, Javier, lo sabías. Si no, ¿qué hacés acá? De una u otra manera nos arreglamos para avisarte. ¡Pero cómo tarda!
Javier pensaba que no podía ser real lo que estaba viviendo. ¿Cómo todavía estaba escuchando a ese delirante sin decirle al menos…? ¿Sin decirle qué? ¿A quién estaba esperando? Pensó en pagar el café e irse. Llamó al mozo.
—Espero que no estés pensando en irte. Te puedo asegurar que no te conviene. Además, no te voy a dejar ir —dijo Raskólnikov, ahora con voz amenazante.
—¡¿Pero quién te creés que sos?! Si se me canta, me voy y chau. ¡Mozo!
—Te doy un consejo: no te vayas. Nosotros te podemos ayudar.
—¿Sí? —preguntó el mozo a Javier mientras se le acercaba.
—Eh… Tráigame otro café —dijo Javier sintiéndose derrotado y esperando la sonrisa burlona del presunto Raskólnikov que nunca llegó. Seguía expresando una seriedad absoluta.
—¿Ayudarme a qué? ¿Qué mierda querés? ¿A quién carajo estás esperando? —casi gritó Javier.
—Nosotros podemos ayudarte. Sabemos que estás planeando algo muy serio y no podemos dejarte solo.
—¡Pará! ¡Pará! Primero: ¿por qué hablás en plural? Segundo: ¿qué sabés vos si yo estoy planeando algo? Tercero…
—¡Ahí viene! —exclamó Raskólnikov interrumpiendo a Javier—. ¡Por fin!
Raskólnikov se corrió a otra silla para dejarle la suya al recién llegado. Era un hombre diez o quince años mayor que Raskólnikov. Un poco más bajo pero más robusto. Vestía modestamente. No parecía tan abandonado como su amigo. No sonreía. Estaba muy serio. Su proceder era muy duro.
—Rakólnikov… —pronunció el nombre de su amigo a manera de saludo y se sentó.
—Juan Pablo… —contestó Raskólnikov cordialmente pero siempre con gran respeto y distancia.
¿Juan Pablo?, pensó Javier. Espero que no sea un Papa, siguió con sus pensamientos, pero serio, sin esbozar una sonrisa, ya que podría ser tomada como una insolencia y parecía ser que el horno no estaba para bollos. Pero qué estúpido se sentía allí sentado entre dos chiflados que no sabía qué pretendían.
—Javier, él es Juan Pablo —dijo Raskólnikov a manera de presentación y el recién llegado hizo un gesto cordial con su cabeza.
—¿Juan Pablo qué?
—Juan Pablo Castel —dijo serenamente el nuevo integrante de la mesa—. El pintor que mató a María Iribarne.
Por más esfuerzo que hizo, Javier no pudo evitar la reacción y largó una gran carcajada:
—¡Ja! ¿No estaremos esperando ahora a Don Quijote y Sancho Panza, no?
Castel lo miró con gran disgusto y recriminó:
—¡Espero que a esa risa burlona no la utilices mientras elaborás proyectos serios!
Javier se contuvo ante el enojo de Castel. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo tomar con seriedad a esos dos tipos tan ridículos como inexistentes? ¿Qué estaba esperando para irse? El mozo trajo el café a Javier y Castel hizo su pedido.
—Ginebra, por favor.
Javier revolvía su café mecánicamente, sin pensar en tomarlo, como cuando uno se rasca la cabeza sin motivo alguno, como esperando que suceda algo imprevisto. No sabía cómo actuar ni qué decir. Se trataría seguramente de una broma. Además, ¿de qué proyecto hablaban? Él jamás había hecho el menor comentario a nadie. ¿Y entonces?
—Sabemos de tu proyecto —dijo Raskólnikov.
—¿Qué proyecto?
Javier los miraba intrigado y con un miedo cada vez más atroz.
—Lo conocemos y por eso decidimos reunirnos con vos, para charlar muy bien sobre todas tus ideas y tus planes —explicó Raskólnikov—. Sabemos que tenés un temperamento bastante impulsivo y eso te puede llevar a la perdición.
—Exactamente —continuó Castel—. Los hechos, cuando se precipitan alocadamente, pueden ser funestos. No hablamos solamente de terminar en la cárcel después de cometido el crimen, porque como vos sabrás, Raskólnikov y yo terminamos adentro por propia voluntad y no porque nos hayan descubierto. Hablamos de no cometer el crimen y que encima te encierren.
—Creemos que tu mente está un poco excitada y no hay nada peor que eso para proceder. Sangre fría. Si no lográs tener sangre fría en tus venas, no podrás hacer las cosas como se debe.
—Raskólnikov tiene razón. Mientras sientas hervir la sangre en tus venas, no hagas nada riesgoso. La pasión y el instinto son demasiado peligrosos. Hay que usar la cabeza.
—Yo creo, Juan Pablo, que tendríamos que convencer a Javier de que esto que está viviendo, más allá de lo que él piense, es cierto. Mirale la cara, cree que somos unos farsantes.
—No te preocupés por eso, ya se le va a pasar. Más allá de su cara, creo que nos está escuchando con mucha atención. Lo importante es decirle lo que pensamos. Somos conscientes de que no podemos evitar nada, por lo tanto, nuestra voluntad es solo advertir. Es él quien en definitiva va a cometer el crimen.
—Totalmente de acuerdo. Espero, Javier, que nos hayas prestado atención, ¿no?
Javier asintió con la cabeza, no pudo hablar. No sabía si en realidad estaba escuchando a esos dos locos o si trataba de averiguar qué estaba pasando realmente.
—Nosotros estamos muy de acuerdo con las causas que te impulsan a matar —dijo Raskólnikov—. Yo también sentía odio hacia esa vieja usurera y la maté pensando en los demás, no solo en mí. No podía permitir que siguiera lucrando con el hambre de los pobres. Y la maté. Pero a sangre fría. Un hachazo en la cabeza y listo. Lo pensé y pensé mil veces. Es cierto que me daba miedo pero cuando me decidí a hacerlo, dejé los temores archivados en mi pequeño cuchitril. ¿Entendés?
Javier continuaba asintiendo con la cabeza, sin abrir la boca, clavando sus ojos en los de sus ocasionales compañeros de mesa mientras hablaban.
—No tenés que pensar en ningún momento en las consecuencias. O sí, pero para tratar de evitarlas. Que ellas no te hagan flaquear. Yo también tuve mis razones para matar a María y creo que cada uno siempre tiene —o busca— razones suficientes, justas o no, para obrar como le parezca. La decisión y la frialdad son buenas compañeras y difícilmente te harán fracasar.
—No te convocamos para sermonearte, para evitar un crimen ni para inducirte a cometerlo. Solo lo hicimos para que tomés la decisión con fuerza y coraje. Si vas a matar: frialdad, cálculo, precisión. Si no: coraje y valentía. Acordate: los héroes no nacen…
—Además —interrumpió Castel—, tené en cuenta esto: ni Raskólnikov ni yo nos arrepentimos de haber matado a nuestras víctimas. Una vez que lo hiciste, empezás a buscar justificaciones y te vas dando cuenta con el tiempo de que encontrás más de las que te imaginás.
—¡Tu causa es justa! —gritó Raskólnikov con el puño en alto.
Javier sintió un sacudón en todo su cuerpo. ¡Tu causa es justa!, le gritaba ahora una voz de ultratumba. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa! Y sentía los sacudones constantes acompañados de gritos lejanos e ininteligibles. ¡Tu causa es justa! ¡Tu causa es justa!
Un frío intenso recorrió de pronto todo su cuerpo y un sacudón final terminó por hacerlo reaccionar.
—¡Javier! ¡Levantate! —le gritaba Angélica mientras lo sacudía y le sacaba la cobija de encima—. Son las once. ¿Hasta cuándo pensás dormir?
Javier la miró como pudo, sin poder abrir los ojos completamente. Tuvo que sacar la fuerza que no tenía de su alma para incorporarse. Maldijo por dentro y se sentó en la cama. Angélica le dio un mate.
—Tu vieja me dijo que desde las ocho te está llamando. ¿Te acostaste tarde?
Javier no contestó. Sorbió el mate hasta el ronquido final y comenzó a vestirse mientras trataba de ordenar su mente.

martes, 6 de septiembre de 2022

REUNIÓN IMPROVISADA



El calor brindado por el pequeño calefactor en la sala de guardia apenas lograba calmar el intenso frío que en esos días de julio reinaba en la ciudad. Una leve pero persistente llovizna mojaba la calle totalmente desolada, alumbrada apenas por la luz artificial de una columna de neón, que se dejaba ver a través de la gran puerta de vidrio de la entrada del Centro Cultural. El brillo de los adoquines rememoraba viejas películas de época en las que los carruajes tirados por negros corceles hacían presentir un misterio que debería ser investigado por algún Philip Marlowe vestido con su sombrero detectivesco y su piloto gris, en el que un asesinato o al menos una desaparición forzosa sería el hilo conductor de la historia. Ese escenario indicaba que esa noche no iba a ser una más en la ciudad. A pesar de que en su trabajo estaba a buen resguardo del frío invernal, Antonio llevaba colocada su boina protectora de una más que incipiente calvicie, el sobretodo de pana negra largo hasta las rodillas y un par de guantes mágicos de color lila, que le había pedido prestado a su pequeña hija esa tarde, previendo una noche larga e insoportablemente gélida. Flaco, alto, desgarbado y con la barba de tres días, si se paraba en la mitad de la calle adoquinada en esos momentos, bien podría convertirse en uno de los sospechosos de Marlowe. El mate bien caliente lo ayudaba no solo a calmar el frío sino también a mantener la mente y los sentidos despiertos.
Su turno había comenzado a las veintitrés, varias horas después de que las puertas del Centro Cultural fueran cerradas al público. Gloria, a quien relevó en la guardia, le comentó que, sorpresivamente, el día había sido bastante movido no solo porque había concurrido a la exposición la gente de siempre, sino porque al menos tres o cuatro delegaciones de ruidosos y molestos estudiantes habían llegado con sus docentes a cargo a romper con la tranquilidad del enorme edificio. Antonio pensó ante el comentario de su compañera que prefería mil veces el bullicio de los alumnos eternamente desinteresados por propuestas culturales de todo tipo al silencio sepulcral de las largas noches en soledad.
A las dos de la mañana, sentado en una vieja silla de madera y a punto de quedarse dormido con el diario del día anterior entre las manos, Antonio se quitó los anteojos, tomó un mate tibio y pensó que ya era hora de calentar nuevamente el agua. Se frotó las manos enguantadas, se paró con algo de dificultad —escuchó el crujir de huesos en su pierna derecha—, estiró los brazos hacia atrás, elongó luego las pantorrillas apoyando sus manos en una pequeña mesa de madera y salió de la sala de guardia hacia la galería principal del Centro Cultural. El ambiente estaba mucho más frío que en su refugio y pensó dos veces antes de salir de ese elemental confort. Pero necesitaba estirar las piernas, liberarse un poco de la modorra en la que se sentía inmerso y de paso controlaría que todo estuviese en orden, aunque sabía de antemano y por propia experiencia —ya hacía varios años que trabajaba como sereno en el Centro Cultural— que nunca había pasado nada raro o anormal, ni pasaría jamás. La iluminación era la mínima e indispensable por las noches, por lo que se dirigió al tablero eléctrico y con solo levantar una tecla la galería brilló en toda su extensión.
Sabía que la exposición en esos días se denominaba “Conexión Saer”, título al que no lograba encontrarle sentido alguno y que le significaba lo mismo que la palabra “hebdomadario” que había escuchado días atrás en un programa del canal Encuentro. Recogió de una pequeña mesa al principio de la muestra un tarjetón que en su frente tenía la foto de perfil de un hombre con el río y la isla como fondo. La imagen le provocó recuerdos entrañables no tan lejanos y le dieron ganas de ir a pescar. Inmediatamente pensó en hablarles a los muchachos para ir a la costa el próximo fin de semana largo. Nada más lindo encontraba en sus días de descanso que escaparse a la isla a disfrutar en la naturaleza junto con sus amigos de una buena pesca, comer unos buenos dorados a la parrilla y tomar vino en abundancia lejos del mundanal ruido. Le llamó la atención la cara del hombre de la foto. “Qué fulero…”, pensó. El perfil comenzaba con una prominente nariz aguileña de punta caída, ojos entrecerrados, como protegiéndose del viento de la costa e intentando fijar la vista en un punto que no parecía ser fijo, sino una nada, un horizonte inalcanzable. La frente ancha terminaba casi a mitad de la cabeza, donde unos cabellos enrulados y entrecanos rodeaban la oreja izquierda. Tenía la cara bien afeitada, vestía una camisa a cuadros y saco de vestir. “Parece turco…”, pensó. Dio vuelta el tarjetón y en el reverso leyó: “Lo que es mejor a orillas del Paraná que en París”. Se extasió en la lectura del texto breve aunque tardó unos cuantos minutos más de lo esperado en terminarlo, meneó la cabeza, sonrió, murmuró “tal cual”, y meditó de inmediato, no sin un poco de vergüenza, que no sabía dónde carajo quedaba París. Devolvió el tarjetón a la mesa y comenzó una lenta caminata por la galería donde se extendía la exposición. Leyó sobre una pared blanca, a su izquierda, en letras de imprenta grandes y en minúsculas: “Dicho esto, sí, nací en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Mis padres eran inmigrantes sirios…” y haciendo el ademán típico que hace el que sabe que tiene razón, golpeando con el puño derecho la palma de su mano izquierda, soltó un grito casi sordo que le salió del alma: “¡Qué te dije! Es turco…”. Interrumpió la lectura y pensó que, efectivamente, Saer debería ser el apellido del homenajeado de la muestra. Se levantó las solapas del sobretodo y metió ambas manos en los bolsillos. Era impresionante el frío que hacía en esa extensa galería. El techo con sus enormes cabreadas curvas de hierro debería estar a no menos de siete u ocho metros del piso de cemento alisado gris, sostenido por catorce gruesas columnas de hierro pintadas de blanco. La extensa muestra de textos, fotografías y pinturas se extendía a lo largo de una interminable pared impecablemente pintada de blanco también. A su derecha, grandes paredes de vidrio cubiertas desde adentro por paneles de papel madera y, más adelante, esos inmensos vidrios constituían las paredes de una prolija biblioteca. Antonio había sido advertido sobre una particularidad de la muestra, pero no recordaba cuál era. Metros más adelante, sin proponérselo, recobró la memoria de inmediato con un salto temeroso que lo hizo ponerse en guardia. Una gruesa voz comenzó hablarle desde las alturas: “Vimos con Holmes la lluvia desde el carruaje en la hermosa avenida Brixton…”. De inmediato miró hacia arriba y vio una campana de vidrio transparente, con una especie de micrófono a modo de badajo, desde donde se emitía la voz de un hombre hablando vaya a saber uno de qué. Recordó entonces la advertencia recibida: si una persona pasa por debajo de la campana acústica, se activará el audio de un poema en la propia voz de Saer. Solo de esa manera funcionaba. “Intente no pasar por debajo si no quiere escucharlo”, le recomendaron. Continuó su lenta caminata hasta el final de la galería con la voz de fondo de Saer recitando un poema para él inentendible que retumbaba en todo el Centro Cultural, actividad que hacía más para desvelarse que para verificar que todo estuviera en orden. Apagó las luces y la galería nuevamente quedó en penumbra.
Cinco minutos después, y cuando el recitado de Saer —que se le hizo insoportablemente extenso— ya no se escuchaba en la inmensa galería, se encontraba nuevamente en la sala de guardia, calentando el agua para el mate y disponiéndose a seguir leyendo —o releyendo— el diario del día anterior. El frío apenas había amainado al cambiar de ambiente pero en cuestión de minutos y con unos cuantos mates en el estómago, el calor volvería a su cuerpo.
A las tres y cuarto de la mañana, mientras leía/dormitaba/soñaba sentado en la vieja silla de madera, Antonio sintió un escalofrío de esos que dicen que se dan cuando un espíritu te pasa al lado. Le pareció escuchar un ruido —¿o varios?— como de sillas que se corrían, de un líquido que era volcado en algún recipiente, algún que otro choque de vasos de vidrio acompañados de murmullos y suaves risas. Acomodó su trasero en el asiento de la silla, enderezó la espalda y se inmovilizó completamente por el término de varios segundos. Abrió bien los ojos y sobre todo prestó máxima atención al silencio, ahora absoluto, apuntando con su mejor oído hacia la gran galería, desde donde le había parecido que provenían los ruidos. Pasaron dos o tres minutos de tensión y quietud, en los que Antonio solo escuchaba el suave soplido de las llamas del calefactor a gas que tenía a su lado. Ni siquiera quería apoyar el diario sobre la mesa para no ser él quien rompiera el silencio. Sabía que se había quedado en estado de somnolencia y que quizás los ruidos se habrían debido a alguna alucinación típica del adormecimiento o, por qué no, a algún ruido proveniente del exterior. Intentó tranquilizarse. No obstante, desvió la mirada hacia el pequeño anafe donde estaba apoyada la pava y corroboró que detrás del mismo, apoyado contra la pared, había un palo de escoba viejo, que nunca había sabido ni preguntado por qué o para qué estaba en ese lugar. Suspiró y se distendió nuevamente acomodándose mejor en la silla. Abrió el diario nuevamente pero ya no sintió ganas de leerlo. Se cebó un mate y chupó fuertemente hasta acabarlo y hacer sonar el ronquido final. Escuchó a lo lejos, en el exterior, el paso de una motocicleta con el caño de escape libre e intentó convencerse de que quizás haya sido el paso de esa misma moto minutos atrás lo que lo había despabilado.
Antonio miró su reloj: eran las tres y veinticinco. Comenzó lentamente a cebarse un nuevo mate, procurando no mojar la totalidad de la yerba, solo la que estaba rodeando a la bombilla, pero no pudo porque el pulso le temblaba. Apoyó la pava sobre la mesa de madera, sacudió en el aire violentamente su mano derecha como para calmarla y liberarla de todo nerviosismo infundado, e intentó nuevamente la acción de la cebada. En ese mismo instante algo volvió a sobresaltarlo: “Ráfagas mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios, férrea realidad nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos…”. Tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de que el audio con la voz de Saer solo se activaba si alguien pasaba por debajo de la campana acústica. El escalofrío fue intenso y sin pensarlo demasiado agarró con decisión el viejo palo de escoba que estaba detrás del anafe. Agradeció sin saber a quién el hecho de haberlo dejado en ese lugar. Antonio no era una persona miedosa, pero en ciertas circunstancias, al enfrentarnos a situaciones insólitas, misteriosas o simplemente ilógicas, actuamos y sentimos como nunca nos hubiésemos imaginado hacerlo. Por lo que previo evaluar unos segundos la conveniencia o no de verificar qué estaba pasando en la galería, salió cautelosamente de la sala de guardia con el palo de escoba bien agarrado por su mano derecha desde uno de sus extremos. Intentó mirar a lo largo de la galería, pero la penumbra no le permitió distinguir objetos y menos si alguno de ellos se estaba moviendo. Pensó que definitivamente debía vencer su orgullo y comenzar a usar los anteojos para ver de lejos y no solo los que necesitaba para leer. Se dirigió hacia el tablero eléctrico mientras la voz del poeta seguía recitando: “Ladrillos rojos chorreando agua, hombres borrosos en la lluvia: la luz de gas manchaba la oscuridad matinal...”. La luz iluminó de un pantallazo la galería entera y las catorce columnas de hierro blancas parecieron moverse. Antonio se restregó los ojos e intentó calibrar la vista poniendo en la mira un punto fijo: la campana acústica. Para que se activara, alguien debió haber pasado por abajo, sin dudas. Las puertas vidriadas que daban a otras salas del Centro Cultural estaban cerradas. Probó una por una. Incluso la de la biblioteca. Nadie había adelante suyo por lo que de inmediato elevó la vista a las cabreadas del techo. ¿Un hombre araña? ¿Un gato? ¿Una rata? Tampoco vio nada. Caminó lenta y sigilosamente hasta el final de la galería. El movimiento tembloroso del palo de escoba demostraba, como una paradoja, el nerviosismo del sereno. No había un solo lugar donde una persona podría llegar a ocultarse sin que se lo advirtiese. Ante la imposibilidad de que alguien o algo haya provocado a Saer sus ganas de recitar el poema, sintió la necesidad de pensar en un inesperado desperfecto de la campana acústica. “Honda es nuestra pobre vida en comparación, y benditos nuestro violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra deliberada morfina”. De repente Saer calló. El poema habría terminado, seguramente, por lo que al regresar hacia la sala de guardia pasó lo bastante lejos de la campana para que no se volviera a activar. Pero luego de caminar unos cuantos metros y de haber dejado prudencialmente atrás la campana, el audio se volvió a activar. “¿Nos quedamos a dormir? No. Voy al diario mañana…”. Volvió sobre sí mismo, fijó su vista en la campana y prestó atención ahora a una polifonía de voces. Ya no era Saer recitando su poema. Eran voces distintas. Inclusive escuchó a una mujer que cantaba. “Detrás de mí, detrás de ti no hay más que olvido… Oh, tú que lloras, ¿dónde lloras?”. Evidentemente no era el mismo audio en el que Saer recitaba su poema. Agarró el palo muy fuerte, ahora con sus dos manos, y con paso sigiloso caminó alrededor de la campana, como buscando una explicación a lo que estaba pasando. Diferentes voces se fueron sumando a esa charla confusa e invisible, a esa especie de reunión que Antonio no llegaba a comprender. Le llamó la atención de pronto el olor a asado que había en la galería, un exquisito aroma a achuras cocinándose sobre brazas chisporroteantes. Trató de no desesperarse y decidió volver a la sala de guardia, con los nervios de punta y la esperanza inevitable de que el desperfecto de la campana acústica se solucionaría solo. De todas maneras, al día siguiente no dejaría de comentar lo sucedido a las autoridades del Centro Cultural para que revisaran las cámaras de seguridad del interior de la galería y poder así dilucidar qué fue lo que pasó. Miró nuevamente su reloj: cuatro menos cuarto. Bajó la tecla del tablero, pero la penumbra no impidió que debajo de la campana, como si fuera la parra de la casa de Colastiné, Barco, Renzi, Tomatis, Miri, Pichón Garay, Pocha, Gutiérrez y otros tantos personajes disfrutaran alrededor de una gran mesa junto a Saer un asado reparador con mucho vino y ensaladas. Antonio, resignado y cabizbajo, no pudo —o no supo— ver la reunión organizada a último momento por los viejos amigos luego de una jornada agobiante de bulliciosas visitas escolares al Centro Cultural.